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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Margaret Barker

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En confianza, n.º 1302 - octubre 2016

Título original: Reluctant Partners

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9037-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

No puedes obligarme a trabajar con ese hombre! –exclamó Jane con ojos verdes brillantes, mirando a su padre desafiante.

–No puedo obligarte a hacer nada que no quieras –respondió el doctor Crowther exhalando un suspiro y pasándose ambas manos por los cabellos plateados–. Siempre fuiste rebelde, desde pequeña, pero te ruego que seas razonable y reconozcas que el doctor Montgomery es el candidato perfecto para la consulta. He hecho una lista de las condiciones imprescindibles para el empleo, y Richard las cumple todas. No comprendo qué tienes contra él.

¿De verdad no lograba comprenderlo? Jane respiró hondo. No quería decir nada de lo que luego pudiera arrepentirse. Su padre jamás habría comprendido sus objeciones, por mucho que tratara de explicárselas.

–Patricia Drayton está igualmente cualificada para el trabajo –afirmó hirviendo de indignación en su interior, a pesar de su aparente calma.

¿Cómo era posible que su padre no entendiera que era una persona adulta, que tenía treinta años y la suficiente cualificación médica y experiencia como para no soportar que la trataran como a una niña? Su actitud hacia ella seguía siendo la misma de siempre. Jane recordaba a su padre regañándola de pequeña, cuando se metía en su consulta para jugar a los médicos mientras él estaba fuera. En una ocasión él volvió por sorpresa y la pilló tomándole la presión sanguínea a un osito de peluche. Le había visto hacérselo a sus pacientes cientos de veces, lo había acosado a preguntas hasta comprender perfectamente el mecanismo del aparato. Su padre se había alterado mucho entonces, y ella, con ocho años, le había aconsejado calmarse.

–Y el hecho de que Patricia y tú fuerais juntas a estudiar medicina, no tendrá nada que ver con tu elección, ¿verdad?

–Bueno, puede que ayude –admitió Jane con calma–. Nos llevábamos bien.

Además, Patricia era mujer; no le causaría complicaciones. Durante los últimos cuatro años, desde su última gran desilusión, Jane había decidido que cuanto menos tuviera que tratar con los hombres, mejor.

–Sí, pero Patricia dijo que solo deseaba el empleo por una temporada –respondió Robert Crowther frunciendo el ceño–. Piensa marcharse a vivir a Londres dentro de un par de años, cuando se case, y entonces volveremos a tener el mismo problema. Richard Montgomery, en cambio, está dispuesto a quedarse y comprometerse con nosotros. Viviría en el piso de encima de los…

–¡Pero papá, nadie ha vivido allí durante años!

–¿En qué estado se encuentra el piso de encima de los establos, señora Bairstow? –preguntó Robert Crowther a la mujer de mediana edad que entró en el salón justo entonces, con una bandeja de café.

Jane se apresuró a ayudar al ama de llaves. Tomó la bandeja y la dejó sobre la mesita del café, junto a la chimenea. Sirvió las tazas y recapacitó. Aún había tiempo, aún podía oponerse a la decisión de su padre. Los seis candidatos que habían contestado a la solicitud esperaban respuesta. Alzó la vista y observó a Betty Bairstow, la única figura femenina en su vida desde la muerte de su madre.

–El piso está en un estado lamentable, ¿verdad, señora Bairstow? –preguntó esperanzada, con ojos suplicantes.

–Bueno, no es para tanto. Puede arreglarse con una buena limpieza, Jane. Tú podrías ayudarme, podrías llevarte tus trastos. A nadie le interesan esos cuadernos del colegio.

–Lo haré cuando tenga tiempo, ya veremos… –contestó Jane con una mueca.

–Ya sé que estás muy ocupada desde que tu padre se ha retirado –comentó la señora Bairstow con una sonrisa afectuosa–. Seré paciente contigo, lo limpiaré, pero… –de pronto pareció comprender– entonces, ¿va a mudarse allí ese joven?

–No tengo ni idea –respondió Jane encogiéndose de hombros resignada.

Jane atisbó por la ventana un descapotable negro de dos plazas acercándose rápidamente por la carretera. Era el coche de Richard Montgomery. La curiosidad la invadió, de modo que se levantó a observar. Él había aparcado y salía del descapotable. Como hombre, destacaba. ¿Cómo reaccionarían los pacientes al verlo? Los granjeros sabrían calarlo enseguida, el polvo de los caminos acabaría de inmediato con aquella brillante y pulida carrocería.

–Ha llegado el doctor Montgomery –afirmó con los ojos fijos en la atlética figura que avanzaba resuelta hacia la puerta de entrada.

–Iré a abrir –se ofreció la señora Bairstow tendiéndole una taza de café al doctor Crowther–. Y no olvide tomar las pastillas, doctor.

Jane sintió de pronto una punzada. Debía haber sido ella quien se lo recordara. Desde el ataque cardíaco de su padre, seis meses atrás, se habían producido tantos cambios en la casa y en la consulta que era incapaz de prestarle la debida atención. Jane lo observó, resuelto a salirse con la suya. Al final, siempre era ella quien cedía, pero no sin luchar. Jane había hecho sus alegaciones, había dejado clara su posición, pero era consciente de que no serviría de nada. Tras la jubilación de su padre, necesitaban un segundo doctor en la consulta. No quería utilizar los servicios del Moortown Deputising Service más de lo imprescindible; los pacientes se quejaban si no era su médico de siempre quien los atendía.

Durante los seis últimos meses, desde el retiro obligatorio de su padre, Jane había sido el único médico de la consulta de Highdale. El servicio de Moortown le había prestado una ayuda muy valiosa, pero no podía seguir así.

–Ha llegado el doctor Montgomery –anunció la señora Bairstow dándose importancia, abriendo la puerta del salón–. Pase, caballero.

–¡Richard, cuánto me alegro de verte! –exclamó Robert Crowther tratando de ponerse en pie, tendiéndole la mano.

Jane permaneció en su sitio, sin moverse, experimentando una extraña sensación. Se sentía igual que cuando asistía al primer curso de la facultad de Moortown, y aquel atractivo chico del último curso la miraba con una sonrisa sexy hasta hacerla derretirse. Eran sus impresionantes ojos azules los que la afectaban tanto. Jamás había visto unos ojos iguales, ni antes, ni después de conocerlo. Jane trató de volver a la realidad y de reaccionar. Rick Montgomery no iba a volver a tomarle el pelo, se juró.

–Siéntese, doctor Montgomery –afirmó en tono imperativo.

No había pretendido mostrarse tan autoritaria. No estaba acostumbrada a sentirse intimidada, y el hecho de sentirse así en ese momento la ponía en desventaja. Si ocurría lo inevitable y se veía obligada a trabajar con él, al menos mantendría el control de la situación. Jane le dio la espalda, tomó la cafetera y preguntó:

–¿Cómo le gusta el café?

–Sin leche ni azúcar.

Richard se dejó caer en el sillón y observó a la doctora Jane Crowther servirle café. ¡Dios, aquella sí que era una mujer de carácter! Lo intimidaba. La semana anterior, durante la entrevista, lo había asustado. En cambio el doctor Crowther se había mostrado muy afable. Era evidente que a ella no le gustaba pero, ¿por qué lo habían llamado, entonces? Sería con ella con quien trabajara, ya que el pobre doctor Crowther, debido a sus problemas cardíacos, se había retirado.

La habitación había quedado de pronto en silencio excepto por el ruido de las tazas. Jane Crowther se tomaba su tiempo. ¿Por qué no se volvía de una vez y decía algo? La espera resultaba insoportable. Richard había puesto todo su empeño en conseguir el empleo pero, nada más verla, había dudado. No lo habría sorprendido verse rechazado.

Richard contempló el fuego de la chimenea. A pesar de estar en el mes de abril hacía fresco en Highdale. Luego contempló el salón, de muebles viejos. El cojín que tenía a su lado había sido primorosamente cosido con retazos de telas que no acababan de pegar. Recordaba haberlo visto de pequeño cuando, en una ocasión, había estado de visita con su madre, en una merienda benéfica organizada por la señora Crowther. Su madre era la invitada de honor, recordó. Por aquel entonces él debía tener diez años. Dos niñas jugaban en la casa, una un poco traviesa y otra, más pequeña, de unos cinco años, muy alborotadora y mandona…

–Su café, doctor Montgomery.

Richard volvió a tomar conciencia de la realidad. No, Jane no había cambiado. Había derramado café sobre el platillo. Debían temblarle las manos. Ligeramente, sí, pero lo suficiente como para que Richard comprendiera que estaba nerviosa.

–Podríamos tutearnos, ¿no creéis? –preguntó el padre de Jane–. Al fin y al cabo, si Richard va a trabajar aquí… –añadió dejando que su voz se desvaneciera.

Jane arqueó una ceja. Su padre se precipitaba; olvidaba que ni siquiera le habían ofrecido oficialmente el empleo. Él aún tenía que aceptarlo. Richard dejó la taza sobre la mesa con gran estrépito, derramando más café sobre el platillo. Sus impresionantes ojos azules miraron a Jane de un modo enigmático. No parecía muy complacido.

Jane tragó. Quizá, con un poco de suerte, no deseara el trabajo. El salón había quedado en silencio, un enojoso silencio. Ambos hombres esperaban a que Jane hablara. Era ella quien debía aclarar la situación. Jane carraspeó.

–A mi padre le gustaría que fueras nuestro socio, Richard, si estás de acuerdo –dijo al fin.

Richard vaciló. Era evidente que el padre lo aprobaba pero, ¿qué había de la señorita?, ¿por qué se mostraba tan hostil? Richard respiró hondo. Jane sería para él un desafío, pero le gustaban los desafíos. Después de todo, sería con los pacientes con los que trabajara, no con ella. Siempre podría hacer visitas a domicilio, huir del dragón.

–Estaré encantado de aceptar la oferta –contestó en tono profesional.

–Bien, entonces asunto arreglado –sonrió Robert Crowther mirando a su hija. Jane trató de sonreír, pero sentía como si tuviera los labios helados. Tendría que seguir adelante con la mascarada, fingiendo darle la bienvenida a Richard–. Te quedarás a comer, ¿verdad, Richard?

Richard vaciló. No sabía si podría soportar a la bella dama frunciéndole el ceño, sentada frente a él en la mesa.

–Pues…

–Por supuesto –se apresuró ella a decir, con una sonrisa falsa en los labios.

Jane no acababa de comprender qué la había impulsado a secundar la idea. Quizá, simplemente, deseara conocerlo mejor. Después de todo, si iban a trabajar juntos, antes o después tendría que romper el hielo. Aunque, por supuesto, solo en un sentido profesional…

Jane trató de sentirse horrorizada ante la idea de mantener con Richard una relación más allá de lo profesional, pero por desgracia tuvo que admitir, para sus adentros, que seguía interesándole como hombre. De todos modos no tenía nada que hacer con un hombre de mundo, un sofisticado viajero como él. No terminaba de encajarle la idea de que Richard se describiera a sí mismo en el currículum como un hombre sin ataduras. Probablemente acabara de romper con alguna mujer, dispuesto a conocer a otra.

Jane recordaba que, en la universidad, todas las chicas se arremolinaban en torno a él como abejas en torno a la miel. Incluida ella, por desgracia. Hasta que descubrió el tipo de hombre que era. No, después de lo ocurrido, lo trataría con indiferencia. La puerta del salón volvió a abrirse.

–La señora Smithson te espera en la consulta, Jane –anunció la señora Bairstow secándose las manos en el delantal–. Dice que llega tarde porque el coche no le arrancaba.

–¿Tarde? –exclamó Jane mirando el reloj–. Hace una hora que acabó la consulta. Bueno, dile que ahora voy –añadió poniéndose en pie.

–¡Esta es mi chica! –exclamó su padre con afecto–. La gente de Highdale cree que puede venir a cualquier hora, las veinticuatro horas del día. Tratamos de introducir un sistema de cita previa, pero fue un desastre. Tuvimos que volver al antiguo método: se atiende al que llegue primero. No ha cambiado nada desde la época de mi padre –añadió Robert Crowther orgulloso–. Supongo que algún día, en interés de la eficacia, tendremos que cerrar la consulta para unir nuestras fuerzas a las de Moortown, pero para entonces quizá muchos de los habitantes de las colinas se habrán marchado a la ciudad. Mientras tanto…

Jane tragó pensando en las palabras de su padre. Amaba la casa y la consulta de Highdale tanto como su padre. Al llegar a la puerta se detuvo, echó un último vistazo al salón, y dijo:

–¿Sabes?, a veces pienso que me gustaría no haber sido la heredera de esta larga tradición de médicos. Me gustaría ir por ahí, cuidar de otra gente o ayudar a dar a luz. Pero luego lo pienso mejor, y me digo: no, no cambiaría nada de lo que soy.

Jane se quedó un instante pensando en lo que había dicho. Era una idea muy sentimental, no encajaba con la imagen de sí misma que quería darle a Richard. Cerró la puerta y se apresuró a la consulta.

Richard se quedó mirando la puerta. Así que la fría doncella no era tan fría como aparentaba. ¡Era humana! En el fondo de su mente seguía viva la imagen de Jane, una mujer evidentemente sin parangón, unos cuantos años más joven. ¿No hacía ella el primer curso de medicina cuando él estaba acabando?

Richard se esforzó por recordar, pero aquella parte de su vida seguía en tinieblas, olvidada, gracias a Dios, por un fallo de la memoria ocurrido a raíz de una gran tragedia. De pronto recordó que Jane había sido novia de su amigo Simon. Sí, lo había sido, pero en aquel entonces era una chica alegre, vivaz, no la formal y severa solterona en que se había convertido…

–Creo que la ocasión merece un brindis –comentó el doctor Crowther–. ¿Quieres hacer los honores, Richard? Hay una botella ahí, sobre esa mesa…

–Eh… es un poco pronto para mí, señor… er… Robert.

–Bueno, ¿qué te parece entonces una soda? Puedes imaginarte que lleva whisky…

 

 

–Hola, Fiona, ¿qué tal estás? –preguntó Jane al llegar a la consulta, sentándose frente a la paciente.

Jane conocía a Fiona desde que eran niñas: habían asistido juntas a la escuela. Fiona no era de ese tipo de pacientes que llaman constantemente al médico por cualquier cosa. Aquel día no tenía buen aspecto, estaba pálida y tenía ojeras.

–Tengo un dolor de espalda terrible, Jane. Me está matando. Esta mañana no podía ni levantarme de la cama, y Dave ha tenido que ordeñar las vacas solo, cosa que no le ha gustado nada.

–Deja que te examine –contestó Jane ayudándola a levantarse.

Durante el examen, Jane le hizo preguntas tratando de llegar a un primer diagnóstico provisional. Fiona estaba deseosa de contarle todos sus síntomas.

–Dices que, hace unas semanas, no pudiste localizarme y que por eso acudiste al servicio médico de Moortown. ¿Le contaste al médico todos esos detalles que acabas de contarme a mí?

–No, no pude hablar con él igual que contigo, Jane. Ya sabes, estas cosas son muy violentas. Le dije simplemente que me dolía la espalda, y él me dio analgésicos. Ni siquiera me examinó, dijo que tenía una visita que hacer… No podía contarle a un extraño que estaba deseando tener un hijo, ni que estaba emocionada porque se me había hinchado el vientre. Pero luego, cuando me llegó la menstruación…

–Bueno, bueno, no te preocupes, ya me lo has contado a mí, Fiona. Voy a llamar a la consulta de Moortown y voy a pedirles que te hagan un análisis completo.

–¿Cuándo?

–Hoy. Necesitas que te vea un especialista. Hay que controlar ese bulto del vientre. ¿Dónde está Dave?

–En el jardín, fumando un cigarrillo. ¿Qué crees que me pasa?

Jane vaciló. Siempre había sido sincera con sus pacientes, pero a veces tenía que enmascarar en cierta forma la verdad, ir paso a paso.

–Creo que ese bulto puede ser algún tipo de quiste. Necesitamos saber de qué clase es y, en caso necesario, extirparlo. Solo en caso necesario, Fiona.

Jane llamó al hospital de Moortown mientras Fiona se vestía.

 

 

–Siento llegar tarde. Fiona Smithson tenía un problema más grave de lo que imaginaba.

Jane se dejó caer en la silla del comedor, a la derecha de su padre. Frente a ella, Richard Montgomery comía sopa. Tuvo la cortesía de dejar la cuchara y sonreír mostrando sus perfectos dientes blancos. Su sonrisa era devastadora. Jane trató de no derretirse. Tenía tanto estrés que, sin darse cuenta, lo miró enfurruñada.

–Siento que hayamos tenido que empezar sin ti, cariño –se disculpó su padre.

La señora Bairstow se apresuró a volver al comedor con la sopera.

–Te he guardado la sopa calentita –dijo llenando el plato de Jane.