«Para el hijo de Suddhodana, príncipe de la India,
sin el cual seguiría ignorando que soy un peregrino.»

SUMARIO

Introducción

1. Creación e impermanencia

2. Emoción y sufrimiento

3. Todo es vacuidad

4. El nirvana está más allá de los conceptos

Conclusión

Postdata sobre la traducción

Agradecimientos

INTRODUCCIÓN

En cierto vuelo transatlántico me tocó el asiento central de la fila central del avión junto a un hombre muy simpático que, viendo mi cabeza rapada y mi túnica granate, no tardó en deducir acertadamente que era budista. Dando por sentado que no comería carne se ofreció muy amablemente, cuando llegó la hora de comer, a pedirme un menú vegetariano. Y, como el vuelo era muy largo, empezamos, para pasar el rato, a hablar de budismo.

La gente suele asociar el budismo y a los budistas con la paz, la meditación y la no violencia. De hecho, muchos parecen pensar que, para ser budista, basta con vestir una túnica granate o azafrán y esbozar una sonrisa. Siendo, como soy, un budista entusiasta, esa reputación me enorgullece, sobre todo en su faceta no violenta, algo bastante excepcional, dadas las guerras y la violencia, especialmente la violencia religiosa, que salpican nuestra época. A lo largo de toda la historia de la humanidad, la religión ha desencadenado episodios de una crueldad extraordinaria. No es infrecuente ver, en las noticias, los estragos causados por el extremismo religioso, aunque creo que, en ese sentido, el budismo jamás ha apelado, para expandirse, al uso de métodos violentos. No obstante, como persona formada en el budismo, no deja de molestarme que el budismo únicamente se asocie al vegetarianismo, la no violencia, la paz y la meditación porque creo que cuando el príncipe Siddharta renunció a las comodidades y los lujos de la vida palaciega para dedicarse a la búsqueda de la iluminación, debía ir tras algo más que la pasividad y la vida en el bosque.

Aunque la esencia del budismo sea muy sencilla resulta, no obstante, difícil de explicar. De hecho, su extensión, complejidad y profundidad son casi inconcebibles. Pero, por más que no sea religioso ni teísta, es difícil presentarlo de un modo que no parezca teórico y religioso. Por otra parte, los ropajes culturales de los que ha ido revistiéndose a lo largo de su expansión por todo el mundo han dificultado aún más, si cabe, su comprensión. Tengamos en cuenta que la misma fascinación que acompaña a los ornamentos, las deidades, el incienso, las campanas y los sombreros multicolores puede también distraer nuestra atención de las cuestiones fundamentales.

La frustración que me provoca el hecho de que las enseñanzas de Siddharta no resulten lo suficientemente atractivas se combina, en ocasiones, con mi propia ambición y me lleva a pensar en la posibilidad de reformar el budismo, haciéndolo más sencillo, más exacto y más directo. Pero pensar (como a veces hago) en la posibilidad de simplificar el budismo y de reducirlo a prácticas concretas, como meditar tres veces al día, usar ciertos ropajes y sustentar determinadas creencias para que el mundo acabe convirtiéndose al budismo, me parece demasiado complicado y erróneo. En tales ocasiones creo que si consiguiera algo semejante, las prácticas darían un resultado inmediato y tangible y habría muchos más budistas. Pero cuando me recupero de semejantes fantasías (cosa que rara vez ocurre), no me queda más remedio que reconocer que un mundo lleno de personas que se llamasen budistas no necesariamente sería un mundo mejor.

Hay quienes creen erróneamente que el Buda es el “Dios” del budismo, y también los hay que, aun en países reconocidamente budistas como Corea, Japón y Bután, tienen una visión teísta del Buda y del budismo. Por este motivo, en este libro empleo sin distinción los nombres Siddharta y el Buda, para que el lector no olvide que Siddharta no fue más que un hombre que acabó convirtiéndose en el Buda.

Es muy comprensible que haya quienes crean que los budistas son los seguidores de ese hombre llamado el Buda. Pero no debemos olvidar que el mismo Buda insistió en la necesidad de no venerar a la persona, sino la sabiduría de quien imparte la enseñanza. También hay quienes creen que la reencarnación y el karma son las creencias esenciales del budismo. Pero tal visión, como muchas otras, está completamente equivocada. El budismo tibetano, por ejemplo, es llamado, en ocasiones, “lamaísmo” y también hay quienes no creen que el Zen sea una forma de budismo. Por último, hay personas más informadas, aunque igualmente equivocadas, que emplean términos tales como vacuidad y nirvana sin entender en realidad su significado.

En una conversación casual, como la que mantuve con mi compañero de viaje, el no budista puede preguntar «¿Qué le hace a uno budista?», una pregunta muy difícil porque si la persona está realmente interesada, la respuesta no se adapta con facilidad a las conversaciones de sobremesa y las generalizaciones, además suele provocar todo tipo de malentendidos. Supongamos, por ejemplo, que uno brinda la auténtica respuesta, es decir, la respuesta que aclara el fundamento mismo de esta tradición más que bimilenaria.

En realidad, uno es budista si acepta las cuatro verdades siguientes:

Todas las cosas compuestas son impermanentes.

     Todas las emociones son dolorosas.

     Todas las cosas carecen de existencia inherente.

     El nirvana está más allá de los conceptos.

Estas cuatro afirmaciones, esbozadas por el mismo Buda, son conocidas como “los cuatro sellos”. Tradicionalmente hablando, el término “sello” se refiere a la marca que confirma la autenticidad de algo. En aras de la simplicidad, nos referiremos a estas afirmaciones como “sellos” y “verdades” que el lector, por cierto, no debe confundir con las Cuatro Nobles Verdades del budismo, que se refieren a aspectos diferentes del sufrimiento. Pero, por más que se diga que “los cuatro sellos” explican el budismo, no parece que la gente quiera saber mucho al respecto. Sin más explicaciones: no suelen despertar gran interés y, en la mayor parte de los casos, sólo sirven para desalentar a nuestro interlocutor. No es de extrañar que en tal situación, el tema de conversación derive rápidamente hacia otros derroteros, y ahí finalice todo.

Según se dice, no deberíamos interpretar metafórica ni místicamente el mensaje encerrado en “los cuatro sellos”, sino que deberíamos tomárnoslo literalmente y muy en serio. Pero “los cuatro sellos” no son preceptos ni mandamientos. Basta con reflexionar un poco para advertir que no hay, en ellos, mención alguna a la buena o a la mala conducta, razón por la cual no deberíamos tomarlos como una moral o un ritual. Se trata, muy al contrario, de verdades seculares basadas en la sabiduría, la preocupación fundamental del budismo. En este sentido, los principios morales y la ética son completamente secundarios, hasta el punto de que el hecho de fumar o la estupidez no le impiden a nadie convertirse en budista… aunque ello tampoco implique que se nos conceda licencia para comportarnos de manera malvada o inmoral.

Hablando en un sentido amplio, la sabiduría se deriva de una mente que posee lo que los budistas denominan una “visión correcta”, aunque obviamente la visión correcta no se halla circunscrita al ámbito budista. La visión es, en última instancia, la que determina nuestra motivación y nuestra acción. Ella es, en el camino del budismo, la mejor de las guías. Y si, además de “los cuatro sellos”, podemos adoptar algunas conductas sanas, seremos mejores budistas. ¿Pero cuáles son las razones que explican que uno no sea budista?

Uno no es budista si no puede aceptar que todas las cosas compuestas o creadas son transitorias y cree, por el contrario, en la existencia de alguna substancia o concepto esencial que sea permanente.

Uno no es budista si no puede aceptar que todas las emociones son dolorosas y cree, por el contrario, que algunas emociones son placenteras.

Uno no es budista si no puede aceptar que todos los fenómenos son ilusorios y vacíos y cree, por el contrario, que ciertas cosas poseen una existencia inherente.

Si, por último, uno cree que la iluminación existe dentro de las esferas del tiempo, el espacio y el poder, tampoco es budista.

¿Qué nos convierte entonces en budistas? Usted puede haber nacido o no en un país o en una familia budista; llevar túnica o no llevarla, afeitarse la cabeza o no afeitársela, comer carne y adorar a Eminem o a Paris Hilton, sin que nada de ello le impida ser budista. Lo único que se necesita para ser budista es aceptar que todo fenómeno es transitorio, que todas las emociones son dolorosas, que todas las cosas carecen de existencia inherente y que la iluminación está más allá de todo concepto.

Tampoco es preciso, para ser budista, tener continuamente conciencia de estas cuatro verdades, pero deben estar en su mente. Uno no va por ahí recordando de continuo su nombre, pero cuando le llaman, responde sin dilación alguna. Así pues, cualquier persona que admita estos cuatro sellos, por más que lo haga independientemente de las enseñanzas del Buda e incluso en el caso de no haber escuchado siquiera el nombre del Buda Shakyamuni, puede considerar que se halla en su mismo camino.

Al poco de explicar todo esto a mi compañero de avión escuché unos suaves ronquidos procedentes de su asiento y me di cuenta de que estaba profundamente dormido. No pareció, pues, que nuestra charla hubiera atenuado su aburrimiento.

Me gusta generalizar y, en este libro, el lector encontrará muchas generalizaciones. Pero me justifico a mí mismo pensando que aparte de las generalizaciones, los seres humanos no tenemos muchas formas de comunicarnos lo que, obviamente, ya es una generalización.

Este libro no pretende convencer a nadie para que siga al Buda Shakyamuni, se convierta en budista o practique el dharma. Por ello no menciono deliberadamente ninguna técnica de meditación, ni hablo tampoco de prácticas ni mantras. Mi principal objetivo, por el contrario, se limita a subrayar aquellos aspectos del budismo que lo diferencian de otros enfoques. ¿Qué fue lo que dijo este príncipe indio que despertó el respeto y la admiración de científicos modernos tan escépticos como Albert Einstein? ¿Cuál es el mensaje que moviliza a tantos miles de peregrinos a peregrinar postrándose desde el Tíbet hasta Bodhgaya? ¿Qué es lo que diferencia al budismo de las demás religiones? Como creo que las respuestas a todas estas preguntas giran en torno a “los cuatro sellos”, he tratado de presentar estos difíciles conceptos con el lenguaje más sencillo posible.

Siddharta quería llegar a la raíz del problema, razón por la cual el budismo no está ligado a ninguna cultura. Sus beneficios, por otra parte, tampoco se hallan circunscritos a una sociedad, ni se interesan por el gobierno ni por la política. Siddharta no estaba interesado en los tratados académicos ni en las teorías científicamente demostrables. Le importaba muy poco si el mundo es plano o esférico. Su interés era de un orden estrictamente práctico. Lo único que quería era llegar a la raíz del sufrimiento. Espero que el lector entienda que su enseñanza no es una gran filosofía intelectual que deba ser leída y olvidada luego en un estante, sino una visión lógica y práctica que se halla al alcance de cualquier ser humano. Por ello he tratado de utilizar ejemplos procedentes de todos los aspectos de la vida y de todos los rincones del mundo –desde el enamoramiento hasta la aparición de la civilización tal y como la conocemos–. Y aunque estos ejemplos sean diferentes a los empleados por el Buda, su mensaje sigue siendo hoy tan pertinente como siempre.

Siddharta nos alertó en contra de la aceptación indiscriminada de sus palabras. Por ello invito al lector a analizar detenidamente lo que lea en las siguientes páginas.

1. CREACIÓN E IMPERMANENCIA

El Buda no fue un ser celestial sino un simple ser humano; aunque tampoco fue tan simple, porque era un príncipe. Se llamaba Siddharta Gautama y disfrutaba de una vida privilegiada en un hermoso palacio en Kapilavastu, donde vivía con sus padres, su amada esposa y su hijo, que le adoraban, y rodeado de amigos fieles, frondosos jardines llenos de pavos reales y una hueste de cortesanos. Su padre, Suddhodana, se aseguró de satisfacer todas sus necesidades y deseos porque, cuando Siddharta era un bebé, un astrólogo había vaticinado que el príncipe acabaría convirtiéndose en un ermitaño, pero él estaba empeñado en que le sucediera en el trono. La vida de palacio era suntuosa, segura y tranquila. Siddharta jamás se enfadó con su familia y, exceptuando alguna que otra tensión ocasional con uno de sus primos, mantenía relaciones muy cordiales con todo el mundo.

Cuando Siddharta creció, quiso conocer el mundo. Doblegándose a las súplicas de su hijo, Suddhodana acabó permitiéndole aventurarse más allá de los muros de palacio, pero se encargó de dar instrucciones muy precisas a su cochero Channa, para que sólo viese cosas hermosas y positivas. Siddharta disfrutó mucho de ese primer paseo y de las montañas, los ríos y las riquezas naturales de su tierra. Pero, en el camino de vuelta a casa, toparon con un campesino que, postrado a un lado del camino, gemía a causa del dolor provocado por una terrible enfermedad. Siddharta, que durante toda su vida había estado rodeado de personas sanas, se sintió conmovido por los lamentos y la visión de un cuerpo destruido por la enfermedad. La vulnerabilidad del cuerpo humano le impresionó tanto que regresó a palacio con el corazón encogido.

Al cabo de un tiempo, todo pareció volver a la normalidad, pero el príncipe no tardó en querer dar otro paseo y Shuddhodana se vio nuevamente obligado a aceptar a regañadientes. En esa ocasión, Siddharta vio a una anciana desdentada cojeando e inmediatamente le pidió a Channa que se detuviera.

–¿Por qué camina así? –preguntó entonces a su cochero.

–Porque es una anciana, mi señor –replicó Channa.

–¿Qué es una “anciana”? –preguntó entonces Siddharta.

–Los distintos elementos que componen su cuerpo se han usado tanto que han acabado desgastándose –replicó entonces Channa.

Conmovido por esa nueva visión, Siddharta le pidió que regresaran de inmediato a palacio.

Ya no hubo entonces modo de acallar la curiosidad del príncipe. «¿Qué otras cosas le habrían ocultado?» –se preguntaba–, de modo que no tardó en emprender un tercer paseo. Nuevamente disfrutó de la belleza del paisaje, de las montañas y de los ríos, pero cuando regresaban a casa, tropezaron con un cortejo fúnebre y, como Siddharta jamás había visto tal cosa, Channa se vio obligado a explicarle que el cuerpo inmóvil que desfilaba frente a él estaba muerto.

–¿Y todo el mundo debe morir? –preguntó Siddharta.

–Así es, mi señor. Todos deben morir –contestó Channa.

–¿También morirán mi padre y mi hijo?

–Sí. Todo el mundo. No hay nadie, independientemente de que sea rico o pobre, que pueda escapar de la muerte. Ése es el destino que aguarda a quienes nacen en esta tierra.

Quizás pensemos, al escuchar por primera vez la historia del despertar de su realización, que Siddharta era una persona muy ingenua. Parece extraño que un príncipe, que había sido educado para gobernar un reino, hiciese preguntas tan simples. Pero lo cierto es que los ingenuos somos nosotros. A pesar de que, en la época de la informática, nos hallemos rodeados de todo tipo de imágenes de descomposición y muerte (como decapitaciones, corridas de toros, asesinatos sangrientos, etcétera), todas esas imágenes, lejos de recordarnos nuestro destino, son utilizadas como mera diversión o para obtener algún provecho. La muerte ha acabado convirtiéndose en un producto de consumo y la mayoría de nosotros evitamos contemplarla. Por eso no nos damos cuenta de que nuestro cuerpo y el medio que nos rodea están compuestos de elementos inestables que, a la menor alteración, acaban desmoronándose. Por supuesto que sabemos que un buen día tenemos que morir, pero a menos que nos hayan diagnosticado una enfermedad terminal, creemos estar fuera de peligro. Y en las contadas ocasiones en que pensamos en la muerte, sólo nos preguntamos: «¿Cuánto heredaré?» o «¿Dónde esparcirán mis cenizas?». No está tan claro, pues, quién es realmente el ingenuo.

Después de su tercer viaje, Siddharta se sintió muy abatido ante la imposibilidad de proteger a sus padres, a su querida esposa, Yashodhara, y a su hijo, Rahula, de la inevitabilidad de la muerte. Por más que contara con los medios para salvaguardarles de la pobreza y el hambre, no podía protegerles, no obstante, de la vejez y de la muerte. Tan consumido estaba por esos pensamientos que trató incluso de hablar con su padre de la mortalidad, pero sólo consiguió que el rey se preocupase todavía más al verle tan afectado por algo que, para él, no era más que un simple problema teórico. Entonces empezó también a preguntarse si en lugar de sucederle en el trono, no acabaría cumpliéndose la profecía del adivino y el príncipe elegiría el camino del ascetismo. No era infrecuente que en esa época los hindúes privilegiados y ricos tomasen el camino ascético. Por ello, Suddhodana, recordando la profecía, se aprestó a disuadirle.

Pero el abatimiento y la obsesión que aquejaban a Siddharta no eran fruto de una melancolía pasajera. Con el fin de impedir que el príncipe se sumiera más profundamente en la depresión, Suddhodana dio órdenes precisas para que sus sirvientes le siguiesen a todas partes e impidieran una nueva salida de palacio. Entretanto, y como buen padre preocupado por su hijo, Suddhodana hizo todo lo que estuvo en su mano para ocultar al joven príncipe cualquier exposición adicional a la enfermedad y la muerte.

SONAJEROS Y OTRAS DISTRACCIONES

Todos somos, de una u otra forma, como Suddhodana. Vivimos protegiéndonos a nosotros mismos y a los demás de la verdad y acabamos insensibilizándonos a cualquier manifestación evidente del deterioro. Por ello insistimos en “pensar en positivo” y en “no darle demasiadas vueltas a esas cosas”. Festejamos nuestros cumpleaños apagando las velas de un soplido, sin darnos cuenta de que ése también es un recordatorio de que nos queda un año menos de vida. Celebramos la llegada del Año Nuevo lanzando petardos y cava y no advertimos que el año viejo nunca volverá y que el nuevo es incierto y puede ocurrir cualquier cosa.

Y cuando “cualquier cosa” nos resulta desagradable, nos distraemos deliberadamente, como la madre distrae a su hijo con juguetes y sonajeros. Por eso, cuando estamos deprimidos vamos de compras o nos metemos en un cine. Alentamos todo tipo de fantasías y aspiramos a conseguir esto o aquello –una casa en la playa, un trofeo, una jubilación anticipada, un coche hermoso, una buena familia, unos buenos amigos, la fama o entrar en el Libro Guinness de los records–. Luego queremos una pareja con la que hacer un crucero o dedicarnos a la cría de caniches. Las revistas y la televisión nos presentan y refuerzan estos modelos de felicidad y de éxito, inventando nuevas ilusiones en las que quedarnos atrapados. Estas imágenes del éxito son los sonajeros que empleamos los adultos para distraernos. Bien poco de lo que hacemos en el curso de un día –ni nuestros pensamientos ni nuestras acciones– evidencia la menor conciencia de la fragilidad de la vida. Nos pasamos la vida yendo al cine para ver una mala película, volviendo deprisa a casa para ver algún programa de telebasura… o los anuncios, mientras el tiempo que nos queda de vida se nos escurre entre los dedos.

Bastó con que Siddharta atisbase la vejez y la muerte para despertar en él el anhelo de alcanzar la verdad. Después de su tercer viaje trató varias veces de abandonar el palacio sin conseguirlo. Pero cierta noche, tras los festejos y celebraciones habituales, un misterioso hechizo sumió a todo el mundo, desde el rey Shuddhodana hasta el más bajo de los sirvientes, en un sueño muy profundo que los budistas consideran como un mérito colectivo de todos los seres humanos, porque fue el estímulo que facilitó el surgimiento de un gran ser.

Sin necesidad de guardar las apariencias, los miembros de la corte yacían desmadejados por doquier, con la boca abierta, roncando a pierna suelta y los enjoyados dedos metidos en los platos. Parecían flores marchitas que hubiesen perdido súbitamente toda su belleza. Siddharta no se apresuró, como solía, a ordenar todo aquello y la visión no hizo más que fortalecer su determinación, porque la pérdida de la belleza no era sino una evidencia más de la impermanencia. Entonces fue cuando, tras echar un último vistazo a Yashodhara y a Rahula, abandonó furtivamente el palacio en mitad de la noche.

Todos somos, a nuestro modo, como Siddharta. Quizás no seamos príncipes, ni poseamos pavos reales, pero tenemos profesiones, casas, gatos y muchas responsabilidades. Todos tenemos nuestro propio palacio –por más que se trate de un lujoso ático en París, de un adosado en los suburbios o de un simple cuartucho en los barrios bajos– y nuestros Yashodharas y Rahulas. Y con el paso del tiempo, las cosas no hacen sino complicarse, porque los electrodomésticos se estropean, los vecinos se quejan y el día menos pensado aparecen goteras. Nuestros seres queridos mueren, o tal vez sólo lo parezcan cuando, al despertar, yacen tan inanes como los cortesanos del palacio de Siddharta, con el aliento apestando a tabaco o a la salsa de ajo de la cena de la noche anterior. Pero por más que nos molesten y nos regañen, permanecemos voluntariamente atados sin tratar de escapar y, en el caso de que digamos «¡Se acabó!» y decidamos poner fin a esa relación, no tardamos en iniciar otra nueva. Éste es un ciclo del que nunca nos cansamos porque suponemos que, en algún lugar, está esperándonos la pareja o el Shangri-La perfectos. Cuando nos enfrentamos a los problemas cotidianos, creemos que todo puede arreglarse y que para volver a sentirnos bien, basta con cepillarnos los dientes.

Quizás pensemos también que la vida acabará enseñándonos a alcanzar la madurez perfecta. Esperamos convertirnos en ancianos tan sabios como Yoda sin darnos cuenta, no obstante, de que la madurez no es sino otro aspecto de la decadencia. Nos hallamos inconscientemente atrapados en la expectativa de que llegará un día en que ya no tengamos nada más que arreglar y que entonces podremos finalmente ser “felices para siempre”. Creemos a pies juntillas en la noción de “propósito”, como si todo lo que hemos vivido hasta ahora no hubiera sido más que un mero ensayo. Por ello no vivimos en el presente y creemos que el futuro siempre será mejor.

Hay mucha gente cuya vida se limita a una interminable rutina de control, reajuste y actualización, como si estuviesen aguardando siempre el momento en que realmente empezarán a vivir de verdad. Son muchas, en este sentido, las personas que si se lo preguntasen, admitirían estar trabajando para retirarse a una cabaña de troncos de Kennebunkport o a un bungaló de Costa Rica; y también hay quienes sueñan con pasar los últimos años de su vida en un entorno idílico, meditando serenamente en una casa de té o contemplando una cascada o un estanque koi.

Asimismo suponemos que, después de muertos, el mundo seguirá su camino. El Sol brillará, los planetas continuarán desplazándose por el firmamento, como suponemos que lo han hecho desde el comienzo de los tiempos, y nuestros hijos heredarán la Tierra. Pero todo ello no hace sino poner de relieve nuestra ignorancia de los cambios a que se hallan sometidos este mundo y la totalidad de los fenómenos. Los hijos no siempre sobreviven a sus padres y, en caso de que lo hagan, no siempre satisfacen sus expectativas. ¿Quién le asegura que su adorado hijo pequeño no acabará convirtiéndose en un cocainómano que le llene la casa de amantes? Y tampoco sería la primera vez, por otra parte, que las familias más convencionales y las más hippies incuban, respectivamente, hijos homosexuales y neoconservadores. A pesar de todo ello, sin embargo, seguimos aferrados al arquetipo de la familia y soñamos con tener hijos a los que transmitir nuestra sangre, nuestros ojos, nuestros apellidos y nuestras tradiciones.

LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD PUEDE PARECER NEGATIVA

Es importante advertir que el príncipe no abandonó sus responsabilidades domésticas, porque no pretendía irse a vivir a una comunidad agrícola, ni tampoco iba en pos de ningún ideal romántico. Su renuncia, muy al contrario, estuvo motivada por la determinación de un esposo que sacrifica su comodidad en aras de las necesidades de su familia, aun cuando ellos no lo vieran así. Sólo podemos imaginarnos la tristeza y la desilusión que, a la mañana siguiente, embargaron a Shuddhodana. Fue la misma desilusión que experimentan los padres de hoy en día al enterarse de que sus hijos adolescentes se han marchado a Katmandú o a Ibiza en busca de alguna utopía idealista como, en los años sesenta, lo hicieron los llamados hijos de las flores (muchos de los cuales eran hijos de hogares prósperos y acomodados). Pero en lugar de vestirse con pantalones acampanados, de llenarse el cuerpo de tatuajes y piercings y de teñirse el pelo de púrpura, Siddharta se rebeló abandonando los adornos principescos. Fue así como acabó renunciando a todo aquello que le identificaba como un aristócrata educado, se vistió con un pedazo de tela y se convirtió en un mendigo errante.

Acostumbrada a juzgar a las personas por lo que tienen en lugar de por lo que son, nuestra sociedad esperaría que Siddharta permaneciese en palacio, asumiese el nombre de su familia y disfrutase de su regalada vida. No en vano el modelo de éxito de nuestro mundo no es Gandhi, sino Bill Gates. En ciertas sociedades orientales y occidentales, los padres presionan a sus hijos para que saquen buenas notas forzándoles, en ocasiones, más allá de lo debido. Los niños necesitan buenas notas a fin de ser aceptados en las mejores universidades y títulos de la Ivy League [grupo selecto de ocho universidades privadas de