1 TARDE DE TOROS

Madrid, viernes 25 de septiembre de 1987, plaza de toros Monumental de Las Ventas pasadas las siete de la tarde, lleno hasta la bandera. Sentado a mi lado, Jaime de Urrutia1 se revolvía incómodo en el ínfimo espacio de su acotada localidad de granito en la grada 5 del citado coso; los brazos apoyados en las rodillas y sujetando una lata de cerveza Mahou «Cinco Estrellas» con la mano. Del cielo plomizo descendía una fina capa de lluvia que ensombrecía la faena ya claramente mate del inminente matador —todavía novillero— Rafi Camino. El público, que abarrotaba por completo las localidades alrededor, estaba mojado y aburrido, y los ortodoxos exégetas del tendido 7, cansados de hacer ondear sus pañolones verdes en señal de protesta. Efectivamente, los novillos de Felipe Bartolomé eran insignificantes, pobres de espíritu y recogidos de pitón. Más que aspirantes a toros de lidia asemejaban mejillones en escabeche.

Llevábamos allí sentados más de una hora y media, habíamos trasegado no menos de media docena de cervezas y la corrida no estaba produciendo emoción alguna, ni en nosotros, anestesiados por la caraja, ni en los más de quince mil aficionados de toda laya que llenaban el templo venteño; los novillos eran gatos huidizos, y los novilleros, Miguel Báez «El Litri» y Rafi Camino, dos señoritingos hijos de papá con vitola de estrella que el tiempo y sus propias maneras se encargarían de colocar en su justo lugar para la posteridad en el arte de Cúchares… esto es, hacia la nada.

Después de la última estocada del Litri al novillo de su lote, perpendicular y pescuecera, y tras los primeros lances de capa de Camino, Jaime me soltó a bocajarro tras espanzurrar la lata de Mahou con el tacón cubano de su botín color corinto:

—¡Yo hoy me tiro de espontáneo!

La noche anterior habíamos salido los dos por aquel Madrid de la Movida; aquel que apenas dormía y se alimentaba de fiestas, inauguraciones, estrenos, presentaciones, estrambote y oropel. Un agasajo por aquí, una copa por allá, apretones de manos y palmaditas en la espalda, J&B con hielo y tiros de farlopa; pubs con música rock, antros de Chueca con funk y maricas viejas, discotecas con más vicio y madrugadas non stop. Nosotros buscábamos un local donde montar nuestro propio espacio de rock y juerga, donde invertir algunos ahorros en un negocio que en aquellos momentos degustábamos y conocíamos con fundamento: la noche. Justo por esas fechas habíamos encontrado un local en decadencia en una zona de alcurnia golfa, en la calle de Fomento, en la trasera del tramo final de la Gran Vía bajando entre Callao y la plaza de España. El cubil era oscuro y angosto, no recuerdo el nombre original, pero provenía del circuito de «cantautor sudaca» que había proliferado en los primeros años de la Transición, el periodo que discurre desde el fallecimiento del General Franco en 1975 hasta el estallido de un Madrid tecnicolor en 1979, con la Nueva Ola y todo lo demás. Pues bien, es en ese interregno estético, poco estudiado y de raigambre folk impenitente, cuando surgen todos aquellos pubs de medio pelo con mesas diminutas y almohadones de raso en los que se servía café irlandés y cerveza Voll-Damm mientras un barbudo del cono sur, con guitarra española, entretenía a la concurrencia entonando salmodias de Facundo Cabral, Violeta Parra o Quilapayún.

Ahora, en 1987, el local había perdido ya todo el lustre que probablemente nunca tuvo. Tras la maciza puerta de la calle había que descorrer una mostosa cortina como de cine de barrio para acceder a la sala propiamente dicha. No había público la noche que fuimos a inspeccionar el antro en cuestión; solo la dueña, una mujer argentina de edad indefinida y tez macilenta. Eran las cuatro de la madrugada de un sábado y desde la barra manejaba el plato de un tocadiscos en el que giraba Paco Ibáñez… ¡en 1987! Nos tomamos un J&B con hielo mientras observábamos aquella distribución absurda; cortinajes raídos, cojines con lamparones y una decoración parietal andina a base de ponchos, máscaras y quenas. Una vez eliminado todo el rastro amerindio, el local era perfecto para lo que nosotros pretendíamos. La dueña, poco antes de apurar nuestros whiskys, nos ofreció muy amable algo para picar: una lata de manitas de cerdo que se disponía a calentar en un hornillo eléctrico. Le dijimos que no, gracias, y salimos aliviados hacia la luminosidad benefactora y artificial de la Gran Vía madrileña. Finalmente nos hicimos con el local y lo transformamos en un garaje diáfano: el 4 Rosas, el bar de moda de la noche madrileña durante los quince minutos warholianos de fama obligatoria, esto es, aproximadamente lo que duró la gira de Camino Soria, prácticamente los doce meses de 1988.

La noche anterior a los acontecimientos de la Monumental de Las Ventas, como he comentado, fue de esas que no tienen fin. Recuerdo comenzar la tarde en alguna multitudinaria presentación de algo o de la obra de alguien para luego continuar con el recorrido habitual de bares (de cañas y copas), antros, tugurios, discotecas y after-hours, hasta que la concurrencia inicial se fue decantando para rematar la jornada en un dueto habitual: el citado Jaime de Urrutia y un servidor. Esa mañana temprano, con las primeras luces, desayunamos café con porras y solisombra en un bar de taxistas en la plaza de Roma para tratar de aplacar el estupor y a continuación ultimar con Pito Cubillas —nuestro mánager— algunos detalles de la inminente presentación del nuevo LP de Gabinete Caligari para la multinacional EMI, el disco definitivo que nos iba a catapultar por derecho propio a la cima del pop español, nuestra obra más conseguida, plena de canciones, con cohesión y en el contexto preciso: Camino Soria. Luego una siesta fugaz después de comer y por la tarde a los toros…

—¡Esto es inaguantable y yo me tiro de espontáneo! —fueron las palabras que me despertaron del sopor y la resaca. La frase que consiguió espabilarme de sopetón. Yo conocía de sobra a Jaime y el efecto euforizante que ejercía sobre él la vigilia y el alcohol, pero me razonó su exabrupto paso a paso con una psicodélica locuacidad y hasta me convenció. Lo dicho: apenas habíamos dormido durante las últimas veinticuatro horas y nuestro cuerpo vivía en el estado de shock estupefaciente del exceso y la noche en blanco.

—Yo ahora me lanzo al ruedo de espontáneo —prosiguió de Urrutia—, le pego un par de pases al novillo aborregado con mi chaqueta, me sacan del ruedo los subalternos, me lleva la policía detenido a la comisaría, pago la multa y mañana salimos en todos los periódicos, promoción de primera, un notición: «El cantante del grupo de rock Gabinete Caligari, Jaime de Urrutia, detenido ayer en la plaza de toros de Las Ventas por lanzarse al ruedo de espontáneo durante la lidia del cuarto novillo de la tarde».

La verdad es que Jaime tenía toda la razón; iba a ser un notición.

Nos levantamos de nuestra localidad los dos como un resorte, salimos no sin dificultad con dirección a las escaleras del vomitorio y las bajamos decididos hacia el callejón. Durante este breve trayecto, mi mente se aclaraba a la velocidad de la luz, recapacitaba, aterrizaba de mi ensoñación estratosférica y tomaba tierra en el albero de la Monumental. Desde las alturas de la grada 5 los novillos de Felipe Bartolomé, sin tipo ni cara ni fuerza, asemejaban las becerras que toreaban al alimón Carmen Sevilla y Manuel Benítez «El Cordobés» en su finca de Villalobillos filmados por el NO-DO, pero ya vistos a ras de suelo, en perspectiva lineal, impresionaba su alzado y la arboladura de sus pitones… Yo desde luego no tenía intención alguna de lanzarme al ruedo para enfrentarme a ningún cuadrúpedo astado; era absolutamente consciente de que mi capacidad técnica frente al animal, armado con mi cazadora de motorista Lewis Leathers, iba a resultar nula. Y por un momento tuve la lucidez de ver claro el desenlace; iba a ser un notición, sí, pero no de la sección de Sociedad, sino de la de Sucesos. Jaime iba contento, full de todo, ahíto de valor químico y armado con su carísima blazer de comodoro que le había confeccionado el modisto Antonio Alvarado…

… Ya estábamos bajo el dintel abovedado de la puerta de cuadrillas a veinte metros de Rafi Camino y el novillo de Felipe Bartolomé; nadie nos había impedido el paso, no había policías ni seguridad ni taquilleros ni nadie. Solo Jaime de Urrutia con su chaqueta azul marino de botones dorados y yo. Creo que le dije a Jaime algo así como que lo dejáramos, que era un poco arriesgado, que yo no me iba a lanzar sobre el resbaladizo albero de Las Ventas para hacerle el quite con mis botines blancos de Alvarado (no del modisto, sino de la zapatería de la Gran Vía) y bla, bla, bla. En esas estábamos cuando tras nosotros apareció el gigantesco caballo de un picador con el gigantesco picador encima y todo su atalaje acorazado dispuesto para ejecutar su suerte en el inminente tercio de varas…

—¿Pero qué hacen ustedes aquí? Que aquí no se puede estar, que voy a llamar a los guardias…

El caso es que mis palabras y los gritos del matarife con la puya aclararon la situación, atemperaron la intención de Jaime y tras unos instantes de silencio e indecisión nos retiramos hacia la salida. Apareció por allí otro caballo gigantesco con otro picador en él subido y unos monosabios de verde y con vara que nos ignoraron, y más al fondo dos municipales, dos «guindillas». El flash había pasado, el subidón de adrenalina y el clímax frustrado habían eliminado de un plumazo los últimos rescoldos de la caraja hipnótica. Deambulamos a continuación por los desiertos pasillos de la plaza hasta llegar a la barra de uno de los bares interiores. No recuerdo lo que pedimos, quizá un solisombra o probablemente más cerveza. Brindamos en silencio en la penumbra de septiembre. Creo que nos libramos de una buena. Sobre todo Jaime.