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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados.

TODA UNA DAMA, Nº 6 - abril 2013

Título original: Lady Polly

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2002.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ Harlequin, HQN Diamante y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3089-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

1812

 

–¡Estás loco, Henry! –le dijo Simon Verey apoyado en la mesa a su amigo, en un tono que, en distintas circunstancias, bien podría haberlos enfrentado–. ¡Deja que pasen unas cuantas semanas, o unos cuantos meses, hasta que todo el mundo pierda interés en los perniciosos rumores de miss Jacques! ¡Si vas esta noche a casa de lady Paulersbury, van a hacerte picadillo!

La única respuesta de lord Henry fue sonreír de medio lado mientras examinaba en el espejo el complicado nudo de su corbata de color violeta.

–El napoleón –musitó–. Me gusta el estilo. Es limpio y ordenado. ¿Qué te parece, Simon? Lánguido y romántico. Muy apropiado para esta noche. ¿Crees que me traerá la misma suerte que al francés?

–¿En el amor o en la guerra? –preguntó Verey.

Lord Henry volvió a sonreír.

–Lamento no poder seguir tu consejo, Simon –continuó–. Debo ver a lady Polly Seagrave esta noche. Aún albergo la esperanza de convencerla para que consienta en ser mi esposa.

Verey apretó los labios. Ya había visto en otras ocasiones aquella mirada de su amigo, y no le cabía la menor duda de que iba a acarrearle serios problemas. Había algo tenso y al acecho en su figura, tan elegantemente vestida, un elemento que parecía estar a punto de escapar a su control. Y él comprendía bien su desesperación, aunque creía que su amigo se equivocaba.

–No van a permitir que te acerques a ella –profetizó en tono sombrío–. ¡Pero si toda la ciudad piensa que has intentado seducir a miss Jacques para al día siguiente pedir en matrimonio a lady Polly por su fortuna! ¡Te van a hacer pedazos, Henry!

Lord Henry se encogió de hombros.

–Lady Polly no debería creer tal cosa de mí, Simon. ¡Yo sé que ella me habría aceptado si el conde no se hubiera opuesto!

Verey movió despacio la cabeza. ¿Qué locura podía haberse apoderado de lord Henry para pedirle al estirado y viejo conde de Seagrave la mano de su hija en matrimonio estando circulando aquellos rumores tan desagradables? Henry debía saber que el conde estaba tan arriba en el escalafón social que jamás daría su beneplácito a la unión de su propia hija con un hombre que había sido tachado de tenorio y embustero.

Con su habitual apetito de escándalos, la alta sociedad había diseminado rápidamente las acusaciones de miss Sally Jacques según las cuales Henry Marchnight le había prometido pedirla en matrimonio con el único fin de seducirla. Verey sabía que miss Jacques era la hija de un burgués que había intentado entrar en la élite de la sociedad de la ciudad y cuya desilusión por ser incapaz de pescar a Henry la había empujado a concebir aquella perversa venganza. Verey también sabía que la mayor parte de la alta sociedad consideraba a miss Jacques una joven de mala educación y que el interés por aquella historia no tardaría en desvanecerse. Ojalá Henry pusiera en práctica también en aquella ocasión su proverbial distanciamiento. Pero arrastrado por la pasión que le inspiraba lady Polly Seagrave, parecía incapaz de esperar tan siquiera unos días a que las cosas se enfriaran, algo muy poco corriente en él. Estaba dispuesto a apoyar a su amigo, pero también estaba convencido de que la velada iba a ser un desastre.

 

 

La recepción que les dispensaron en casa de lady Paulersbury fue tal y como lo había predicho Verey y aún peor. El silencio se apoderó de la estancia cuando lord Henry Marchnight fue anunciado. Hombres a quienes consideraba amigos le dieron educadamente la espalda. Algunas mujeres murmuraron maliciosas detrás de sus abanicos, mientras otras se apartaban de él con expresión de disgusto. Hubo incluso un momento en que temió que lord Paulersbury lo echase de la casa, pero afortunadamente prevaleció el consejo más atemperado de su esposa. Aun así, fue tratado como un paria social, ignorado o ridiculizado, lo cual resultó una experiencia harto desagradable e incómoda.

Nada más ver su esbelta figura al otro lado del salón, lady Polly Seagrave supo que lord Henry había ido a buscarla, y contuvo la respiración. ¡Atreverse a soportar tanto oprobio sólo por tener la oportunidad de hablar con ella! Porque estaba segura de que sabía que su padre les había prohibido mantener ninguna clase de contacto y que la ciudad entera se hacía eco del escándalo de miss Jacques.

¿Cómo habría sido capaz de urdir una mentira tan burda sobre lord Henry? Sally y Polly habían sido amigas durante un tiempo, antes de que los celos de Sally por las atenciones que lord Henry le dispensaba a ella las hubiesen distanciado. Sally lo había organizado todo para que su carruaje se averiara cerca de la casa de lord Henry en Ruthford, y se había aprovechado de su hospitalidad para hacer noche en su casa, con lo que había comprometido a ambos. De nada había servido que lord Henry adujera que la dama de compañía de la señorita Jacques y su propia servidumbre eran carabinas más que suficiente, y que nada había ocurrido entre ellos. La opinión pública, atizada por miss Jacques y su dama de compañía, que habían sugerido que lord Henry le había hablado de matrimonio sólo para granjearse sus favores, creía firmemente que era su deber casarse con ella, y que su negativa a hacerlo sólo demostraba que no era un caballero. De ahí a tachar a Henry Marchnight de seductor irredento no había mediado más que un paso.

Unos días antes, al oír aquella maledicencia de labios de dos matronas, Polly no había podido contenerse y había contestado que todo aquello era mentira. Inmediatamente las dos damas la habían mirado intrigadas, y su madre se había visto forzada a acudir en su auxilio.

–¡Haz el favor de callarte, Polly! –le había susurrado lady Seagrave al oído–. ¡Vas a hacer que piensen que lord Henry también te ha seducido a ti!

–¡Lord Henry no ha seducido a nadie! –había murmurado furiosa–. ¡Es un hombre de honor!

Durante un instante, lady Seagrave pareció sentir lástima por su hija.

–Lord Henry puede ser tan honorable como quieras, pero nadie lo creería en este momento. Y es que la mentira les parece mucho más interesante que la verdad. ¡Así que haz el favor de ser una buena chica y no volver a hablar con él!

Polly había parecido dispuesta a rebelarse. Lord Henry siempre había sido con ella un perfecto caballero, y estaba algo más que medio enamorada de él. Pero su padre le había explicado con suma claridad por qué no podía aceptar las atenciones de lord Henry. Y como ella tenía sólo dieciocho años y estaba acostumbrada a obedecer a sus padres en todo y sin hacer preguntas...

En aquel instante, lady Seagrave tiró suavemente de su brazo para obligarla a volverse y que la mirada intensa de los ojos grises de lord Henry no la inquietara más de lo que ya lo había hecho.

–Ni se te ocurra dirigirte a él –le advirtió su madre con una sonrisa de disimulo para aquéllos que las miraban con abierto interés.

Polly sabía que a su madre la movía la mejor de las intenciones. El buen nombre de una joven era un patrimonio muy frágil y cualquier escándalo podía contaminarlo fácilmente. Varias veces había visto cómo una reputación podía quedar tan manchada que su dueña no pudiera llegar a casarse. Pero ella se sentía arrastrada por sus sentimientos. Era la primera vez que se enamoraba y él la había colmado de atenciones durante los últimos meses, sin traspasar jamás el límite de la corrección y sonriéndole con todo el calor y la ternura que hablaban con más claridad que cualquier palabra, tanto que Polly se había sentido deliciosamente segura y apreciada.

Se dejó arrastrar obedientemente por su madre, pero no pudo resistirse a mirar por encima del hombro. Lord Henry seguía observándola y Polly sintió un escalofrío de excitación y al mismo tiempo de nervios, temiendo que fuese a hacer algo que pudiera comprometerlo aún más. Sería algo deliciosamente romántico, pero bastante difícil de manejar, y ella no estaba segura de saber qué hacer si llegaba a declararle su amor.

 

 

Pasó mucho tiempo antes de que lord Henry pudiese hablar a solas con Polly. Durante todo el baile había sido consciente de su presencia, del modo casual en que la había estado observando toda la velada. Pero no se había quedado sola ni un momento. Lady Seagrave, un verdadero dragón en cuanto a su única hija se refería, la siguió a todas partes hasta que Polly le dijo con aspereza que sabía ir al tocador de señoras sin necesidad de que la acompañase.

Fue precisamente ese momento el que lord Henry aprovechó para materializarse en el corredor desierto y hacerla entrar en una habitación vacía antes de que ella tuviera tiempo tan siquiera de pestañear. Era una situación tremendamente excitante, pero también un poco amedrentadora. Había algo especial en lord Henry aquella noche, algo decidido que casi le hacía parecer desconocido. No estaba acostumbrada a emociones tan fuertes. La existencia en casa de los Seagrave discurría en armonía y el conde nunca había cometido la vulgaridad de mostrar sus sentimientos.

Polly sabía muy poco del amor. Quería a sus padres con el debido respeto, y sabía también que sus hermanos, en un momento o en otro, habían mantenido ciertas relaciones con damas a las que cubrían de atenciones, relaciones que, según había oído decir a su madre sin que ella se diera cuenta, tenían muy poco que ver con el amor. Y allí estaba, ante ella, lord Henry Marchnight, ardiendo con otro tipo de pasión, tan intensa que la asustaba.

–¡Lord Henry! –exclamó, temblándole un poco la voz–. Ya sabe que mi padre me ha prohibido hablar con usted...

Él tomó sus manos con los ojos fijos en los suyos.

–¡Lo sé, pero tenía que verla! Sé que se niega a que la corteje, pero no podemos permitir que eso nos separe. ¡Escápate conmigo, amor mío! Si te confías a mí...

Pero Polly había retrocedido asustada. Había palidecido y sus mejillas habían llegado a quedarse tan pálidas como el prístino pañuelo que llevaba al cuello.

–¿Huir contigo? Pero...

–¡Te quiero! ¡Cásate conmigo!

Polly se tambaleó. Se sentía como zarandeada por una tormenta, tan ardiente, tan apasionado se mostraba, que por un instante pensó en ceder a la tentación. Pero sus sentimientos apenas habían despertado y todo lo que cuidadosamente le habían inculcado durante años conspiraba contra él. Su mismo ardor la alienaba, y supo, un momento antes de que retrocediera, que iba a rechazarlo.

–¡No podría hacer tal cosa! Mi padre... el escándalo...

El horror de lo que se imaginaba le hizo abrir de par en par los ojos, pero se interrumpió al ver la expresión de lord Henry. Quizás se hubiera precipitado. Aquellos ojos grises, tan tiernos y apasionados antes, parecían en aquel instante tan fríos y lejanos que Polly se mordió los labios. Era como mirar el rostro de un extraño.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y de pronto tuvo la certeza de que había despreciado algo infinitamente precioso sin comprender de verdad de qué se trataba. Extendió una mano hacia él, pero lord Henry ya se estaba dando la vuelta.

–¡Polly! –era el tono horrorizado de lady Seagrave que los miraba desde las sombras con la mirada iluminada por el fuego de la ira–. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Ya sabía yo que no podía dejarte sola! Y en cuanto a usted, señor mío,...

Se volvió hacia lord Henry, pero él ya se marchaba, no sin antes realizar una impecable y elegante inclinación ante la condesa primero y ante Polly después.

–No ha de temer nada de mí en lo que concierne a su hija, madame –dijo en tono frío y cortés–. Le doy mi palabra de que jamás volveré a acercarme a ella.

Y se marchó, dejando a Polly con el consuelo del mundo que le era familiar y una desconocida desolación en el corazón.

1

 

1817

 

Sir Godfrey Orbison no entendía a las mujeres. Nunca había contraído el vínculo del matrimonio y, habiéndose visto privado de lazos familiares con mujeres que pudieran haberlo guiado, carecía de la preparación necesaria para saber tratar a una ahijada que consideraba alocada y desagradecida.

–¿Lo has rechazado porque no lo quieres? –preguntó incrédulo y uniendo sus gruesas cejas negras para mirar desde debajo de ellas a lady Polly Seagrave–. ¿Y quieres decirme qué tiene eso que ver? ¡Pues sería bonito que hubiera que querer a la esposa de uno! ¡Lo único que importa aquí es que es el heredero del ducado de Bellars, y que puede ofrecerte un futuro mucho más halagüeño que el de ser una solterona sin donde caerse muerta! ¡Y además, una solterona que empieza ya a chochear!

La condesa viuda de Seagrave se abanicaba sofocada, pero lady Polly se permitió una ligera sonrisa que le marcó unos pequeños hoyuelos en las mejillas. Sabía que el mal genio de su padrino no duraría mucho, y que le tenía tanto cariño que conseguía, casi siempre, salirse con la suya. Rechazar al quinto pretendiente de la temporada y el decimonoveno de su vida estaba poniendo, no obstante, a prueba su paciencia. Y él era su fideicomisario, junto con su hermano mayor, y como tal podía decidir sobre su asignación si así le parecía. Dentro de dieciocho meses cumpliría veinticinco años y podría disponer de su propio dinero, pero si sir Godfrey decidía hacer de ella una solterona que no tuviera donde caerse muerta hasta entonces, tenía capacidad legal para hacerlo, de modo que había llegado el momento de utilizar un poco de tacto y encanto.

Así que sonrió con dulzura y dijo:

–Mi queridísimo sir Godfrey, usted ha sido como un padre para mí desde que el mío murió, y le agradezco de todo corazón sus consejos, pero estoy convencida de que usted no puede querer de verdad que me case con John Bellars. Es un caballero agradable, aunque aburrido como una ostra, pero es la anciana lady Bellars quien lleva las riendas del ducado. ¡Lo tiene completamente plegado a su voluntad, y ella es la mujer más tacaña que...!

–¡Ejem! –opinó sir Godfrey.

–¡Una verdadera avarienta! –aportó la condesa viuda de Seagrave–. Tengo entendido que tiene muy controlado al joven John, a pesar de que no tiene derecho a controlar su fortuna. Y –añadió astutamente–, ¿no fue precisamente Augusta Bellars quien trató de echarte el lazo en tus días de merecer, Godfrey? Si no recuerdo mal, te persiguió con bastante vehemencia. ¡Incluso en el club se hicieron apuestas!

La ira de sir Godfrey volvió a encenderse.

–¡Por San Jorge, lo había olvidado! Qué mujer más agotadora. No sé cómo se las arreglaba para encontrarme siempre dondequiera que estuviera, diciéndole a todo el mundo que había algo entre nosotros. Bueno... –suspiró pesadamente–, teniendo a tal personaje en la familia, es imposible. ¡Incluso podría considerarlo una segunda oportunidad de pescarme!

–¡Algo absolutamente aborrecible! –declaró la condesa viuda de Seagrave, sonriendo tanto de alivio como de alegría. La idea de que la duquesa de Bellars pudiera perseguir a sir Godfrey le proporcionaba una secreta diversión. Los hombres solían tener una imagen bastante inflada de su atractivo.

Sir Godfrey había vuelto a mirar a Polly, quien seguía sentada con la barbilla apoyada en la mano y sonriéndole. A pesar del cariño que le profesaba, debía de considerarla otro ejemplo de una mujer enojosa.

–¡Sabes perfectamente que esto no puede seguir así, Polly! –la reprendió–. ¡Diecinueve pretendientes, todos hombres de valía, y ninguno a la altura de tus pretensiones! –carraspeó, decidido a dedicarle un sermón–. Pensé que a Julian Morrish lo ibas a aceptar, y ha sido una estupidez no hacerlo. ¡Ejem! –carraspeó–. ¡No hay hombre mejor en todo Londres! Y Seagrave se tomó el rechazo de Morrish tan mal...

La condesa viuda de Seagrave se aclaró delicadamente la garganta. Enseguida había percibido la incomodidad de su hija, ya que el color había acudido rápidamente a las facciones de Polly, haciéndola parecer mucho más animada y bonita. Así era siempre antes, pensó con una repentina punzada de arrepentimiento, al recordar una ocasión, cinco años atrás, en la que su hija acababa de ser presentada en sociedad y estaba llena de alegría y energía, y no la joven fría y distante que era ahora, conocida por su desmesurado orgullo. Lady Polly había sido una joven atractiva, con su preciosa melena oscura y sus expresivos ojos castaños. No le habían faltado pretendientes, pero ninguno de ellos parecía satisfacer sus expectativas. Ningún hombre en cinco años había podido convencerla de sus méritos.

Y en cuanto a Julian Morrish, desde luego tenía que reconocer que había sido un incidente desafortunado. Nick Seagrave, su hijo mayor, se había puesto furioso al enterarse de que Polly había rechazado al que era su gran amigo, lo cual había creado una gran tensión dentro de la familia, ya que Julian era un caballero al que no se le podía objetar nada, hasta tal punto que Peter, el otro hermano de Polly, había dicho una mañana al unirse a ellos para desayunar que preferiría volver a enfrentarse a los franceses en Waterloo que ser el blanco del mal humor de sus hermanos.

–Puede que lo mejor fuese que Polly se retirase a descansar un rato, sir Godfrey –dijo la condesa, consciente de que su hija seguía teniendo las mejillas arreboladas–. Esta noche vamos al ridotto de lady Phillips, y ya sabe que ahora Polly se cansa con facilidad. Polly, tesoro...

En respuesta a la seña de su madre, Polly se levantó, besó a sir Godfrey en la mejilla y salió de la habitación. Ojalá no hubieran mencionado a Julian Morrish.

Al llegar al vestíbulo, se apoyó en uno de los pilares de mármol y acercó la mejilla a la piedra fría. Sabía que sir Godfrey se iba a enfadar al enterarse de que había rechazado a Bellars, sobre todo habiendo pasado tan poco tiempo después del fiasco de Julian Morrish. Pero es que no habría podido aceptar a Morrish ni a ningún otro mientras el espectro de lord Henry Marchnight siguiera imponiéndose entre ella y cualquier hombre que pudiera conocer. Una lágrima rodó de sus ojos cerrados y tuvo dificultades para tragar.

Tras su obligado distanciamiento de lord Henry cinco años atrás, su estado de ánimo había quedado muy resentido. Se había reprendido una y otra vez por haber carecido del valor y la fe necesarios para fugarse con lord Henry. Había experimentado una intensa sensación de pérdida, como si hubiese tirado algo de un valor incalculable, algo que nunca podría recuperar. La expresión de lord Henry al marcharse aquella noche, su distanciamiento, el desprecio que debió de inspirarle su debilidad, la habían perseguido durante mucho tiempo. Sólo más tarde, cuando fue haciéndose mayor y comprendió en su justa medida lo que había perdido, se dio cuenta de que el amor que sentía por ella era mucho más maduro que la pasión infantil que ella creía sentir por él, aunque lo que de verdad había ocurrido era que no estaba preparada para aceptar la responsabilidad de su amor y todas sus implicaciones, que no estaba lista para enfrentarse y desafiar a su familia y huir con él.

Los peores momentos de su tristeza fueron pasando, sobre todo porque no volvió a ver a lord Henry en la ciudad, y sus caminos no se cruzaron demasiado durante unos cuantos años. Cada vez que oía hablar de él era para referir alguna historia de sus aventuras amatorias, ya que al parecer se había convertido en un calavera impenitente. El corazón le dolía al oír esas historias, como si una parte de sí misma no pudiera olvidarse de él. Y al final, el verano anterior, sus sentimientos dormidos habían vuelto a la vida.

Lord Henry había pasado el verano en Suffolk, mientras ella estaba en Dillingham con su madre y sus hermanos, de modo que era inevitable que acabaran encontrándose. Habían intentado evitarse en la medida de lo posible, pero Polly había descubierto horrorizada que su enamoramiento infantil se había transformado sin saber cómo en algo mucho más intenso y que su rechazo a todos los candidatos que se le habían presentado a lo largo de los últimos cinco años había estado influido por lord Henry. Y puesto que ya nunca podría casarse con él, no se casaría con ningún otro.

Todo aquello hacía aún más difíciles para ella las ocasiones en que se encontraban, tanto que se maldecía por no ser capaz de aparentar aquel frío distanciamiento que él le dedicaba. En público, se veían obligados a intercambiar unas cuantas palabras, pero el resto del tiempo, lord Henry era fiel a lo que había dicho la noche en que lo rechazó: que nunca volvería a acercarse a ella. Por otro lado, su reputación hacía que cualquier señorita de compañía palideciese ante su presencia. Aunque era muy probable que sus escapadas se exagerasen, no había duda de que se había vuelto muy desenfrenado y no se le consideraría un acompañante adecuado para una dama soltera. Y aparte de todo eso, había una razón más poderosa e inesperada por la que no podía esperar renovar su afecto...

El sonido de unas voces en la puerta principal la sacó de su ensimismamiento. Su cuñada, Lucille, se despedía de una pareja en la puerta y entraba al vestíbulo quitándose los guantes. Polly se acercó a ella.

–¡Lucille! ¡Cómo me alegro de volver a verte! –exclamó. Su cuñada tenía una mirada penetrante que decidió desviar preguntándole–: ¿Quiénes eran esas personas? Parecían un poco excéntricos.

Lucille se rió.

–Ella era la señora Golightly, amiga de miss Hannah More, y me estaba hablando de su trabajo en la Bettering Society. Trabajan para mejorar la situación de los pobres, ¿lo sabías? Y el caballero es un poeta, el señor Cleymore, que es muy conocido, aunque yo no entiendo una palabra de su trabajo. ¡Y desde luego son los dos muy originales, aunque sin importarles un comino la moda!

–¿Y a quién le importa eso?

Una de las cosas que más le gustaba de Lucille era su desapego por las preocupaciones mundanas. Era amiga de quien le gustaba y no de quien le convenía, apoyaba causas en las que creía y rechazaba con cortesía a quienes la criticaban por sus intereses. Polly tomó a su cuñada por el brazo con una sonrisa para acompañarla al salón verde, lejos de sir Godfrey y su madre.

–¿Tienes tiempo de tomar el té conmigo? –le preguntó, y Lucille volvió a mirarla con sus penetrantes ojos azules.

–¡Claro! ¡Medlyn, té para dos en el salón verde, por favor! –se volvió hacia Polly–. ¿Qué te ha pasado? Más que pálida, estás azul. Ah, ya... –arrugó la nariz–. ¡John Bellars te ha pedido en matrimonio y lo has rechazado! Y... –miró hacia la puerta cerrada del salón–... ¡tu madre y sir Godfrey quieren estrangularte!

–Sir Godfrey me ha echado un buen sermón –admitió–. ¿Cómo sabías que Bellars iba a declararse?

–Me lo imaginaba –contestó Lucille–. Y sospechaba que ibas a rechazarlo. El único que pensaba que ibas a aceptar era Julian Morrish...

Polly suspiró.

–La verdad es que estuve tentada de hacerlo, porque Julian me gusta y de haber deseado un matrimonio basado en el mutuo respeto y la compatibilidad, habría aceptado. Pero... pero no podría hacerlo porque...

–Porque sigues enamorada de Harry Marchnight –concluyó Lucille por ella, acomodándose elegantemente en un sillón de orejas y mirando a su cuñada con cierta tristeza.

Polly sintió un poco de envidia por el modo desenfadado en que mencionaba a lord Henry.

–No es que esté enamorada de él, sino que...

La puerta se abrió y entró Medlyn con el té. Lucille sirvió las dos tazas.

–Vamos, Polly, ¿de verdad piensas que puedes engañarme? Puede que en un principio no fuese más que un capricho, pero estoy segura de que se ha transformado en algo más profundo.

–Ya veo que no has olvidado lo que te dije en Dillingham. ¡No podía dejar de compadecerme! Supongo que fue tu boda lo que me hizo sentir pena por mí misma y lamentar la oportunidad que había desperdiciado. Pero de eso hace mucho tiempo ya.

Lucille estudió a su cuñada por encima del borde de su taza.

–Pero es que me preocupa tu felicidad, Polly. Todos esos caballeros a los que rechazas son hombres dignos que no asimilan tu rechazo con facilidad. ¿Sabes que estás empezando a crearte fama de orgullosa? ¿Y qué va a ser de ti si no te casas?

Polly se encogió de hombros, un gesto que su madre deploraba.

–Me consagraré a las buenas obras y al estudio. ¡Y si echo de menos estos meses en los años venideros, me ofreceré como dama de compañía para las hijas de los ciudadanos más ricos que deseen casarse bien!

–¿Crees que hay alguna posibilidad –preguntó despacio– de que lord Henry y tú podáis llegar a algo? Él me ha dicho que sigue teniéndote en alta estima...

Pero Polly negó con la cabeza.

–No, Lucille, es imposible. ¡Estoy segura de que sólo puede sentir desprecio por mí y por mi debilidad por no ser capaz de fugarme con él hace cinco años! Estoy convencida de que no ha vuelto a pensar en mí –añadió, y miró hacia otro lado.

Era imposible explicarle a su cuñada que la razón de mayor peso por la que lord Henry no podía estar interesado por ella era que su interés estaba puesto precisamente en ella, en Lucille. Estaba convencida, eso sí, de que ese cariño era unilateral y sólo emocional, no físico. ¿Pero cómo era posible que Lucille no se hubiera dado cuenta de que lord Henry procuraba estar siempre en su compañía, que siempre pedía su consejo y valoraba su opinión? Incluso Seagrave había comentado en tono jocoso que Harry Marchnight se estaba convirtiendo en un perrito faldero de su mujer.

–¿Has pensado en unirte a la Bettering Society? –le preguntó, desesperada por cambiar de tema.

–No. Nicholas me ha sugerido que salgamos de viaje cuando termine la temporada de bailes y reuniones, y puesto que aún estoy esperando mi luna de miel, he pensado animarlo a hacerlo. ¡Pero estábamos hablando de ti, Polly! –insistió con una tenacidad que era uno de sus rasgos principales–. Si de verdad piensas que lo que pudieras sentir por lord Henry pertenece ya al pasado, ¿por qué os pasáis los dos la vida escondidos tras palmeras y columnas para evitaros? ¡Nos ponéis las cosas muy difíciles a los demás! ¡Si hasta Nicholas decía el otro día que había pensado pedirle consejo a Harry sobre esos caballos que quieres comprar, pero que no sabía si hacerlo por si tú te presentabas por casualidad! ¿No podías hablar con él y ponerle fin a todo esto, Polly?

–¿Hablar con él? –repitió, mirándola con incredulidad–. ¿Qué quieres decir, Lucille? ¡No puedo hablar con lord Harry!

Lucille la miró sorprendida. Sabía que lady Appollonia Grace Seagrave era una ortodoxa y bien educada hija de la nobleza, pero nunca la había considerado una boba.

–Yo me limito a sugerirte que hables con él... ¡que el aire quede limpio entre vosotros! –insistió–. ¡Sois dos adultos y no podéis seguir comportándoos de un modo tan absurdo! ¡Tú misma has dicho que todo forma parte ya del pasado! Te pido disculpas si he ofendido tu sensibilidad, pero yo creo que merece la pena pasar por un momento de incomodidad con tal de poder olvidarte de ella para siempre. Si de verdad piensas que no tenéis futuro y no quieres renovar lo que una vez sintió por ti, explícale que no deseas continuar así y que los dos debéis dejar el pasado atrás y volver a empezar sólo como amigos.

Polly suspiró y se sirvió más té. Era inútil explicarle a Lucille que las mujeres que habían sido educadas como ella no iban en busca de un caballero para obligarlo a mantener una conversación íntima y personal. Situaciones como la que ella había tenido con lord Henry debían ser ignoradas y soportadas con resignación. Lucille, que se ganaba la vida como maestra antes de casarse con el conde, no tenía tiempo para lo que ella consideraba absurdas convenciones de la buena sociedad, pero Polly podía abordar a lord Henry lo mismo que podía volar a la luna.

–Tú eres una gran amiga de Harry Marchnight –le dijo, intentando que no se notase la envidia que despertaba en ella–. ¡Yo nunca podría conseguir la familiaridad que tú tienes con él!

–Ya lo sé, pero es que yo estoy casada... –pero no terminó la frase al ver que Polly se echaba a reír–. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?

–Pues que precisamente las damas casadas son las que lord Henry prefiere, según tengo entendido.

–Pero... –Lucille se mostró confusa un instante–. ¡Qué cosas dices, Polly! ¡Sabes perfectamente que no se trata de eso! Yo me alegro de contar con la estima de Harry, pero eso es todo.

Polly sonrió, aunque no estaba convencida. Era cierto que ni siquiera la buena sociedad, con su inclinación a la maledicencia, había sugerido que hubiese algo impropio en la relación entre ambos, pero eso no significaba que lord Henry no lo deseara. Lucille, totalmente absorta en su marido, sería la última persona en darse cuenta.

–Intentaré hablar con lord Henry si tengo la oportunidad –dijo con poca convicción–. Lo que pasa es que me resulta tan difícil...

Su propia debilidad de carácter le inspiraba desprecio, pero es que abordar un tema tan personal con alguien que era, a todos los efectos, un desconocido... Sin embargo, Lucille tenía razón en que su círculo social era relativamente pequeño, e intentar evitar a alguien para siempre resultaba bastante difícil. Los amigos tenían a otros amigos o a conocidos a través de cuyas invitaciones era fácil encontrarse.

Lucille tomó un bizcocho y una segunda taza de té.

–Estoy convencida de que te será de gran alivio solucionar de una vez por todas esta situación –dijo con una cándida sonrisa–. Entonces podré dejar de preocuparme por ti y poner toda mi atención en Peter y Hetty. ¡Me tienen muy preocupada!

–Hetty ha debido de llevarse un golpe muy duro cuando la mala salud de la señora Markham los obligó a posponer la boda –comentó Polly, aliviada por el cambio de tema–. ¿Pero qué es lo que te preocupa de Peter?

Lucille frunció el ceño. El hermano de Polly y su hermana pretendían casarse aquella primavera, pero el matrimonio había quedado suspendido indefinidamente tras sucumbir la madre de Hetty a una hidropesía.

–Ya sabes lo tonta que se puso Hetty al principio de la temporada –le recordó Lucille, un poco molesta–. Desde luego es muy joven y puede que se sintiera desbordada por tantas atenciones, pero pensé que, cuando volviera al campo, recuperaría un poco el sentido común. ¡Pero hoy mismo he recibido una carta en la que me cuenta que lord Grantley está en Essex y que la está colmando de atenciones! Y tu hermano no se está comportando de mejor manera, Polly, porque en lugar de salir para Kingsmarton a ver a Hetty y aclararlo todo, se ha quedado en la ciudad, y anoche en el baile de lady Coombes no dejaba de revolotear alrededor de María Leverstoke...

–Pero si yo creía que era la acompañante habitual de lord Henry –comentó Polly, quitándose distraídamente un hilo imaginario de la última creación de Fanchon, y evitando una descripción que habría sido más apropiada pero menos discreta.

–Puede que lo sea, pero parecía encantada con Peter anoche. ¡Se está volviendo un donjuán temible! Vas a asistir al ridotto de lady Phillips esta noche, ¿verdad? ¡Ya verás a qué me refiero!

2

 

El ridotto de lady Phillips era uno de los eventos más importantes de la temporada, pero aquel mes de junio se había vuelto ya muy caluroso y algunos miembros de la alta sociedad de Londres se habían marchado ya a sus casas de campo, o en busca de la brisa fresca del mar. Sin embargo, había un montón de gente en la casa de Berkeley Square e, incluso con los ventanales abiertos de par en par, la temperatura del salón de baile era tal que los invitados estaban empezando a sudar.

Casi la primera persona a la que vio Polly nada más entrar en aquella abarrotada estancia fue a lord Henry Marchnight, quien estaba muy ocupado derramando atenciones de un modo bastante impropio sobre una dama vestida con un satén rojo brillante. Polly, intentando ignorar la tristeza que le sobrevino de pronto, pensó que la elección del color del vestido era de lo más apropiado para aquella dama.

–Lady Melton –le susurró la condesa viuda de Seagrave a su hija–, hace apenas doce meses que se ha casado y va a llevar a la tumba a su marido entre extravagancias y affaires. ¡Lady Phillips está permitiendo que su baile se llene de cocottes! Esperaba que tuviera mejor juicio.

Polly miró a su madre enarcando las cejas. Ella ocupaba un escalafón muy alto en la buena sociedad y nunca admitiría esa clase de invitados en su propia casa, pero no todas las anfitrionas eran tan exquisitas. Poco después, la oyó contener un gemido, casi un grito, como si algo le doliera. Se había quedado paralizada en mitad del salón.

–Mamá, ¿te encuentras bien?

–Sí, claro. ¡Mira! No, allí... junto a esa columna. ¡Será desvergonzada!

Atónita, Polly miró a su alrededor. Había muchos rostros conocidos, pero ninguno que pudiera dar origen a tanta vehemencia. Y es que su madre incluso se había quedado pálida, aunque era imposible decir si por la sorpresa, la ira o por puro malestar. Hasta que vio la razón.

–¡Dios Bendito!

La exclamación se le escapó antes de que pudiera contenerse.

–¡Polly, haz el favor de no tomar el nombre de Dios en vano! –respondió enérgicamente su madre.

–Lo siento, mamá, pero es que son Peter y...

–Soy perfectamente capaz de reconocer a tu hermano –le espetó–. ¡Haz como si no lo hubieras visto! Ven por aquí. ¡Menos mal que Nicholas y Lucille no están aquí esta noche! ¡Esa descarada siempre pretende dejarnos en evidencia!

Tomó el brazo de su hija y la condujo con decisión al tocador.

–Creía que Peter estaba interesado por lady Leverstoke –dijo Polly.

–No estoy yo muy convencida de que María Leverstoke sea un mal menor –dijo su madre, al tiempo que ofrecía una tensa sonrisa a alguien conocido–. No debes permitir de ningún modo que tu hermano se te acerque –continuó, dirigiéndose hacia dos sillas casi ocultas en un rincón–. ¡Sería inaceptable!

–Sería más fácil irnos a casa –contestó, desanimada. Ya tenía bastante con tener que soportar a lord Henry coqueteando toda la noche con otra mujer como para también tener que evitar a su propio hermano, lo cual, por otra parte, le parecía bastante ridículo.

–¿Irnos a casa? ¿Y que todo el mundo diga que esa fresca nos ha echado? ¡De ninguna manera! Además –la condesa miró a su alrededor antes de continuar–, quiero ver a Agatha Calvert esta noche. No ha estado en Londres en toda la temporada y tenemos mucho de qué hablar.

–Seguro que lady Calvert iría a verte mañana si...

–¿Es que no tienes orgullo, Polly? –le preguntó, disgustada–. ¡Te aseguro que esa Cyprian no va a echarme de aquí!

Polly esbozó una sonrisa. Su hermano entraba y salía del salón de baile cada dos por tres, con lo que ponía a prueba la resolución de su madre. Lucille le había comentado que Peter había cambiado de compañías, pero incluso ella no parecía saber nada de aquel último desastre, porque quien estaba junto a Peter Seagrave era, ni más ni menos, que la notable Cyprian Susanna Bolt, hermana de Lucille, luciendo un vestido de lo más escandaloso en seda negra con plumas de avestruz.

 

 

–¡Peter! ¿Se puede saber qué estás haciendo?

–Pues hablar con mi hermana –contestó lord Peter Seagrave, con una perdonable indignación–. ¿Qué puede tener eso de malo?