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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Suzanne Forster

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Las cadenas del deseo, n.º 37 - junio 2018

Título original: Unfinished Business

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-709-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Si te ha gustado este libro…

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«Toda mujer es una muñequita, aunque sólo sea en su interior. Busca a esa muñeca, suéltala y deja que se vaya».

101 maneras para hacerlo suplicar

 

—Así que soy una anticuada por esperar al matrimonio —admitió Melissa Sanders llevándose el cóctel a los labios—. ¡Pues castigadme!

Un chorro de agua fría la golpeó por sorpresa entre los ojos.

—¡Eh, sólo estaba bromeando! —exclamó. Cegada, buscó a tientas una servilleta por la mesa, mientras sus tres amigas se deshacían en carcajadas. A pesar del agua que le goteaba por la nariz, consiguió esbozar una bondadosa sonrisa.

Su vieja amiga Kathy Crawford le dedicó una desafiante sonrisa.

—Yo digo que te cases con él si es lo que debes hacer —le dijo—. Cueste lo que cueste, tienes que conseguir acostarte con ese hombre tan guapo, Melissa. Has perdido la apuesta.

—Si puedes encontrarlo, estaré encantada de hacer los honores en esta misma mesa —respondió Melissa—. ¿Os haría eso felices?

—Sí —contestaron todas a la vez.

—Bueno, pues lo siento por vosotras —fingió ocuparse en limpiar una mancha de su vestido. Las chicas llevaban agobiándola toda la tarde con el sexo. Melissa no tenía vida sexual, y sus amigas habían decidido hacer de ésa su causa común y conseguirle una aventura. Se habían acercado a casi todos los hombres del restaurante, suplicándoles que se casaran con ella por «una sola noche».

Melissa ya estaba acostumbrada a sus extravagancias. Las cuatro habían sido amigas desde la infancia y estaban en Cancún, en su escapada anual de la civilización. Pero Melissa no había estado preparada para que uno de los hombres, un guapo camarero llamado Antonio, se arrodillara frente a ella y le propusiera el matrimonio en el acto. Estaba horrorizada, aunque también un poco bebida, y, tenía que reconocerlo, también complacida. Había aceptado su proposición, sobre todo para impresionar a sus amigas, y Antonio también había parecido complacido. Obviamente había oído que ella no se acostaría con nadie antes de casarse, y sin duda le encantaban los retos. También era posible que sus amigas lo hubieran convencido. Pero el modo en que le había besado la mano había hecho que a Melissa le diera un vuelco el estómago. ¿Era su lengua lo que había sentido en la piel? Parecía de terciopelo…

Por suerte para ella, Antonio le había devuelto la mano y había desaparecido tras hacer una ligera reverencia. Melissa aún no se había recuperado. Ahora sabía cómo era ser un helado derritiéndose en un charco de caramelo caliente.

La había sorprendido casi tanto la primera vez que se vieron. Las chicas no sabían nada de eso, pero Antonio había acudido en su ayuda tres días antes, cuando ella caminaba descalza por la playa. Había estado contemplando el mar, un poco melancólica, y había visto a un desconocido dirigiéndose hacia ella. Llevaba una holgada camisa blanca y un delantal de camarero a la cintura.

—El agua es traicionera —le advirtió—. No se le ocurra meterse.

Él sí que era traicionero, pensó Melissa. Aquella boca, aquellos incandescentes ojos negros… Estaría más segura con los tiburones.

—Gracias —dijo, dándose cuenta de que la había agarrado de la mano y que la estaba alejando del agua.

—¿Qué estaba buscando? —le preguntó él.

Algo en aquel hombre hizo que quisiera confesarle la verdad.

—Mi vida —respondió con una sonrisa fugaz.

Al mirarlo se quedó sin respiración. Su cerebro no pudo procesar lo que vio, salvo un atisbo de poderosa y desnuda masculinidad. Enterró los dedos de los pies en la arena y él le soltó la mano. Ella no quería que se fuera. Ese hombre era mucho mejor que sus fantasías.

—No la busque mucho tiempo —le dijo él—. Podría perderla.

A la mañana siguiente volvieron a encontrase y ella le había preguntado lo que había querido decir. Él se limitó a sonreír y a decirle que tenía unos pies muy bonitos y que debería ir siempre descalza.

—Melissa, ¿otra vez estás en las nubes?

Melissa levantó la mirada y vio tres pares de ojos fijos en ella.

—Sigo limpiándome, gracias a Kath —terminó de secarse la cara, apuró lo poco que quedaba de su bebida y sostuvo la copa en alto, indicándole al camarero que quería otra—. Me oísteis decir «sí». Todas fuisteis testigos. Si no se hubiera acobardado, me habría casado con él… por una sola noche. ¿Por qué no?

Sus amigas pusieron una mueca de burla. Kath se puso en pie y alzó su copa.

—Por la virgen vestal —dijo—, quien ni siquiera besará a un hombre a menos que lleve puesto un preservativo.

Las otras dos brindaron con sus copas y Melissa se abstuvo de protestar. Kath y ella siempre se lo habían contado todo y aún seguían haciéndolo. Melissa había estado informada de todas las relaciones de Kath. Sabía que su amiga se había acostado con cinco hombres diferentes en sus veintiocho años, incluyendo una aventura de una sola noche. Y Kath sabía que Melissa no había hecho nada semejante.

Bueno, había habido uno, pero fue algo completamente distinto. Melissa había creído que iba a casarse con Roger Boswell, y él había aceptado esperar. Pero en cuanto estuvieron oficialmente comprometidos, él había argumentado que tal vez no fueran sexualmente compatibles. Finalmente la convenció… y fue un desastre. Melissa había estado muy nerviosa y nada salió bien. Al día siguiente Roger la abandonó y, naturalmente, ella se culpó a sí misma. Pero ¿acaso el hombre adecuado no hubiera esperado o al menos no hubiera sido comprensivo?

Se había aferrado obstinadamente a esa convicción, pero desde entonces no había aparecido el hombre adecuado ni había tenido sexo. ¿Podía una mujer célibe estallar como una tubería atascada?

—Al menos concededme el beneficio de la duda —dijo con un mohín.

—Por supuesto que sí —rió Pat Sttaford, la diosa rubia que había sido animadora en el instituto.

—Según los patrones periodísticos, ya eres una diva del sexo —le aseguró Kath—. ¿Qué pasa con esos sugerentes artículos que escribes para la revista Women Only?

Melissa puso una mueca de disgusto por el comentario. No quería que mencionaran su vida secreta como autora de artículos destinados a mejorar la sexualidad de las mujeres. De acuerdo, un par de ellos eran bastante picantes, pero todo lo que escribía estaba sacado de sus fantasías, no de su nula experiencia. Algunas mujeres fingían orgasmos. Ella lo fingía todo. Seguramente habría salido corriendo muerta de miedo si Antonio hubiera hablado en serio. Y ya estaba cansada de correr, cansada de sentirse como una farsante.

Pero, por supuesto, Antonio no hablaba en serio. Todo era una broma, aunque a ella le había gustado la idea de que Antonio deseara llegar a tal extremo sólo por una noche. Si no fuera así, ¿por qué ella se estremecía sólo de pensarlo? ¿Y qué era esa otra sensación tan cálida? ¿Tenía húmedas las braguitas?

Renee Tyler, la marimacho con cola de caballo, la sacó de sus pensamientos con una brillante idea.

—Olvídate de los hombres. Vamos a consolarnos con un poco de chocolate. Es mucho mejor que el sexo.

Cuatro copas se elevaron en el aire.

Por suerte, la de Melissa estaba vacía. Otro trago y la bebida se le subiría a la cabeza.

—Vámonos, señoritas—dijo Renee efusivamente.

—Un segundo —Melissa se agachó para mirar debajo de la mesa. ¿Adónde habría ido a parar su chal?

Entonces alguien soltó un chillido y Melissa se golpeó la cabeza contra la superficie inferior de la mesa, quedando aturdida durante unos segundos. Cuando se asomó, vio a un camarero. Pero no uno cualquiera. Antonio. Se había cambiado el uniforme por una camisa de esmoquin y unos pantalones negros, e iba acompañado de otro hombre, uno que se parecía sospechosamente a… ¿un sacerdote?

Antonio le sonrió, y ella pensó en volver debajo de la mesa. Pero las chicas observaban todos sus movimientos.

—Hola, Melissa —la saludó Antonio, pronunciando su nombre a la perfección.

—Hola —consiguió decir, saludándolo con los dedos. ¿Por qué sentía que el suelo se balanceaba? ¿Acaso se producían terremotos en Cancún?

—Éste es el padre Domenici —la profunda voz de Antonio apenas tenía una pizca de acento extranjero—. Se ha ofrecido a ayudarnos.

—¿A qué? —preguntó ella en un susurro.

—A casarnos, por supuesto.

Melissa intentó ponerse en pie, convencida de que no podría. Aquello tenía que ser una broma. Se levantó muy despacio y Antonio le ofreció la mano.

—Padre, esta hermosa mujer y yo queremos casarnos esta noche.

Broma o no, Melissa estaba horrorizada. Y al mismo tiempo encantada. Antonio la ayudó a levantarse con un fuerte tirón. Ella se tambaleó ligeramente mientras él le ofrecía una rosa roja y un velo blanco de encaje para la cabeza,

—Para Melissa —dijo—, la respuesta a los sueños de un hombre.

El sueño era real. Los melódicos acordes de un grupo mariachi salieron del restaurante, y Melissa oyó de fondo los murmullos de sus amigas, aunque sin entender lo que decían. La elevada estatura de Antonio la obligó a echar la cabeza hacia atrás para verlo, lo cual la mareó un poco… ¿o era el efecto de los cócteles mexicanos?

Aquella era su primera oportunidad para echarle un buen vistazo, y así lo hizo. Todo en él parecía perfecto y en su sitio.

Al cabo de un momento, se dio cuenta de que Antonio la estaba separando de la mesa y que, sorprendentemente, ella lo estaba siguiendo, de la mano. Y no parecía tener el menor deseo de detenerlo. Más bien al contrario. Se sentía dispuesta a ir a cualquier sitio con aquel hombre y hacer lo que fuera. ¿Cómo era posible?

Miró por encima del hombro y les sonrió nerviosamente a las chicas.

—¿Adónde vais? —preguntó Kath.

—A la iglesia —respondió Antonio.

—Pero no puedes casarte con él —dijo Renee—. Necesitáis una licencia y…

—Todo lo que necesito es a ella —dijo Antonio girándose para mirarlas—. Les habéis suplicado a todos los hombres del restaurante que se casen con ella y la hagan una mujer, pero yo no lo hago por eso, sino por una razón que ninguna de vosotras podéis ver. Ella ya es una mujer… una mujer hermosa y atractiva a la que cualquier hombre desearía… como yo.

Todos los comensales del patio que lo oyeron se quedaron boquiabiertos.

Melissa estaba tan perpleja como los demás. Tal vez aquello no fuera una broma. Miró a sus amigas y reprimió un pequeño brote de histeria. Ninguna parecía saber qué hacer, y tampoco ella. Habían apostado a que podrían conseguir que un hombre guapo se casara con ella por una sola noche. Bueno, él era más que guapo y quería casarse con ella. Y parecía quererlo de verdad, por alguna razón.

Se dijo a sí misma que era el momento de hacer algunas preguntas y averiguar lo que estaba pasando. Tenía que detenerse, pensar un momento y recuperar el control de sus emociones. Pero quizá no quisiera hacerlo… Toda su vida había esperado sentir algo así.

De repente entendió cómo una mujer podía perderse por culpa de un impulso. Sobre eso escribía en sus artículos, pero nunca se imaginó que llegaría a experimentarlo algún día. Sólo era una fantasía, ¿no? Los desconocidos guapos y sexys de ojos negros no pedían el matrimonio a alguien como ella. Melissa Sanders era una solitaria, una simple espectadora. Vivía indirectamente a través de los demás, por cortesía de su imaginación.

Pero su imaginación, por muy salvaje que fuera, nunca se hubiera acercado a aquello. Y por eso lo estaba siguiendo al exterior. Por eso no quería parar, ni siquiera un segundo. Por primera vez en su vida, iba a hacer lo que ella y sus amigas siempre habían dicho que harían en su viaje anual. Iba a comportarse como una nativa.

 

 

Melissa abrió los ojos. Recordaba vagamente haberse sentido mareada y haber necesitado tumbarse un rato, pero nada más. ¿Estaría sufriendo una resaca? Los cócteles de la noche anterior sabían a ponche de frutas, pero su efecto le martilleaba la cabeza.

Fuera lo que fuera lo que hubiese ocurrido, no estaba soñando. Estaba acostada en una cama con un hombre, acurrucada en sus brazos, y ambos estaban completamente vestidos. Eso le pareció extraño. ¿Cómo podían estar vestidos si…?

Levantó la cabeza de su hombro.

—¿Antonio?

Él estaba despierto… y mirándola como si llevara observándola durante horas. Melissa se esforzó por recordar los detalles. Habían celebrado la ceremonia en una pequeña iglesia mexicana, sin pronunciar ni una sola palabra en inglés durante los votos. Antonio había deslizado un anillo de oro en su dedo, y después ella había firmado algo escrito en español; algo que debía de ser una licencia matrimonial.

Antonio había encontrado un modo para que todo pareciera maravillosamente auténtico, pero, naturalmente, no podía haber sido real. Ningún sacerdote casaría a dos desconocidos que ni siquiera hablaban el mismo idioma. Y ella no podía estar legalmente atada a un documento si no sabía lo que estaba firmando. La ceremonia no era real, sólo una aventura amorosa que había conducido a aquello… fuera lo que fuera aquello.

—Estamos en una cama —dijo.

Parecía ser la habitación de un hotel… un tipo de habitación que ningún camarero se podría permitir. Las columnas de hierro forjado de la cama se elevaban en espiral hasta un dosel de satén rojo. Melissa nunca había visto nada tan bonito. Nubes carmesíes flotaban sobre ellos y un edredón de seda con estampado de leopardo los protegía por debajo. En todas partes había velas aromáticas encendidas, recordándole a Melissa el flan de vainilla con coñac. Había incluso una cesta sobre la cómoda, llena de frutas exóticas.

¿Acaso los amantes latinos seducían a las mujeres con comida?

—Sí, en una cama —dijo él palmeando el edredón.

—¿Nos hemos acostado? Sí, bueno, esto está claro. Pero ¿hemos…?

—¿Consumado nuestra unión? —concluyó él.

Los oscuros ojos de Antonio la miraban de un modo que la hacían sentirse como si estuviera hecha de líquido.

—No recuerdo nada —dijo ella.

—¿Cómo ibas a acordarte? Estabas dormida.

—¿Lo hicimos mientras yo dormía?

Él se echó a reír.

—Debes de tener muy buenos sueños.

—¿Entonces no ocurrió nada? ¿Sólo me estabas observando mientras soñaba?

—Observándote cómo soñabas en mis brazos.

Por lo visto había una gran diferencia, a juzgar por el tono de su voz. Era demasiado romántico para ser tomado en serio. Tal vez hubiera escrito sobre ese tipo de cosas en la vida real, pero nunca había albergado ilusiones de que le sucedieran a ella. Seguía pareciéndole increíble.

Agarró su vestido.

—Antonio, los dos estamos completamente vestidos.

—Eso es porque no nos desnudamos.

—Pero te has casado conmigo —señaló el anillo que tenía en el dedo—. ¿Por qué hiciste eso y luego no hiciste el amor conmigo?

Los ojos de Antonio se oscurecieron aún más.

—Me casé contigo por muchas razones; una de ellas era descubrir lo que hace que tu corazón se descontrole. Pero también me he casado para resolver el eterno misterio de Melissa y demostrarles a tus amigas que se equivocan. Tal vez crean que te conocen, pero no es así.

—¿Y tú sí?

—No, pero… —inclinó la cabeza, pensativo—. ¿Cómo podría explicarme? Digamos que he visto el deseo en tu sonrisa y quiero descubrir lo intenso que es —le pasó un dedo por los labios—. Quiero que ésta sea una noche que ninguno de los dos pueda olvidar.

—¿Una noche? ¿Una sola noche?

—Todo empieza con una sola noche, Melissa.

Ella se echó a reír. No sabía qué más hacer.

—¿Seguro que me he despertado de verdad y que esto no es un sueño?

«Pellízcalo», pensó. «Si grita, es real». Pero él no le dio oportunidad para comprobarlo, pues la agarró de la mano como si ella se la hubiera ofrecido. ¿Tomaría así el resto, como si ella fuera una especie de suculento manjar dispuesto a ser saboreado? Eso no sería tan malo. Nunca la habían saboreado antes.

—¿Qué es lo que descontrola el corazón de Melissa? —preguntó él.

Ella intentó no reaccionar cuando él le dio la vuelta a su mano y expuso la cara interna de la muñeca. Podían verse las venas azules y el pulso acelerado. El corazón le latía desbocadamente, anticipándose a lo que él pudiera hacer.

Antonio le posó los labios sobre las pulsaciones.

—Parece que los besos en las muñecas funcionan —murmuró ella.

«Tranquilízate, Melissa. Si vas a escribir sobre esto, deberías probarlo antes. Todas esas cosas que has imaginado… Los labios de un hombre sobre tu piel desnuda, sus manos calientes y expertas, el grito prohibido de la excitación…».

—¿Quieres apostar a que también funcionan en los codos? —preguntó él con una sonrisa.

Ella negó con la cabeza.

—No es lo mismo… —empezó a decir, pero enseguida se dio cuenta de su equivocación.

Antonio la fue besando por la cara interna del brazo. Su respiración era húmeda, y sus dientes deliciosamente cortantes. Cuando llegó al ángulo del codo, se detuvo. Melissa sentía que una ola de fuego le recorría las venas, mareándola y debilitándola.

—Bienvenida a casa —le susurró él cuando ella cayó a sus brazos.

Los dos rodaron por la cama, y el vestido de Melissa se deslizó por sus piernas hasta sus braguitas. Antonio intentó proteger su modestia y volvió a bajárselo, pero ella no lo notó. Sus terminaciones nerviosas eran puntos de fricción que echaban chispas, el fuego la consumía, las llamaradas de pasión la traspasaban. Así que aquélla era la sensación del deseo incontrolado. Estaba a punto de explotar. Quería besar y morder, y que él la besara y mordiera.

—¿Por qué te has casado conmigo? —le preguntó él, mirándola a los ojos.

Así que quería hablar… Melissa contuvo un suspiro de frustración y se encogió de hombros.

—Porque quiero meterme en tantos problemas como sea posible.

—¿Te casaste conmigo para meterte en problemas?

—Sí, en efecto.

—¿Qué clase de problemas?

—La clase en la que haces cosas que sólo te has imaginado.

Los ojos de Antonio brillaron de interés.

—¿Qué te detiene?

—Nunca he estado metida en problemas. No estoy segura de saber cómo salir.

—Primero vamos a hacer que entres…

Le acarició los pezones con los dedos. Su atrevimiento dejó a Melissa inmóvil y sin palabras. ¡Aún no la había besado y ya la estaba tocando, jugueteando con el cuello del vestido! Las llamas se le concentraron en el estómago. Ninguna parte de su cuerpo estaba a salvo.

Observó fascinada aquellas fuertes manos recorriéndole la piel. Los pezones se le endurecieron al pensar en lo que podría hacer a continuación. Pero no hizo nada por detenerlo, lo cual incrementó aún más la tensión. Siempre se había preguntado cómo sería dejar que un hombre lo hiciera a su manera, ser un juguete en sus manos, existir solamente para su placer, al menos durante un par de horas…

Menudo artículo escribiría de aquello: «Deja que lo haga a su manera; deja que te bese y toque cuanto quiera, y tendrás a tu lado a una fiera…».

Le costaba mucho trabajo componer versos malos, sobre todo con las sensaciones que se revolvían en su interior. Las llamas se habían transformado en haces de luz, y apenas podía concentrarse en algo más que su resplandor.

Antonio también parecía absorto, y aparentemente complacido de ver las respuestas que estaban teniendo sus caricias. Ella se estremeció de placer cuando él se inclinó y le depositó un beso entre los pechos. Su boca era cálida y húmeda, y Melissa se preguntó si podría llevarla a esos lugares que sólo había visitado con la imaginación. Aún podía sentir el tacto de sus labios en el dorso de la mano. Le había producido unas cosquillas deliciosas.

Emitió un gemido parecido a un ronroneo cuando las luces volvieron a envolverla.

—Me recuerdas a una gatita —le dijo él mirándola fijamente—. A una gatita de ojos grandes e inocentes, pequeñas uñas afiladas y muy curiosa. ¿Qué clase de problemas quieres conseguir, gatita?

Ella hubiera preferido ser una gata salvaje, pero al menos era un comienzo.

—¿Un beso francés? —ya lo había experimentado, pero fue mucho tiempo atrás y estaba ansiosa por continuar aquel improvisado curso de sexualidad. Tal vez pudiera escribir sobre aquello, pero si no podía, al menos ya no se sentiría como una mentirosa. Finalmente tendría experiencias propias.

Decidió ser más atrevida.

—¿Qué te parece interpretar papeles imaginarios?

—¿Cómo dices? —no parecía entender a lo que se refería.

—Creo que será más sencillo si te lo enseño —dijo ella—. ¿Puedo tomar una de estas sábanas?

Entre los dos soltaron la sábana de la cama. Estaba confeccionada con una preciosa seda negra, y serviría para hacer media docena de disfraces que Melissa tenía en mente.

—No te vayas —le dijo, y se metió en el cuarto de baño con la sábana.

El baño de mármol tenía un enorme espejo que Melissa no pudo ignorar mientras se desnudaba. No se sentía del todo incómoda con su figura, pero no se miraba a sí misma desnuda con frecuencia. Su vientre no era del todo liso y sus pechos eran más bien pequeños, pero su trasero no estaba del todo mal y tenía unas pantorrillas bien contorneadas, gracias al yoga, sin duda.

¿Pero qué demonios hacía desnudándose en el baño de una suite con un hombre esperándola en la cama? ¿Tan salvaje tenía que ser la exploración sexual? Ella quería experiencia, pero aquello era una locura. Y todo por culpa de los cócteles. Estaba bebida, loca, comportándose como una ramera… O aprovechando su oportunidad para descubrir quién era realmente, en vez de quién fingía ser.

Se dejó puestas las braguitas, ató los extremos de la sábana sobre un hombro, como una toga de seda negra, y dejó que el resto cayera como una cola. Pensó en dejarse un pecho al descubierto, pero para tanto descaro hubiera necesitado otro golpe en la cabeza. Momentos después, abrió la puerta del baño, elevó los brazos sobre su cabeza y tocó ambos lados del quicio, como si estuviera atada.

Antonio se había puesto de costado, observándola con la barbilla apoyada en un puño. Sonrió inquisitivamente.

—Ten piedad, señor —susurró ella. Casi soltó una risita, pero tragó saliva y continuó—. No me violes y arrójame al volcán.

—¿Perdón? —dijo él, moviendo la cabeza.

—He dicho que no me violes y que me arrojes al volcán. Tú eres el jefe de la tribu, y yo la única doncella que queda en la aldea. Tienes que sacrificarme para aplacar a los dioses del volcán.

—¿No podría violarte, simplemente? —sugirió con una ceja arqueada.

—¡No! Tiene que ser un sacrificio de sangre.

—Suena un poco duro, ¿no crees?

—No; de hecho, es maravilloso, porque no puedes hacerlo. No puedes arrojarme a la muerte, así que te arrojas tú en mi lugar. Oh, Dios mío —susurró—. Me encanta. Es algo tan noble, Antonio…

Él se sentó y sacó los pies de la cama.

—Aprecio vuestro voto de confianza, hermosa doncella, pero no soy tan noble, y tengo una idea mucho mejor. Hagámoslo más simple. ¿Por qué no bromeamos hasta que me supliques que te viole?

—¿Qué fantasía es ésa?

Él empezó a desabotonarse la camisa.

—Es la fantasía en la que una dama correcta y remilgada finge ser inmune a mis encantos y sugerencias, mientras que yo, siendo un pirata caballeresco, hago lo posible por vencer su resistencia.

—No está mal —salvo que ella tenía una perversa idea. Adoptó una pose lasciva, le lanzó un beso, y mientras él se fijaba en su escote, metió la mano bajo la sábana y se bajó las braguitas de un tirón.

¿De verdad podía hacer eso? Los ojos de Antonio brillaban de anticipación.

—¿Te gusta lo que ves? —animada por su interés, empezó a mover las caderas y a subirse la sábana por la pierna, exponiendo un muslo de color crema.

—¿Cómo se llama esta fantasía? —preguntó él, observando cada movimiento.

—Lujuria Desvergonzada.

—Me gusta.

Su voz era tan ardiente que podría haber saltar una alarma anti incendios. Azotó los sentidos de Melissa con tanta fuerza que la volvió loca de deseo.

Antonio se levantó de la cama. Tenía la camisa abierta, y Melissa contempló maravillada sus bronceados abdominales. Parecían esculpidos en bronce.

Sin aliento por la emoción, meneó las caderas y dejó más muslo al descubierto, girándose hasta que las braguitas se deslizaron por sus piernas hasta los tobillos.

La mirada de Antonio ardía de pasión. En dos zancadas cubrió la distancia que los separaba. A Melissa le dio un vuelco el corazón. Esperaba que la tomara en brazos y la devorase con su apetecible boca. Pero en vez de eso, Antonio se limitó a sonreír y a acariciarle el hombro con sus largos dedos.

—Estás jugando conmigo —murmuró ella, desafiándolo con la mirada. Si el alma de Antonio era tan negra como sus pupilas, los dos estaban en un serio problema—. ¿Te gusta lo que ves? —le preguntó con voz afectada.

—Oh, sí.

—Entonces tómalo… si puedes.

Intentó desprenderse de las braguitas, pero entonces Antonio la lanzó hacia él, y la sujetó con fuerza. Con una mano la agarró de la muñeca contra el marco de la puerta, mientras deslizaba la otra bajo la sábana.

Melissa ahogó un grito. Se había acabado el disimulo.

Él gimió suavemente cuando tocó su piel desnuda.

La lujuriosa desvergonzada estaba temblando como un flan. Melissa soltó un jadeo y le devolvió el beso. Los haces luminosos iluminaron sus profundidades. La fuente de placer estalló. Aquello era mejor que sus fantasías. Era imposible imaginarse una conexión tan emocionante. Había que sentirlo y sucumbir a ello…