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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Melissa Martinez McClone. Todos los derechos reservados.

MIENTRAS LA PRINCESA DUERME, N.º 2442 - enero 2012

Título original: Not-So-Perfect Princess

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-413-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

–TRES intentos de matrimonio fallidos. ¡Esto es intolerable! –la voz del rey Alaric de Aliestle retumbó en el salón del trono. Incluso los tapices que colgaban de las paredes parecieron temblar–. Los hombres van a creer que te pasa algo malo y ni todo el oro del mundo va a hacer que alguno quiera casarse contigo.

La princesa Julianna Louise Marie von Schneckle no se dejó impresionar por las palabras de su padre. Delante de él, de pie, con la espalda derecha y la barbilla alzada, estiró al máximo su metro setenta y dos de estatura, como le habían enseñado sus tutoras y niñeras. Su madrastra no había mostrado un interés personal en ella, pero se había encargado de que recibiera la educación adecuada para convertirse en una princesa perfecta y en una futura reina.

–Padre –dijo Jules con voz tranquila, sin demostrar emoción alguna. Las lágrimas y la afectación eran propias de los anticuados estereotipos de género en su país, no de ella; y tampoco convencerían a su padre–, acepté casarme con el príncipe Niko, pero él descubrió que la princesa Isabel estaba viva y era su esposa legítima. Niko no tuvo más remedio que romper nuestro compromiso.

–El motivo de la ruptura no tiene importancia –respondió el rey furioso.

Jules comprendía el disgusto de su padre. Él quería casarla con un príncipe heredero para así conseguir sentar en un trono fuera de Aliestle a uno de sus nietos. Y estaba dispuesto a pagar por ello. Desgraciadamente.

–El resultado es el mismo –continuó su padre–. Ya van tres veces que…

–Perdona, padre –interrumpió Jules indignada–. Puede que se te haya olvidado, pero fuiste tú quien rompió mi noviazgo con el príncipe Christian. Y el príncipe Richard estaba enamorado de una americana cuando fui a Montico.

–De todos modos, estos compromisos matrimoniales fallidos son humillantes –las arrugas del semblante del rey se hicieran más hondas–. Una vergüenza para nuestra familia y para Aliestle.

Al instante, Jules se sintió culpable del alivio que había sentido al descubrir que Niko no podía anular su primer matrimonio. Desde el principio, había albergado la esperanza de que Niko se enamorara de su recién descubierta esposa y así no tener que casarse con él.

Sentía afecto y respeto por Niko, pero nunca había estado enamorada de él.

Era lo suficientemente realista para saber que las probabilidades que tenía de casarse por amor eran muy escasas, pero aún no estaba dispuesta a abandonar ese sueño.

Una pena que no se diera importancia a los sueños en Aliestle. Sólo el deber importaba.

Alaric sacudió la cabeza.

–Si tu madre viviera…

Madre. No madrastra.

Jules sintió una punzada de dolor en el corazón.

–Si mi madre viviera, espero que comprendiera que he hecho lo que he podido.

No recordaba a su madre, la reina Brigitta, que había tratado de introducir ideas más progresistas en Aliestle al casarse con el rey Alaric. Aunque había sido un matrimonio de conveniencia, el rey había estado tan profundamente enamorado de su esposa que había considerado seriamente sus puntos de vista sobre la igualdad de género e incluso había llegado a instaurar leyes que aseguraran la igualdad de oportunidades para las mujeres en lo que a la enseñanza superior se refería. Incluso la había acompañado a navegar a vela, la pasión de ella, a pesar de que el Consejo de Ancianos se había opuesto explícitamente a ello.

Pero después de que Brigitta falleciera en una regata en el sur del Pacífico, cuando Jules tenía dos años, un desgraciado Alaric juró no volver a quebrar las convenciones sociales. No abolió la legislación que aseguraba la igualdad de oportunidades para la mujer respecto a la enseñanza, pero impuso límites a los trabajos a los que las mujeres podían acceder y no había hecho nada por mejorar su situación laboral. También volvió a casarse, con una mujer de la nobleza de Aliestle, una mujer que sabía cuál era su papel en la sociedad.

–Espero que viera que me he pasado la vida haciendo lo que se esperaba de mí por respeto y cariño a ti, a mi familia y a nuestro país –añadió Jules.

Pero sabía que aunque se pasara la vida complaciendo a los demás y dedicándose a las obras benéficas no serviría de nada en una sociedad patriarcal en la que las mujeres no contaban, fueran de la clase social que fuesen. Si ella no se casaba y sentaba en el trono a uno de sus hijos, se la consideraría una fracasada. El peso de tal obligación y la presión que sentía la tenían hundida.

–Admito que tú no tienes la culpa de las tres rupturas –concedió su padre–. Siempre has sido una buena hija, y obediente.

Las palabras de su padre la hicieron sentirse más como una mascota que como la querida hija que sus padres habían tardado diez años en concebir. No le extrañaba; en Aliestle, a las mujeres no se las trataba mejor que a los perros falderos.

Por supuesto, ella también había contribuido a que así fuera. Desde pequeña había aceptado que Aliestle no quería que fuera tan independiente y sincera como su madre. Allí la querían como era: una princesa sumisa que jamás se oponía a las convenciones sociales. Pero esperaba que eso cambiara una vez que se casara y viviera fuera de Aliestle. Entonces se sentiría libre para ayudar a su hermano Brandt, el príncipe heredero, a modernizar el país y a mejorar la calidad de vida de las mujeres cuando él fuera rey.

Su padre le lanzó una mirada dubitativa.

–Supongo que es prematuro casarte con el heredero de algún miembro del Consejo de Ancianos.

Jules fue a protestar, pero apretó los labios. Sabía que tenía que aparentar encontrarse tranquila, a pesar de estar temblando por dentro.

–Por favor, padre, dame otra oportunidad. El próximo noviazgo tendrá éxito. Conseguiré casarme.

Su padre arqueó las cejas.

–Cuánto entusiasmo.

Era más bien desesperación. Años de práctica la hicieron sonreír.

–Al fin y al cabo, ya tengo veintiocho años, padre. Los años no pasan en balde.

–Ah, los nietos –su padre sonrió–. Es lo único que me falta en la vida. Me encargaré de inmediato de tu cuarto noviazgo. Como te conozco, cuando te marchaste a Vernonia tenía otro candidato en mente por si acaso.

¿Por si acaso? Le dolió la poca fe que su padre tenía en ella.

–Lo único que tengo que hacer es negociar el contrato matrimonial –añadió el rey.

–¿Con quién voy a casarme, padre?

–Con el príncipe Enrique de Isla de la Aurora. Es una isla pequeña en el Mediterráneo frente a la costa española. El regente de la isla es el rey Darío.

Afloraron los recuerdos de otra isla mediterránea, San Montico, regentada por el príncipe Richard de Thierry. En San Montico, todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. Los matrimonios de conveniencia eran sumamente escasos, aunque prevalecían algunas otras costumbres ancestrales. No se le había permitido navegar por la zona, a pesar de que el estado de la mar y la velocidad del viento habían sido perfectos para la vela.

Había heredado de su madre el amor por la navegación a vela, era la única actividad que hacía por placer personal.

Pero sólo le estaba permitido navegar en lagos y en ríos.

Después de aprender a navegar en el Mar Negro durante una visita a sus abuelos maternos, su padre le había prohibido navegar en el mar por miedo a que sufriera la misma suerte que su madre. Dos décadas más tarde, el rey seguía tratándola como a una niña.

Pero quizá ahora…

–¿Voy a poder navegar cuando esté en la isla? –preguntó Jules.

–Navegar a vela en el mar te estará prohibido durante el noviazgo.

Jules sintió renovada esperanza. Su padre nunca antes había dejado una puerta abierta.

–¿Pero después de casarme…?

–Tu marido será quien tome una decisión respecto a tu… peculiar afición.

No era una afición, sino una pasión.

En el barco, en el mar, con el viento en la cara, podía olvidar que era una princesa. Lo único que hasta el momento la había hecho sentirse libre era navegar.

Si Isla de la Aurora era una isla moderna como San Montico, tendría libertad, podría tomar sus propias decisiones y navegar en el mar. Se sintió contenta. Eso sería suficiente para compensar por un matrimonio de conveniencia, sin amor.

–Julianna, quiero que comprendas que ésta es la última oportunidad que tienes de casarte con alguien que no sea de Aliestle –dijo el rey con firmeza–. Si el príncipe Enrique se niega a casarse contigo, tendrás que casarte con el heredero de uno de los miembros del Consejo de Ancianos.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

–Lo comprendo, padre.

–Te interesa que el noviazgo sea corto –añadió su padre.

Muy corto.

Jules no podía permitirse el lujo de que el príncipe Enrique cambiara de idea y decidiera, al final, no casarse con ella. Tenía que convencerle de que era la mujer que él necesitaba. La princesa perfecta. Además, quizá acabara encontrando el amor de su vida en aquella isla; al fin y al cabo, sus padres se habían enamorado a pesar de haberse tratado de un matrimonio de conveniencia. Podía ocurrirle a ella también.

–¿Cuándo partiré para la isla, padre?

–Si finalizo las negociaciones con el rey Darío y el príncipe Enrique esta noche, podrás marcharte mañana –contestó Alaric–. Te acompañarán tu hermano Brandt, una doncella y un guardaespaldas.

–Estaré lista para partir mañana, padre.

Desde la cama en la que estaba tumbado, Alejandro Cierzo de Amanecer oyó un ruido al otro lado de la puerta del dormitorio en la casona de la playa. Era el pequeño gato que había encontrado en el varadero, debía de querer algo, como el desayuno.

La puerta se abrió de par en par. Unas pesadas botas resonaron en el nuevo enlosado de baldosas de terracota.

¡No, otra vez no!

Alejandro no se movió, sabía lo que le esperaba.

Una patrulla de guardias reales engullidos en sus uniformes azul y dorado rodeó la cama. Al menos, esta vez no iban armados.

–¿Qué es lo que quiere ahora? –preguntó Alejando. El capitán de la guardia, Sergio Mendoza, mostraba el mismo estoicismo de siempre, aunque se le veía más mayor, con canas en las sienes.

–El rey Darío solicita su presencia en palacio, Alteza.

Alejandro, frustrado, se pasó una mano por el cabello.

–Mi padre nunca solicita nada.

Sergio permaneció impertérrito. Sólo le había visto alterado una vez, cuando volvió tarde una noche que había salido con la hija menor del capitán.

–El rey nos ha ordenado que le llevemos a palacio, señor –dijo Sergio.

Alejandro no entendía por qué quería verle su padre. A nadie en palacio le importaba su opinión. Aunque no quería tener nada que ver con la regencia del país, había establecido su negocio allí y no quería marcharse. Había sugerido innovaciones, incluido el desarrollo de la industria turística; sin embargo, sus ideas no habían sido bien recibidas ni por su padre ni por su hermano, algo chapados a la antigua.

Se oyó un agudo maullido. El gatito negro con pezuñas blancas saltó a la cama agarrándose a la sábana.

–Antes tengo que vestirme –dijo Alejandro.

–Esperaremos a que se vista, señor –Sergio ordenó a los soldados que se marcharan, pero él permaneció de pie a los pies de la cama–. Esperaré al otro lado de la puerta, señor. Hay guardias estacionados bajo todas y cada una de las ventanas.

Alejandro alzó los ojos al techo. Su padre aún le veía como al hijo rebelde.

–Tengo treinta años, no diecisiete.

Sergio no respondió. Sin duda, el capitán recordaba sus escapadas en el pasado.

–¿Adónde cree que podría ir, capitán? –preguntó Alejandro aún en la cama–. Mi negocio está aquí, mis propiedades están aquí y, de irme, mi padre enviaría a sus lacayos en mi búsqueda.

–Se trata del cuerpo de seguridad, señor –dijo Sergio–. Es necesario protegerle. Después de su hermano, es usted quien ocuparía el trono.

–No me lo recuerde –murmuró Alejandro.

–Muchos darían cualquier cosa por estar en su lugar.

No, si supieran lo que significaba ser «el de repuesto». Nadie estaba interesado en lo que pensaba. Y cuando había tratado de hacer algo por la isla, nadie le había apoyado. Lo había tenido que hacer todo solo.

Alejandro detestaba ser príncipe. Se había educado en los Estados Unidos, no quería formar parte de un gobierno en el que el poder estaba concentrado en un solo individuo. Lo que sí quería era que su país prosperara.

Tan pronto como Sergio salió de la habitación, Alejandro se levantó y se duchó. Como su padre no había requerido que fuera formalmente vestido, se puso unos pantalones de algodón, una camiseta azul marino y un par de zapatos náuticos.

Veinte minutos más tarde, Alejandro entró en la sala de visitas de palacio. Su hermano mayor se levantó del sofá tapizado con tejido damasquino. Enrique, con pelo corto, traje de sastre, camisa almidonada, corbata de seda y zapatos de piel, era el vivo retrato de su padre. Lo peor era que también se comportaba como él.

–Será mejor que se trate de algo importante, Enrique –dijo Alejandro.

–Lo es –su hermano sonrió–. Me voy a casar.

Ya era hora. La boda de Enrique era el primer paso para que él se liberara de la monarquía. El nacimiento de un sobrino, o sobrina, daría un heredero al trono, por delante de él.

–Felicidades, hermano. Espero que el noviazgo sea corto. No pierdas el tiempo y deja embarazada a la novia lo antes posible.

–Ésa es la idea –respondió Enrique con una sonrisa.

–¿Por qué esperar a la boda? Ponte en marcha ya.

Su hermano se echó a reír.

–El rey Alaric ordenaría que me cortaran la cabeza. Es bastante retrógrado para ciertas cosas; sobre todo, respecto a la virginidad de su hija.

–Alarico –Alejandro había oído su nombre. Le llevó unos segundos recordar dónde–. ¿Te vas a casar con una princesa de Aliestle?

–No una princesa, sino «la» princesa.

Enrique parecía entusiasmado. Y no era de extrañar, ya que Aliestle era un pequeño reino en los Alpes que contaba con abundantes recursos naturales. Además, el tesoro del país era inmenso, mucho mayor que el de la Isla de la Aurora.

–El rey Alaric tiene cuatro hijos y una hija –añadió Enrique.

–Papá debe de estar encantado.

–Desde luego. La dote de Julianna es inmensa, como lo son las ventajas económicas que nos proporcionará la unión con Aliestle. En cuanto a la princesa, se la considera algo… gélida, pero ya la calentaré yo.

–Si necesitas lecciones…

–Puede que no sea un mujeriego, pero creo que me las arreglaré.

–Espero que seáis felices –dijo Alejandro con sinceridad. Una unión feliz significaba más herederos, lo que a su vez le alejaba más del trono. Estaba deseando concentrar toda su energía en el negocio y atraer más inversiones a la isla.

–Tú vas a ser el padrino.

–Mi salud se resiente cuando me mezclo con la aristocracia.

–Vendrás a vivir a casa hasta que se celebre la boda.

La orden le encolerizó.

–Enrique…

–La familia real tiene que parecer unida durante el noviazgo. Dispondrás de tu tiempo siempre y cuando no tengas que acudir a algún evento oficial. Se espera de ti que estés presente en todas las cenas y fiestas. Y también tienes que estar aquí para dar la bienvenida a la princesa, hoy.

Alejandro lanzó una maldición.

–Hablas como él.

–Son las palabras de papá, no las mías –los ojos de Enrique mostraron compasión–. Pero soy yo quien quiero que seas el padrino. Eres mi hermano preferido.

–Sólo tienes un hermano, yo.

Enrique se echó a reír.

–Razón de más para que estés a mi lado. Papá te compensará por los trastornos que esto te pueda causar.

La vida entera de Alejandro era un trastorno. Además, jamás conseguiría lo único que quería de su padre.

–No quiero su dinero.

–Nunca lo has querido; pero cuando papá te ofrezca dinero, acéptalo. Podrás invertirlo en tus barcos, comprarte otra casa, gastarlo en obras de caridad o regalarlo –le aconsejó Enrique–. Te lo has ganado, Alejandro. No dejes que el orgullo vuelva a ser un impedimento.

Alejandro no quería hablar de eso.

–Lo único que quiero es que se me deje en paz.

–Tan pronto como Julianna y yo tengamos hijos, no se te necesitará por aquí. Haz lo que se espera de ti hasta que se celebre la boda; después, papá ha prometido dejarte vivir la vida a tu gusto.

Por fin.

–¿Se lo has pedido tú o ha sido idea suya?

–Las dos cosas. Pero ten por seguro que papá cumplirá su promesa.

–¿Cuándo se supone que debo instalarme en palacio?

–Después del almuerzo.

Alejandro volvió a lanzar una maldición. Tenía que encargarse de su varadero, de las propiedades en las que había invertido parte de su dinero y, además, necesitaba prepararse para la Copa del Mediterráneo.

–Tengo mi propia vida. Muchas responsabilidades.

–Aquí también tienes responsabilidades. Responsabilidades que has descuidado mientras jugabas con tus barcos –contestó Enrique.

Echando chispas, Alejandro trató de mantener la calma.

–No estoy jugando, sino trabajando. Si pudieras considerar la Copa del Mediterráneo como una oportunidad de promocionar…

–Si quieres hacer algo por la isla, cumple con tu deber en lo que a este matrimonio se refiere. Favorecerá la economía de la isla mucho más que tus caras ideas para mejorar la vida nocturna de la isla, construir extravagantes complejos turísticos y atraer a los aficionados a la vela con una pequeña regata.

–La Copa del Mediterráneo tiene mucho peso. Será una…

–Bien, lo que tú digas –Enrique dio por zanjado el asunto–. Pero será mejor que estés aquí después del almuerzo si no quieres que nuestro padre te envíe en misión diplomática.

Esas palabras fueron un golpe para él, pero sabía que no era una hueca amenaza. Por lo tanto, tenía que cumplir las órdenes que se le habían dado si quería ser libre.

–Volveré antes de que llegue tu princesa.

El helicóptero en el que Jules viajaba, acompañada de su hermano Brandt, Yvette, su doncella, y Klaus, el guardaespaldas, estaba sobrevolando el Mediterráneo.

Sentía una mezcla de nervios y entusiasmo. Casarse con el príncipe Enrique tenía que ser mejor que pasarse el resto de la vida encerrada en el patriarcal Aliestle. Al menos, eso esperaba. De no ser así…

Jules hizo una mueca.

–¿Te pasa algo? –le preguntó Brandt por el casco auricular que les protegía del ruido de las hélices.

–Creo que soy víctima de una maldición: una vida de obligaciones sin recompensas. Un matrimonio de conveniencia.

–Mira hacia abajo –le dijo su hermano–. No es ninguna maldición, Jules. Vas a vivir en un auténtico paraíso.

Playas de arena blanca. Palmeras. Una de las playas se abría hacia un pueblo. Colores pasteles, casas con tejados de teja y estrechas calles que radiaban de la plaza del pueblo y subían por las colinas.

Vio unas hileras de barcos amarrados en el embarcadero. Mástiles altos y brillantes. La boca se le hizo agua.

Quizá no fuera víctima de una maldición. Todos esos veleros debían de ser una buena señal.

–Quizá la vida sea distinta aquí.