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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Ruth Ryan Langan

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La traición, n.º 313 - junio 2014

Título original: The Betrayal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4347-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

 

Tierras Altas escocesas, 1559

 

El impacto de la espada contra el escudo resonó en los bosques. Los bárbaros salieron de sus escondrijos para enfrentarse con los caballeros que se dirigían hacia ellos en fila india. Atacados por sorpresa, los guerreros de las Tierras Altas no pudieron reagrupar sus fuerzas. No les quedó más opción que defenderse con valentía, aunque sus enemigos los superaban ampliamente en número.

—Sabían que veníamos, milord —dijo Finlay, el anciano que había cabalgado con el clan MacCallum durante más de cuarenta años, mientras agarraba el brazo de su joven señor—. Debe hacer que los hombres se batan en retirada. Si no, todo estará perdido.

La retirada iba en contra de todos los principios en los que creía Grant MacCallum, pero el sentido común debía prevalecer por encima de su orgullo. Aquellos hombres tenían esposas y familiares que dependían de ellos. Si se veían obligados a enfrentarse a una fuerza tan superior, muchos de ellos perderían la vida, lo que dejaría a su clan con un número aún más alto de viudas y huérfanos lamentándose de su pérdida. De mala gana, gritó la orden.

—¡Retirada!

Minutos después, el gemido de las gaitas hizo que los hombres se dieran la vuelta y se lanzaran contra los matorrales para escapar de las espadas de los enemigos. Grant mantuvo su posición, luchando junto al viejo Finlay, hasta que todos sus hombres hubieron conseguido escapar. A continuación, cubrió las espaldas del anciano hasta que él también se puso a salvo y, sólo entonces, se subió en su corcel y siguió la estela de sus hombres en medio del estruendo de los cascos de su caballo.

Mientras regresaba a su fortaleza de las Tierras Altas, reflexionó sobre el que había sido el último de una escalofriante serie de acontecimientos. Desde que había sido nombrado jefe del clan de los MacCallum, se habían encontrado dos veces con un ejército de invasores en el mismo lugar desde el que habían esperado lanzar un ataque sorpresa. Uno se podría haber considerado un accidente. Tras haberse producido en dos ocasiones, ya no se podía calificar de incidente aislado. Aquello demostraba sin duda alguna que estaba siendo traicionado. Sin embargo, dado que sólo había comunicado los planes de aquella marcha a un puñado de los miembros del Consejo en los que más confiaba, se deducía que la traición era personal y que provenía de uno de los suyos.

 

 

—Acabamos de enterarnos de las noticias —dijo Dougal, el hermano de Grant.

El joven, que era trece meses menor que Grant, estaba sin aliento por haber subido corriendo por las escaleras hasta llegar a los aposentos de su hermano. Aunque era más bajo y más corpulento, sus ojos y su cabello eran tan sólo una versión más clara de los de Grant. Los dos hermanos tenían un extraordinario parecido.

Detrás de él iba una mujer muy alta, vestida como una monja de clausura, con un hábito negro, la cabeza cubierta y un velo sobre el rostro. Atravesó la estancia y tomó asiento sobre una butaca que había junto al fuego.

—Tía Hazlet —dijo Grant.

Se alejó del balcón, en donde había estado sumido en sus pensamientos, y se acercó a la mujer para apretarle las manos con una de las suyas. Ella las plegó inmediatamente sobre el regazo. Hasta su voz tenía el tono preciso y cortante de una madre superiora.

—El Consejo me ha dicho que no has capturado a los invasores, sobrino. Supongo que comprenderás que todos te consideran ahora un cobarde por haber rehuido un enfrentamiento con ellos.

Grant se volvió para mirar las llamas del fuego que ardía en la chimenea.

—Lo que piensen los demás es la menor de mis preocupaciones.

—¿Qué puede ser peor que permitir que los invasores escapen o que tu propia gente te considere un cobarde?

—¿Me preguntas que qué puede ser peor, tía? Yo te lo diré. La traición —le espetó Grant, casi escupiendo la última palabra.

—¿De qué estás hablando, hermano? —preguntó Dougal, mientras cruzaba la estancia para acercarse a él.

Grant miró al viejo Finlay, que estaba en silencio al otro lado de la sala.

—Nuestros atacantes nos estaban esperando. Estaban escondidos en un recodo del camino, el lugar en donde más difícil nos sería presentar batalla.

—Tal vez vieron el brillo de vuestros escudos —sugirió Dougal frunciendo el ceño.

—El sol no brillaba en el bosque —le informó el anciano con voz suave.

—En ese caso, tal vez escucharon el sonido de las voces de los hombres o el estruendo de los cascos de los caballos.

—No —replicó Grant—. Yo les había advertido a los hombres que avanzaran con sigilo. Los caballos iban al paso. Te aseguro que nuestros enemigos habían sido advertidos de nuestra llegada.

—¿Estás diciendo que hay un traidor entre los nuestros? —preguntó Dougal.

—Así es —respondió Grant. Tomó una manta escocesa y se la echó al hombro antes de que ceñirse la espada.

Al verlo, su hermano le tocó suavemente el brazo.

—¿Adónde vas?

—Al Reino Mítico.

—Debes de estar de broma —comentó Dougal. Sin embargo, al ver la ira que se reflejaba en los ojos de su hermano, arqueó una ceja—. No, ya veo que hablas en serio. Estoy seguro de que sabes lo que dicen sobre ese lugar.

—Sí. He escuchado durante toda mi vida la leyenda del dragón que guarda el lago y que protege a las brujas que viven en el Reino Mítico. Sin embargo, si la leyenda es cierta, si un hombre consigue entrar en el Reino, esas brujas tendrán que revelarle sus secretos.

—Estás loco.

—Tal vez —replicó Grant mientras tomaba su daga y se la metía en la bota—, pero las gentes de Duncrune me han nombrado jefe del clan MacCallum. Con ese privilegio viene la responsabilidad de mantener a salvo a los que están bajo mi protección. Si eso significa que debo arriesgar mi vida, que así sea. No regresaré al castillo de Duncrune hasta que tenga lo que busco —añadió colocando una mano sobre el hombro de su hermano.

—¿Y qué es lo que buscas?

—La verdad.

En aquel momento, su tía se puso de pie.

—¿Y piensas aceptar como verdad lo que te diga una bruja? —le preguntó.

—¿Acaso es mejor que confíe en los que me están traicionando?

—No estás seguro de que sea así.

—Me lo dice mi corazón, tía —afirmó Grant.

—Yo debería acompañarte —dijo Dougal suavemente.

—No —rugió Hazlet. Sus ojos echaban chispas a través del velo—. Nuestra gente no puede perderos a los dos. Si tienes intención de llevar a cabo esta locura, sobrino, es mejor que dejes aquí a Dougal para que actúe como jefe en tu ausencia.

Grant escuchó un murmullo de voces que provenían del salón de gala que había en la planta inferior del castillo y en el que se habían reunido los hombres en los que más confiaba.

—Tenemos al Consejo. Ellos son capaces de velar por la seguridad de nuestro clan hasta que yo regrese.

—Son unos excelentes guerreros, si eso es lo único que se necesita, pero tú mismo has dicho que podría haber un traidor entre ellos. ¿En quién se podrá confiar para que tome una decisión de importancia mientras tú estés por ahí, persiguiendo brujas?

Grant no se ofendió por el sarcasmo que teñía las palabras de su tía. Hubo un momento en el que él también hubiera considerado que las brujas y la magia eran un completo desatino. Sin embargo, aquello había sido antes de que se apoderara de él la desesperación por saber la verdad que había detrás de su traición. Se volvió de nuevo a su hermano.

—La tía Hazlet tiene razón, por supuesto. Hasta mi regreso, dejo la protección de nuestras gentes al Consejo y las decisiones que requieran mi sello a ti, Dougal. ¿Te encargarás de todo?

—Si tú me lo ordenas, sí, hermano, aunque preferiría acompañarte antes que quedarme aquí.

—En ese caso, te lo ordeno.

Los dos hombres se dieron las manos.

—¿Y yo, mi señor? ¿Me permitirás a mí que te acompañe?

Al escuchar la pregunta de Finlay, Grant se dio la vuelta para mirar al anciano.

—No, amigo mío. Tú permanecerás aquí y te ocuparás de la seguridad de mi hermano y de mi tía.

Unos breves instantes después, los tres observaron cómo Grant salía de la sala a grandes zancadas. Permanecieron de pie en el balcón y escucharon cómo los criados gritaban palabras de despedida al ver que su señor dirigía su corcel a las montañas cubiertas de bruma que se divisaban en el horizonte.

Hazlet se dio la vuelta y sacudió la cabeza.

—Grant es tan obstinado como lo era mi hermano Stirling. Rezaré para que no se demuestre que es igual de temerario.

Aquellas palabras provocaron un escalofrío en Dougal. Todo el mundo sabía que el caso omiso que su padre había hecho de su propia seguridad en el campo de batalla le había costado la vida a él y a su mejor amigo, Ranald, que había sido el gran amor de Hazlet. Con el corazón destrozado, Hazlet se había recluido en sus aposentos como muestra de duelo, negándose a ver a nadie.

Las desgracias familiares no terminaron ahí. Mary, la hermosa y joven esposa de Stirling, que ya tenía una salud muy frágil por el nacimiento de su primogénito, murió horas después de dar a luz a Dougal. Hazlet se había visto obligada a sobreponerse a su pena y a ayudar en el parto y luego en la crianza del recién nacido.

Al ver la aflicción que se reflejaba en los ojos de Dougal, Hazlet se apresuró a tranquilizarlo.

—No debes preocuparte, querido mío.

—¿Y si mi familia está destinada a repetir los errores del pasado? Tú misma has dicho que Grant es muy imprudente.

—Eso no significa que tú debas ser como él.

—La misma sangre corre por las venas de ambos.

—Y por las mías —replicó Hazlet tocando suavemente la mejilla de su sobrino—, pero yo no me parezco a mi hermano, igual que tú no te pareces al tuyo. Vamos. Vayamos abajo para reunirnos con los demás. Cuando se enteren de la última locura de su jefe, necesitarán un sabio consejo. Tú y yo juntos aplacaremos sus temores.

El viejo Finlay permaneció en el balcón, observando a su señor hasta que éste desapareció en la distancia.

 

 

El bosque estaba tan oscuro como la medianoche. La luz del sol no penetraba en la espesa maleza que resistía todo avance. Grant se había visto obligado a desmontar de su caballo y utilizar la espada para cortar de un tajo las ramas de los arbustos que le bloqueaban el camino. Varias veces su rocín se encabritó al sentir las criaturas que se cernían sobre ellos, con los ojos brillantes como brasas que ardían en la oscuridad. Aquello era suficiente como para helarle la sangre a un hombre y dar alas a un terror completamente ciego. Sin embargo, la necesidad que lo empujaba lo consumía más que el miedo a lo desconocido. Por eso, siguió adelante, decidido a alcanzar su objetivo.

Después de largas horas, vio un tenue destello de luz delante de él. Lanzó un suspiro de alivio por poder salir por fin del bosque. El brillo del sol reflejándose sobre el agua que se extendía directamente delante de él estuvo a punto de cegarlo.

—El Lago Encantado...

Susurró el nombre del lugar del que había oído hablar desde su más tierna infancia. Efectivamente así era, dado que el agua refulgía con los colores de los diamantes y los zafiros. Tomó un poco de agua en el hueco de la mano y bebió. Era el agua más dulce y pura que había saboreado nunca. Cuando se miró los dedos, vio que las gotas que habían quedado entre ellos eran en realidad joyas que brillaban bajo la luz del sol. Relucientes diamantes blancos y zafiros azules. Asombrado, los envolvió en un trozo de tela y se los metió en un bolsillo que tenía en la cintura.

De repente, los truenos retumbaron en el cielo. Al levantar la vista, se dio cuenta de que no habían sido los truenos, sino el rugido del dragón que guardaba el lago. La criatura fue surgiendo lentamente entre las aguas, cerniéndose sobre él y empequeñeciéndolo con su tamaño. Su envergadura era tal que hacía que los acantilados que se levantaban en el extremo más alejado parecieran minúsculos a su lado. Tenía el cuerpo más largo que el de cualquier barco y completamente cubierto de escamas. El gigante abrió la boca y sacó la lengua, seguida de una llamarada de fuego que provocó que Grant se lanzara contra la arena de la orilla para evitar que aquella bestia lo quemara vivo.

Sintió un intenso calor por encima de la cabeza. Entonces, observó horrorizado cómo el monstruo emergía del agua y se dirigía hacia él. Lo primero que Grant pensó fue que no se debería haber enfrentado a un oponente tan terrible. A menudo se había visto superado en número por sus enemigos durante una batalla y se había visto obligado a luchar hasta que ya no le quedaban fuerzas. Sin embargo, siempre había creído que tenía los recursos internos para poder ganar. Aquella vez, su valor sufriría la prueba más dura a la que se había visto sometido hasta entonces.

Desenvainó la espada y dio un paso al frente, decidido a vencer tanto a aquella criatura como a su propio miedo. El dragón se inclinó hacia atrás para descansar sobre su cola. Entonces, lanzó una enorme zarpa. En menos de un segundo, Grant pudo sentir muy cerca unas garras tan afiladas como cuchillas, que podían hacer trizas el cuerpo de un hombre con un único golpe. Saltó hacia un lado, pero sintió un agudo dolor que le iba desde el hombro hasta el codo. Durante un instante, el tormento que aquella herida le provocó le hizo caer de rodillas mientras la sangre le fluía del brazo como si fuera un río, empapándole la manta escocesa con la que se había cubierto. La espada se le cayó de las manos, momento que el dragón aprovechó para enroscar la cola alrededor de Grant e inmovilizarle los brazos contra los costados. Muy lentamente, comenzó a apretar con la intención de arrebatarle la vida.

A medida que la presión fue incrementándose, Grant notó que le costaba respirar. Poco a poco comenzó a ver estrellas bailándole delante de los ojos. Sabía que faltaba muy poco para que perdiera el conocimiento. Como ya no tenía la espada, levantó poco a poco el pie hasta que consiguió asir el mango de la daga que llevaba oculta en la bota. El sudor le cubría copiosamente la frente mientras sacaba centímetro a centímetro la hoja. Cuando tuvo el arma bien agarrada comenzó a cortar la cola escamosa que lo mantenía prisionero. Con el primer corte sintió que podía expandir el pecho y respirar un poco mejor. Con el segundo y el tercero, notó que empezaba a liberarse. Con unos cortes más, salió volando por los aires y cayó en el agua en medio de un gran chapoteo. Durante unos momentos se hundió en el líquido elemento y se preguntó si iría a morir de todas formas, aquella vez ahogado. De repente, sintió la arena bajo sus pies y supo que había llegado a la parte menos profunda del lago. Justo allí, delante de él, estaba su espada.

Vio que el dragón se erguía y comprendió que no sobreviviría a un segundo ataque. Rápidamente agarró su espada y decidió atacar en vez de esperar simplemente a defenderse. Se metió entre las patas delanteras de la criatura, levantó la mirada y vio el enorme torso del dragón encima de él. Con las dos manos, agarró la espada con fuerza y la hundió en el corazón de la bestia.

El dragón cayó de espaldas, con los ojos mirando al sol, mientras emitía un rugido que se abrió paso a través de los cielos. Las aguas se tiñeron de rojo con su sangre cuando el monstruo se hundió lentamente en medio de un remolino.

Grant se dirigió hacia la orilla para tratar de recuperar el aliento mientras las aguas del Lago Encantado se agitaban y burbujeaban antes de quedar en calma una vez más. Cuando levantó la mirada, ya no pudo ver al dragón, aunque el agua permanecía teñida por su sangre y brillaba como si contuviera rubíes.

Se ató un trozo de manta alrededor del brazo para detener el flujo de sangre. Entonces, sin dejar de empuñar la espada, agarró a su caballo y lo llevó al lago. Fueran cuales fueran los peligros que lo acecharan, se enfrentaría a ellos con la misma determinación. Aunque estaba agotado por su batalla con el monstruo, estaba decidido a que nada le impidiera su objetivo de llegar al Reino Mítico y a las brujas que habitaban en él.

 

 

Al oír el lejano rugido, Nola Drummond levantó la vista de su telar y lanzó una mirada de preocupación hacia el cielo. Éste era de un bello color azul, sin una nube en el horizonte.

Echó a correr hacia la puerta y llamó a gritos a su madre, que estaba cocinando sobre el fuego al aire libre.

—El dragón está gritando.

—¡Ay! —exclamó Wilona mientras se secaba el sudor de la frente—. Debemos llamar a las muchachas para que regresen a casa.

Tras dejar a Bessie para que removiera el puchero, las dos mujeres comenzaron a atravesar la pradera hasta que llegaron a una colina que les permitiera examinar el área que las rodeaba. Se llevaron los dedos a la boca y lanzaron el silbido que siempre les había ayudado a avisar del peligro inminente. Minutos más tarde, Gwenellen salió del bosque seguida de Jeremy, el pequeño trol. La muchacha se acercó corriendo hacia las dos mujeres.

Nola saludó a su hija con un fuerte abrazo.

—¿Dónde está tu hermana?

Gwenellen se encogió de hombros.

—Conociendo el amor que Kylia siente por el agua, estoy segura de que está en el lago o cerca de él.

Wilona vio el miedo que se reflejaba en el rostro de Nola. Rodeó los hombros de su hija con un brazo e hizo lo mismo con su nieta.

—No tengáis miedo —les dijo a ambas, para tranquilizarlas—. Nuestra Kylia no se arriesga a lo loco. Estoy segura de que habrá escuchado el grito del dragón y ya estará de camino a la cabaña. Vamos.

La anciana entrelazó las manos con las de su hija y su nieta y juntas atravesaron la pradera de vuelta a la cabaña. Jeremy corría detrás de ellas para no perderles el paso. Wilona no dejaba de rezar para que pronto vieran la esbelta figura de la que esperaban que ya los estuviera esperando a la puerta de su casa.

 

 

Kylia observó atónita el agua sanguinolenta que llegaba hasta las orillas del lago y que le manchaba el bajo del vestido. Lo mismo le había ocurrido poco más de un año antes, cuando un desconocido había matado al dragón que guardaba su reino para obligar a su hermana Allegra a acompañarlo a su castillo. Lo que había comenzado como una terrible situación se había transformado en un profundo amor entre Allegra y su amado Merrick MacAndrew. En aquellos momentos, Allegra vivía con su esposo y con su hijito Hamish en el castillo de Berkshire, lejos del Reino Mítico. Sin embargo, regresaban con frecuencia. La familia de Allegra estaba convencida de que la joven había encontrado una felicidad plena fuera del Reino Mítico.

Más tarde, Kylia había encontrado el huevo del dragón en un nido escondido junto a la orilla del río. Había visto cómo el huevo se incubaba y cómo el pequeño dragón se convertía, al igual que sus antepasados, en un fiero protector de su tierra. Tras haber encontrado un nuevo nido, que contenía a su vez otro huevo, sentía un profundo pesar en el corazón. ¿Acaso habría presentido el dragón de alguna manera que su tiempo en aquella tierra se estaba acercando a su fin?

Kylia pensó en la expresión favorita de su abuela. “Hay un tiempo para todas las cosas”. Wilona le había explicado que había un ritmo para la vida. Un momento para vivir y otro para morir. Una etapa para aprender y otra para amar. Mientras el agua empezaba a agitarse y a burbujear, Kylia se preguntó cuándo le tocaría a ella.

Como respuesta, vio una imagen resplandeciente bajo las olas del lago. Gradualmente, se hizo más nítida y vio el rostro del hombre que había visto docenas de veces en el lago desde su infancia. El cabello oscuro tan familiar cayéndole por los hombros. Los ojos grises que reflejaban una gran preocupación. La firme y fuerte mandíbula y el hoyuelo en la barbilla. Sin embargo, en vez de desvanecerse como siempre había ocurrido en el pasado, se fue haciendo más clara y comenzó a levantarse del lago.

Era más que un rostro. Mucho más. Había unos hombros fuertes y anchos, un torso poderoso, apenas cubierto por una manta escocesa. En la mano llevaba una espada con la empuñadura cubierta de piedras preciosas que reflejaba la luz del sol. En la otra mano, tenía las riendas de un caballo que lo seguía muy lentamente. Tanto el hombre como el caballo parecían estar completamente exhaustos y respiraban con dificultad.

Durante un instante, ni el caballero ni Kylia pronunciaron palabra alguna. Simplemente se observaron atentamente, ambos con la mirada llena de sorpresa.

Cuando él se acercó, Kylia pudo por fin articular palabra.

—Que haya podido matar a nuestro guardián significa que su fuerza es grande, porque mi abuela dice que hacen falta unos poderes extraordinarios para superar al dragón.

Al ver que el hombre seguía observándola en silencio, Kylia sintió que el rubor le cubría las mejillas.

—Perdóneme. Mis primeras palabras deberían haber sido de saludo. Bienvenido al Reino Mítico. Me llamo Kylia. Mi familia pertenece al clan de los Drummond y, aunque no conozco su nombre, su rostro sí me es familiar. Llevo viéndolo en el lago desde que era una niña.

Grant estaba muy asombrado. La mujer que estaba frente a él no era una bruja sino más bien una diosa. Su piel era tan blanca como la leche. El cabello negro azulado, brillante como las alas de un cuervo, recogido en una gruesa trenza que le llegaba hasta la cintura. Tenía una cintura muy estrecha, ceñida con una cinta en la que ella se había metido una ramita de brezo que era del mismo color que sus ojos. Las palabras con las que la joven lo había saludado carecían de sentido para él.

—¿Me ha visto antes?

—Sí. Aquí —explicó, señalando el agua del lago, que en aquellos momentos estaba tan clara y brillante como los diamantes—. Siempre supe que vendría algún día...

—¿Que lo sabía...?

Grant sintió un extraño zumbido en los oídos. Se preguntó por qué la voz de la joven se iba haciendo cada vez más débil.

—Perdóneme que no haya dejado de hablar —se disculpó ella. Su sonrisa se había desvanecido—. Está herido...

—¿Sí?

Grant se miró la sangre que le manaba a borbotones de la herida del brazo. Trató de agarrárselo para tratar de cortar la hemorragia. Antes de que pudiera hacerlo, sintió que las piernas le fallaban. La vista se le nubló. El zumbido se hizo mucho más fuerte, hasta que le pareció que un enjambre de avispones se le había metido en el cerebro. Sin decir palabra, se desmoronó sobre la arena en el momento en el que sintió que lo engullía un oscuro túnel que le impidió seguir viendo la luz del sol.

Dos

 

Grant permaneció inmóvil, asimilando unos olores y unos sonidos desconocidos para él. Voces suaves y susurrantes. Risas tan dulces como la música. El dulce perfume del brezo y el delicioso aroma de la carne y las hierbas asándose sobre el fuego.

Permaneció tumbado, con los ojos cerrados esperando el dolor que sabía que no tardaría en llegar. Se movió ligeramente sobre un camastro tan blando como si estuviera hecho con plumas. Al ver que no le dolía nada, se llevó la mano al brazo. No sentía molestia alguna. Tampoco notaba sangre, ni venda ni cicatriz alguna. Abrió los ojos y miró a su alrededor.

—Por fin ha decidido regresar con nosotros.

Con un ligero crujido de la tela de sus faldas, la diosa se arrodilló a su lado.

—La recuerdo —dijo él, al reconocerla—. Estaba en la orilla cundo salí del lago. Después de eso, no me acuerdo de mucho más.

La risa de la joven resonó tan clara como el repique de una campana.

—No me sorprende, dado que se cayó a la arena. No pude despertarlo, por lo que tuve que ir a buscar a mi familia para que me ayudara.

—¿Dónde estoy?

—En nuestra casa. En mi cama —añadió la joven, sonrojándose—. Lleva dormido tres días.

—¿Tres días?

—Y tres noches —comentó ella. Unos labios gruesos y perfectos formaron una sonrisa—. La abuela nos dijo que no teníamos que preocuparnos, porque su cuerpo sólo estaba reclamando el poder curativo del sueño.

—¿La abuela?

—Sí. Yo vivo aquí en el Reino Mítico con mi madre, mi abuela, una hermana menor, y unos amigos. Jeremy, un trol, y Bessie, que es como una tía para nosotros. Tengo una hermana mayor también, pero ella se marchó de casa para estar con su esposo.

—¿Y su nombre... su nombre es Kylia?

—Veo que lo recuerda.

¿Cómo iba a olvidarlo? Nunca en su vida había visto una criatura tan perfecta.

—El brazo...

Lo levantó del colchón de pieles y, al contemplarlo, se quedó atónito. ¿Acaso habría sido un sueño la herida que había recibido de las temibles garras del dragón?

La joven volvió a echarse a reír, lo que provocó un extraño sentimiento en el corazón de Grant.

—Tuvimos que cantar mucho y hacer infinidad de conjuros para sanarlo. Mi hermana mayor, Allegra, es la que más desarrollado tiene el don de la curación, pero ahora no está aquí, así que debimos hacerlo con nuestros escasos dones.

—¿Consiguieron... consiguieron que mi herida desapareciera con cánticos?

—Sí. Pudimos conseguirlo porque era muy reciente. Tuvimos que utilizar hierbas y mucha meditación para algunas de las cicatrices más antiguas.

—¿Cicatrices más antiguas?

Por debajo de la piel que lo cubría, Grant se pasó la mano por el torso y descubrió que los nudos y los abultamientos de piel que tan familiares le habían sido hasta entonces habían desaparecido. Tenía la piel tan suave como la de un recién nacido. Atónito, se incorporó y la manta de piel se le deslizó hasta la cintura, revelando así que estaba completamente desnudo. Aunque reaccionó con rapidez y se cubrió inmediatamente, pudo ver que el rubor se extendía por las mejillas de Kylia y que la joven se ponía rápidamente de pie.

—Iré a por su manta —dijo—. Mi madre la ha remendado y la ha lavado para quitarle la sangre.

Cuando la joven desapareció, Grant volvió a tumbarse. Se sentía más que abrumado. ¿Habría perdido la cabeza o estaría aquello ocurriendo de verdad?

Le parecía imposible que una herida tan grave como la que había tenido en el brazo hubiera podido sanar en tres días sin dejar marca alguna. Además, las cicatrices más antiguas habían desaparecido, dejándole una piel completamente perfecta. Se sentía renacido. En realidad, no recordaba haberse sentido nunca tan descansado. Experimentó un momento de incomodidad cuando pensó que unas mujeres desconocidas le habrían estado examinando el cuerpo. Sin embargo, lo que más importaba era que todas sus cicatrices habían desaparecido con unos cuantos conjuros.

Se colocó un brazo sobre los ojos y suspiró profundamente. O se había vuelto completamente loco o las historias que llevaba escuchando toda una vida eran ciertas y en realidad estaba en el Reino Mítico, en compañía de brujas.

 

 

Grant se colocó la manta sobre un hombro, al modo de los habitantes de las Tierras Altas. Cuando salió de la cabaña sintió el calor del sol sobre el rostro. Se detuvo un instante para admirar la vista.

Varias mujeres ataviadas con vestidos de alegres colores estaban realizando diversas actividades. Una mujer de cabello largo y oscuro, teñido ya algo de gris, estaba removiendo algo en un caldero. No obstante, aquella no era ninguna pócima de brujas. El aroma que flotaba sobre la brisa hizo que la boca de Grant se hiciera agua. A un lado estaba una mujer más joven trabajando en un telar. Una anciana jorobada estaba sentada a sus pies, retorciendo el hilo y haciendo una madeja con él. Un pequeño trol avanzaba hacia ellas desde el lago. Aquél tenía que ser Jeremy. Iba acompañado de Kylia y de una joven rubia de ojos azules que llevaba unos peces.

—Buenos días —le gritaron todas.

—Buenos días —respondió él—. Muchas gracias por haberme sanado. Estaré para siempre en deuda con todas.

La que estaba al lado del caldero sonrió.

—Nos alegra haber podido ayudarlo. Yo soy Wilona, del clan Drummond. Ésta es mi hija Nola —dijo, refiriéndose a la que estaba sentada en el telar—, y nuestra amiga Bessie. Ése es Jeremy y mis nietas Gwenellen y Kylia, a la que ya conoce.

Grant trató de no mirar demasiado intensamente a la belleza de cabello negro, cuyo vestido mojado se le pegaba a cada línea y a cada curva del cuerpo. No parecía que se hubiera dado cuenta del aspecto que tenía. Tomó un cuchillo y se puso a preparar el pescado para el fuego.

—Yo soy Grant, jefe del clan MacCallum.

—¿Un jefe? —repitió Wilona, mirándolo atentamente—. Nos sentimos muy honradas con su visita. Sin embargo, un hombre no mide su valor con un dragón sin tener un buen motivo. ¿Qué desea el jefe del clan MacCallum del Reino Mítico?