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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Robyn Grady. Todos los derechos reservados.

UN CAMBIO INESPERADO, N.º 1904 - marzo 2013

Título original: Strictly Temporal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2686-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

 

Nada alteraba a Zack Harrison. Ni siquiera la inesperada nieve que caía en Denver. El fracaso en la negociación de su última compra no era para él un inconveniente, sino un reto. A la vez que se ponía el abrigo y tomaba el maletín, se despidió del conserje diciéndose que tendría que ser más creativo. No le importaba tener que esforzarse.

Lo único que ponía a prueba su paciencia era la prensa. Según los periodistas, era un tiburón que aplastaba a familias empobrecidas para ampliar su perverso imperio. ¿Y el artículo en el que se cuestionaba el trato que había dado a una ambiciosa actriz con la que había salido? Él siempre era respetuoso con las mujeres. Ally y él habían mantenido una relación sin ataduras; no había contado con que lo chantajeara si no le regalaba un anillo de compromiso. Afortunadamente, a Zack le daba lo mismo lo que la gente pensara de él.

Sin embargo, cuando salió del hotel, entró en un taxi y se abrochó el cinturón, su calma habitual lo abandonó y casi dio un salto en el asiento. Observando por un segundo a su inesperada compañía, se inclinó y dio un golpecito al conductor en el hombro.

–El último pasajero se ha dejado una cosa.

–¿Una cartera? –preguntó el taxista, mirando por encima del hombro.

–No –dijo Zack–. Un bebé.

La puerta del otro lado se abrió bruscamente y una ráfaga de aire frío entró al mismo tiempo que una mujer con un abrigo rojo con capucha. Colocándose una bolsa de viaje en el regazo, se calentó las manos con el aliento. Entonces vio algo de soslayo y posó sus ojos violetas, primero en el bebé y luego en Zack.

Al observarla, este sintió un inesperado calor en el pecho y tuvo la extraña sensación de conocerla. O al menos, de querer conocerla.

–Tenía tanta prisa que no te había visto –dijo ella–. La verdad es que con la nieve, casi no se ve. Es una locura, ¿verdad?

–Una completa locura –dijo él, esbozando una sonrisa.

–Llevaba un buen rato esperando el taxi al que había llamado el conserje, así que me he asomado hasta la curva por si lo veía llegar.

Zack dejó de sonreír al darse cuenta de que le había quitado el taxi creyendo que era el que él había pedido.

–¿Ha venido por una llamada? –preguntó al conductor.

–No, el hotel me quedaba de paso –el hombre se ajustó la gorra–. Y con este tiempo nadie sale a la calle a no ser que sea imprescindible.

Caperucita Roja se inclinó hacia él y dijo:

–Voy al aeropuerto. Tengo que llegar a Nueva York para hacer una entrevista mañana a primera hora. Escribo para Story Magazine.

A pesar de la aversión que Zack tenía a la prensa, el nombre le sonaba. En ese momento ella se bajó la capucha y lo dejó sin aliento.

Aunque el frío le coloreaba las mejillas de rosa, tenía una piel de porcelana. Una densa mata de pelo le caía sobre los delgados hombros y sus ojos violetas eran vivaces y luminosos.

Zack había salido con muchas mujeres espectaculares, pero nunca había estado junto a una que lo dejara literalmente sin respiración. Y no solo por su belleza, sino por la serenidad e inocencia de su mirada y de su actitud.

Tras la frustrante reunión con el dueño del edificio, había estado ansioso por retirarse a la casa en la que solía alojarse cuando estaba en la ciudad, pero la encantadora Mujer de Rojo tenía prisa por abandonar Denver y él estaba dispuesto a comportarse como un caballero. Por otro lado, eso dejaría en manos de la mujer y del taxista la responsabilidad del bebé, que, afortunadamente, seguía durmiendo apaciblemente.

La Mujer de Rojo lo estaba mirando.

–Veo que tienes una preciosa niña –dijo con un suspiro, antes de asir la manija de la puerta–. Voy a preguntarle al conserje por mi taxi.

Zack la sujetó de la manga precipitadamente. Cuando ella se volvió, él la soltó y, con una risa seca, dijo:

–No es mía.

–Pues mía tampoco –masculló el taxista.

La mujer parpadeó, desconcertada.

–Es un poco pequeña para viajar sola.

–¿Cómo sabes que es una niña? –preguntó Zack con curiosidad.

–Porque tiene una expresión muy dulce y una boca como un capullo de rosa.

El conductor tamborileó los dedos sobre el volante.

–El taxímetro está en marcha.

–Claro. Será mejor que baje –dijo ella.

Por segunda vez en el mismo día, Zack perdió la calma, pero en esa ocasión sintió que rompía a sudar.

–¿Qué se supone que debemos hacer con ella? –preguntó.

–A mi no me meta en esto –dijo el taxista, malhumorado.

–Le he dicho que no es mía –dijo Zack en tono severo.

La Mujer de Rojo ladeó la cabeza.

–¿Por qué estará aquí?

–Ni idea. ¿Quién fue su último pasajero? –preguntó Zack.

–Un hombre de ochenta y dos años con bastón. Iba a ver a su familia a Jersey y no llevaba ningún bebé –dijo el conductor como si acusara a de Zack de querer pasarle el problema.

Zack dejó escapar un gruñido. Al menos ella parecía creerle. Su rostro había palidecido y cuando habló, lo hizo en un susurro angustiado:

–¿Crees que la han abandonado?

–Eso tendrá que decidirlo la autoridad –dijo él.

A Zack no le gustaba nada el giro que estaba dando la situación. No sabía nada de niños y no tenía intención de aprender. El matrimonio y sus complicaciones eran asuntos a los que no le dedicaba ni un minuto de su tiempo. Pero en aquellas circunstancias… Caperucita Roja tenía prisa y lo cierto era que él había sido el primero en descubrir al bebé.

Tomó el asa del asiento del bebé y dijo:

–La llevaré a la policía –susurró en voz baja, por temor a despertarla–. Ellos llamarán a los servicios sociales.

–Pero pueden tardar un siglo en recogerla.

–Solo sé que los bebés no duermen eternamente y que no tengo ni comida ni pañales en el bolsillo de la chaqueta.

La Mujer de Rojo palpó el pie de la silla.

–Aquí hay un biberón y unos pañales.

–Los oficiales estarán muy agradecidos.

La mujer arqueó una ceja y Zack se preguntó si pretendía que hiciera de canguro.

El conductor ajustó el espejo retrovisor.

–¿Quieren los tortolitos que los dejé en un café para decidir qué hacer?

–No somos tortolitos –Zack asió el asa con fuerza mientras La Mujer de Rojo lo miraba fijamente antes de sorprenderlo al cerrar su mano sobre la de él.

La sensación que le transmitió su palma y los dedos rozando los de él le aceleró el pulso. En una fracción de segundo, Zack percibió su perfume cítrico y se dio cuenta de que no llevaba anillo, lo que le hizo pensar que no estaba comprometida. Cuando ella movió los dedos hasta colocar la mano sobre el asa y sus uñas tocaron la palma de Zack, este sintió un golpe de calor, una llamarada que se propagó por sus venas; y sus pensamientos se dispararon hacia regiones que no tenían nada que ver con niños, a no ser que fuera con hacerlos.

–Vete tú –dijo ella. Y Zack soltó el asa a regañadientes–. Yo la llevaré dentro. No puedo soportar la idea de que esté en una comisaría, rodeada de gentuza.

Zack fue a protestar, pero no lo hizo. Aquella mujer parecía de total confianza y competente. Con toda seguridad, la madre de la niña acabaría apareciendo y todo quedaría diluido en una anécdota que contarían a la familia en cada cumpleaños. Pero hasta entonces… Zack se cuadró de hombros y apretó la mandíbula. La Mujer de Rojo necesitaba que le echara una mano.

–Voy contigo –dijo.

–No es necesario.

Sin dar tiempo a que insistiera, ella bajó con la bolsa y, con la mano que tenía libre, hizo un gesto hacia la puerta del hotel. Zack miró por el parabrisas posterior y vio un portero uniformado que iba hacia ella con un enorme paraguas. James Dirkins, el dueño del hotel, había rechazado la oferta de Harrison Hotels, pero en aquel momento la determinación de Zack se multiplicó. En cuanto lo comprara, haría construir una marquesina.

Tras darle la bolsa al portero, la Mujer de Rojo tomó la sillita y se despidió con una sonrisa antes de que el portero cerrara la puerta. Zack los vio perderse tras la cortina de blanca nieve.

–¿Así que va al aeropuerto? –preguntó el taxista.

–No –dijo Zack sin dejar de mirar hacia el hotel.

–¿Quiere que adivine a dónde va?

Zack ni siquiera escuchaba al conductor. Caperucita Roja. Ni siquiera sabía su nombre.

–A mí me da lo mismo, pero si el taxímetro sigue corriendo, voy a poder retirarme –masculló el taxista.

Zack aguzó el oído creyendo que oía el llanto de un bebé. Nunca se sentía acorralado ni superado por las circunstancias, pero con un gemido, sacó la cartera, dejó un billete en el asiento delantero y dijo:

–Espere aquí hasta que vuelva.

 

 

Trinity Matthews sabía perfectamente que la situación tardaría en resolverse, pero aun así, mientras caminaba por el suelo de mármol hacia la recepción del hotel, con el peso de la sillita del bebé en el brazo, no se arrepintió de su decisión.

Los servicios sociales hacían lo que podían, pero la burocracia era complicada y los recursos limitados. En cierto momento, ella había solicitado un puesto en el departamento, pero tanto su experiencia personal con el sistema, como su personalidad la descalificaban para el trabajo. Había tantos niños desatendidos o abandonados, que habría acabado implicándose demasiado con cada uno de ellos.

Bajó la mirada hacia el bebé y la emoción le atenazó la garganta. Nadie pedía ser abandonado. Nadie merecía serlo, y menos un ángel como aquel. Si es que se trataba de un caso de abandono…

El eco de unos pasos a su espalda le hizo volverse. El hombre de ojos negros, voz de barítono y sonrisa familiar que había encontrado en el taxi trotaba hacia ella, esquivando clientes y personal. Cuando llegó a su lado, un mechón de cabello negro le caía sobre la frente. Por un segundo, Trinity sintió la misma agitación que él tenía por la carrera. Aquel hombre era de los pies a la cabeza un magnífico ejemplar de su especie… Y de nuevo tuvo la sensación de conocerlo de algo y de que quizá no debía confiar en él.

Entonces él se presentó y las piezas del puzzle se juntaron mágicamente:

–He olvidado presentarme –dijo, sonriendo–. Soy Zackery Harrison.

Trinity abrió los ojos con sorpresa al tiempo que se le contraían los músculos del estómago. ¡Por supuesto! Bajo la luz la figura del señor Harrison era inconfundible. En persona era tan sexy como en fotografía. Y por lo que sabía Trinity, probablemente tan ambicioso y arrogante como se decía.

Pero aquel no era ni el lugar ni el momento de decirle lo que pensaba de él.

–Yo soy Trinity Matthews –dijo, componiendo un gesto sereno.

–Trinity, lo he pensado y quiero ayudarte.

–¿Por qué?

Zack pareció titubear un instante antes de sonreír y contestar:

–Porque tengo un poco de tiempo libre mientras que tú tienes que volar a Nueva York.

Trinity se quedó absorta contemplando la sonrisa que había visto en tantas imágenes, con la que seducía a mujeres hermosas y persuadía a políticos para que transformaran vecindarios enteros en centros comerciales. A Trinity le hervía la sangre ante personas tan egoístas e inconscientes como Zack Harrison.

Para dominar su irritación, volvió su atención a la personita que llevaba en el brazo. ¿Quién podría abandonar algo tan maravilloso?

–Puedo tomar un avión más tarde –dijo–. Aunque no sepa mucho de bebés, seguro que sé más que tú.

Se suponía que las mujeres tenían espíritu maternal por naturaleza, aunque Trinity sabía mejor que nadie que ese no era siempre el caso.

Cuando Zack se cruzó de brazos como si con ello diera la discusión por zanjada, Trinity dejó la sillita en el suelo y lo imitó.

–No voy a marcharme hasta que me asegure de que la niña está bien –dijo con firmeza.

–Tengo una casa cerca de aquí…

–He dicho que no.

Los niños necesitaban atención y afecto, y Trinity dudaba de que Harrison fuera capaz de ninguna de las dos cosas.

–Mis vecinos cuidan de la casa cuando yo no estoy –continuó Zack–. La señora Dale es una abuela de diez nietos llena de vitalidad. Adora a los niños y en el pasado actuó de madre de acogida.

Trinity disimuló un escalofrío. A pesar de su experiencia, estaba segura de que había muchas madres de acogida excepcionales. Sin embargo, la que le había tocado a ella, Nora Earnshaw, era sinónimo de madre monstruosa.

–La señora Dale sigue teniendo todo el equipo necesario y estoy seguro de que estará encantada de ayudar –continuó Zack con ojos brillantes–. Y tú no querrás perder tu entrevista.

El trabajo lo significaba todo para Trinity. Le daba la oportunidad de viajar y de conocer a gente fascinante, y después de haber pasado casi toda su vida en un pueblo de Ohio, adoraba vivir en Nueva York. Allí estaban sus amigos y su vida. Por eso mismo, con un trabajo muy competitivo y en medio de una crisis en la que cada semana se despedía a varios periodistas, no podía permitirse poner en riesgo su puesto.

Trinity bajó de nuevo la mirada al bebé y se le encogió el corazón. No confiaba en Zack Harrison ni en su vecina. Su propia madre de acogida había aparentado adorar a los niños, pero todo era una gran mentira.

–¿Cómo puedes estar seguro de que tu vecina esté en casa?

–Los Dale son muy hogareños. Llevo varios días aquí y esta mañana, cuando salía, he visto a la señora Dale volviendo a casa después de haber llevado a dar un paseo a uno de sus nietos.

Trinity se mordisqueó el labio y vio que tanto el recepcionista como el botones y el conserje estaban pendientes de ellos y dispuestos a ayudar. Tomó una decisión:

–Estamos en un magnífico hotel. Podemos…

–Este bebé estaría mejor con alguien que sepa cuidarlo –dijo él en un tono que, aunque cordial, no admitía discusión.

Trinity sabía que tenía razón, y que si olvidaba sus prejuicios y confiaba en la vecina de Harrison, llevar a la niña a la casa de este era la mejor opción. Por otro lado, se preguntó hasta que punto su resistencia tenía que ver con la mejor opción para el bebé o con la antipatía que sentía por Harrison.

Miró de nuevo al bebé, que seguía durmiendo profundamente.

–De acuerdo. Vayamos –dijo.

–¿Los dos? –preguntó él, desconcertado.

–No puedo irme sin asegurarme de que esté bien atendida.

Zack Harrison la observó con una expresión que reflejaba tanta seguridad en sí mismo como un estado de alerta permanente, la marca de un hombre que proyectaba fuerza y que se sentía cómodo con esa imagen. Sin embargo, Trinity observó un cambio en su mirada que no llego a interpretar, pero que se parecía mucho al respeto.

–Si es así –dijo él–, será mejor que salgamos antes de que el taxista se marche.

Los dos se agacharon al mismo tiempo a tomar el asa de la sillita y cuando sus manos se tocaron, Trinity sintió una sacudida de calor que le recorrió las venas. Zack la miró y sonrió. Ella dominó sus aceleradas hormonas y se irguió.

–Antes de marcharnos, creo que debo admitir que sé quién eres.

Zack alzó la barbilla.

–Te lo he dicho yo mismo.

–Como todo el mundo, leo los periódicos. Sé que diriges la cadena de hoteles de tu familia y que haces lo que haga falta para conseguir aquello que te propones –Trinity titubeó, pero decidió continuar–: Y sé que te vanaglorias de ser un conquistador.

La sonrisa se le congeló en los labios a Zack.

–¿Perteneces a mi club de fans?

–Lo que quiero decir es que accedo a esto porque creo que es lo mejor para la niña.

–¿Y no porque soy despiadado e irresistible?

Trinity sintió que el corazón le daba un vuelco.

–Desde luego que no.

Zack se aproximó a ella mirándola fijamente con ojos brillantes y sonrisa provocativa.

–De acuerdo, ya que hemos aclarado eso, podemos marcharnos. A no ser que…

Trinity se puso alerta.

–¿A no ser que qué?

–A no ser que nos lo quitemos de en medio lo antes posible.

–¿Que nos quitemos de en medio qué?

–Pensaba que igual querías darme una bofetada o una patada.

Trinity sintió que se le relajaban los hombros. Por un instante había creído que… Pero era una estupidez.

–Intentaré contenerme –dijo.

–Supongo que no habrás pensado que iba a actuar según mi carácter, tomarte en mis brazos y besarte.

Trinity se ruborizó.

–¡Por supuesto que no!

–Puesto que soy un animal, ¿cómo puedes estar tan segura?

–No soy tu tipo –señaló Trinity–. Y aunque lo fuera, no creo que quieras llamar nuevamente la atención por un incidente después de haber aparecido en todos los periódicos la última semana –miró a su alrededor–. Estamos en un sitio público y hoy en día todo el mundo tiene una cámara en el móvil.

Zack la miró con frialdad.

–¿Crees que me preocupan los cotilleos?

–Supongo que no –Trinity ladeó la cabeza–. Pero quizá deberían preocuparte.

Zack sonrió maliciosamente.

–Puede que tengas razón –se acercó a unos milímetros de ella, clavándola en el sitio con la mirada, y dijo–: Y puede que deba proporcionarle al mundo algo de lo que verdaderamente valga la pena hablar.