Matar a la Reina

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2018

© Editorial LxL 2018

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: febrero 2018

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-17160-66-1

 

 

 

Matar

A la Reina

Serie Diamante Rojo Vol.1

 

 

~Angy Skay~

 

 

 

 

 

 

No le temas al enemigo que te ataca,

sino al falso que te abraza.

 

 

 

Aquí se bebe anís y 43, señores.

#Always

#UnicorniasPower

Gracias, mamá y Tatika, por darme las alas que necesitaba,

por ser las primeras.

 

A todos mis lectores, mis provocadoras/es,

los que me distéis la oportunidad de alcanzar lo que hoy en día soy,

los que dejáis que mi imaginación siga volando descontrolada.

Por eso, por hacerme feliz, gracias de corazón.

 

Angy Skay

 

Si miles de puertas se cierran,

una simple ventana puede darte el impulso.

Lo importante es pensar a lo grande.

 

Angy Skay

 

I need a gangsta

to love me better,

tan all the others do.

To always forgive me,

rider or die with me.

That’s just what gangsters do.

 

 

 

Necesito un gánster

para que me ame mejor,

más que los otros.

Que siempre me perdone,

viaja o muere conmigo.

Eso es lo que los gánsteres hacen.

 

 

Gangsta, de Kehlani

 

Índice

Introducción

1

En el punto de mira

Jack Williams

2

Descubriéndome

Micaela Bravo

3

Visita inesperada

4

Kitty tiene hambre

5

¿Qué haces aquí?

6

Dos de seis

Jack Williams

7

La pasma

Micaela Bravo

8

La trampa

9

Demasiados kilómetros

10

Espérame

11

Te pillé

12

¿Ahora sabes lo que haces?

13

Primer asalto

14

Vigila tu espalda

15

Mi incertidumbre, mi miedo, tú

Jack Williams

16

¿Dónde está tu jefa?

Micaela Bravo

17

Cumplir con mi deber

18

El paquete va de camino

19

Eso no lo dicen tus ojos

Jack Williams

20

Corre

Micaela Bravo

21

Huyendo de mi demonio

22

Sin mirar atrás

23

El ruso

24

Un trato

Jack Williams

25

Sorpresa

Micaela Bravo

26

El cambio

27

No olvides quién es

28

De vuelta

29

Un plan

30

Enséñame lo que sabes

31

Adrenalina

32

Placer

33

Sentimientos que duelen

34

Quédate

Jack Williams

35

Celos que dañan

Micaela Bravo

36

Pesadillas

37

¿Qué quieres de mí?

38

El ratón cazó al gato

39

¿Duele?

40

La verdad

41

Vete

42

¿Bailas?

43

Hola, pequeña

44

Desesperación

Jack Williams

45

Un hilo de luz

Micaela Bravo

46

Adiós

Continuará…

Introducción

 

 

El olor a tortitas de chocolate y fresa inundó mis fosas nasales e hizo que el estómago me diera un rugido tan feroz como el gruñido de un león. Aparté las sábanas de mi cuerpo y dejé libre mis piernas para poder estirarlas antes de levantarme de la cama. Observé con curiosidad cada uno de los detalles de mi cuarto de princesas, con sus paredes adornadas con todo tipo de estrellas y planetas de diferentes tamaños, ya que a mis doce años me preguntaba continuamente qué habría más allá del universo. Era un tema en el que me sumergía cada día con mi madre, quien me enseñaba los distintos nombres de todo lo que tenía relación con ello.

Conseguí levantarme con gran esfuerzo. Al pisar el suelo, me clavé la pistola de juguete que mi hermano pequeño había dejado tirada el día anterior. Salí de mi dormitorio gruñendo por lo bajo; me había hecho daño.

—¡Buenos días, mi pequeña princesa!

Alcé la cabeza para dejar que mi padre depositara en mi frente ese beso mañanero que tanto me gustaba. Lo miré con ojos brillantes y lo contemplé pensativa, como cada día. Tenía la suerte de tener una familia muy unida y en la que se procesaba amor en abundancia, aunque solo la formásemos cuatro personas.

Bajé los escalones seguida por él. Al llegar al último, me cogió en volandas y dio dos vueltas como si estuviéramos bailando. A la vez, un pequeño grito, acompañado de carcajadas inocentes, salió de mi garganta. Los enormes ojos azules de mi madre nos observaban con devoción desde la cocina. Entretanto, mi hermano de seis años intentaba limpiarse los restos de mermelada de fresa de su pequeña boca, sin éxito. Llegué a su lado y cogí una servilleta de papel para ayudarlo en su tarea mientras mi madre ponía el plato de mi desayuno. Sonreí cuando el pequeño empezó a manotear porque le hacía cosquillas.

—Hoy vamos a darnos un paseo por el centro de Moscú, ¿qué me decís? —nos preguntó risueña.

Acentué el entrecejo, dejando claro que la idea no me parecía de lo más correcta.

—Hace mucho frío en la calle, mamá —renegué.

—Nos abrigaremos bien. Estamos en Navidad, y tenemos que comprar unos cuantos adornos para decorar el árbol. —Enarcó un poco sus cejas rubias—. ¿No quieres ponerlo?

Era muy lista. Sabía que me encantaba la Navidad y que con eso me tenía ganada. Asentí con determinación y, de nuevo, el brillo habitual que causaba mi familia en mí apareció en mis profundos ojos azules. Cogí el vaso de leche fría y lo puse en mis labios para darle un largo sorbo. Vi cómo mi padre se colocaba detrás de mi madre para depositar pequeños besos sobre su cuello; algo que siempre hacían: darse cariño. Eran el matrimonio ideal, dos almas gemelas que estaban destinadas a unirse, polos tan opuestos que si alguna vez uno de los dos faltase, el otro moriría al instante, ya que ambos se complementaban a la perfección.

Y ese día llegó.

Llegó tan rápido que no pude saborear todos los momentos que me quedaban en la vida, justo en la época en la que comenzaba a ver y a obtener los conocimientos de alguien que crece y sabe que las personas no son tan buenas como parecen. Y recordé en ese instante lo que una vez mi padre me dijo mirándome con atención a los ojos: «No le temas al enemigo que te ataca, sino al falso amigo que te abraza».

Alcé el tenedor con un trozo de tortita de chocolate pinchado en sus largas puntas. Cuando estaba a punto de llevármelo a la boca, mi padre se asomó por las cortinas de la ventana de la cocina. Su semblante se oscureció y le echó un rápido vistazo a mi madre. Tras una leve inclinación de cabeza, ella cogió a mi hermano en brazos y después mi mano.

—Vamos a subir a la habitación —nos anunció con tranquilidad.

—¿Vamos a jugar? —le preguntó inocente Arcadiy.

—Sí. —Sonrió ella.

La miré con temor cuando vi de soslayo que mi padre descolgaba de debajo de la encimera de la cocina una pistola. Hizo un leve gesto mirando a mi madre para indicarle que se diera prisa en marcharse, o eso quise entender. Oí que un coche cerraba la puerta en la misma entrada de mi casa. Después, unos golpes resonaron en la madera, como si del cartero se tratase. Giré mi rostro hacia esa dirección a la vez que mi padre nos empujaba escaleras arriba.

—¡Rápido! —nos apremió.

Noté mi pulso acelerarse, mi respiración elevarse, y unas ganas terribles de llorar resurgieron en mí cuando pequeñas gotas empezaron a caer por mi rostro. Mi padre, con la pistola en la mano, sin importarle que lo viéramos portando un arma, pasó su dedo pulgar por mis mejillas y sonrió.

—Te quiero, mi pequeña princesa. Sé fuerte, lucha y no te rindas hasta que le des el último aliento a la vida.

Mi llanto se acrecentó y mi hermano me siguió.

Corrí escaleras arriba. Cuando me faltaban cuatro escalones para llegar a la planta, giré mi rostro hacia atrás al escuchar un terrible golpe, forcejeos y disparos.

—¡Micaela, no te detengas!

Mi madre intentó subir otro escalón más, pero alguien la apresó desde atrás, haciendo que cayera escaleras abajo con mi hermano en brazos.

—¡Mamá! —grité desgarrada.

—¡Corre! —me ordenó desesperada.

Un hombre la abofeteó frente a mis ojos. Segundos después, sacó un arma y le disparó en la cabeza. Las rodillas me fallaron cuando encontré a mi hermano de pie, con su habitual peluche de un elefante azul en la mano, llorando y sin poder controlar ninguna de sus emociones. Su voz salía rota, y todo él temblaba como una hoja. El alma se me rompió en mil pedazos.

Decidí infundirme de valor, o por lo menos de todo el que pude. Me puse de pie, pero al intentar bajar los escalones, un hombre alto y fornido se colocó delante de mí. Vi que se llevaban a mi hermano en brazos mientras gritaba llamando a nuestros padres.

—¡Arcadiy! ¡Arcadiy! —bramé a voces.

El hombre avanzó hacia mí con una sonrisa que no supe descifrar, ya que solo podía verle la boca y los ojos. Me asusté, y no pude evitar tropezar con el siguiente escalón, lo que hizo que cayera hacia atrás. Arrastré mi cuerpo por los pocos peldaños que me quedaban; y seguí haciéndolo, incapaz de ponerme de pie. Mis uñas se clavaron en la madera blanca del suelo y comenzaron a arrancarse a trozos, creando grandes heridas en mis dedos.

Él sonreía. Yo no podía creer lo que mis ojos estaban viendo, pero más impactada me quedé cuando aquel hombre que casi me alcanzaba se quitó el pasamontañas negro que cubría su rostro. Mis ojos se abrieron en su máxima extensión y solté una exclamación que él oyó.

—Hola, pequeña.

Su rasgada voz me hizo temblar. Las lágrimas corrían por mis mejillas como ríos sin poder controlarlas. Y es que con doce años era imposible que supiera hacer mucho más en una situación como la que estaba viviendo.

Llegó hasta mí, cogió mi cabello y, ejerciendo una gran presión, tiró de mí escaleras abajo. Sentí todos y cada uno de los golpes que me provocaban los escalones clavarse en lo más profundo de mi ser, pero lo que más me dolió fue ver a las dos personas a las que más amaba en el suelo, laxos y sin un ápice de vida. Me di cuenta de que la pequeña mano de mi madre estaba unida a la de mi padre. Hasta en su último aliento evitaron estar separados.

Un torrente de hipidos se apoderó de mí sin permitirme dejar de llorar. Miré con verdadero miedo al hombre, quien, una vez en el salón, me empujó contra el sofá. Tres personas más se acercaron a mí con rostros divertidos.

—¿Qué vamos a hacer con ella? —le preguntó uno de los encapuchados.

En ese momento, caí en la cuenta de que Arcadiy no estaba en ningún rincón.

—Mucho me temo que ella no correrá la misma suerte. Es mayor, ya ha visto demasiado —anunció otro de los hombres.

Se acuclilló para ponerse frente a mí, haciendo que el miedo sacudiera todo mi cuerpo. Posó su dedo índice sobre mis muslos, ya que mi pijama estaba remangado hasta la cintura prácticamente.

—Aunque sí es cierto que… —tras una pausa, prosiguió—: vamos a divertirnos un buen rato.

Oí cómo todos se carcajeaban a mi costa. Yo lloraba desconsolada y sin saber cuál sería mi final. Lo que estaba claro era que no iban a dejarme vivir.

Ese día me dejaron muerta en vida.

Me robaron mi inocencia, me golpearon hasta la saciedad, me humillaron de mil maneras y, lo peor de todo, se llevaron lo que más quería. Sentí cómo la vida se escapaba de mis manos cuando la puerta de la que era mi casa quedaba abierta de par en par mientras aquellos malditos demonios salían sin un ápice de compasión, pensando que ya estaba agonizando. No conseguía moverme. Notaba cómo los parpados me pesaban cada vez más y cómo el frío comenzaba a apoderarse de mi cuerpo. Las pocas lágrimas que me quedaban resbalaron por mis pálidas mejillas hasta perderse en la moqueta burdeos. Contemplé a mis padres por última vez. Antes de cerrar los ojos, me juré una sola cosa: no moriría en aquel instante; lucharía, tal y como mi padre me había dicho minutos antes de su muerte. Y la lucha no sería en vano, no.

Sabía quiénes eran las personas que habían entrado en mi casa, y aunque las agujas del reloj fueran las únicas que pondrían a cada persona en su sitio a su debido tiempo, supe que todos y cada uno de ellos recordarían mi nombre hasta soltar su último aliento. Porque para poder seguir con sus miserables vidas, primero tendrían que matar a la Reina.

 

1

En el punto de mira

 

Jack Williams

 

 

Era increíble. La gente alardeaba de su vida sin ser consciente de quién o quiénes podrían estar vigilándolos en ese mismo instante.

Sentado en una terraza, me permití escuchar y ver cómo las personas éramos tan sumamente imbéciles de hablar de nuestra vida a todas horas: por la calle, en redes sociales, mediante mensajes… Y qué cierto era que nadie sabía quién se escondía detrás de aquellas enormes tecnologías, pues, si nos poníamos a pensar, cualquiera con un poco de inteligencia podría meterse incluso en nuestra cabeza.

—¿Sí? —respondí cuando pulsé mi teléfono tras vibrar sobre la mesa.

—¿Dónde estás?

—¿Dónde estás tú, Fox? —le pregunté con chulería.

Riley Fox, la única persona a la que consideraba amiga después de catorce largos años a mi lado, el único que, hasta el momento, no me había fallado.

—En quince minutos saldrá por la 33, justo en el Empire State.

—Perfecto, estoy en el restaurante de enfrente. Hablamos.

Colgué el teléfono y me levanté de mi silla, dejando una cuantiosa cantidad para pagar un simple café. Vi que varias miradas lascivas caían sobre mí y me permití sonreír de medio lado, sabedor del efecto que causaba desde hacía bastante tiempo en las féminas. Aunque bien era cierto que en mi mente no estaba el amor para siempre ni de lejos, los buenos ratos no estaban prohibidos para nadie, o por aquel entonces pensaba de esa forma.

Llegué a mi coche y saqué todo lo necesario para lo que estaba por venir. Minutos después, giré la esquina que separaba la puerta de acceso de la azotea, pegándome a la pared para ocultarme. Bajé mi rifle y lo cargué en un abrir y cerrar de ojos.

Dos minutos.

Me senté en una de las columnas de hormigón que había en la azotea y a lo lejos divisé los grandes edificios que se alzaban presuntuosos en la ciudad de Nueva York. En ese momento, un pensamiento cruzó por mi cabeza. Saqué mi teléfono y marqué.

—Quiero el doble de dinero en mi cuenta. Tienes dos minutos, o me largaré.

—¡¿Qué?! —exclamó al otro lado de la línea quien había contratado mis servicios.

Sin verlo, supe que su gran cuerpo había pegado un bote en el sillón de cuero de su despacho.

—Lo que has oído —le contesté en tono serio.

—¡Tú te has vuelto loco! ¿De verdad piensas que voy a hacer semejante idiotez?

Vi cómo el coche el cual estaba esperando aparcaba en el callejón que tenía previsto.

—Objetivo bajándose del coche. En cuanto cruce la esquina, lo perderé.

—¡No acordamos eso! —Se puso nervioso.

—Soy un pájaro libre, no creo que tenga que recordártelo. —Escuché cómo bufaba, así que decidí ponerlo más nervioso—: Sesenta segundos.

—No pienso pagarte nada más.

—Cuarenta segundos —añadí sin inmutarme.

Resopló dos veces más y, a regañadientes, después de una breve pausa, dijo:

—Ya lo tienes.

Mi teléfono vibró, indicándome que había un mensaje. Lo abrí y, efectivamente, dos millones más se sumaban a mi cuenta. Dejé el aparato en el bolsillo de mi pantalón, posicioné el rifle encima del muro de la azotea y, apuntando a mi objetivo, disparé.

Sentí la bala salir a gran velocidad a la vez que el retroceso hacía impactar el arma contra mi hombro. El tipo cayó a plomo, y sus hombres comenzaron a buscar sospechosos por los alrededores, mirando hacia todos los puntos posibles. Agarré el rifle y salí de aquella azotea sigilosamente, sin ser visto, mientras por el camino iba desarmándolo para ocultarlo por completo en la bolsa negra que llevaba a mi espalda.

Al llegar a la calle, el alboroto era increíble. La gente corría de un lado a otro, chillando. Conté a veinte guardaespaldas intentando cubrir el cuerpo sin vida de uno de los principales cargos ejecutivos del Gobierno Federal de los Estados Unidos. No tardaron en llegar varios coches de policía para acordonar la zona. Enseguida, los agentes abandonaron los vehículos y, divididos en patrullas de cinco, entraron en los edificios que tenía alrededor. Sonreí al ver que nadie se percataba de mi presencia. Subí a mi coche, que se encontraba a escasos metros, y me dirigí al aeropuerto, donde un avión me esperaba para volar a Atenas.

 

 

Al día siguiente, abrí los ojos al escuchar el estridente sonido de mi teléfono, que no dejaba de sonar una vez detrás de otra.

—Me cago en la puta… —bufé.

A tientas, comencé a soltar manotazos encima de la mesita de noche, hasta que conseguí dar con él. Sin mirar la pantalla, descolgué, gruñendo más que hablando, lo normal en cualquier persona; aunque eso, en realidad, yo no sabía lo que era, puesto que ser alguien común no entraba en el diccionario de mi vida.

—¡¿Quién cojones es?!

Escuché una leve carcajada al otro lado que se me antojó molesta y que me cabreó más de la cuenta. Fruncí el ceño un poco mientras me sentaba en la cama y daba patadas para apartar la arrugada sábana de mi cuerpo.

—No sé por qué no me sorprende tu comportamiento tan temprano. Nunca te gustó madrugar.

—¿Anker?

—El mismo. ¿Cómo estás, muchacho?

—¿A qué viene tu llamada? —Desconfié.

—¡Oh, vamos! Hace mucho tiempo que no sé nada de ti.

Tuve que soltar una carcajada; no me tragaba su estúpido juego de despiste. Anker Megalos fue mi instructor, casi como mi padre más bien, ya que me crio cuando mi verdadero progenitor se largó, dejando a mi madre embarazada, y esta me abandonó en un orfanato. Después de eso, ella prefirió seguir siendo prostituta, metiéndose de todo menos miedo. Lo cual hizo que una mañana se la encontraran en el prostíbulo muerta por una sobredosis de cocaína. Cuando me escapé, encontré a la familia Megalos, algo rara y diferente, personas malignas que no buscaban nada en la vida excepto una cosa: el sufrimiento ajeno.

—No me vengas con juegos, Anker.

Rio al otro lado de la línea como el tirano que era, y aunque yo no fuese menos, me costaba compararme con él. Nunca llamaba para nada, y aquella era una de esas llamadas en las que algo no me olía bien.

—Necesito que nos veamos en tres cuartos de hora. ¿Te viene bien que quedemos en la entrada de la Acrópolis?

—Sí —le contesté escuetamente, ya que él no sabía dónde vivía y, casualmente, estaba al lado.

—Bien. No llegues tarde.

—Nunca lo hago. —Pero esa última frase se quedó en aire cuando escuché cómo la línea se colgaba.

Media hora después, antes de marcharme, le eché un breve vistazo a la habitación de Riley, pero decidí no interrumpir su sueño y contarle más tarde todos los acontecimientos.

Llegué al sitio donde había quedado con Anker y lo vi conforme avanzaba. Como siempre, le gustaba llegar antes que nadie. Estaba más mayor de lo que lo recordaba. Sus entradas eran más profundas y su pelo se teñía por completo de blanco. Desde la distancia pude ver que había adelgazado más de la cuenta, pero eso no afectaba a su semblante circunspecto, el mismo que tenía siempre, haciéndolo parecer el hombre más respetable sobre la faz de la Tierra.

Giró sus pequeños ojos marrones en mi dirección, como si oliese desde la distancia que estaba a punto de alcanzarlo, y sonrió con ironía, torciendo solo un poco sus finos y arrugados labios hacia la derecha.

—Qué bien te veo, muchacho.

Alcé la barbilla un poco y asentí, mirándolo con descaro. Me paré frente a él sin tomar asiento, y él hizo un leve gesto con la cabeza para indicarme que lo hiciera.

—Siéntate —me ordenó al ver que no lo obedecía.

—No cumplo órdenes, Anker. Dime qué quieres.

Agarró con fuerza su bastón negro con la cabeza de un águila cubierta de oro, apretando sus dos manos sobre ella. Elevó sus ojos hasta posarlos en los míos y, de nuevo, me indicó el asiento a su lado. Con hartazgo, puse los ojos en blanco, pero finalmente terminé sentándome mientras veía cómo contemplaba la Acrópolis en la distancia.

—Siempre has sido un desobediente. No sé cómo he aguantado tenerte tantos años a mi lado.

—Quizá haya sido porque siempre fui bueno en la práctica —me burlé.

—El mejor —puntualizó, y giró su rostro de nuevo hacia mí.

Tras un extenso silencio que se me hizo pesado de más, incliné mi cuerpo hacia delante, entrelacé mis dos manos entre sí y lo observé.

—Tengo cosas que hacer. ¿Vas a tenerme toda la mañana aquí?

—Estás perdiendo los modales por segundos. Todo tiene un tiempo; parece que lo olvidas. —Se le vio molesto. A mí no me importó una mierda.

Era una persona mala. Y durante todos los años que estuve con él, a cada paso que daba, más me cercioraba de que tendría que dejar lejos al hombre que estaba a mi lado si quería conservar mi vida.

—¿Y bien? —me desesperé.

Sonrió de nuevo.

—Tengo un trabajo para ti.

—Al fin hablamos el mismo idioma, me parece —añadí—. ¿De qué se trata?

Metió la mano en su bolsillo y sacó un papel blanco. Al desdoblarlo, en él solo constaba un nombre. Me lo tendió y lo cogí confuso. Esa no era la manera de proceder.

—Manel Llobet —pronuncié en voz baja.

—Es uno de los comisarios más importantes de Barcelona. Te pasaré el resto de la información en unos días. Mientras tanto, ve preparando tu viaje.

Se levantó tras agarrar con fuerza su bastón en un claro intento por intimidar; advertencia inútil a mis ojos, puesto que sabía que podía defenderse de cualquiera sin él. Antes de que diera un paso más, le pregunté:

—¿Por qué?

Se paró en seco. Después giró su rostro lo necesario para verme de reojo, pero no llegó a contemplarme de manera directa. Sabía a la perfección por qué le hacía esa pregunta, ya que mucho tiempo atrás, cuando decidí separarme de aquella especie de secta que tenían, hice mi último trabajo a su lado y no lo terminé, y de eso ya habían pasado muchos años. Demasiados.

—Ganarás tanto dinero que podrás retirarte de esto. Eso es lo único que debe importarte.

Su tono de voz era rudo e implacable, lo que me aseguraba que era distinto y raro. Muy raro, a decir verdad, ya que Anker Megalos jamás demostraba sus emociones ante nadie, por lo tanto, supe en ese instante que aquel trabajo era más que personal. No añadí nada, solo me levanté, pero antes de marcharme en dirección opuesta, el que habló fue él:

—Una cosa más, Williams.

Giré mi cuerpo para observarlo. Él hizo lo mismo, y su mirada no me gustó.

—Serán seis. —Arrugué el entrecejo sin saber a qué se refería—. Seis personas de las que irás teniendo información según termines cada cometido. —Me contempló con intensidad y, previo a irse, me dijo en tono rudo—: No me falles.

 

2

Descubriéndome

 

Micaela Bravo

 

 

Me senté en uno de los sillones negros de piel de la entrada a la consulta de Vanessa Lago, mi psicóloga, la misma que llevaba tratándome durante cinco largos años en los que no avanzábamos de ninguna de las maneras. Estaba situada en uno de los edificios de la Rambla, frente a la Casa Gaudí. Me pillaba relativamente cerca del trabajo, dadas las distancias para ir a cualquier sitio en Barcelona.

Crucé mis piernas, dejando ver bastante mis muslos, y pude comprobar que el secretario que había detrás del mostrador me miraba babeando. Menudo estúpido si se pensaba que podría conseguir algo conmigo, ya que ni él ni nadie estaba al alcance de eso si no podía pagarlo.

Oí mi nombre después de escuchar cómo se abría la puerta de su despacho, con su habitual crujido cuando lo hacía. Lo que todavía no entendía era cómo una de las mejores consultas de psicología que había en toda Barcelona tenía una puerta que chirriaba. Me levanté cuando Vanessa me indicó con la mano que me acercara mientras intentaba dar por finalizada la conversación que mantenía por teléfono. El chico del mostrador —muy atractivo, bajo mi punto de vista— me observó de manera lasciva de nuevo, lo que hizo que no pudiera evitar sacarle el dedo corazón de forma vulgar. Vanessa, al ver mi gesto, a la vez que le sonreía con descaro a su empleado, meneó la cabeza varias veces, negando. Al entrar, cerró la puerta tras de mí, terminó de apuntar lo que fuera que estuviera escribiendo en su agenda enorme de color marrón y dejó el teléfono encima de su gran escritorio de roble.

—Tienes una forma muy particular de darles los buenos días a mis empleados.

—¿Has pensado en lijar esa puta puerta?

Señalé la entrada y ella sonrió.

—Como siempre, cambiando de tema, Micaela.

Cogió unas hojas, las apiló encima de su habitual tapa dura de color negro para apoyarse y se sentó en su sillón. Me instó con la mirada a que hiciera lo mismo en el lujoso sofá de los locos, como yo lo llamaba.

—Bien, ¿cómo te encuentras hoy?

—Igual que todos los días —le contesté con desgana.

Apoyé mis brazos en mi frente de manera chulesca y miré al techo, suspirando. Aquello no servía para nada. Nunca lo había hecho.

—¿Has vuelto a tener pesadillas? Háblame —me pidió en tono neutro.

—Sí, las mismas de todas las noches.

—Tienes que aceptar que ellos ya no están y dejar atrás el pasado. Ese será el primer paso para que puedas conseguir estabilizar tu mente y, de esa manera, disipar las pesadillas nocturnas.

La miré con desdén sin poder evitarlo. Qué fácil era decirlo.

—Es imposible que te pongas en mi pellejo —le eché en cara con rabia.

—Lo sé, pero recuerda que estoy aquí para ayudarte, no para machacarte, como bien piensas.

Hice un gesto de disconformidad y dirigí de nuevo mis ojos al techo blanquecino.

—Pues para ser la que me ayuda, llevas cinco años intentándolo. Muy buena no serás.

Y mis comentarios ofensivos, como siempre, no hacían el efecto que deseaba. Lo que quería era que de una vez por todas Vanessa me echara de su consulta, ya que a mí me era imposible abandonar las charlas con ella, aunque fuese pagándole y a sabiendas de que no servían para nada.

—Cuando sigues viniendo, será por algún motivo. —La miré con mala cara—. Y, ahora, cuéntame, ¿has hablado con tu abuela? —Negué—. Quizá te iría bien escaparte unos días a Huelva. De esa manera, podrías estar cerca de tu familia.

—De lo que me queda, querrás decir —añadí con arrogancia.

Y de nuevo volvíamos a la misma charla de cada semana: la muerte de mis padres y la desaparición de mi hermano, al que ya daba por muerto.

—¿Has recapacitado sobre tus planes de futuro? —me preguntó después.

—No. Los tengo bien claros y en mente a todas horas. Además —añadí con una sonrisa malévola—, cada vez estoy más cerca.

—Más cerca de morir, Micaela. Esa gente es peligrosa.

—No me iré sola —le aseguré, más que convencida.

Después de treinta minutos en los que ella intentaba de alguna manera persuadirme de mis propósitos, volvimos a la pregunta no tan habitual:

—¿Has conocido a alguien?

—No. Ni quiero. —Soné tajante.

—Háblame de Jack.

Resoplé como un toro. ¿Por qué siempre se empecinaba en sacarlo a él? No debería habérselo contado nunca.

—Ya sabes todo lo referente a Jack. Hace meses que no sé nada de él, desde la última vez que lo vi. ¿Quieres que me invente algo y hacemos más amena la consulta?

La encontré mirándome con mala cara, algo poco común en ella, pero recompuso su rostro en cuestión de segundos. Sabía que algunas de mis sesiones la sacaban de sus casillas, pero ella siempre llevaba la conversación a su terreno, se tratase del tema que fuese.

—Es un detalle que me contaste y del cual quiero hablar en este momento —sentenció—. Cuéntame cómo os conocisteis.

Bufé de nuevo y me perdí en el pasado; en meses atrás exactamente, cuando el susodicho Jack se cruzó en mi camino, a quien yo no le daba tanta importancia como lo hacía ella.

 

Me encontraba en uno de los bares de Barcelona después de un plan fallido y una mala racha que pensaba resolver de cualquier manera. Estaba sentada en el taburete de una de las barras de aquel sitio, bebiéndome un buen cubata que ahogara mis pensamientos y mis inquietudes, por qué no decirlo. Pocos minutos después de mi llegada, un hombre de unos treinta y tantos años se sentó a mi lado y le pidió a la camarera algo que no pude oír. Noté cómo me observaba, pero no le di importancia. Hasta que, de repente, escuché su tono de voz grave y rasgado:

—¿Estás sola?

Dejé de menear mi vaso, permitiendo que los cubitos de hielo se deshicieran en él, y levanté la vista de manera intimidante hacia la persona que me hablaba. Me quedé un tanto impactada al ver su aspecto de chico malo, aunque me recompuse de inmediato. Era alto; demasiado. Tenía el pelo castaño con destellos rubios, sus ojos eran dos inmensos prados verdes, como los que lucía Escocia, y su barbilla estaba poblada por un escaso vello del mismo color que su cabello. Discerní que su cuerpo estaba duro y terso bajo esa camisa de lino blanco que hacía que se marcaran todos y cada uno de sus músculos, y sentí que se me resecaba la garganta ante su escrutadora mirada.

—¿Y a ti qué cojones te importa? —lo encaré con despotismo.

Sonrió de medio lado, y esa perfilada línea que se curvó en sus labios me hizo sentir un pinchazo en mi bajo vientre. Me obligué a olvidarme del aspecto de aquel hombre, de su tono de voz y de todo lo que tuviera relación con él. Yo solo quería beberme mi copa en soledad, como estaba acostumbrada a hacer, y marcharme de allí. Sin embargo, de nuevo, aquel varonil tono salió de su garganta:

—¿Dónde tienes la banda?

Volví mis ojos hacia él y arrugué el entrecejo más de la cuenta.

—¿Qué banda? —le pregunté, siendo más borde de lo normal.

—La de miss Antipática.

Alcé una ceja sin poder creerme lo que aquel desconocido me había llamado.

—¿Y dónde te has dejado la tuya? —lo reté.

Sonrió con picardía y apoyó su brazo izquierdo en la pierna que tenía justo debajo, gesto que se me antojó más chulesco todavía.

—¿La mía? —Se señaló. Pude apreciar su sonrisa un poco más.

Antes de poder seguir perdiéndome en sus encantos, que destacaban sobre todo lo demás, ataqué tajante:

—Sí, la de míster Subnormal.

Vi cómo reía por mi comentario, lo que consiguió enfurecerme. Dejé un billete encima de la barra mientras lo fulminaba con la mirada, cogí mi pequeño bolso de mano y me ajusté el vestido para salir de allí. No estaba dispuesta a aguantar a un estúpido como aquel.

—Te invito a una copa —añadió en cuanto me giré.

—¡Que te den, imbécil! —Y con las mismas, les ordené a mis pies que caminaran en dirección a la salida.

Antes de llegar a la puerta, noté una mano ciñéndose a mi muñeca. Al girar mi rostro, me lo encontré frente a mí. Su perfume recorrió mis fosas nasales de tal manera que creí marearme, y al mirarlo, me di cuenta de que era más alto de lo que creía.

—Si no quieres una copa, te invito a bailar.

Alcé una ceja, con un cabreo monumental. ¿Quién cojones invitaba a alguien a bailar en el siglo veintiuno? ¡Y menos sin conocerse!

—O me sueltas —lo amenacé—, o te parto la muñeca ahora mismo.

Su carcajada resonó en toda la sala, provocando que varios curiosos nos observaran. Intenté zafarme de su agarre, pero comprobé que me era imposible.

—Me has insultado dos veces. Creo que merezco una disculpa.

Abrí los ojos de par en par ante su comentario y resoplé cuando comenzó a sacarme de mis casillas.

—Tú me has llamado antipática —le reproché, y realmente no sabía por qué lo hacía.

—Es que lo eres —aseguró convencido.

—¡No soy antipática!

—Ah, ¿no? Entonces, ¿cómo se le llama a eso?

Se puso la mano que le quedaba libre en la barbilla y sonrió. Estaba divirtiéndose.

—Se le llama simpatía selectiva. Y, ahora, déjame tranquila.

Apretó mi cintura contra su cuerpo sin que pudiera evitarlo y a trompicones me llevó hasta la zona donde estaban bailando unas cuantas parejas más. La canción que sonaba era lenta. Amplió su sonrisa.

—¿Sabes bailar? —ronroneó con picardía.

—No voy a bailar contigo —le contesté ceñuda.

No hizo caso de mi comentario y comenzó a pegar su cuerpo al mío. Intenté quedarme quieta antes de darle un rodillazo en las pelotas, el cual nunca llegó, ya que cuando vio mis intenciones, metió una de sus piernas entre las mías para conducirme en el baile pausado y sensual.

—Un baile por una disculpa y te dejo marcharte —añadió.

Resoplé, y por un momento pensé que tampoco sería tan grave. Después de ese primer baile se sucedieron muchos más, hasta que prácticamente cerramos aquel bar.

 

Contemplé a Vanessa, que me observaba atónita. Creí que suspiraría en cualquier momento. Y lo hizo, claro que lo hizo.

—¿Y después?

Alcé los ojos al cielo. Me desesperaba.

—Y después, nada. Al terminar de bailar todo el repertorio que sonaba, se fue.

Y era verdad. Se marchó sin más. Sin un «Nos vemos pronto» o un simple adiós. Sus últimas palabras antes de desaparecer por la puerta envejecida de madera fueron: «Gracias por esta noche».

—Creo que ya es la hora —le indiqué al verla empanada, observándome—. Hablamos la semana que viene. —Me levanté.

Ella siguió mis pasos hasta la puerta. Antes de salir, escuché que me decía:

—Si me necesitas, llámame.

Asentí y salí sin mirar atrás. Tenía que llegar al club en menos de una hora, y esperaba que eso fuera posible.

Cuarenta y cinco minutos después, aparqué en la puerta del club que regentaba desde hacía ocho años, el mismo que había tomado una fama y un prestigio considerable y, por supuesto, al alcance de poca gente. Abrí la puerta de hierro trasera y entré cerrando con llave. Vi que Eli, mi secretaria y amiga, estaba en la barra con unos cuantos papeles, los cuales supuse que eran algunas facturas para entregárselas a la administradora.

—Hola —la saludé mientras dejaba el bolso en la barra.

Me hizo un gesto con la cabeza y, seguidamente, lanzó un periódico encima del cristal. Estiré mi mano para cogerlo, y lo que vi en primera plana me impactó.

 

Manel Llobet asesinado en su casa esta madrugada.

 

La miré con cara de circunstancia, sin poder creerme lo que estaba leyendo.

—Ha salido en todas las noticias, periódicos, radios, etcétera. Su mujer y sus hijos están bien, pero a él… lo han matado en la misma cama en la que dormía.

—No puedo creérmelo…

Me senté de golpe en uno de los taburetes de cuero blanco que teníamos tras la barra.

—Se ve que ha sido un ajuste de cuentas. Ya sabes que Manel tenía muchos enemigos alrededor, y…

—¿Y qué? —le pregunté cuando dejó sus palabras en el aire.

—Esta mañana antes de cerrar ha estado aquí el inspector Barranco. Por lo visto, quiere hacerte algunas preguntas. Es de Narcóticos, y está buenísimo.

Lo primero no me hizo tanta gracia, porque estaba claro que en mi club se consumía droga a patadas, y más cuando lo pedían los clientes. Y lo segundo, bueno, podría ser una buena baza a mi favor si tenía que camelarme al tal Barranco.

—¿Qué te ha dicho?

—Es nuevo. Ya sabes que antes no estaba él. Me ha dicho que te pases esta mañana por la comisaría. Quieren hacerte unas cuantas preguntas. Esta es su tarjeta.

Me la tendió. En ese momento, me levanté para dirigirme a ver al interesado.

 

3

Visita inesperada

 

 

Un rato después, abrí las puertas de entrada a la comisaría que ponía en la tarjeta que Eli me había entregado. Con paso firme, me acerqué al primer policía que vi y esperé paciente a que soltara el maldito teléfono que tenía en las manos. Se levantó cuando terminó, quedando más alto de lo normal al estar en una especie de tarima.

—¿En qué puedo ayudarla?

Me observó con mala cara, lo cual me importó bien poco.

—Busco al inspector Barranco.

—¿Quién le busca? —me preguntó en tono mordaz.

—La señorita Micaela Bravo —le respondí con desdén.

Torció su gesto y no volvió a mirarme hasta que habló con él al otro lado de la línea.

—Espere un momento, enseguida saldrá.

Asentí sin apartar mi mirada intimidatoria de aquel barrigón con uniforme que me observaba como si fuese el mismísimo diablo. Y, en cierto modo, lo era. Mucha gente sabía de sobra que la fama que tenía mi club no era precisamente por la legalidad que allí se practicaba, y aunque me lo pasaba todo por el arco del triunfo —como bien decía mi abuela cada vez que hablaba con ella—, era cierto que me molestaban las miradas y los cuchicheos que se creaban a mi alrededor de vez en cuando.

Al final de la estancia principal, entre todo el barrullo que había, vi salir a un hombre moreno, de buena estatura y con un porte que, efectivamente, se quedaba corto ante el comentario de Eli. Alzó su mirada hacia mí y, en ese mismo instante, nuestros ojos se clavaron. Aligeró su paso y se colocó frente a mí con cara molesta, o eso me pareció.

—¿La señorita Bravo? —A pesar de su falta de educación por no darme ni los buenos días, asentí—. Necesito que me acompañe a la sala de interrogatorios. Como bien sabrá, el comisario Manel Llobet ha sido asesinado esta misma noche en su domicilio, y nos consta que estuvo en su club hasta bien entrada la noche.

Carraspeé con soberbia antes de contestar:

—El señor Llobet fue asesinado en su cama, con su mujer a su lado, no conmigo ni en mi club, por lo tanto, dudo mucho que tenga que pasar a esa sala de interrogatorios de la que me habla.

Me di la vuelta para salir de allí y dar por zanjada la conversación, pero escuché su tono varonil rugir:

—Se equivoca. Está usted ante la ley, por lo tanto, he reclamado su presencia para hacerle las preguntas necesarias. Si no entra en la sala, me veré obligado a detenerla por desobediencia a la autoridad.

Giré mi cuerpo hasta situarme a escasos milímetros de él, teniendo que alzar mi rostro para poder observar directamente sus dos perlas de color miel, que intentaban traspasarme a la vez que me analizaban. Elevé mis manos juntando mis muñecas y sonreí con picardía mientras una de mis cejas se acentuaba.

—¿Y va usted a detenerme, inspector Barranco?

Arrugó su entrecejo y pegó su rostro al mío. No me intimidó. Hacía muchos años que nadie causaba ese efecto en mí.

—Si es necesario, créame, lo haré.

Una sonrisa burlona se instaló en mi boca a la vez que mis manos bajaban y rebuscaban en mi bolso mi teléfono móvil. Sin apartar la mirada de él, desbloqueé el aparato y me permití mirar por un segundo mi agenda para marcar el número.

—No hablaré hasta que mi abogado llegue. —Le di al botón de llamar y, al instante, Jan respondió—. Hola, necesito que vengas a la comisaría. Aquí, el amable y educado inspector Barranco quiere meterme en una sala de interrogatorios a la que no pienso entrar hasta que llegues, se ponga como se ponga. —Lo miré de manera retadora. Aunque, en realidad, nuestra conexión permaneció fija—. Está bien, te espero sentada en las cómodas sillas de la que supongo que será la sala de espera.

Colgué sin decir nada más, chasqueé la lengua y me senté en la silla que tenía detrás de mí. El inspector puso los brazos en jarras, para después pasarse la mano con desespero por su incipiente barba, que rozaba lo sensual en un hombre. No me dijo nada, pero permaneció inmerso en sus pensamientos, a la espera de que Jan apareciera por la puerta de un momento a otro.

Contemplé que se dirigía hacia el mostrador en el que antes había preguntado por él y oí que le decía al hombre barrigón:

—No dejes que salga de la comisaría.

No pude evitar mostrarme orgullosa ante tal comentario. Estaba claro que tenía ganas de cazar alguna fortuna. Y, en esa ocasión, la fortuna era nada más y nada menos que yo.

Tenía a mucha gente importante a mi favor y sabía de sobra que no tendría problemas con la policía. Que Manel hubiese sido asesinado había sido una gran putada, ya que era él quien manejaba los hilos a la perfección para que nadie metiese las narices en mis asuntos, y mucho menos en mi club. Pero ese detalle intentaría resolverlo a cualquier precio. Aunque, si lo pensaba bien, si seguía con el mismo comportamiento hacia el inspector de Narcóticos, no iba a poder ganarme su confianza para sobornarlo.

—Ya estoy aquí.

El ajetreo constante que Jan siempre traía consigo se hizo presente ante mis ojos. Lo inspeccioné mientras se colocaba el traje de chaqueta como buenamente podía y dejaba su maletín encima de la silla que tenía a mi lado.

—¿Qué cojones quieren ahora?

—No lo sé. Solo me ha dicho que quieren hacerme unas preguntas porque Manel estuvo ayer en el club. —Puse los ojos en blanco.

—No es bueno que estés aquí. Si alguien que no debe te ve, pensará que estás tramando algo y puedes tener problemas. Dime quién es el inspector tocapelotas. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor.

Y tenía razón. En el club había todo tipo de personas. Y aunque era un lugar difícil al que acceder —ya que nos codeábamos con gente muy importarte, como herederos de grandes fortunas, artistas consagrados, elegantes banqueros o políticos de renombre—, si la policía se empeñaba, podríamos tener problemas. Uno de esos últimos personajes era Óscar, el hombre que seleccionaba a mis chicas para poder trabajar en el club; alguien que, según él, tenía buen ojo y buen bolsillo para que las mejores mujeres atrajeran a los hombres que precisaban de sus servicios. Todo esto por una cuantiosa cantidad de dinero que a mí no me importaba darle, puesto que, de esa manera, era él quien se encargaba de traerlas, y aunque sabía que no hacía uso de buenas mañas para hacerlo, seguía protegida. Y lo más importante de todo: mi venganza estaba tan cerca que podía tocarla con la palma de la mano.

En el caso de que alguien me viese salir de la comisaría, perfectamente podría pensar que estaba traicionando a algunos de mis habituales clientes, y eso no era nada bueno, pues la voz se correría de inmediato, y lo que en ese momento tenía como la torre más alta, podría caer de un solo golpe.

—El inspector Barranco, me imagino. —Jan soltó con tono agrio dicha evidencia cuando el chico guapo se acercó a nosotros. Antes de que Barranco pudiera abrir la boca, mi abogado prosiguió—: No tiene ningún derecho a retener a mi cliente aquí, por lo tanto, si va a realizarle alguna pregunta, hágalo de inmediato. No tiene todo el tiempo del mundo para permanecer en esta comisaría cuando no está acusada de nada.

—En ese caso, acompáñenme.

Unos segundos después, tras echarnos una mirada de victoria entre Jan y yo por haber dejado al inspector mudo, entramos en la dichosa sala. Me senté en una de las sillas mientras mi abogado hacía lo mismo a mi lado.

—Bien, ¿dónde estuvo anoche?

—En mi club —le respondí tajante.

—¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Llobet?

—En realidad, no lo vi.

—Miente —me aseguró.

Frunciendo el ceño, Jan se incorporó un poco en su asiento y, antes de que pudiera mencionar palabra, soltó:

—Está usted acusando a mi cliente. Por ello, no permitiré que responda a una sola pregunta más, a no ser que interponga una demanda contra ella. No tiene pruebas de nada y no puede retenerla aquí. Si está contestando a este interrogatorio, es por propia voluntad.

El inspector suspiró con arrogancia a la vez que la comisura de sus labios se arqueaba de forma imperceptible, para, después, fijar sus ojos en mi rostro, que no mostraba ningún signo de emoción.

—¿Cree que no sé de qué tipo de calaña es su club? Pienso desmontar toda la tapadera que tiene y, por supuesto, a toda la gente que compra con dinero para estar resguardada de la ley. Lo que usted hace es ilegal, y voy a encontrar la manera de que pague por todo lo que está haciendo.

Sonreí. Jan, por su parte, dio un fuerte golpe en la mesa al mismo tiempo que su imponente cuerpo machacado por el gimnasio se levantaba de la silla de manera temeraria. No solo me asombraba su forma de ser, tan agresiva, tan directa, sino que era el mejor abogado que había en toda España; de eso no me cabía la menor duda.

—¡Está culpando a mi cliente de otra cosa completamente distinta a la que nos ha dicho! Hemos terminado este interrogatorio. Micaela, nos vamos —sentenció en tono rudo.

El inspector se levantó con ímpetu, mostrando así su carácter y fulminando a mi abogado con la mirada. Después posó sus ojos en mí mientras abandonaba mi asiento.

—Estoy seguro de que contrató a alguien de su entorno para que acabara con la vida del señor Llobet. Pero esto no va a quedar así, se lo aseguro, señorita Bravo. —Sus últimas palabras salieron con rabia.

Yo sonreí de nuevo, mostrándome superior a él.

—Si vuelve a amenazar a mi cliente, interpondré una denuncia contra usted —le advirtió Jan.

Cerró la boca mientras me observaba con descaro, traspasándome con sus ojos. Antes de salir por la puerta, me permití el lujo de girarme para mirarlo, y con esa chulería habitual en mí, le dije:

—Adiós, inspector Barranco. Espero no verle nunca más.

No se quedó con ganas de soltar la última palabra:

—Me temo que hoy no es su día de suerte.

 

 

Un rato después, entré de nuevo en el club junto a Jan. Aflojó su corbata, se quitó la chaqueta para dejarla en uno de los taburetes y él solo se sirvió una copa.

—¿Quieres algo?

Negué, mirando un punto fijo de la barra mientras tamborileaba mis uñas contra ella.

—¿En qué estás pensando? —volvió a preguntarme.

Hice una mueca con los labios en señal de no saberlo ni yo.

—¿Quién podría querer asesinar a Manel? Con la cantidad de contactos que tenía… —Dejé las palabras en el aire.

—Ya sabes que también tenía, de la misma forma, muchos enemigos.

Negué con la cabeza al mismo tiempo que escuchaba el líquido de la botella que acaba de abrir chocando contra los dos hielos. Podría tener mucha gente que le deseara todo lo malo y lo peor, pero, aun así, nadie tenía tantos motivos como para ser tan frío a la hora de acabar con su vida, y mucho menos en su cama mientras dormía.

—Tendré que buscarme otra baza con la policía.

—Me pondré a ello esta misma tarde con Anabel, no te preocupes. Porque al inspector idiota lo descartamos, ¿no? —Asentí—. No obstante —prosiguió—, debes andarte con cuidado. Es de Narcóticos, no de Homicidios. No sé por qué demonios ha metido las narices en este asunto. Y eso solo quiere decir una sola cosa: que tiene un interés primordial en ti.

—No hace falta que me lo jures, solo había que ver su manera de mirarme.

—Si estuviera entre tus piernas, quizá no te miraría de la misma forma —ironizó.

—Si es necesario llegar hasta tal punto, no pondré objeción. Pero no lo veo tan sencillo; no con él. No tiene pinta de ser el típico policía corrupto que se deja comprar por unos cuantos euros, ni siquiera por miles.

Esa vez, fue él quien negó mientras el líquido entraba en su garganta.

Antes de que pudiéramos retomar la conversación, vi que Óscar salía de una de las habitaciones privadas del club con Eli a su lado.

—Estaba esperándote —me anunció.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté extrañada al verlo en un día de diario.

—Tengo una sorpresa para ti, pero te diré que a la sorpresa está siendo difícil sonsacarle información.

Arrugué el entrecejo, expectante a que continuara.

—Tengo a Carter.

Sonrió, y yo vi más cerca mi triunfo.

 

 

4

Kitty tiene hambre

 

 

Entré en la habitación con el corazón latiéndome a dos mil por hora. Miré al tipejo que estaba atado a una de las sillas de madera y mi sonrisa fue triunfal. Tenía ante mí a uno de los miembros de mi mayor pesadilla, al hombre al que le llevaba prácticamente todos los negocios que poseía, en el que confiaba plenamente y al que yo andaba buscando desde hacía casi un año, sin éxito.

—No puedo creérmelo… —murmuré, recalcando cada letra con lentitud.