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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

2012 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados.

PROHIBIDA, N.º 28 - Febrero 2013

Título original: Forbidden

Publicada originalmente por Hqn.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2649-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

 

 

A Bellbridge Montagu, Monty, el más leal animal de compañía y mejor amigo que una escritora podría tener, con amor y felices recuerdos.

Nota de la autora

 

En la nobleza inglesa, existen una decena de títulos que son transmitidos también por línea femenina, junto a la masculina. El título que heredará Margery es uno de ellos.

 

Las cartas del Tarot son usadas para predecir el porvenir y la suerte de los personajes de Prohibida. El Tarot ha venido utilizándose durante siglos para adivinar el futuro.

Prólogo

 

La Rueda de la Fortuna: el destino hace girar su rueda.

Londres, abril de 1817.

 

 

El hombre que se hallaba sentado frente a él tenía una cierta reputación.

Implacable. Inteligente. Frío. Peligroso.

El señor Churchward sabía muy poco de su historia. El barón Henry Wardeaux había sido militar. Su manera de hablar aún conservaba un tono de autoridad, expeditivo y directo. Había combatido con Wellesley en la guerra de España, donde había sido conocido como «El Ingeniero» por su talento en las fortificaciones militares. Había hecho asimismo otro trabajo, según se rumoreaba: una misión secreta al otro lado de las líneas enemigas. El señor Churchward era abogado, un hombre acostumbrado a lidiar con hechos y cifras, pero creía en las historias que se contaban sobre Henry Wardeaux.

–Y bien, señor Churchward... –empezó Wardeaux, retrepado en la butaca de alto respaldo y cruzando elegantemente las piernas–. ¿Habéis descubierto alguna prueba de que la señorita Mallon sea la nieta de lord Templemore?

Nada de cortesías o comentarios sobre el tiempo, templado y húmedo con retraso. Nada de preguntas por la salud del señor Churchward, que era buena aunque con algunos achaques de gota. Lord Wardeaux no malgastaba sus palabras.

El señor Churchward removió sus papeles un tanto nervioso. Se aclaró la garganta.

–No hemos encontrado prueba definitiva alguna por el momento, milord –admitió–. Solo han pasado dos días –añadió, procurando no adoptar un tono muy defensivo.

Habían pasado dos días desde que un hombre se había presentado ante el señor Churchward con información de que la nieta del conde de Templemore, que llevaba veinte años desaparecida, se hallaba sana y salva trabajando como primera doncella de una dama de Londres. Dos días de frenética actividad para intentar descubrir si la información podía ser cierta.

Había sido una noticia asombrosa, que había reavivado tanto la salud como las esperanzas del viejo conde. Había despachado a Londres a Henry Wardeaux, su ahijado y heredero, inmediatamente. Si el informe era cierto, Henry Wardeaux dejaría de ser el heredero en favor de la joven. Templemore era uno de los escasísimos títulos en todo el país que continuaba transmitiéndose por línea femenina.

Churchward se preguntó cómo se tomaría lord Wardeaux la pérdida de la herencia. Nunca lo sabría. Henri Wardeaux nunca revelaba sus sentimientos ni sobre ese ni sobre ningún otro asunto.

–Si aún no habéis encontrado pruebas, ¿qué es lo que habéis encontrado? –inquirió Wardeaux.

El señor Churchward soltó un profundo suspiro.

–Hemos descubierto bastante sobre la familia adoptiva de la señorita Mallon, milord. Y nada bueno de todo ello.

Los firmes labios de Wardeaux estuvieron a punto de curvarse en una sonrisa.

–¿De veras?

–Su hermano mayor posee un negocio de compra-venta de artículos de segunda mano. Se trata de una tapadera para la venta de bienes robados –explicó Churchward–. El hermano mediano trabaja en una taberna, y el más joven... –el abogado sacudió tristemente la cabeza–. No existe actividad delictiva en la que no haya participado. Salteador de caminos, estafa, robo...

–¿Cómo es que no está encerrado?

–Porque es hábil para escaparse –respondió el señor Churchward.

Esa vez, Henri Wardeaux se echó a reír.

–Así que de esa cueva de ladrones procede la nieta y heredera de lord Templemore.

–Quizá –admitió el abogado. La prueba circunstancial de que Margery Mallon era realmente lady Marguerite Saint-Pierre era muy fuerte, pero al señor Churchward le desagradaban ese tipo de pruebas. Eran irregulares, faltas de verificación en firme. Lo que él quería eran hechos, testigos, testimonios escritos, y no las desvaídas miniaturas del guardapelo y el broche de granates que su informante le había suministrado.

Jugueteó con la pluma de ganso que descansaba sobre su escritorio. Nunca en su prolongada y distinguida carrera al servicio de la nobleza se había tropezado con un caso semejante. Cuando la hija del conde había sido asesinada veinte años antes y secuestrada su hijita de cuatro años, ni Bow Street ni los detectives que había contratado el conde habían sido capaces de encontrarla. El duelo del conde había durado años.

Wardeaux se removió ligeramente en su butaca.

–Si no podéis demostrar que la señorita Mallon es efectivamente la nieta de lord Templemore, señor Churchward, tendré que hacerlo yo mismo.

–Si me concedéis más tiempo, milord... –empezó el abogado, pero Wardeaux alzó una mano con un gesto tan autoritario que se calló.

–No tenemos tiempo –había un filo acerado en la serenidad de sus palabras–. El conde está deseoso de reunirse con su nieta.

El señor Churchward entendía la urgencia. El conde se estaba muriendo. Aun así, vaciló. Conocía a Margery Mallon y, entregando el caso a Henry Wardeaux, se sentía como si la estuviera arrojando a los lobos.

–Milord...

Wardeaux esperó. Churchward percibió su impaciencia. Era un hombre duro, un hombre frío que había desterrado toda delicadeza y amabilidad de su vida.

–La niña no tiene noción alguna de su parentesco –le advirtió–. Según mis indagaciones, es absolutamente... –buscó la palabra apropiada– inocente.

Wardeaux le lanzó una mirada que el abogado encontró desconcertante. La sombría expresión de sus ojos sugería que hacía mucho tiempo que había olvidado el significado de la verdadera inocencia.

–Entiendo –repuso lentamente Wardeaux, levantándose–. ¿Dónde puedo encontrarla?

Capítulo 1

 

La Luna: cuidado, porque no todo es lo que aparenta ser.

 

 

El reloj de la catedral de San Pablo estaba dando las diez campanadas cuando Margery entraba en el burdel de la señora Tong por la puerta de servicio del sótano. No había pretendido llegar tan tarde. Normalmente se presentaba en el Templo de Venus durante el día, cuando no había clientes y las cortesanas descansaban en sus habitaciones en previsión de una ajetreada noche. Las chicas de la señora Tong eran generosas, que era más de lo que podía decirse de su propia ama. De hecho, hacían pasar a Margery a sus reservados y le cambiaban vestidos, sombreros, guantes y todo aquello que no les servía ya por los dulces y golosinas caseras que ella misma elaboraba.

Esa noche había llevado piña confitada y dulces de mazapán, pasteles de azúcar y diminutas galletas napolitanas de bizcocho y mermelada. Subió por la escalera de servicio hasta el tocador de la primera planta. La habitación era un verdadero motín de colores, con sus cojines de seda púrpura y dorada, y las cortinas corridas de terciopelo rojo. El aire parecía más denso con el murmullo de las conversaciones y los olores a perfume y a cera de velas. Las chicas se estaban preparando para su jornada nocturna, pero casi se desmayaron de placer cuando vieron a Margery con su cesta. En seguida corrieron a cambiar chales y guantes por los dulces.

–¡Chicas, chicas! –la señora Tong entró en la sala con el aire de un domador de circo acorralando a sus fieras–. ¡Los caballeros ya están llegando! –la madama dio una enérgica palmada–. Señorita Kitty, lord Carver pregunta por vos. Señorita Martha, intentad complacer a lord Wilton esta vez. Señorita Harriet... –solo en ese momento permitió que una leve y helada sonrisa asomara a sus labios, el duque de Tyne está muy satisfecho con vos.

La señora Tong bajó un escote aquí y subió una falda allá antes de despachar a sus chicas al salón. Se marcharon parloteando y envueltas en una nube de perfume, despidiéndose con la mano de Margery mientras se chupaban el azúcar de los dedos. Margery las observó bajar por la escalera noble como una banda de aves exóticas y multicolores. Acostumbrada como estaba a subir y bajar por los pasadizos de los sirvientes, solo había vislumbrado una vez los salones de recepción del burdel: parecían suntuosos y llenos de misterio, un mundo peligroso y diferente, cargado de sedas brillantes y ricos terciopelos, y adornado con las más bellas y diestras cortesanas de todo Londres.

La habitación se vació, el parloteo se fue apagando. Los pequeños ojos oscuros de la señora Tong la recorrieron con desdén, como si fuera una experta en calibrar el precio de todo y no viera en ella valor alguno. Margery sabía lo que estaba pensando. Durante años había visto aquel mismo pensamiento reflejado en los ojos de la gente. Era bajita y menuda, un ratoncillo de mujer. Estaba acostumbrada a ello y no le importaba. En su experiencia al servicio siempre de los demás, había podido ver que la belleza terminaba acarreando problemas.

–Será mejor que te vayas –la señora Tong se metió una de las figuras de mazapán de Margery en la boca, cerrando los ojos con expresión de éxtasis mientras el azúcar se le derretía en la lengua–. Asegúrate de utilizar la escalera de servicio –añadió, cortante. El azúcar no parecía haber endulzado su humor–. No quiero que ninguno de los clientes se entere de que trabajas para mí –de repente descubrió el vestido dorado cuya cola asomaba bajo su cesta–. ¿Es esa ramera inútil de Kitty la que se ha deshecho de ese vestido? Todavía sirve –tiró de la prenda, que cayó al suelo en una cascada de seda y encajes–. Vamos, márchate. Y deja ahí esos dulces de piña.

–Si no hay vestido, tampoco dulces de piña –replicó Margery con tono firme.

La señora Tong puso los ojos en blanco; hizo una bola con el vestido y se lo arrojó a Margery, que lo cazó al vuelo.

–Me quedaré también el mazapán –dijo, arrebatándole el paquete de dulces de la cesta.

La última imagen con que se quedó de la señora Tong, mientras cerraba la puerta y salía al rellano, tuvo mucho de impúdica: la madama derrumbada en una mecedora, la peluca torcida, toda despatarrada, engullendo dulces como una mujer hambrienta.

El rellano estaba silencioso y en sombras. Las chicas estaban en ese momento abajo, agasajando a sus clientes con vino y picantes conversaciones. Era seguro que la señora Tong se reuniría con ellas tan pronto como se hubiera recuperado de sus excesos. Margery podía escuchar retazos de música y risas a través de las puertas abiertas del salón. Se dirigió sigilosamente a la escalera de servicio, ahogados sus pasos por la mullida alfombra. Incluso aunque hubiera perdido el vestido dorado por culpa de la mezquindad de la señora Tong, que no había sido el caso, aquella noche se había hecho con un buen botín. Eran tres pares de guantes, dos sombreros, uno de ellos aplastado, seguramente por culpa de algún amoroso encuentro... dos vestidos más, uno con un feo desgarro, un precioso pañuelo de seda algo manchado de vino, y todo un rico surtido de ropa interior. Eso último la había sorprendido, ya que las chicas solían decirle que no llevaban ninguna.

Pensó que Billy se pondría contento. Era un buen botín de material para podría ser reutilizado o vendido. El hermano de Margery y su mujer regentaban una tienda en Giltspur Street que comerciaba con ropa de segunda mano y otros artículos. Margery nunca hacía demasiadas preguntas por la naturaleza de los negocios de Billy, ya que sospechaba que era una tapadera de bienes robados, pero él era justo con ella y le entregaba una parte de los beneficios de la venta.

Al día siguiente, en su día libre, entregaría la ropa y se reuniría con Billy, Alison y su prole a tomar el té. Esa noche, sin embargo, tenía que volver a Bedford Square. Lady Grant era un ama amabilísima, pero incluso ella se quedaría desconcertada si llegaba a descubrir que su doncella frecuentaba sistemáticamente los burdeles de Londres.

Margery había recorrido ya medio rellano cuando su pie chocó con algo tirado en la alfombra turca y se tambaleó. La cesta se le escapó de las manos. El vestido dorado, que antes había vuelto a guardar apresuradamente en su cesta, se deslizó por entre los barrotes de hierro de la barandilla y, flotando como un globo aerostático en el hueco de la escalera, fue a caer con tanta lentitud como elegancia en el suelo de mármol del gran vestíbulo del burdel.

Margery se quedó estupefacta. No quería perder el caro vestido de seda, por el que había cambiado hasta tres paquetes de golosinas.

Por otro lado, sin embargo, no deseaba que la sorprendieran aventurándose en aquellas zonas del burdel que le estaban prohibidas. La señora Tong era capaz de prohibirle la entrada si vulneraba alguna regla, con lo que perdería una muy lucrativa fuente de beneficios.

Muy lentamente, con exquisito cuidado, Margery comenzó a bajar de puntillas la ancha escalera noble, con todos sus sentidos alerta. Había bajado la mitad de los escalones cuando oyó un sonido procedente del piso superior y se quedó helada, pegada a la pared entre varias estatuas de ninfas y pastores alborozados y desnudos. Algo largo y duro se le clavó en las costillas: el falo de un sátiro de mármol con una expresión particularmente soñadora. No cabía duda sobre el motivo de su felicidad. Margery miró con ojo crítico aquella parte de su anatomía. No tenía un conocimiento de primera mano sobre aquellas cuestiones, pero el sentido común le decía que semejante tamaño no podía ser natural. Podía ser que todas las estatuas de la señora Tong estuvieran exageradamente superdotadas. Si ese era el caso, Margery esperaba que los clientes no se sintieran ofendidos por la comparación.

Bajo otro cauteloso paso, y otro. Solamente tres más y alcanzaría el suelo de baldosa ajedrezado del gran vestíbulo del burdel, con lo que el precioso vestido dorado estaría por fin a su alcance. Lo recogería, se lo guardaría en la cesta y se escabulliría luego por la puerta que comunicaba con los cuartos del servicio, bajo las escaleras.

Era un plan sencillo, y estuvo a punto de funcionar.

Casi había llegado a la puerta verde cuando descubrió que alguien le bloqueaba el paso. No era la señora Tong, toda airada e indignada, sino un hombre, de pie entre las sombras. No se movía. Ni hablaba.

La luz de las velas iluminó por un instante su rostro, enfatizando algunos rasgos, disimulando otros. Margery podía ver que tenía el cabello oscuro, aunque fue incapaz de distinguir su tono exacto. Necesitaba, por cierto, un corte de pelo. Su cara era delgada y atezada, de altos pómulos que le recordaron las caras esculpidas de las estatuas que había visto en las iglesias. Tenía sendos hoyuelos en las mejillas y un tercero en el mentón, también. Un extraño escalofrío la recorrió. Era un hombre con cara de santo pero ojos de pecador: oscuros, perversos, cargados de secretos. Las cejas eran de trazo enérgico, también negras, y la boca no era ni demasiado fina ni demasiado gruesa. Cuando sonrió, Margery se dio cuenta de que se lo había quedado mirando fijamente, particularmente sus labios.

Un rayo de calor la atravesó de pronto, feroz e inusitado, como el trago de un licor ardiente. Aturdida, retrocedió un paso. Hacía demasiado calor en el burdel. Quizá fuera por eso por lo que se sentía repentinamente tan débil, o quizá estuviera incubando alguna gripe, como le habría dicho su abuela.

El caballero seguía sin moverse. Miraba a Margery, y ella lo miraba a su vez. Era un caballero; de eso no había ninguna duda. Vestía ricamente, algo que Margery, con su ojo para el estilo y el color de la ropa, sabía apreciar en seguida. Llevaba al cuello una corbata con un elaborado nudo que ni siquiera reconoció, sujeta por un alfiler de diamante. Una chaqueta de corte elegante se ajustaba a sus hombros sin la menor arruga, al igual que los prietos pantalones de piel de ciervo. Era todo un dandi, pensó Margery. Tenía el instinto bien aguzado de todo sirviente para reconocer las diversas cualidades en hombres y mujeres. Era un hombre a la moda, pero intuía que había mucho más detrás: algo oscuro, profundo y quizá peligroso, que no acertaba a identificar. Se estremeció de nuevo.

El caballero seguía bloqueando su vía de escape.

–¿Puedo ayudaros en algo, señor? –le preguntó, y se arrepintió de aquellas palabras nada más pronunciarlas, porque se daba cuenta de que no era precisamente la expresión más afortunada a utilizar en un burdel.

Algo relampagueó en los ojos del caballero. Irguiéndose, dio un paso hacia ella. Margery agarró con fuerza el asa de su cesta, haciéndola crujir.

–Estoy seguro que sí podréis –su voz era dulce y suave.

Parecía divertido. Sus labios se curvaron en otra lenta sonrisa, que llegó hasta sus oscuros ojos para encenderlos con un calor que hizo ruborizar a Margery. La extraña excitación que le provocaba retumbó en su sangre todavía con mayor persistencia.

«Es un libertino», se recordó. «Lleva cuidado...».

–Yo no trabajo aquí –se apresuró a explicar.

El caballero se detuvo, recorriéndola con una detenida y meticulosa mirada. Sus ojos tenían una expresión que Margery había visto antes. La había visto en los ojos de tantos hombres que habían contemplado a las bellas mujeres de vida licenciosa para las que trabajaba. La había visto en la mirada de todos aquellos que contemplaban sus golosinas caseras. Era una mezcla de avidez, especulación y deseo.

Nadie la había mirado así. Nadie la había mirado a ella como si quisiera comérsela, probarla, saborearla y paladear ese placer. Semejante idea era absurda, imposible.

Solo que no lo era, ya que efectivamente la estaba mirando con extremado interés y... tragó saliva, con la garganta repentinamente seca... un deseo inequívoco.

Tenía que tratarse de algún error. La estaría confundiendo con otra.

–De modo que no trabajáis aquí –repitió con tono suave. Dio otro paso hacia ella, alzó una mano y le acarició levemente la mejilla con el dorso. No llevaba guantes y su contacto era cálido. La piel de Margery se recalentó aún más.

–Sí. Solo estoy de visita.

Los ojos del caballero se abrieron de sorpresa. Su sonrisa, radiante como el reflejo del sol en el agua, se profundizó.

–No hay nada malo en ello –repuso.

–¡No! Quiero decir... –Margery se quedó confusa–. No he venido a... –se interrumpió, preguntándose cómo podría definir las numerosas y variadas prácticas sexuales que ofertaban las pupilas de la señora Tong, que no ella.

–Por supuesto. Habréis venido de incógnito –el desconocido se encogió de hombros–. No os preocupéis. La señora Tong complace todos los gustos. Muchas damas gustan de disfrazarse de doncellas. María Antonieta, por ejemplo –sonrió–. La cesta es un bonito detalle.

–Yo no voy disfrazada –replicó Margery. Lo dijo en un susurro, porque parecía haber perdido el habla ahora que el caballero estaba tan cerca–. Trabajo realmente de primera doncella de una dama.

El desconocido se echó a reír.

–Entonces es que sois muy ambiciosa, para complementar vuestros ingresos de esta manera.

«Oh, Dios», exclamó Margery para sus adentros. Ahora pensaba que era una chica de cascos ligeros que trabajaba a tiempo parcial en el burdel... No habría sido el primer caso. Conocía a muchísimas sirvientas que vendían sus favores: era más lucrativo que fregar suelos. Se rumoreaba en la ciudad que en una ocasión lord Osborne había visitado su burdel favorito con su doncella, que hacía las veces de cortesana. Margery nunca había pensado en complementar sus ingresos de aquella forma. Cuando abandonó Berskhire rumbo a Londres, lo había hecho con las advertencias de su abuela resonando en los oídos:

–Londres es un pozo de vicio y perversión –le había asegurado la abuela Mallon–. Te lo juro... yo he estado una vez allí. Consérvate entera para tu marido, niña mía.

Margery no se había preocupado mucho de encontrar marido, pero sí de conservarse entera. Eso sí era importante para ella.

Además de que nadie le había pedido todavía que renunciara a su virtud. Los dos criados gemelos de lady Grant eran demasiado guapos y estaban demasiado enamorados de sí mismos para fijarse en nadie más, y el resto del plantel de servicio masculino era demasiado joven, o demasiado poco atractivo. Y eran sus amigos. Margery no había sentido inclinación amorosa alguna hacia ninguno de ellos.

Tenía sin embargo un admirador, Humphrey, que era segundo jardinero de la casa vecina. Le llevaba flores, se la quedaba mirando fijamente y enrojecía si ella le hablaba. Humphrey le recordaba a un animalillo perdido y abandonado. Sentía compasión por él, y una especie de impaciente afecto. Él no le hacía temblar, ni se le debilitaban las rodillas ante su presencia, como le estaba ocurriendo en aquel instante. No la dejaba sin aliento ni le aceleraba el corazón como un tambor.

Pero a Margery también la habían advertido sobre los guapos caballeros, los que elegían como presas a ingenuas chicas de provincias. Su abuela no andaba equivocada. London era solar y refugio de todos los vicios existentes, y Margery estaba segura de que aquel caballero se hallaba íntimamente familiarizado con unos cuantos de ellos. Había algo absolutamente perverso en su persona.

–Me temo que se trata de un malentendido –le dijo. Tuvo que obligarse a hablar, y la voz le salió ronca y aguda al mismo tiempo–. No soy una... una chica de cascos ligeros, ni estoy aquí para disfrutar de los placeres del burdel...

–¿Estáis segura?

Había creído detectar un matiz de decepción en su voz. Tragó saliva.

–Ni siquiera... –su boca estaba peligrosamente cerca–, ¿de un simple beso?

–¡Soy virgen! –casi chilló Margery, y vio que sonreía.

–Se necesita algo más que un beso para que dejéis de serlo, corazón.

Siguió un largo silencio durante el cual Margery pudo sentir el calor de su cuerpo y escuchar el retumbar de su propio pulso en los oídos. Quería besarlo. El estómago le dio un vuelco cuando tomó conciencia de ello. Una feroz curiosidad la tentó, mezclada con un punto de malicia. Apenas podía dar crédito a lo que estaba sintiendo. Esas cosas no le sucedían a ella; era demasiado sensata para desear besar a un desconocido caballero en un burdel. O al menos eso había creído. Era como si algo de aquella decadente y libidinosa atmósfera se le hubiera contagiado, como si hubiera bebido demasiado vino, y allí estaba ella con aquel hombre que era la tentación personificada...

Sintió de pronto el roce de los labios del caballero en los suyos, un contacto tan leve que casi pensó que lo había imaginado. El caballero capturó luego su aliento de asombro con otro beso, cálido y dulce, que la tomó completamente por sorpresa. Fue, de hecho, su primer beso. Alguna vez se había preguntado por lo que se sentiría al ser besada por un hombre, y ahora, de repente, lo sabía. Las sensaciones eran demasiado numerosas para que pudiera identificarlas. Solamente fue consciente de la fortaleza de sus brazos en torno a ella y del contacto de su boca sobre la suya. Fue todo chispas y llama, feroz deseo, el dolor sordo de un anhelo que la dejó temblando de una forma que jamás antes había experimentado.

Con exquisita ternura, los labios del caballero lograron hacer que ella entreabriera los suyos, sus lenguas entraron en contacto y todo pareció fundirse en una niebla de sorpresa y aturdimiento absolutamente deliciosa. Comprendió en ese momento por qué a la gente le gustaba tanto besarse. No quería detenerse. Sentía su cuerpo blando y dispuesto frente al fuerte y duro del caballero. Un peculiar anhelo se alojó en la boca de su estómago. Estaba perdida en un mundo nuevo y peligroso, y no deseaba que la encontraran.

Una puerta se cerró de pronto a su derecha. Margery dio un respingo, sobresaltada, y salió del círculo de los brazos del caballero. La ternura se desvaneció y se sintió aterida de frío y consternada a la vez. Ella no era ninguna Cenicienta, ni tampoco la protagonista de alguna de las novelas góticas que solía leer en secreto. Era una criada, y aquel hombre un caballero. Se preguntó en qué diablos habría estado pensando. Pero no: bien lo sabía. Había estado pensando en que besar a un hombre era la más deliciosa ocupación que había descubierto nunca. Más exactamente, había estado pensando que besar a aquel hombre en concreto era la cosa más deliciosa del mundo. Solo que no era ni justo ni adecuado.

–No –se llevó los dedos a los labios en un gesto fugaz y traicionero, y vio que se le dilataban las pupilas cuando siguió el movimiento con los ojos–. No –insistió–. Esto es algo absolutamente inconveniente que...

–¡Tú! –en un revoloteo de pañuelos y un estrépito de pulseras, la señora Tong se abalanzó sobre ella como una vengativa arpía–. Te dije que... –se interrumpió al ver que el caballero se situaba al lado de Margery con actitud protectora. Una sonrisa de incongruente desenfado transformó de pronto sus angulosos rasgos–. Os suplico me perdonéis, señor. No os había visto. Esta joven, ¿os está quizá importunando? No trabaja aquí –la señora Tong lanzó a Margery otra amenazadora mirada–. Mis chicas son muchísimo más profesionales y...

–No lo dudo, señora –la cortó el caballero, y con un tono tan suave que no pareció una interrupción–. Pero andáis equivocada. Yo me había perdido... –un matiz de diversión tiñó su voz–, y la señorita Mallon no estaba haciendo otra cosa que darme unas indicaciones, algo de lo que le estoy más que agradecido.

–Dado que ella misma no está donde debería –repuso la señora Tong–, me sorprende que haya podido indicaros bien –suavizando su tono, apoyó una mano sobre el brazo del caballero–. Si quisierais acompañarme, señor, puedo ayudaros en todo lo que necesitéis. Y tú... –señaló con la cabeza a Margery–, fuera de aquí.

–Buenas noches, señora –Margery podía sentir los ojos de la madama taladrándola. Sabía que la señora Tong sospechaba que estaba intentando quitarle un cliente. Aquella sería la última vez que le sería permitida la entrada en el Templo de Venus–. Señor –se inclinó cortésmente ante el caballero–. Espero que podáis encontrar vuestro camino.

Aquella provocativa sonrisa volvió a saltar a sus ojos, haciéndola estremecerse.

–Habláis como una predicadora metodista, señorita Mallon.

Margery se marchó. No quería verlo entrar en el salón del burdel con la señora Tong, donde inmediatamente se vería rodeado de todas aquellas escandalosas cortesanas. El pensamiento le provocó una especie de sordo dolor en el corazón. Era estúpido que eso le importara tanto, cuando lo único que había hecho era flirtear con él. Aquel hombre tardaría menos de un día en olvidarse de ella, o más probablemente menos de una hora. Se abrió entonces la puerta del salón, y las luces y la música se derramaron sobre el suelo ajedrezado del vestíbulo. Margery se colgó la cesta del brazo y salió apresurada por la puerta verde que comunicaba con los cuartos del servicio.

Atravesó la cocina, llena de vapor, donde las cocineras sudaban para preparar los platos con los que la señora Tong agasajaba a sus clientes. Nadie la miró. De nuevo se había tornado invisible. Una vez en la calle, en medio de la noche estrellada, los pies le pesaron de pronto como si fueran plomos. Intentó decirse que no era más que cansancio. No tenía que ver con el caballero que había conocido en el burdel, ni con la consiguiente decepción producida por la interrupción del encuentro. Estaba cansada porque había madrugado para lavar la ropa interior de seda de lady Grant, de una calidad tan exquisita que la señora no confiaba en nadie más para hacerlo. Había trabajado durante todo el día y, una vez que volviera a Bedford Street, tendría que quedarse levantada durante las primeras horas de la madrugada esperando a que lady Grant volviera del teatro. La gente que pensaba que la primera doncella de una dama llevaba una vida fácil no tenía la menor idea.

–¡Moll!

Margery dio un respingo y se dio la vuelta. Su hermano Jem era el único que la llamaba Moll. Esperó mientras su alta figura se destacaba entre las sombras de la esquina de la calle y avanzaba hacia ella.

–Me pareció que eras tú –le dijo, alcanzándola. Sonrió–. ¿Qué diablos estabas haciendo en un burdel, Moll?

–Ocupándome de mis propios asuntos –le espetó Margery.

Jem le alzó la tapa de la cesta y extrajo los últimos pasteles de miel que quedaban. Margery le dio un manotazo, pero él se los comió de todas maneras.

–Se estropearán si nadie se los come –dijo Jem–. Están muy ricos –añadió con la boca llena–. Deberías haberte hecho cocinera, en lugar de doncella.

–Yo no quiero ser cocinera. Solo quiero hacer dulces y pasteles –su sueño era ser pastelera y vivir de su propia producción. Pero abrir una tienda era demasiado caro, así que mientras tanto se ganaba el uso del horno de Bedford Street ayudando a la cocinera de lady Grant con los postres franceses más complicados.

–Cuando haga fortuna –dijo Jem, limpiándose la boca con el dorso de la mano–, yo te montaré una tienda. Te lo prometo.

Margery se echó a reír.

–Me temo que me moriré antes de ver ese día –repuso sin rencor alguno. Sabía que Jem gastaba en juego, bebida y mujeres cada penique que ganaba en sus dudosas actividades.

Aunque nunca lo admitiría, Jem era su hermano favorito. Siempre estaba dispuesto a ayudarla, aunque era más de diez años mayor que ella. Sabía que no debería preferirlo a los demás porque Billy trabajaba duro para mantener a su mujer y a su cada vez más numerosa familia, y Jed, de vuelta en Berkshire, era mozo de recados en un respetable hotel. Jem, en cambio, era un bribón aparentemente incapaz de trabajar un solo día en algo decente. Pero por mucho que se esforzara Margery no podía enfadarse con él, ni siquiera en ese momento, cuando estaba dando buena cuenta de los pasteles que le quedaban. Era el encanto que tenía, pensó mientras los cubría con la tela. Jem era capaz de encandilar a cualquiera.

–Te acompaño –se ofreció él.

–No creas que con ello conseguirás más pasteles –le advirtió Margery.

Jem se echó a reír.

–Eres una mujer dura, Moll.

–Y si tú no fueras mi hermano –repuso Margery– no estaría perdiendo el tiempo contigo.

La plaza de Covent Garden estaba llena de gente. Una dama elegante, del brazo de un caballero mayor de engreído aspecto, volvió la cabeza para mirarlos. Margery suspiró. Era siempre lo mismo. Las damas de toda condición parecían incapaces de resistirse a Jem. Su pelo dorado y sus ojos azules, su sonrisa y su aire de aspecto rufianesco obraban una suerte de magia en ellas. Se deshacían de su ropa, de sus inhibiciones y de sus maridos para hacerle compañía en la cama.

Jem dedicó a la dama una exagerada inclinación y sonrió con descarada arrogancia.

–Por el amor de Dios –dijo Margery, tirándolo del brazo–. ¿Por qué no las cobras por mirarte?

Jem rio de nuevo.

–No sería mala idea.

–Estoy segura de que la señora Tong te daría empleo. Le gustan los chicos guapos.

–No es la única –repuso Jem con un aire de suficiencia. Le palmeó una mano–. Vamos, señorita Mallon. Será mejor que me prestéis un poco de vuestra respetabilidad.

Margery se detuvo entonces en seco, haciendo que otra pareja chocara contra ellos en medio de exclamaciones y disculpas.

–¿Qué diablos...? –inquirió Jem, extrañado.

Margery no lo oyó. Presa de un escalofrío de inquietud, agarraba con fuerza el asa de su cesta. Se veía nuevamente trasportada al vestíbulo del burdel, sintiendo las manos del desconocido en su piel, saboreando su beso y escuchando su voz suave y melosa mientras aplacaba a la arpía.

«La señorita Mallon no estaba haciendo otra cosa que darme unas indicaciones...»

Por primera vez, Margery se dio cuenta de que aquel caballero había sabido su nombre.

Capítulo 2

 

El Mago boca abajo: truco y engaño.

 

 

Margery estaba sentada en el último escalón de la escalera noble de la casa de lady Grant en Bedford Street. A su lado se hallaba Betty, la segunda doncella. Estaban ocultas por la curva de la escalera y la columna del rellano superior. Ninguno de los invitados que llenaban el vestíbulo central podía verlas, mientras que ellas disfrutaban de la más espléndida vista. Esa noche, lord y lady Grant daban una cena con baile en uno de los principales acontecimientos de la nueva temporada de Londres, y se decía que toda la buena sociedad se desvivía por asistir. Las fiestas que daba lady Grant estaban terriblemente de moda. No recibir una invitación era como estar socialmente muerto.

–Oh, señorita Mallon –dijo Betty con sus grandes ojos castaños abiertos como platos mientras contemplaba la escena que se desarrollaba abajo–. ¡Mirad qué ropas! ¡Mirad qué joyas! –le clavó maliciosa un codo en las costillas–. ¡Y qué caballeros! ¡Son tan guapos...!

–Estoy concentrada en los vestidos, Betty, no en los caballeros –le recriminó Margery–, y tú deberías hacer lo mismo si algún día quieres ser primera doncella de una dama.

Hizo un rápido boceto de uno de los vestidos en su cuaderno de notas. Lady Grant era una líder en moda, un modelo a seguir, y, como primera doncella personal suya, era responsabilidad de Margery que lo continuara siendo. Ese era el motivo de que estuviera estudiando a las damas que salían del comedor, tomando notas de sus joyas y vestidos, de las combinaciones de colores, telas y estilos. Sabía reconocer el trabajo de determinadas modistas y adivinar, con la diferencia de una o dos guineas, el precio de cada vestido. Era buena en su trabajo y disfrutaba de verdad en veladas como aquella.

Margery dejó de pronto de dibujar, mordiendo el extremo de su lápiz. Betty estaba en lo cierto. Esa noche estaban presentes algunos caballeros muy guapos: no podía fingir lo contrario. Por un instante vio el rostro de otro caballero en su mente: un hombre de perversa sonrisa y risueños ojos oscuros, y evocó un beso tierno y candente, cargado de promesas. Un ardiente cosquilleo la recorrió, como si su cuerpo entero hubiera empezado lentamente a despertar.

Margery no había dejado de pensar en el caballero del burdel durante toda la semana transcurrida desde su encuentro, y el hecho de que no fuera capaz de desterrarlo de su cerebro estaba empezando a irritarla. Había evocado su voz, suave pero con una nota de autoridad; había recordado la forma que tenía de ladear la cabeza, el brillo de sus ojos, su sonrisa. Desde luego que se había acordado de su sonrisa... No había visto otra cosa mientras se afanaba en su trabajo, cuando vestía a lady Grant para salir a pasear al parque, volvía a vestirla para asistir a alguna velada teatral o la desnudaba a su regreso. Se había vuelto tan distraída que había llegado a almidonar en exceso los encajes, remendar con pésimas puntadas un vestido de lady Grant y equivocar el color de las plumas de su sombrero francés. Se había confundido de joyero y había doblado mal el abrigo favorito de lady Grant.

Y luego estaba el beso. Aquel beso había acosado tanto sus sueños como sus vigilias. En su estrecho catre de las buhardillas había soñado con que lo besaba, para despertarse ruborizada y confusa, con el corazón acelerado y el cuerpo temblando de pasión. No estaba segura de lo que deseaba: solo de que el cuerpo le dolía y temblaba por él, y de que cuanto más se esforzaba por ignorarlas, más crecían en intensidad aquellas ilícitas y exigentes necesidades que reclamaban ser satisfechas. Estaba irritable y furiosa consigo misma por no ser capaz de combatirlas. No era una chica normalmente inclinada a fantasías, y se le antojaba extraño y perturbador soñar con un hombre, sobre todo cuando solamente lo había visto una vez.

–Qué colorada estáis, señorita Mallon –Betty la miraba con curiosidad.

–Hace mucho calor aquí –dijo Margery.

Expulsó de su mente el recuerdo del beso para concentrarse en la multitud de invitados que en ese momento llenaban el vestíbulo central. Lady Rothbury, la hermana de lady Grant, estaba particularmente impresionante con vestido de eau de nil que resplandecía con sus hilos de oro. Su mirada siguió viajando por el maremágnum de estilos y colores, los destellos de diamantes y el aleteo de los abanicos. Una mezcla de aromas de perfumes y flores de invernadero impregnaba el aire. El rumor de las conversaciones resonaba en sus oídos. Margery estiró el cuello para estudiar mejor a una dama alta y delgada con un vestido de rayas de estilo llamativamente parisien. Su gesto llamó la atención del hombre que se hallaba justo a su lado. El caballero alzó de repente los ojos y sus miradas se encontraron.

Fue como si todo el aire de sus pulmones escapara de golpe. Las velas de las lámparas empezaron a girar como una noria iluminada.

Era el caballero del burdel.

Continuaron mirándose durante un buen rato mientras los sonidos retumbaban en los oídos de Margery y las luces la aturdían, incapaz como era de moverse o respirar siquiera. Entonces el caballero inclinó la cabeza en el más levísimo de los saludos, con una burlona sonrisa dibujándose en sus labios, y Margery supo que la había reconocido. Para cuando al fin fue capaz de moverse de nuevo, su rubor se había intensificado tanto que fue como si estuviera ardiendo. El lápiz escapó de sus dedos. El cuaderno cayó de su regazo mientras se incorporaba, alisándose la falda con manos torpes. El corazón le martilleaba bajo el corpiño y le sudaban las palmas de las manos.

¿Quién era aquel hombre? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿La dejaría en paz alguna vez?

Si aquel caballero le comentaba a lady Grant que una de sus doncellas había estado en el burdel de la señora Tong, ese sería el fin de Margery: la echarían a la calle sin recomendaciones y sin perspectiva alguna de volver a encontrar otro trabajo respetable. Su cuerpo acalorado se volvió frío, helado. Se vería obligada a suplicarle a su hermano Billy que le consiguiera un trabajo. No sería una furcia de taberna y ni siquiera una meretriz porque no era lo suficientemente bella y, además, no cabía pensar que...

–¡Señorita Mallon!

Los aterrados y pesimistas pensamientos de Margery se sucedían a toda velocidad; transcurrió un momento antes de que se diera cuenta de que se estaban dirigiendo a ella. La señora Biddle, el ama de llaves, se hallaba a un paso de las dos, fulminándolas con la mirada. Betty soltó una leve exclamación y se apresuró a levantarse, las manos en las ruborizadas mejillas y una expresión de horror en los ojos por haber sido sorprendida. Margery recogió lápiz y cuaderno mientras se esforzaba por recuperar la compostura.

–Apresúrate, Betty –le dijo la señora Biddle, enérgica–. Tienes trabajo que hacer.

Betty improvisó una cortesía y se apresuró a retirarse.

–Lo siento –se disculpó Margery–. Fue culpa mía. A Betty le gustaría ser algún día primera doncella y yo le estaba enseñando algunas cosas.

–Lady Grant ha pedido su pañuelo de gasa plateado –le informó la señora Biddle, suavizando su tono. Se mostraba siempre muy respetuosa con la posición de Margery como primera doncella. En otras palabras, la mimaba–. Si pudierais bajárselo al salón, señorita Mallon, el señor Soames se encargará de entregárselo a milady.

–Por supuesto, señora Biddle –dijo Margery. Habría sido impropio que ella entregara directamente el pañuelo a lady Grant. Nadie sino el mayordomo y los criados de librea podían ser vistos en una velada tan elegante como aquella. El resto del servicio debía hacerse invisible.

Se dirigió apresurada al dormitorio de lady Grant y localizó el pañuelo que complementaba perfectamente el vestido de noche de lady Grant. Era de una finura exquisita, bordado con diminutas estrellas y lunas de plata. Por un instante, Margery se lo llevó a una mejilla, disfrutando de la caricia de la tela contra su piel. Nunca en toda su vida había poseído un objeto tan lujoso.

Con un pequeño suspiro de envidia, se puso el pañuelo bajo el brazo y atravesó el pasillo para bajar por la escalera de servicio. Vaciló antes de empujar la puerta verde que comunicaba la zona de servicio con el vestíbulo central. No sabía bien por qué. Su misterioso caballero, quienquiera que fuera, estaría en aquel momento en el salón de baile con la delgada dama del elegante vestido. No había posibilidad de que se encontrara con él.

Efectivamente, el vestíbulo central se encontraba ya vacío. No pudo evitar una ligera punzada de tristeza.

El señor Soames la estaba esperando en el salón. Margery le tendió el pañuelo y el mayordomo lo tomó con reverencia, como si se tratara de una sagrada reliquia. Intentó no reírse. El señor Soames siempre se mostraba muy solemne con todo, pero el cargo de mayordomo era muy importante, el colmo de la ambición profesional de un sirviente masculino. Él mismo le había dicho que, si tenía suerte y trabajaba duro, ella misma podría llegar a la cúspide de su profesión y convertirse algún día en ama de llaves.

El señor Soames se alejó con su preciosa carga, cerrando sigilosamente la puerta tras él. Margery esperó durante unos segundos en el ambiente cálido y silencioso del salón.

Tenía mil y una obligaciones esperándola. Debía ordenar el vestidor de lady Grant, y dejar preparada su ropa de cama para cuando finalmente se retirara del baile. Mientras tanto, tenía una pila de zurcidos pendientes, un trabajo invisible que exigía buena vista y dedos diestros. La cabeza le dolía solamente de pensar en las diminutas puntadas que tendría que dar bajo la débil luz de la vela.

En lugar de ello, y siguiendo un impulso, abrió la puerta del salón y salió a la terraza. Los zurcidos podrían esperar unos minutos más.

Hacía frío fuera, a esas alturas de año. El aire era fresco, el cielo neblinoso olía al humo de todas las chimeneas de Londres. Del jardín subía el dulce aroma de las flores mezclado con el perfume y el olor a cera de las velas. Margery aspiró profundamente. Podía oír la música del salón de baile. La orquesta estaba atacando las primeras notas de una contradanza. Podía imaginarse la escena: el resplandor de las velas, las joyas, los vívidos colores irisados de los vestidos. Un mundo tan cercano y a la vez tan inalcanzable.

La música evocaba en su interior algo durante largo tiempo perdido. En su recuerdo, podía escuchar una orquesta tocando y ver un enorme salón de baile extendiéndose interminable. Las luces reflejándose en enormes espejos. El susurro de los vestidos de seda rodeándola.

Sus pies empezaron a moverse con la música. Hacía años que no bailaba. Habitualmente se quedaba sentada en los bailes de criados que los amos insistían en celebrar cada Navidad. No tenía deseo alguno de que le aplastaran los pies algún torpe cochero que se tenía por buen bailarín.

Dio vueltas por la terraza, sintiéndose ligera como el aire. Era ridículo, y sonrió mientras se imaginaba lo muy ridícula que debía parecer. Era la clase de cosas que nunca hacía. Siempre era demasiado seria, demasiado sensata para permitirse una actividad tan frívola como bailar sola en una terraza iluminada por la luna.

La música cambió. Empezó a sonar un vals, y Margery se descubrió chocando de pronto contra un pecho duro, muy masculino. Unos brazos la rodearon, sosteniéndola. Sintió bajo las palmas la aterciopelada tela de una chaqueta particularmente cara y bien cortada. Y en las piernas la presión de unos asimismo duros y masculinos muslos, cubiertos por unos también caros y elegantes pantalones. Margery advirtió todos esos detalles y se dijo que era porque, como doncella que era, estaba entrenada para reconocerlos, en vestimentas masculinas y femeninas, al primer vistazo y al primer contacto.

–Bailad conmigo –le dijo su caballero de los ojos oscuros. Le sonreía de la misma manera que le había sonreído en el vestíbulo del burdel antes de besarla, con aquella perversa y provocativa sonrisa.

La estaba agarrando de la forma en que un caballero agarraba a su pareja en un vals, pero de repente, Margery no deseó otra cosa que liberarse y salir corriendo. Había perdido el aliento y se sentía atrapada y excitada a la vez.

–No sé bailar el vals –protestó. Era un baile moderno, nuevo y bastante escandaloso. Al menos de la manera en que él la estaba agarrando. Podía sentir el calor de su cuerpo y oler su colonia a lima. Su aroma hacía que la cabeza le diera vueltas, lo que constituía una sensación cuando menos curiosa.

HW

Sabía que no volvería a verlo.