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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Linda Lael Miller. Todos los derechos reservados.

CUANDO LLEGUES A MI LADO, Nº 76 - julio 2013

Título original: McKettrick’s Pride

Publicada originalmente por HQN® Books

Publicado en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3424-8

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: JASON KASUMOVIC/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

 

 

 

Para Sally y Jim Lang, con cariño

Uno

 

El perro se había sentado sobre el asfalto resbaladizo por la lluvia, junto al Volkswagen escarabajo rosa chicle de Eco Wells. Tenía el pelo empapado, apelmazado y cubierto de barro. Al salir a toda prisa del restaurante de carretera con los restos de su cena guardados en una caja, con la esperanza de no calarse hasta los huesos antes de llegar al coche, Eco se paró de golpe.

–No necesito un perro –le dijo al universo y, echando hacia atrás la cabeza, dejó que la lluvia borrara los últimos vestigios de su maquillaje.

El perro gimió. Era un animal grande, de color y raza indeterminados. Una leve depresión en el cuello revelaba que alguna vez había llevado collar. Se le notaban las costillas y en una de las patas delanteras tenía una mancha pardusca de sangre reseca.

–Ay, Dios –dijo Eco. Recorrió con la mirada el aparcamiento, vacío a excepción de un par de semirremolques y una furgoneta vieja, pero no había nadie a la vista; nadie que estuviera buscando una mascota perdida.

Saltaba a la vista que el perro llevaba solo varios días, si no semanas... o incluso meses.

Con solo imaginar la soledad, el miedo y las penurias que habría sufrido el pobre animal, Eco se estremeció y sintió que un abismo de compasión se abría dentro de ella.

Aquel vagabundo canino había sido abandonado (en opinión de Eco, en el infierno había un lugar reservado para quienes abandonaban a animales indefensos) o se había perdido mientras sus dueños ponían gasolina o estaban dentro del restaurante, tomando algo.

–Acaban de limpiarme el coche –le dijo al perro. El escarabajo era su única vanidad, un capricho temerario con implicaciones psicológicas que no quería examinar demasiado de cerca.

El animal volvió a gemir y la miró con una esperanza tan triste en los profundos ojos marrones que el corazón de Eco se derritió por segunda vez.

Resignada, rodeó el coche y abrió la puerta del copiloto con una mano mientras sujetaba con la otra la caja de la comida. El perro pasó a su lado, medio agazapado, cojeando un poco.

–Anda –dijo Eco con suavidad–. Pasa.

El perro vaciló y luego saltó al asiento, con barro, lluvia y todo lo demás.

Eco suspiró, abrió la caja y se quedó allí, en medio de la lluvia, dándole con la mano los restos del pastel de carne. Adiós a su idea de no salirse del presupuesto estirando cada comida para que le sirviera al menos para dos veces.

Hambriento, el pobre animal se zampó su cena y la miró con una gratitud tan patética que a Eco se le saltaron las lágrimas.

–No te preocupes –dijo para sí misma tanto como para el perro–, que todo se va a arreglar.

Cerró la puerta del coche, dejó que la lluvia le limpiara las manos extendiéndolas con las palmas hacia arriba como si pidiera merced y se las secó como pudo en la vieja gabardina Burberry de color marrón antes de acomodarse de nuevo tras el volante.

El perro la miraba con adoración y cansancio mientras goteaba en el asiento de cuero, antes limpio, de su coche.

Eco encendió el motor y enseguida la humedad del perro y la de su propia gabardina empapada llenó de vaho las ventanillas.

–Esto es Arizona –le dijo Eco en tono quejoso a su compañero de viaje–. Se supone que hay sequía.

El perro suspiró, como si estuviera de acuerdo en que nada era como debía ser.

–Sí que estás mojado –comentó Eco con naturalidad. Encendió el desempañador, tiró de la palanca que abría el maletero y volvió a desafiar a los elementos para sacar la colcha que llevaba consigo desde que era una niña. Después de envolver al perro, se quitó la gabardina y la arrojó al asiento de atrás antes de volver a meterse en el coche y ponerse el cinturón.

Arrebujado en la colcha descolorida, el perro suspiró otra vez, se echó lo mejor que pudo, dada la disparidad entre su tamaño y el del asiento, y estaba roncando cuando Eco salió a la autopista número diez.

Dos horas y media después, a las afueras de Fénix, Eco entró en el aparcamiento de un hotel de precio medio. Había dejado de llover y el aire de la noche estaba impregnado de un calor bochornoso.

El perro se sentó, bostezando, y la colcha cayó en pliegues mojados.

Eco volvió a mirar al animal.

–Esperaba llegar a Indian Rock esta noche –le dijo a su desaliñado pasajero–, pero estoy cansada y, francamente, apestas. Así que voy a parar a dormir aquí y mañana seguiremos viaje. Espera aquí.

El perro pareció alarmado ante la perspectiva de que se fuera y dejó escapar un gemido bajo y gutural.

Eco le dio unas palmaditas en la cabeza mugrienta.

–No te preocupes, chuchito –dijo–. Vamos a quedarnos juntos hasta que encontremos a tu familia.

Recogió su bolso, salió del coche lentamente, dejando la ventanilla un poco abierta, y se dirigió a la entrada principal confiando en no oler mucho a perro.

–Buenas noticias –dijo cuando volvió un cuarto de hora después con una tarjeta llave en la mano–. Nos dejan entrar –el perro se alegró tanto de verla que se acercó y le lamió la cara con su lengua áspera, que olía aún a pastel de carne–. Claro que les he dicho que eres un caniche enano.

Llevó el coche a la parte de atrás y aparcó debajo de una farola. El perro se detuvo educadamente a hacer sus necesidades entre los arbustos mientras Eco luchaba por sacar sus maletas del Volkswagen. Dentro, recorrieron trabajosamente un pasillo enmoquetado hasta la habitación 117 y entraron.

–El primero en bañarse eres tú –le dijo Eco a su amigo canino, enseñándole el camino al cuarto de baño. En cuanto abrió el grifo, el perro se metió de un salto en la bañera y empezó a lamer el chorro, sediento.

La ducha era un largo tubo metálico de quita y pon, y Eco la desenganchó y se arrodilló junto a la bañera. Después de beber, el perro se sentó y se quedó mirándola con ojos llenos de confianza.

–A ver cómo eres –dijo Eco, tras empaparlo bien. Varios kilos de polvo cayeron al fondo de la bañera y se fueron por el desagüe–. Eres un labrador blanco. Y hembra, además.

El animal la miraba conmovedoramente, soportando la ducha. Un calvario más en una larga lista de ellos.

Eco abrió un paquetito de jabón y lo enjabonó. Lo aclaró. Volvió a enjabonarlo. La pastilla de jabón quedó reducida al mínimo, así que Eco sacó el bote de champú que llevaba en su neceser.

Volvió a enjabonar a la perra. La aclaró otra vez.

–Necesitas un nombre –dijo mientras la secaba con la toalla–. Y como tienes cierto aire místico, como de dama del lago, por tus ojos, creo... –hizo una pausa, se quedó pensando un momento y tomó una decisión–. Yo te bautizo Avalon.

Comprendiendo por lo visto que el baño había acabado, Avalon salió de un salto de la bañera y se quedó un momento en la alfombrilla sin saber qué hacer, como si esperara alguna indicación. Al ver que Eco no mandaba nada, el animal se sacudió con entusiasmo, regando a su compañera humana, y entró en la habitación.

Eco se rio, buscó el secador y lo enchufó. El hermoso pelo blanco de Avalon se rizó bajo el chorro de calor. Cuando la perra estuvo completamente seca, Eco llenó de agua la cubeta del hielo, la puso en el suelo y entró en el baño para darse la ducha que tanta falta le hacía.

Cuando salió, envuelta en un albornoz, con el pelo rubio y rizado cayéndole sobre los hombros y envolviéndole la cabeza como una aureola, Avalon se había enroscado en el suelo, a los pies de la cama. Abrió un ojo castaño y levantó la cabeza ligeramente. Había en su actitud cierta docilidad cansina, como si esperara que la echaran de allí.

A Eco se le encogió la garganta. Sabía lo que era sentirse así, pulular en los márgenes de las cosas con la esperanza de que nadie se fijara en ti y desear al mismo tiempo, desesperadamente, encontrar tu propio lugar.

Su antigua vida, en Chicago, era así: siempre en los márgenes.

–Eh –dijo, agachándose para acariciar el pelo suave y brillante de Avalon–, yo soy una mujer de palabra. Nos quedaremos juntas mientras sea necesario. Iremos a partes iguales –le tendió la mano y, para su sorpresa, Avalon le puso la pata en la mano. Se las estrecharon.

Después de secarse el pelo y recogérselo en una trenza francesa para que no se le alborotara, Eco se puso un camisón de algodón, se cepilló los dientes, se metió en la cama y se inclinó para apagar la lámpara de la mesilla.

Avalon dejó escapar un suave y lastimoso gemido, como si estuviera llorando.

A Eco volvieron a escocerle los ojos.

–Ven, anda –dijo–. Aquí hay sitio de sobra para las dos.

Avalon saltó a la cama, se acurrucó a sus pies y se quedó dormida.

Agotada después de varios días en la carretera, Eco no tardó mucho en imitarla.

 

 

Cora Tellington saludó a sus nietas, Rianna y Maeve, con un abrazo exuberante, delante de la peluquería que llevaba su nombre. El día brillaba como un penique nuevecito, y la única nube que se divisaba en el horizonte era el ceño de su yerno cuando salió del gigantesco todoterreno que conducía siempre que estaba en Indian Rock.

Rance McKettrick miró el escaparate del local contiguo al salón de belleza y escuela de majorettes de Cora, reparando, al parecer, en que el cartel de Se vende había desaparecido de la luna polvorienta.

–¿Por fin te has quitado esto de encima? –preguntó–. ¿Quién es el incauto?

Cora se fijó en el hermoso rostro del marido de su difunta hija con un suspiro cargado de paciencia. Rance medía más de un metro ochenta de alto y, a pesar de llevar un traje caro, parecía un vaquero bien curtido que acabara de llegar del campo. Tenía el pelo moreno (Cora se moría de ganas de cortárselo) y sus ojos azules parecían empañados por una pena íntima. Desde la muerte de Julie, hacía casi cinco años (aunque apenas parecía posible que hubiera pasado tanto tiempo), Rance vivía solo a medias, mecánicamente. En diferido.

Cora echaba tanto de menos a Julie como él, si no más, porque pocas pérdidas hay más dolorosas que enterrar a una hija, pero había conseguido asumir su dolor por el bien de sus nietas. Eran tan pequeñas... Tenían solo seis y diez años, y la necesitaban. También necesitaban a Rance, naturalmente, y él las quería a su manera apresurada y distraída, pero parecía poder relegarlas al fuego de atrás de la cocina de sus emociones cada vez que se iba de viaje de negocios... o séase, demasiado a menudo.

–Va a ser una librería –dijo Cora, refiriéndose al local mientras las niñas entraban corriendo en la peluquería para saquear el frasco de caramelos del mostrador y saludar a las tres empleadas de Cora, que siempre las mimaban–. A este pueblo le hace falta una.

Rance observó el local con aire escéptico.

–Va a hacer falta mucho trabajo –dijo–. Y ahora no corren buenos tiempos para las librerías independientes. Todo el mundo compra por Internet, o en las grandes cadenas.

Cora no le hizo caso.

–Le he hecho un precio decente –dijo mientras observaba a su yerno con las manos apoyadas en las caderas todavía esbeltas.

Gracias a sus muchos años haciendo girar el bastón de majorette, Cora seguía siendo delgada a pesar de tener más de sesenta años, y le gustaba vestir de manera llamativa; de ahí sus vaqueros a la última moda, su blusa de seda y su chaleco adornado con piedras preciosas falsas. Cambiaba a menudo de color de pelo; esa semana lo tenía caoba y recogido hacia arriba.

–¿Qué ocurre, Rance? Pareces un nubarrón a punto de descargar un diluvio.

Rance suspiró sin moverse de la acera y por un momento Cora sintió lástima por él, a pesar de que casi siempre le daban ganas de tirarle de los pelos de pura exasperación.

–Me preguntaba si podías quedarte con Rianna y Maeve unos días –dijo, sin atreverse a mirarla a los ojos–. Hay una reunión importante en San Antonio, en la sede central. Hasta Jesse va a ir, figúrate si será importante.

McKettrickCo, el conglomerado empresarial que había hecho rica a la familia de Rance, junto con el Triple M, su legendario rancho, estaba a punto de salir a bolsa. Aquel asunto había creado numerosas disensiones entre los McKettrick, y Cora comprendió que, si iban a reunirse todos en San Antonio, la reunión tenía que ser, en efecto, importante. Jesse, el primo de Rance, mostraba una notoria indiferencia por el funcionamiento de la empresa, pero quizás ahora que pensaba casarse con Cheyenne Bridges hubiera decidido sentar la cabeza.

En opinión de Cora, Rance y su otro primo, Keegan, habrían hecho mejor adoptando la actitud de Jesse: embolsarse los cheques de los dividendos y festejar cada amanecer.

–Rance –dijo Cora con cautela–, el sábado es el cumpleaños de Rianna. Cuenta con que le hagamos una fiesta. Y a Maeve le ponen el aparato el lunes a primera hora de la mañana, por si lo has olvidado.

–Cora –contestó Rance con expresión muy seria y algo compungida–, esto es importante.

–Rianna y Maeve –dijo ella– lo son más.

–Estamos hablando de su futuro –arguyó Rance sin levantar la voz. Pasaba gente por la calle y esbozó un par de rígidas sonrisas, pero su semblante pasó de serio a agrio y severo.

–Vamos, Rance –dijo Cora–, con los fondos fiduciarios que tienen tus hijas podría atragantarse una mula –se inclinó un poco para recalcar sus palabras–. Lo que necesitan es un padre.

Rance dio un respingo, como esperaba Cora.

–Ya tienen uno –gruñó.

–¿Sí? –preguntó Cora–. Jesse les hace más caso que tú. Fue él quien vino a la exhibición de bastón la semana pasada, cuando tú estabas en Hong Kong, o en París, o donde fuese.

–¿Tenemos que tener esta conversación en la maldita acera? –preguntó Rance en voz baja, enfadado.

–No vamos a tenerla dentro, donde puedan oírla tus hijas.

Rance extendió las manos.

–A Rianna y Maeve les parece bien –insistió–. Lo del dentista podemos posponerlo, y Sierra puede organizar una fiesta para Rianna en el rancho.

Cora cruzó los brazos. No le gustaba sacarse un triunfo de la manga, pero tenía que hacerlo porque Rance McKettrick tenía que espabilar y darse cuenta de que sus hijas estaban creciendo. No podía seguir tratándolas como citas que podían cambiarse para encajar en su apretada agenda.

–¿Qué crees que diría Julie si pudiera ver qué ha sido de sus hijas, Rance? ¿Y de ti?

Por un momento, pareció como si le hubiera dado una bofetada. Luego se pasó una de sus grandes manos de ranchero por el pelo y soltó un suspiro exasperado.

–Maldita sea, Cora, eso ha sido un golpe bajo.

–Llámalo como quieras –contestó ella. Sufría por él y estaba decidida a demostrárselo–. Esas niñas y tú significabais más para Julie que nada en el mundo. Dejó su carrera para daros un hogar a los tres, allí, en el Triple M, y ahora tú lo tratas como si fuera un hotel exprés.

Rance se quedó callado un momento.

Cora esperó conteniendo el aliento.

–¿Vas a cuidar de Rianna y Maeve o no? –preguntó él por fin.

Una oleada de amargura atravesó a Cora como una ráfaga de viento que cruzara un cañón solitario, a pesar de que esperaba que la conversación acabara exactamente así. A fin de cuentas, era lo que pasaba siempre.

–Ya sabes que sí –dijo.

Rance dio un paso hacia ella con ánimo de aplacarla, levantó las manos como si fuera a ponérselas en los hombros y luego cambió de idea y se quedó parado.

–No he traído sus cosas –dijo–. Me he imaginado que querrías quedarte en la casa del rancho y no aquí, en el pueblo.

–Tú ni siquiera sabes dónde están sus cosas –le dijo Cora, derrotada. «Julie, Julie», pensó. «Lo intento, pero este marido tuyo es un McKettrick y tiene la cabeza muy dura. Sería más fácil mover una de estas montañas que hacerle cambiar de idea»–. Haz lo que tengas que hacer. Yo me ocuparé de Rianna y Maeve.

–Te lo agradezco –dijo él, y Cora comprendió que era sincero. El problema era que hacía tiempo que la sinceridad se quedaba muy corta.

 

 

Rance vio entrar a su suegra en el salón de belleza y cerrar la puerta a su espalda. Se sentía como si acabaran de arrastrarlo diez kilómetros por un camino lleno de baches, con el culo al aire. Se apretó el puente de la nariz entre el índice y el pulgar con la esperanza de evitar otra jaqueca, dio media vuelta y se bajó de la acera en el preciso instante en que un Volkswagen rosa chicle se metió en el aparcamiento de al lado y estuvo a punto de segarle los dedos de los pies.

Fue un alivio dar con un sitio en el que concentrar su enfado.

–¿Qué demonios...? –dijo con voz áspera, y rodeó el escarabajo con intención de poner verde a quien estuviera al volante.

La ventanilla bajó y una rubia con una trenza y ojos castaños muy separados lo miró parpadeando. Se había puesto colorada.

–Lo siento –dijo.

Rance se inclinó para mirarla con enfado. Un perro blanco, atado al asiento del copiloto con el cinturón de seguridad, gruñó con elocuencia.

–No sé de dónde es usted, señora –dijo Rance–, pero por aquí la gente no teme que la asesinen cuando va a montarse en el coche.

Ella batió las pestañas y su boca pequeña y bien definida se tensó un poco. Su nariz era delicada y estaba salpicada de pecas muy tenues.

–¿Ese todoterreno es suyo? –preguntó tras mirar por el retrovisor.

–Sí –respondió Rance, preguntándose qué demonios tenía que ver su coche con el precio del arroz en China.

–Bueno –contestó ella puntillosamente–, si llevara usted un vehículo razonable y no ese monstruo, me habría visto llegar y podríamos habernos ahorrado este pequeño incidente.

Rance se quedó tan pasmado por su audacia que se echó a reír, pero su risa sonó como un bufido sordo y hosco que hizo gruñir al perro otra vez.

Ella volvió a pestañear, pero acto seguido sacó su delicada mano por la ventanilla, sorprendiéndolo tanto como cuando había estado a punto de atropellarlo.

–Eco Wells –dijo.

–¿Qué?

–Es mi nombre –contestó ella.

Rance le estrechó la mano. Era fresca y suave. El perro gruñó y tensó el cinturón de seguridad.

–Calla, Avalon –dijo Eco Wells–. No corremos peligro. ¿Verdad, señor...?

–McKettrick –contestó él, un poco tardo, y retuvo su mano un momento más de lo absolutamente necesario–. Rance McKettrick.

Ella sonrió de repente, y Rance se sintió como si acabaran de tenderle una emboscada: como si el reflejo del sol en un espejo lo hubiera deslumbrado súbitamente.

–No ha pasado nada –dijo ella.

Rance no estaba del todo seguro. Se sentía extrañamente trémulo. Tal vez ella lo había atropellado de verdad, con las cuatro ruedas, y él había sobrevivido y se había levantado trastornado.

–¿Qué clase de nombre es Eco Wells? –se oyó preguntar.

La sonrisa se borró, y Rance sintió cierto alivio. Aquel fogonazo seguía palpitando en los bordes de su visión, pero notaba las rodillas más firmes.

–¿Qué clase de nombre es Rance McKettrick? –replicó ella.

Avalon enseñó los dientes y volvió a gruñir.

–¿Qué le pasa al perro? –preguntó Rance, un poco ofendido–. Yo siempre me he llevado bien con los animales.

–Ha entrado usted un poco fuerte –contestó la temible señorita Wells–. Los perros son muy sensibles a los campos de energía, ¿sabe? Y el suyo, si no le importa que se lo diga, es un desastre.

–Supongo que es lo que pasa cuando a uno están a punto de matarlo –dijo Rance con perplejidad un segundo o dos después, cuando logró recuperarse–. Que se le altera el... campo de energía, quiero decir.

Las mejillas de Eco se pusieron aún más coloradas. El efecto fue similar al de la sonrisa, y Rance se resistió tenazmente al impulso de dar un paso o dos atrás.

–¿Se está usted burlando de mí, señor McKettrick?

–No –dijo él, y miró la bola de cristal que colgaba del espejo retrovisor–. Pero si le interesan los campos de energía, seguramente estará buscando Sedona, no Indian Rock.

Ella alargó el brazo sin dejar de mirar con aire desafiante a Rance por la ventanilla abierta y acarició un par de veces al animal para calmarlo. Rance deseó por un momento que le saliera pelo, para que a él también lo tocara así. Pero, como era un hombre pragmático, enseguida desechó aquella idea estrafalaria.

–¿Le importa apartarse? –preguntó Eco con ácida dulzura–. Ha sido un viaje muy largo y me gustaría salir del coche.

Rance se retiró, preguntándose por qué demonios estaba manteniendo aquella conversación.

Eco Wells abrió la puerta, se desabrochó el cinturón de seguridad y sacó sus esbeltas piernas para levantarse. La coronilla de su cabeza casi le llegaba a Rance a la barbilla, y el vestidito rosa y blanco que llevaba era diminuto. En vez de los zapatos de tacón alto que Rance habría esperado con un vestido así, llevaba unas zapatillas deportivas altas de color rosa, con cintas doradas a modo de cordones.

Sonriendo soñadora, como si Rance se hubiera vuelto transparente y viera a través de él, miró la tienda de piensos y grano que había al otro lado de la calle, respiró hondo y exhaló desde el diafragma.

Rance frunció el ceño. Ocupaba bastante espacio y no estaba acostumbrado a ser invisible... sobre todo a ojos de las mujeres.

–Bienvenida a Indian Rock –dijo, más que nada para llamar su atención. Su tono sonó un poco gruñón.

Ella se acercó a la acera, abrió la puerta del otro lado del coche y dejó salir al perro. Avalon (un nombre absurdo para un perro, pero Rance no esperaba otra cosa de alguien que llevaba una bola de cristal colgada del retrovisor, calzaba zapatillas rosas y conducía un coche a juego) dio un brinco y se agachó junto a la rueda de su todoterreno.

Rance miró a la perra con mala cara.

Al animal, obviamente, le importaba un bledo lo que él pensara. Si hubiera tenido pene, parecía decir, habría levantado la pata para orinar en la reluciente carrocería negra, o habría bautizado, quizá, el estribo del todoterreno.

Eco Wells se acercó a su coche, sacó su bolso, que era más o menos del tamaño de un baúl, y buscó dentro una llave. Luego dio un saltito y metió la llave en la cerradura de la puerta del local vacío que había junto a la tienda de Cora.

Rance se quedó atónito. ¿Aquella era la nueva dueña?

Comprendió entonces que esperaba algo distinto. Alguien como Cora, quizá. Pero no aquella mujer, desde luego.

–La mayoría de la gente va a comprar a las grandes librerías de Flagstaff –dijo alzando la voz, y enseguida pensó que debería haberse arrancado la lengua. Pero como todavía le era útil de vez en cuando, prefirió pegarla al paladar.

–¿Ah, sí? –dijo Eco con alegre despreocupación. Luego entró con el perro y cerró la puerta con fuerza.

Rance pensó en entrar hecho una furia y decirle un par de cosas, pero como ignoraba qué cosas podían ser, se quedó parado en la acera.

Antes de que pudiera darse la vuelta, la puerta de la tienda de Cora se abrió y sus hijas salieron corriendo. Eran las dos morenas, como él, pero tenían los ojos verdes de Julie.

Después del accidente de Julie, había tardado un año entero en poder mirar aquellos ojos sin encogerse por dentro. Todavía le pasaba a veces.

–¡Casi se nos olvida decirte adiós! –dijo Rianna, la pequeña, colgándose de su pierna izquierda con los dos brazos. Cumplía siete años ese sábado.

Maeve, alta para sus diez años, lo abrazó por la cintura.

A Rance se le ablandó el corazón y le escocieron un poco los ojos. Abrazó a las niñas y se inclinó para besarlas en la coronilla.

–Volveré dentro de un par de días –dijo.

Lo soltaron, retrocedieron y estiraron el cuello para mirarlo a la cara. Tenían una expresión escéptica.

–A no ser que decidas irte a otro sitio cuando acabes en San Antonio –dijo Maeve sagazmente, cruzando los brazos.

Rianna ya estaba mirando el Volkswagen rosa. Se acercó y tocó el guardabarros con reverencia, como si fuera una carroza encantada tirada por seis corceles blancos, en vez de un coche.

–Es como el coche de la Barbie –dijo, maravillada–. Solo que más grande.

Maeve levantó los ojos al cielo. La pequeña sofisticada.

–Sí –dijo Rance, aunque no tenía ni la más leve idea de cómo era el coche de la Barbie.

La puerta de la futura librería se abrió de nuevo y Rance oyó un tintineo. Se quedó confuso, hasta que se acordó de la pequeña campanilla metálica que Cora había colgado encima de la puerta de la peluquería para saber cuándo entraba un cliente. La tienda de Eco también debía de tener una.

Eco estaba en la puerta, con el delicioso hombro desnudo apoyado contra el marco descascarillado, sonriendo a las niñas.

–Hola –dijo, abarcando a Rianna y a Maeve con una mirada amable y chispeante, y dejando a Rance fuera del círculo–. Me llamo Eco. ¿Y vosotras?

–Eco –suspiró Rianna, extasiada.

–Te lo has inventado –la acusó Maeve con su escepticismo de siempre, aunque parecía tan intrigada como su hermana.

–Tienes razón, me lo inventé... más o menos –dijo Eco–. Pero me va bien, ¿no crees?

–¿Cómo te llamas de verdad? –preguntó Maeve.

Rance debería estar camino del aeródromo que había a las afueras del pueblo, donde el avión de McKettrickCo lo estaría esperando con Keegan y Jesse mirando el reloj cada pocos segundos, pero tenía tanta curiosidad por conocer el nombre de aquella mujer como su hija.

–Es un secreto –dijo ella misteriosamente, y se llevó un dedo a los labios como si dijera «chist»–. Puede que te lo cuente cuando nos conozcamos un poco mejor.

–Yo me llamo Maeve –dijo la hija mayor de Rance, estoicamente encantada.

–Y yo Rianna –dijo la pequeña.

–Bueno, si mi verdadero nombre fuera tan bonito como los vuestros, me habría quedado con él –confesó Eco.

Rance casi podía oír el rugido de los motores del avión revolucionándose.

–Será mejor que me vaya –les dijo a sus hijas, que parecían haberse olvidado de su existencia.

La perra blanca pasó junto a Eco, se acercó a Rianna y le lamió la cara.

Rance, que se había preparado para saltar en defensa de su hija, se quedó perplejo ante aquel despliegue de afecto canino.

Rianna se rio, acarició al perro y miró a su padre por encima del hombro.

–¿Podemos tener un perrito, papá?

–No –contestó él–. Viajo demasiado.

–Ni que lo digas –gorjeó Maeve. A veces era más como una mujer muy bajita que como una niña.

Eco levantó una de sus perfectas cejas.

–Adiós –les dijo Rance a sus hijas.

Rianna estaba ocupada haciéndole carantoñas a la perra. Maeve le lanzó una mirada.

Rance montó en su monstruoso todoterreno y se alejó.

 

 

–Me gusta tu coche –dijo Maeve, pero solo cuando el todoterreno de su padre se perdió de vista. A Eco, su mirada le recordó a la de Avalon sentada junto al Volkswagen la noche anterior, con la esperanza de que alguien la llevara.

–Y a mí tu perro –dijo Rianna.

–Papá no nos deja tener uno –dijo Maeve.

–Eso me ha parecido –contestó Eco cautelosamente. Eran niñas bien cuidadas. Llevaban el largo pelo moreno bien cepillado y recogido con horquillas pequeñas y bonitas, y sus pantalones vaqueros cortos y sus camisetas de colores parecían salidos de una tienda para niños ricos.

Así que ¿por qué le daban ganas de arrodillarse en la acera y abrazarlas? Seguramente tenían madre.

–Viaja mucho –dijo Rianna.

–Nosotras nos quedamos siempre con nuestra abuela –añadió Maeve.

–¿Vuestra madre también viaja? –preguntó Eco.

–Murió –dijo Maeve.

Eco se sintió perdida.

–Ah –contestó, a falta de una respuesta mejor.

La puerta del salón de belleza se abrió y una mujer con un complicado moño asomó la cabeza.

–Maeve, Rianna... –se detuvo, fijándose en el coche, luego en el perro y por último en Eco, y de pronto sonrió–. Usted debe de ser la señorita Wells –dijo.

–Eco.

–Eco, entonces –dijo la mujer amablemente–. Soy Cora Tellington, y supongo que ya conoces a mis nietas.

–Sí –dijo Eco con suavidad.

–Caray –dijo Cora, acercándose para estrecharle la mano–, te esperaba dentro de un par de días. Habría limpiado un poco el polvo a la tienda y ventilado el apartamento de arriba si hubiera sabido que llegarías tan pronto.

–Eres muy amable –contestó Eco, a la que ya le caía bien aquella mujer. Había comprado la tienda sin verla, y la transacción se había efectuado a través de fax y mensajería. Se preguntaba qué clase de persona era aquella Cora Tellington que vendía un local por Internet por casi nada. Seguramente Cora también se preguntaba cómo era ella.

–La verdad es que estoy deseando acondicionarla.

–¿No tienes muebles? –preguntó Maeve, mirando por el escaparate, que necesitaba una limpieza.

Rianna y Avalon se acercaron a Maeve y también echaron un vistazo.

–¿Cómo vas a abrir una librería si no tienes libros? –preguntó Rianna.

–Mis cosas vienen en un camión –explicó Eco–. Y tengo muchas cosas que hacer antes de poder llenar las estanterías.

Maeve silbó entre dientes de una forma que a Eco no debería haberle recordado a Rance McKettrick, pero que se lo recordó.

–Ya lo creo –dijo la niña.

Rianna se volvió y la miró con preocupación.

–¿Dónde vas a dormir?

–Aquí –contestó Eco–. Avalon y yo paramos en unos grandes almacenes y compramos una colchoneta inflable y unas sábanas.

–Será como estar de acampada –dijo Rianna, más tranquila.

–No, boba –dijo Maeve con todo el desdén de una hermana mayor–. Se acampa al aire libre.

–Ya basta –las interrumpió Cora suavemente, pero parecía tan preocupada como Rianna mientras estudiaba la cara de Eco–. En mi casa hay sitio de sobra –dijo–. El perro también puede quedarse, claro.

Eco se enterneció.

–Estaremos bien aquí, ¿verdad, Avalon? –pero mientras respondía pensó en Rance McKettrick y se preguntó si no debería haber aceptado su sugerencia y haberse ido a Sedona, a empezar su nueva vida allí.

No, decidió con la misma rapidez.

Para empezar de cero, Indian Rock, Arizona, era tan buen lugar como otro cualquiera.