978-84-16842-13-1-72.jpg

foca investigación

156

Diseño de portada: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original:

Change le monde, il en a besoin! publicado originalmente como Chemins d’espérance.

© Editions du Seuil, 2016

© Ediciones Akal, S. A., 2018 para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.jpgfacebook.com/EdicionesAkal

twitter.jpg @AkalEditor

ISBN: 978-84-16842-27-8

Impreso en España

Jean Ziegler

Hay que cambiar el mundo

Combates ganados, a veces perdidos,pero que juntos venceremos

Traducción de

Milena Costas Trascasas

581.png 

Desde hace quince años, Jean Ziegler ha centrado sus esfuerzos en combatir la dictadura de las oligarquías del capital financiero globalizado. En el seno de las Naciones Unidas ha luchado por los parias de la Tierra, contra el hambre y la malnutrición, en favor de los derechos humanos y de la paz. Combates muy duros, que han contado con algunos éxitos importantes…, pero también con grandes decepciones.

Tales son los momentos que relata en este libro, desde un profundo conocimiento del terreno, de las maniobras entre bastidores, de las funestas y nocivas acciones de los depredadores del capital financiero globalizado, preocupados ante todo de maximizar sus beneficios.

Un implacable testimonio del sórdido juego de los poderosos de este mundo, con una pregunta crucial: ¿qué hay que hacer para que la utopía que concibieron Roosevelt y Churchill –una organización susceptible de regular los conflictos internacionales y de asegurar el mínimo vital a los pueblos del mundo– renazca del estado de parálisis en el que se encuentra?

Un libro demoledor en su crítica, amargo en la constatación de la actual postración de la ONU, aunque con un mensaje final que insufla ánimos para continuar y no bajar la guardia en la constante lucha por la libertad y la justicia.

Jean Ziegler (Thun, Suiza, 1934), doctor en Derecho y Ciencias Económicas por la Universidad de Berna, y profesor de Sociología en la Universidad de Ginebra y en la Universidad de París I–La Sorbona, ha sido miembro del Parlamento Federal suizo (1981-1999) y Relator Especial de la ONU para el Derecho de la Alimentación (2000-2008). Actualmente es vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Infatigable luchador por la justicia y la libertad de los pueblos, sus críticas a la banca y al sistema financiero mundial, así como a organizaciones internacionales, le han valido la consideración como una de las voces más autorizadas en la defensa de los derechos humanos. Es autor de diversos libros, entre los que se encuentran varios best-sellers mundiales.

.

¿Con quién no se sentaría el justo

para ayudar a la justicia?

¿Qué medicina sabría demasiado amarga

a un moribundo?

¿Qué bajeza no cometerías

para extirpar la bajeza?

[…]

¿Quién eres tú?

Húndete en la suciedad,

abraza al carnicero, pero

cambia el mundo: ¡lo necesita!

[…]

Bertolt Brecht1

 

1 B. Brecht, «Ändere die Welt: sie braucht es!», de Die Maßnahme (La medida, 1930), en Gesammelte Werke in acht Bänden, vol. I, ed. E. Hauptmann, Frankfurt, Suhrkamp, 1967, pp. 651-652. Trad. cast. de Miguel Sáenz en La medida. Santa Juana de los Mataderos. La excepción y la regla, Madrid, Alianza, 2009.


 

Prefacio

La visita de la jequesa

Palacio de las Naciones en Ginebra: como una Fata Morgana sobre el mar, se deslizaba a través de la Sala de Derechos Humanos y de la Alianza de las Civilizaciones. Dos pendientes de diamantes azules engarzados en los lóbulos de sus orejas, collar de triple vuelta de oro blanco alrededor del cuello, los dedos adornados por el brillo de sus anillos. Una sorprendente túnica púrpura ceñía su alta silueta, mientras que su cabello castaño desaparecía parcialmente bajo un turbante a juego… La jequesa, Mozah bint Naser al-Misned, segunda esposa del antiguo emir de Qatar, el jeque Hamad ben Khalifa al-Thani, y madre del actual emir, destellaba mil luces.

Se ubicó en el centro de la tribuna.

En la inmensa sala −donación del Gobierno español al cuartel general de las Naciones Unidas en Ginebra− se apretaban embajadoras y embajadores, directoras y directores de organizaciones especializadas, invitados muy variados. Yo me encontraba en la tercera fila, ligeramente desplazado con relación a la tribuna.

A mi lado estaba sentado un hombre achaparrado, de cráneo reluciente y con mirada chispeante. Se trataba de mi amigo Mohamed Siad Doualeh, gran poeta de lengua somalí y embajador de Yibuti. Fascinado, observaba los rasgos extrañamente congelados de la mujer. Inclinándose hacia mí me preguntó: «¿Cuántas operaciones quirúrgicas?». Habían sido muchas según los rumores y, efectivamente, en el bello rostro de la jequesa únicamente los ojos verdes parecían tener vida.

Era una mañana fresca del otoño de 2015. El secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, había encargado a la jeque­sa una importante misión: presentar a los dignatarios de la sede europea la Agenda 2030 de la ONU.

Una nota histórica. En septiembre de 2000, en el umbral del nuevo milenio, el entonces Secretario General, Kofi Annan, había convocado en Nueva York a los jefes de Estado y de Gobierno de los 193 Estados miembros de la ONU. Un total de 165 se habían desplazado. Se trataba de hacer una lista con las 8 principales tragedias que asolaban a la humanidad y de plantear estrategias eficaces para superarlas. El documento se llamaba: Millenium Development Goals (Objetivos de Desarrollo del Milenio). Se había establecido un plazo de quince años, si no para erradicar tales tragedias completamente, por lo menos para reducirlas de modo significativo. Por ejemplo, el objetivo número uno exigía reducir a la mitad el número de víctimas del hambre y de la subalimentación en el mundo antes de finales de 2015.

Pues bien, pasados esos quince años, el resultado obtenido es amargo: muy pocos de los Estados azotados por una o más de las tragedias señaladas en la lista −especialmente del hemisferio sur− habían sido capaces de superarlas. En particular el objetivo número uno se había incumplido totalmente.

La Agenda 2030, preparada bajo la dirección de Ban Ki-moon, invita a los Estados miembros a que sigan combatiendo sobre las bases ya establecidas recurriendo a su vez a nuevas fórmulas. Esta vez, se han identificado 17 tragedias. Para acabar con cada una de ellas se ha definido una estrategia específica.

Un tanto sorprendido, le pregunté a mi vecino: «¿Por qué Ban Ki-moon ha confiado a la jequesa de Qatar la prestigiosa misión de hacer esta presentación?». Siad Doualeh, quien a lo largo de dos años había contribuido a la elaboración de la Agenda 2030, me respondió con sobriedad: «Los qataríes pagan».

Qatar es una península de poco más de 10.000 kilómetros cuadrados situada en el golfo Pérsico. Comparte con Irán su meseta occidental así como las fabulosas reservas de gas y petróleo que alberga.

Entre 250.000 y 300.000 qataríes, repartidos en tribus que conviven juntas a duras penas, pueblan la meseta. Desde el fin de la ocupación inglesa, en 1971, la familia Al-Thani reina en el país como si fuera su dueño absoluto.

Qatar es el primer exportador de gas natural licuado del mundo. Sus plataformas offshore producen diariamente un millón de barriles de petróleo. El país tan sólo dispone de una frontera terrestre, con Arabia Saudí. Dentro de su territorio, los jefes de Doha practican un islam wahabí riguroso y aplican la sharia, que es la ley del país.

Dominada durante mucho tiempo por los persas y, después, por los otomanos, la península de Qatar no es más que una inmensa llanura seca, cubierta de arena. Cerca de 1,8 millones de trabajadoras y trabajadores inmigrantes, provenientes principalmente de Bangladesh, del norte de la India y de Nepal, hacen funcionar su economía. La jequesa y su hijo, el emir actual, los tratan como si fueran esclavos.

A su llegada, los emigrantes deben dar su pasaporte en depósito. Los trabajadores domésticos sufren innumerables abusos sexuales, accidentes laborales, maltratos… Los patrones qataríes ejercen un derecho de vida y muerte sobre sus esclavos extranjeros.

En materia de política exterior, el emirato es un auténtico mercenario de Estados Unidos. En Qatar se encuentra la mayor base militar americana fuera de los Estados Unidos, Al Udeid, que es incluso la base militar aérea más grande del mundo. Sus cuarteles, talleres, aeropuertos, refugios para submarinos, hangares, depósitos y centros de comunicación se extienden a lo largo de casi un tercio del territorio nacional qatarí.

En Oriente Medio, en el Magreb, allí donde quiera que actúen los agentes de los servicios secretos, los financieros o los traficantes de armas qataríes, lo hacen bajo el control estadounidense.

Comparados con los jefes de Doha, los atridas de la mitología griega serían amables filántropos. El asesinato de opositores procedentes de las tribus rivales y los golpes de Estado entre los miembros de la tribu reinante son habituales.

Una mañana de verano de 1995, el emir reinante tuvo la torpeza de irse a veranear a una de sus suntuosas propiedades en las orillas del lago Lemán, próxima a Ginebra. Uno de sus hijos aprovechó la oportunidad para derrocarlo. El emir ya había cometido una primera imprudencia, pues poco antes lo había nombrado ministro de Defensa y jefe de los servicios secretos. De hecho, también el emir había sido un usurpador. Él mismo había ocupado el trono tras haber echado a su tío del poder mediante la violencia. En 2013, el usurpador de 1995, probablemente para evitar ser derrocado, transfirió el poder a su hijo Tamim, actual jefe de esclavos en Doha e hijo favorito de la jequesa.

Como resultado de un proceso de selección completamente opaco, la FIFA en 2010 ha encomendado al país de la jequesa la organización de la Copa del Mundo de Fútbol de 2022. Tal decisión garantiza a la familia reinante un enorme prestigio. Desde entonces, se extienden por el emirato inmensas obras –construcción de autopistas, estadios, hoteles de lujo, instalaciones de abastecimiento de agua, plantas desalinizadoras, etc.–. Estas obras faraónicas engullen a los hombres. Desde 2010, sobre el altar de la FIFA y de las desmesuradas ambiciones del emirato, ya han sido sacrificados 1.400 trabajadores bangladesíes, indios, nepalíes. El 23 de marzo de 2016, Amnistía Internacional publicó un comunicado. En este se pedía a los burócratas de la FIFA en Zúrich que cumpliesen con lo prometido, exigiendo que los wahabíes de Doha concedieran una protección mínima a los trabajadores de las obras y que pagaran a las familias de las víctimas de accidentes laborales las indemnizaciones que les habían prometido. Amnistía Internacional ha hecho este cálculo: si el desastre continúa al mismo ritmo, de aquí a 2022 más de 7.000 hombres y mujeres migrantes habrán muerto en las obras qataríes.

Hasta el momento de escribir estas líneas, la petición de Amnistía Internacional no ha provocado ninguna reacción por parte de los apparátchiks de Zúrich ni de los wahabíes de Doha.

El sol de mediodía estaba ya alto cuando, por fin, la jequesa acabó de leer su discurso y se termina la ceremonia onusiana[1]. A la salida de la sala, me crucé con un hombre elegante, de cabellos canosos cortos y mirada amable. Tenía unos sesenta años. Se trataba de Guy Ryder, originario de Liverpool, sociólogo graduado en Cambridge. Había sido dirigente de TUC (Trade Union Congress) y posteriormente de la Confederación Sindical Internacional, en Bruselas. Al término de una memorable batalla electoral en 2012, pasó a ser director general de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuya sede se encuentra en Ginebra. Formamos parte del mismo sindicato local, UNIA Ginebra. Según la tradición del TUC, se dirige a sus amigos utilizando el bonito, aunque un tanto arcaico, término «brother».

Ryder me dijo: «El Gobierno de Doha viola de manera continuada la práctica totalidad de los convenios de la OIT… Si continúan las muertes y los casos de obreros mutilados en las obras de construcción, en 2022, no habrá Mundial de Fútbol… te lo prometo». Ryder hablaba con calma. Vi su mirada y no dudé por un momento de que mantendría su palabra.

Durante aquellos días memorables del 9 al 12 de agosto de 1941, una tempestad alzaba el océano. La lluvia golpeaba la superficie del agua. El viento bramaba. El crucero de la marina de guerra estadounidense USS Augusta atracaba frente a las costas de Terranova. Se encontraban a bordo el presidente americano Franklin D. Roose­velt y el primer ministro británico Winston Churchill.

El mundo estaba entonces a sangre y fuego. Los monstruos nazis y los imperialistas japoneses devastaban Europa y Asia.

Obstinados, visionarios, Churchill y Roosevelt creían firmemente en la victoria definitiva de los aliados. En el USS Augusta, zarandeados y remojados, se estaban sentando las bases de un nuevo orden mundial. El bonito término de «Naciones Unidas» aparece por primera vez en la Carta del Atlántico proclamada tras su encuentro el 14 de agosto de 1941. Fue precisamente esta Carta la que prefiguró e inspiró la carta fundacional de las Naciones Unidas firmada luego en San Francisco el 26 de junio de 1945.

Ese nuevo orden mundial se sostenía sobre cuatro pilares: el derecho de todo pueblo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir; la restitución de los derechos soberanos a los que fueron privados de ellos por la fuerza; la prohibición de la guerra entre Estados a través de un mecanismo coercitivo que garantizase la seguridad colectiva; y la garantía universal del disfrute y la protección de todos los derechos humanos, y la realización de la justicia social en todo el mundo.

Sin embargo, en los decenios que seguirían a la adopción de esta Carta se desarrollaría un proceso que no había sido previsto por ninguno de los dos líderes: la subida al poder de las oligarquías del capital financiero cada vez más universalizado, que progresivamente ha ido reduciendo, para después destruir sin más, la soberanía de los Estados, actores principales, estos últimos, del nuevo orden que se proyectaba.

A diferencia de los Estados cuya misión consiste en proteger el bien público y en perseguir el interés general, el capital financiero solamente se guía por una ley: producir el máximo de beneficios en el menor tiempo posible.

Las 23 organizaciones onusianas, instituciones especializadas y otras agencias y órganos conjuntos han de presentar, cada año, ante el Consejo Económico y Social de la ONU, un informe de gestión: la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la lucha contra las epidemias y enfermedades endémicas; la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (en inglés Food and Agriculture Organization of the United Nations, FAO) y el Programa Mundial de Alimentos (PAM), encargados de combatir la subalimentación y el hambre; la Organización Meteorológica Mun­dial (OMM), que se ocupa de remediar los estragos causados por el cli­ma; el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUE, en inglés United Nations Environmental Programme, UNEP), que lucha contra la desertificación de las tierras cultivables; UNICEF (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, originariamente en inglés, United Nations International Children’s Emer­gen­cy Fund), que se encarga de reducir la mortalidad infantil, etcétera.

Tan sólo en el año 2016, el número de víctimas que han caído en todos esos campos de batalla, supera los 54 millones. En comparación, la Segunda Guerra Mundial produjo, en seis años, 57 millones de víctimas mortales, tanto civiles como militares.

La «tercera guerra mundial», cuyas principales víctimas son los pueblos del hemisferio sur, ha comenzado hace ya mucho tiempo.

Este orden caníbal del mundo se ha impuesto de manera prácticamente subrepticia. Pequeñas oligarquías capitalistas, con un poder casi sin límites −y que escapan, casi por completo, a cualquier tipo de control ya sea estatal, sindical o social–, acaparan hoy la mayor parte de las riquezas del planeta y dictan su propia ley a los Estados.

La ONU está anémica. Se ha roto el sueño que la impulsaba, esto es, el deseo de instaurar un orden público mundial. Sus medios de combate se han revelado ampliamente ineficaces frente a la omnipotencia de las oligarquías privadas.

¡Y, sin embargo, bajo la brasa aparentemente agonizante, aún hay fuego! Entre las ruinas de la ONU merodea la esperanza. Porque el horizonte último de la historia es la organización colectiva del mundo, bajo el imperio del derecho, con la justicia social, la libertad y la paz planetaria como objetivos primordiales.

Y no hay otro.

«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.» Tal es la exigencia que aparece formulada en el primer artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, suscrita por todos los Estados miembros de las Naciones Unidas.

Por mucho que las conciencias colectivas puedan estar hoy alienadas a causa de la mentira neoliberal que difunden las oligarquías reinantes, en todas ellas está presente la idea de una identidad común, compartida por todos los seres humanos.

Resulta misterioso constatar que, cuanto más dominan el horror, la negación y el menosprecio hacia el prójimo en el mundo, más crece la esperanza. La insurrección de las conciencias está próxima. Otra vez.

Rousseau, Voltaire, Diderot, D’Alembert, Montesquieu son a fin de cuentas los inspiradores de la Carta de la ONU. Los principios sobre los que se fundamenta la diplomacia multilateral se han nutrido del Siglo de las Luces. Así, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 constituye una copia casi literal de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que fue proclamada en 1789 por los revolucionarios franceses.

Ernst Bloch lanza este llamamiento enigmático: «¡Adelante, hacia nuestras raíces!»[2].

Tengo la intención de participar en ese combate. En nombre del renacimiento de la ONU, ahora moribunda, mi libro pretende armar a los hombres y a las mujeres de buena voluntad.

Y este es el plan.

El primer capítulo se refiere al orden caníbal del mundo actual y recuerda los objetivos que la ONU se ha fijado para subvertirlo a través de la Agenda 2030, adoptada en 2016. La práctica mortífera de los «fondos buitre» se presenta como un síntoma de dicho orden.

El segundo capítulo es más personal. Explica por qué, tras la publicación, hace más de un cuarto de siglo, de Le Bonheur d’être suisse (La suerte de ser suizo)[3], un libro de fuerte connotación autobiográfica, hoy me concedo una nueva pausa al borde del camino. Deseo hacer balance sobre los combates que he librado, los que he ganado, los que he perdido, los que nos esperan y los que tendremos que librar juntos. En el curso de estos últimos veinticinco años, particularmente tras mi nombramiento en el año 2000 como relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, dichos combates se libran principalmente en los campos de batalla de la ONU.

Los capítulos tercero y cuarto recuerdan los principios fundacionales de la ONU y su génesis histórica. Existen dos estrategias políticas, en el sentido amplio de los términos, que dominan a escala mundial y que se oponen entre ellas: la estrategia imperial (bajo el impulso de Estados Unidos) y la diplomacia multilateral, más modesta y más paciente, tal como se promueve desde la ONU. El capítulo quinto se dedica a describir los fundamentos ideológicos de la estrategia imperial.

En los capítulos sexto y séptimo, titulados «Guerra y paz» y «Justicia universal», intento mostrar cómo los cascos azules de la ONU se esfuerzan, en tres continentes, por mantener, e incluso instaurar, la paz y de qué manera aplican el derecho los jueces que se sientan en los distintos tribunales internacionales creados por la ONU.

Un espectro acecha la diplomacia multilateral contemporánea: el trágico destino de la Sociedad de Naciones (SDN), organización creada tras la Primera Guerra Mundial en virtud del Tratado de Versalles, por tanto por los aliados, a iniciativa del presidente americano Thomas Woodrow Wilson (y, en menor medida, de Léon Bourgeois, el político francés que fue el primer presidente del Consejo). La creación de la SDN fue ratificada por un total de 63 Estados (si bien nunca por Estados Unidos, puesto que el Senado norteamericano se opuso a la ratificación del Tratado de Versalles, habiendo de hecho votado en contra de la adhesión a la SDN). Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial se firmó su acta de defunción. El octavo capítulo se consagra a la SDN, cuyo fracaso todavía hoy obsesiona a los dirigentes de la ONU, incluido yo mismo.

Relator especial en el pasado y hoy vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, mi trabajo se encuentra ampliamente cuestionado por los Gobiernos de Washington y de Tel Aviv, así como por numerosas organizaciones aparentemente «no gubernamentales» y creadas bajo su iniciativa. Responderé a esas campañas de difamación en el capítulo noveno, titulado «Palestina».

¿Dónde reside la esperanza? Entre otras cosas, en el proyecto de rehabilitación de la ONU y en la puesta al día de los instrumentos de lucha que la misma proporciona. En los Hermanos Karamazov, Fiódor Dostoievski escribe: «Cada uno es responsable de todo ante todos los demás». El capítulo de conclusión dirá en qué consiste la tarea de cada uno de nosotros.

En el curso del verano de 1961 tuvo lugar en Roma el primer encuentro entre Jean-Paul Sartre y Frantz Fanon, psiquiatra de las Antillas y combatiente de la Revolución argelina. Sartre escribía después sobre Fanon: «Nosotros hemos sembrado el viento; él es la tempestad»[4].

Conocer al enemigo, combatir al enemigo.

Un libro puede ayudar a desenmascarar al enemigo, a liberar las conciencias, a sembrar el viento. Pero son los pueblos los que, en el mañana, destruirán el orden mortífero del mundo y harán reflorecer la esperanza que nació entonces, en 1941, en el USS Augusta.

[1] De la ONU. El uso de este término se encuentra ampliamente reconocido en la jerga de los funcionarios y expertos que trabajan en las organizaciones internacionales. [N. de la T.]

[2] Le Principe Espérance (1954-1959), París, Gallimard, 1976-1991, vol. II [ed. cast.: El principio esperanza, vol. II, Madrid, Trotta, 2007].

[3] J. Ziegler, Le Bonheur d’être suisse, París, Seuil/Fayard, 1993, «Points Actuels», 1994; «Points Essais», 2016.

[4] A. Cohen-Solal, Sartre 1905-1980, París, Gallimard, 1985, p. 556.