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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Mona Gay Thomas. Todos los derechos reservados.

Bajo vigilancia, Nº 66 - noviembre 2017

Título original: Under Surveillance

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-706-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Acerca de la autora

Personajes

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Acerca de la autora

 

Gayle Wilson, cinco veces finalista del premio RITA y ganadora en una ocasión de este premio, ha escrito veintisiete novelas y dos novelas cortas para Harlequin. Ha ganado más de cuarenta premios y nominaciones por su trabajo.

Gayle sigue viviendo en Alabama, donde nació, con el hombre con el que se casó hace treinta y tres años.

Personajes

 

Kelly Lockett: Heredera de la fundación de carácter benéfico que había creado su difunto hermano. El único problema era que, junto con la fundación, había heredado también sus enemigos.

 

John Edmonds: Antiguo agente de Seguridad del Estado, el recién llegado a Fénix quería ocuparse de un caso serio, algo verdaderamente importante. Pero no estaba preparado para ocuparse de aquella dama de la alta sociedad.

 

Griff Cabot: No había podido imaginarse que el caso menor que le había asignado al último de los agentes en llegar a Fénix pudiera sacudir los cimientos de Washington e incluso de todo el país.

 

Bertha Reynolds: Le había advertido a Chad Lockett que la fundación de la que era cabeza visible estaba en peligro, pero él no le había prestado atención. ¿Podría ese descuido haberle costado la vida?

 

Mark Daniels: Tras la muerte de Chad, había asumido el papel de hermano mayor de Kelly, pero la relación que quería mantener con ella era de naturaleza bien distinta. ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar para conseguir su objetivo?

 

Hugh Donaldson: Nadie sabía más del funcionamiento de El Legado que el responsable de sus finanzas. ¿Qué más podía saber?

 

Leon Clements: Oveja negra de una de las familias más importantes de Maryland, Leon anidaba una amargura que podría empujarlo a tomar medidas desesperadas.

 

Trevor Holcomb: Él era el responsable de seguridad la noche de la subasta. ¿Mala organización, u otra motivación quizás?

Prólogo

 

Estar encerrado en la celda de castigo de Griff Cabot estaba empezando a ponerlo de los nervios. Eso podría confirmarlo cualquiera que conociese un poco a John Edmonds.

—Más vigilancia.

No había sido una pregunta, pero el hombre que estaba al otro lado de la mesa alzó la mirada y clavó sus ojos en los de él.

—Eres un experto en ella —contestó Griff.

—Y en otras cosas también.

Había trabajado durante varios años para la Agencia Nacional de Seguridad y Cabot era perfectamente consciente de las otras habilidades que había aportado a su organización. Y los dos sabían bien por qué no le permitía emplearlas.

—Vigilancia es lo que se necesita en este caso.

Griff volvió la mirada a la documentación en la que estaba trabajando. Quizá por su puesto anterior como asistente de uno de los directores de la CIA, Cabot hacía un meticuloso seguimiento de todos los casos. Cada uno de sus operativos se describía ampliamente al finalizar la misión.

En realidad, aunque Fénix era una organización privada, funcionaba de un modo similar al equipo de seguridad exterior que Griff dirigía en la agencia. John no había formado parte de ese equipo, e incluso había llegado a preguntarse si eso no sería parte del problema. En cualquier caso, nada más enterarse del trabajo que Fénix llevaba acabo, se había dirigido a Cabot para ofrecerle su colaboración, y de hecho, al principio lo habían utilizado en la amplia variedad de casos que el grupo aceptaba. Hasta que ayudó a Elizabeth Richards a escapar.

Era obvio que esa decisión iba en contra de la opinión de Griff. Sin embargo, le había parecido que ayudar a Elizabeth a llegar junto a Rafe Sinclair era lo bastante importante como para asumir el castigo que de esa acción pudiera derivarse. Aunque no se había podido imaginar que el castigo durase tanto, la verdad.

—¿Tienes idea de cuándo se me permitirá hacer algo más que vigilar?

Cabot volvió a mirarlo a los ojos, pero el director de Fénix no contestó.

—Si quieres que me vaya —le dijo John sin pestañear—, no tienes más que decírmelo.

—No pretendo echarte.

—Pues perdóname si parezco un poco idiota, pero ¿se puede saber qué es lo que pretendes?

Griff tardó un poco en contestar, pero cuando lo hizo dijo exactamente lo que John esperaba.

—Estoy intentando decidir si eres capaz de cumplir órdenes. Especialmente si es una orden que no te gusta.

—Si no hubiese ayudado a Elizabeth, Rafe estaría muerto —respondió—. ¿Preferirías que hubiera ocurrido eso?

—Tú crees que el fin justifica los medios, ¿no?

—En aquella situación, sí. Rafe estaba operando en unas condiciones que nadie conocía. Tú le habías dado tu palabra de no interferir, pero yo no. Y me pareció lógico que Elizabeth me dijera que Rafe no debía enfrentarse a aquella clase de peligro él solo. Al final…

—La cuestión es —le interrumpió—, que yo había dado mi palabra de que Fénix no intervendría. Eso era lo que Rafe quería. Me había comprometido a respetar sus deseos a cambio de que él realizara un trabajo que nadie más podía hacer. Tú lo sabías, y sin embargo decidiste actuar por tu cuenta.

Todo era cierto.

—No es algo personal, créeme —continuó Griff tras unos segundos de silencio—. Soy responsable de la gente que trabaja para mí, y tengo que saber que cuando envíe a alguien, cumplirá mis órdenes.

—No me habías dado orden alguna, al menos en lo concerniente a Elizabeth.

—Y esa es precisamente la única razón por la que sigues aquí: porque te he concedido el beneficio de la duda. Pero no volveré a hacerlo. Y si por ello decides que no quieres participar en Fénix, lo comprenderé.

John se había sentido tentado de presentar su dimisión varias veces en los últimos meses, pero al enfrentarse abiertamente a la posibilidad, se dio cuenta de que no quería rendirse.

Y si esa era la decisión que iba a tomar, no le quedaba más remedio que esperar a que se le pasara a Griff. Porque creía en la organización que él, Hawk y Jordan Cross habían creado hacía ya cuatro años. Fénix era una agencia privada creada con el fin de utilizar las formidables habilidades de Griff como miembro del equipo antiterrorista de la CIA para obtener justicia para aquellos que no podían obtenerla de otro modo.

—No estoy dispuesto a renunciar —le dijo.

Tras otro instante de silencio, Cabot buscó algo entre los expedientes que había en un rincón de su mesa. Sacó uno y lo deslizó sobre la pulida superficie de la madera de nogal del escritorio.

—Vigilancia, pero no del tipo que has estado haciendo hasta ahora. Puede que la encuentres más de tu gusto —añadió.

—¿De qué se trata?

John no quiso abrir el expediente. Siempre le había servido mejor la información que le ofrecía Cabot que lo que leía en el expediente.

—De un detalle que llamó la atención del radar mental de Ethan Snow durante su último encargo. Un nombre que se pronunció donde no se debiera. Lo único que tienes que hacer es investigar un poco y muy discretamente. Muy discretamente, insisto. No quiero que salten las alarmas. Se trata de una organización muy respetada.

Por un momento se temió que hablase de Fénix. Era poco probable, sí, ya que la mayoría de sus clientes sabían de ellos por un discreto boca a boca. Pero si no se trataba de Fénix…

Abrió el expediente y, al leer el encabezamiento en la caligrafía perfecta de Snow, supo que Cabot no hablaba en balde. Un silbido suave confirmó el nivel de respetabilidad de la organización.

—Exacto —dijo Griff—. Supongo que tendrás esmoquin, ¿verdad?

Pues no, pero no iba a admitirlo ante Cabot, que seguramente tenía media docena.

—Por supuesto —mintió. ¿Cuánto tiempo le costaría que se lo hicieran a medida?

—Entonces, te sugiero que empieces con la invitación.

John sacó del sobre un rectángulo de grueso papel color crema y leyó.

—Está bastante bien conseguida, te lo aseguro. Y nos ha costado un dinero —añadió. Seguro que tenía razón. Su crianza le permitiría ser invitado a cosas así—. Te permitirá franquear la puerta, pero sólo para observar, por supuesto.

—Una vez dentro, ¿qué tengo que buscar?

—No estoy seguro. En el expediente tienes lo que le llamó la atención a Ethan. Puede que no sea nada, pero he aprendido a lo largo de los años a confiar en el instinto de mi gente, y muy especialmente en el de Ethan. Si algo le hace desconfiar, basta para ponerme en movimiento. Además, la comida suele ser magnífica en esas cosas.

Si a alguien como Griff la comida que se servía en algún evento le parecía magnífica, es que debía serlo.

—Ah, y hay una subasta —añadió cuando John se levantaba ya—, así que cuidado con tu lenguaje corporal. No tenemos presupuesto para cubrir compras inesperadas.

—¿Y qué se subasta?

—Ropa de famosos, creo, pero no te preocupes —añadió, volviendo la mirada de nuevo a los documentos que tenía ante sí—, que dudo que tengan algo que sea de tu gusto.

Capítulo 1

 

Aunque Kelly Lockett conocía hasta a la última de las personas congregadas en el salón de baile del hotel, apenas podía ver a nadie. Sus rostros quedaban perdidos en la oscuridad que se extendía detrás del brillo de los focos que alumbraban el podio. Esperó un instante a que cesaran los aplausos y alzó una mano pidiendo silencio, casi como si llevara toda la vida haciendo aquello.

Pero la verdad era que siempre había intentado evitar esa clase de actos. Por el contrario, a Chad le encantaban, así que siempre se los había cedido gustosa. Afortunadamente, se le daban de maravilla.

Tanto que seguramente ella no iba a ser capaz de hacerlo igual de bien, pensó con cierta ansiedad. Entonces se recordó que no estaba allí para ocupar el lugar de su hermano.

—En nombre de mi hermano… —comenzó, hablando por encima de los últimos restos de aplausos.

Antes de que hubiese terminado de pronunciar la última palabra la audiencia volvió a aplaudir en cerrada ovación. Primero los hombres de esmoquin, y luego sus elegantes acompañantes fueron poniéndose de pie por todo el salón.

Los ojos comenzaron a escocerle ante la duración de aquel tributo espontáneo y se mordió el labio para no llorar. Hasta el momento había conseguido mantener en privado sus lágrimas, y aquella noche no quería hacer de su dolor un espectáculo público.

Esperó a que el ruido de los aplausos desapareciera y sólo quedara el de las sillas que volvían a ocuparse. Sus ojos habían empezado a acostumbrarse al brillo de los focos porque empezaba a identificar algunos rostros de aquellos sentados en las mesas más cercanas y que la miraban expectantes.

Había intentando hablar con todos ellos antes de la cena, y aunque lo temía, tendría que mezclarse de nuevo con ellos después de la subasta. Ese era otro de los talentos que poseía Chad: hacer que todo el mundo se sintiera bienvenido. Conseguir que quisieran participar y que se sintieran bien por lo que hacían.

—Gracias —dijo—. Como decía antes, en nombre de mi hermano quiero darles la bienvenida a la octava subasta anual de El Legado Lockett. Como ustedes ya saben, Chad era incansable en su tarea de recaudar dinero para distintas causas, además de ser un verdadero filántropo. Y este evento ocupaba siempre un lugar muy especial en su corazón. Por un lado, ésta es la única de las muchas organizaciones entre las que repartía su tiempo y su energía que lleva el nombre de nuestra familia. Por otro, los actos benéficos en los que ustedes han donado tan generosamente su dinero eran elegidos por él personalmente, y esta fundación era su hija predilecta, por lo que les agradezco enormemente el que continúen apoyando las buenas obras en las que él tanto creía.

Hubo otra ronda de aplausos.

—Como ya saben, este año les hemos preparado una subasta muy especial. También el tema lo eligió mi hermano, y trabajó incansablemente para reunir los objetos que hay a su alrededor —hizo una pausa para que la audiencia pudiera mirar una vez más las vitrinas que cubrían las paredes—. Sé que hubiera querido que diera una vez más las gracias a los donantes de estas prendas, y así lo hago. También quiero recordarles que puesto que pretendemos recaudar tanto dinero como sea posible, hemos aceptado unas cuantas pujas antes del inicio de la subasta de coleccionistas muy acreditados. Pero les aseguro que tendrán la oportunidad de abrir sus chequeras y superar con creces las cantidades ofrecidas por los objetos que llamen su atención.

Risas educadas respondieron a su comentario, tal y como se indicaba entre paréntesis en el escrito que iba dirigiendo su intervención. Pero en realidad, nadie esperaba que las pujas que habían llegado de todo el mundo y que se habían hecho sobre los objetos más raros y valiosos de la subasta quedaran superadas por los presentes. Tanto Kelly como todos los demás que tenían que ver con El Legado se habían quedado sorprendidos por esas cantidades.

—A mí personalmente me gusta el vestido negro de cóctel que perteneció a la princesa Diana —continuó, siguiendo con el guión que le habían dado—. Incluso pensé en romper mi cerdito a ver si tenía bastante para comprarlo antes de que saliera a subasta.

Más risas ante lo que sólo podía clasificarse como un chiste bastante flojo, teniendo en cuenta la fortuna de los Lockett. Y eso también estaba bien.

Se había tranquilizado un poquito tras decir aquella tontería, y la necesidad de llorar también había pasado. Lo único que tenía que hacer era terminar con la introducción que le habían escrito y la subasta daría comienzo.

—Desgraciadamente, no me quedaba bien. Una cuestión de altura —añadió. Más risas, dada su corta estatura—. De hecho, no se ha tocado ninguna de estas prendas, de modo que las que esta noche vean en nuestras modelos son recreaciones de los originales que pueden admirar en las vitrinas. Como éste.

Salió de detrás del atril y avanzó por la pasarela que habían montado en el centro de la sala, pero se detuvo un momento, más para calmar sus nervios que para mostrar el vestido, que desde luego se lo merecía.

Aunque se sentía mucho más en su elemento con vaqueros y un jersey, tenía que admitir que había algo tremendamente sensual en aquel vestido de noche en seda roja que llevaba puesto y que se ajustaba a sus caderas y su pecho como un guante.

A su espalda, la voz de un presentador profesional continuó donde ella lo había dejado.

—Como cualquier profesional de la alta costura les diría, para comprender la magia de un vestido es necesario verlo puesto. Y nosotros les hemos preparado un pase muy especial.

Unos días antes habían estado ensayando el modo de desfilar de las modelos profesionales y Kelly comenzó su avance por la pasarela. El coro de exclamaciones que la siguió fue prueba de que la habían aconsejado bien a la hora de elegir el vestido: tanto el color como el diseño dejarían a cualquiera con la boca abierta. O con la cartera abierta, que era de lo que se trataba.

—La señorita Lockett luce una copia de un modelo de Givenchy con estola a juego. El vestido fue creado para Audrey Hepburn, la estrella favorita del diseñador, para la película Funny Face. Estoy seguro de que todos recuerdan la escena en la que la señorita Hepburn desciende por las escaleras de Louvre con ese mismo vestido.

Según el guión, Kelly debería haber llegado al final de la pasarela, que concluía justo en el centro del salón. A sus pies, seis peldaños que la dejaban en el suelo del salón de baile. Igual que la actriz había hecho en la película, alzó los brazos hasta la altura de los hombros para mostrar la estola roja, y comenzó a bajar.

—En confianza les diré que en este caso no se han admitido pujas del exterior —continuó el presentador con su voz de terciopelo—. Se lo hemos reservado a ustedes.

A Kelly le habían advertido que debía elegir un par de personas entre los asistentes para sonreírles mientras bajaba, y había empezado a mirar a su alrededor buscando una cara conocida, cuando se tropezó con un perfil masculino. Sus rasgos, perfilados contra las luces del fondo de la sala, eran limpios y fuertes, de proporciones tan clásicas como si hubieran estado grabadas en alguna moneda antigua.

En aquel momento exacto, el hombre volvió la cabeza, y sus miradas se encontraron. No podría decir de qué color tenía los ojos. Lo único que supo con certeza es que eran oscuros, tanto sus ojos como su pelo. Un hombre atractivo de un modo muy masculino.

Y al pasar por delante de su mesa para seguir el camino marcado que seguirían todas las modelos y que estaba destinado a que los invitados pudieran ver más de cerca los trajes, tuvo que resistir las ganas de volverse a mirar.

Y eso era para ella totalmente inusitado, especialmente teniendo en cuenta lo que le había pasado en los últimos meses.

Por fin, y gracias al cielo, llegaba el final de su actuación. Ante ella estaban las puertas por las que abandonaría el salón de baile para volver al anonimato, que era donde se sentía más cómoda.

A su espalda oyó al encargado de la subasta abrir la puja con el original de Givenchy que ella llevaba puesto. A partir de aquel momento, el evento sería responsabilidad de otras personas.

Al mirar al guardia de seguridad de la puerta, éste hizo una leve inclinación de cabeza, y aquel gesto le recordó la extraña reacción que había tenido con el hombre sentado al pie de la escalinata.

De nuevo tuvo que contenerse para no dar la vuelta y buscarlo entre la gente. No es que importase que lo hiciera, porque desde allí sólo vería la misma marea de gente que había visto antes. No podría distinguirlo. Y si volvía a encontrarse con él…

Pues no podría reconocerlo. Lo ocurrido era una de esas cosas curiosas que pasan de vez en cuando. Por ejemplo, mientras viajas en un taxi, encontrarse con la mirada de un hombre guapo que espera a que el semáforo se ponga en verde. O en un ascensor. O en un restaurante. Nada importante.

Lo cual estaba bien, se dijo al salir al vestíbulo. No podía permitirse distracciones.

 

 

Eran más de las dos cuando por fin consiguió escapar del salón de baile por una puerta trasera.

Chad se habría reído de ella diciéndole que esa era la historia de su vida, pensó mientras veía ascender los números del indicador del ascensor, pero no iba a sentirse culpable por ello. La mayor parte de los asistentes se habían marchado ya. Había cumplido con su deber. Había pagado su peaje. Había sido amable con todo aquel que tuviese una cartera abultada. Y ahora se iba a casa.

No se había molestado en quitarse la copia de Givenchy que había lucido. Ya lo devolvería más tarde.

Las puertas del ascensor se abrieron y salió, arrebujándose en la estola. Después del calor que hacía en el salón de baile, el aire de la noche le parecía fresco.

Le sorprendió ver que sólo quedaban un puñado de coches en aquella planta. Al parecer, y a pesar del remordimiento que le había producido escaparse temprano, debía ser la última en marchase.

Sus tacones de aguja reverberaban en el suelo de cemento. Esperaba que el guarda de seguridad saliera de su garita al oír sus pasos, pero no fue así, y al pasar más cerca le pareció que la garita estaba vacía.

Miró el reloj, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. A lo mejor ya había terminado su turno. Tendría que hacer ese comentario en la reunión que se celebrara para analizar lo bueno y lo malo de la velada. Sus clientes tenían derecho a protección, por tarde que se marcharan.

Su coche, que en realidad era de Chad, estaba aparcado casi en la rampa de subida, y al llegar al pie, se apoyó en la barandilla para subirse una de las tiras de la sandalia que le estaba molestando.

Sintió deseos de quitárselas, pero caminar descalza por aquel cemento le destrozaría los pies. Alzó la mirada para calcular cuánto le quedaba por andar cuando tuvo la sensación de que una sombra se movía a su espalda. ¿Una rata? ¿Alguno de los gatos salvajes que andaban sueltos por la ciudad? Había montones de ambas cosas en D.C., pero a pesar de su intento por encontrar una explicación razonable, sintió que el vello de la nuca se le erizaba y que un escalofrío le bajaba por la espalda.

Volvió a mirar a la garita del guardia de seguridad, un oasis de luz en la oscuridad del aparcamiento, y de nuevo echó a andar hacia el coche. La oscuridad se hacía más densa en la rampa.

Lo que tenía que hacer era volver al ascensor y que alguien la acompañase al aparcamiento, que era lo que debería haber hecho desde un principio. Fuera lo que fuese lo que había visto, no estaba de humor para enfrentarse a ello sola.

Se dio la vuelta decidida a retroceder cuando la sangre se le heló en las venas. Entre ella y el ascensor había tres hombres. O mejor dicho, tres adolescentes, pero su juventud no resultaba ni mucho menos tranquilizadora, teniendo en cuenta su ropa y su actitud.

Como en respuesta a una señal invisible, avanzaron hacia ella. Su sentido de supervivencia se puso en marcha y lanzó una descarga de adrenalina en su sistema nervioso.

Enfrentarse o huir. Menuda elección.

A lo mejor se había equivocado respecto a lo que había visto junto a su coche. Quizás fuese en verdad una rata, y no aquel trío de chavales que se le venía encima.

En un arranque de decisión, se quitó el bolso del hombro, lo abrió, sacó las llaves del coche y lo lanzó hacia ellos. Si pretendían robarle, estaba dispuesta a darles facilidades. Quizás el bolso los mantuviera ocupados el tiempo suficiente para poder llegar hasta el coche.

Pensó seriamente en quitarse los zapatos, pero los tres avanzaban más rápidamente. El bolso quedaba en aquel momento a medio camino entre ellos y ella.

No sabía si sería distracción suficiente para poder escapar. Seguramente dependería de lo que quisieran. Pero si intentaba huir antes de que lo hubieran recogido, podían cambiar de idea y echar a correr tras ella.

Casi antes de que hubiera terminado el pensamiento, el chico del medio se agachó y recogió el bolso sin apartar la vista de ella, sacó el monedero y lo abrió. Con un gesto grandilocuente, abanicó los billetes que había dentro. No recordaba cuánto podía haber. No solía llevar mucho.

«Dios, que sea suficiente».

Entonces, sin molestarse en sacar el dinero, tiró el bolso y la billetera al suelo y dio otro paso hacia ella. En cuanto lo vio hacerlo, ella salió a todo correr hacia el Jaguar de su hermano

El sonido de las botas de sus perseguidores, acrecentado por los techos bajos, se acercaba. Le estaban ganando terreno. Soltó la estola a la que sin darse cuenta se había aferrado para usar ambas manos y levantarse la falda larga que le dificultaba el movimiento.

Al acercarse a su coche, una figura salió de las sombras y ella intentó evitarla dirigiéndose hacia el lado más alejado de la rampa en lugar de hacia el coche.

Corría todo lo que le permitían las piernas, pero aun así no pudo evitarlo. De un salto, la sujetó por un brazo y sus uñas se le clavaron en la carne.

Tiró de ella con tal violencia que se golpeó contra él. Estaban tan cerca que su olor a sudor rancio y tabaco la invadió. Con la otra mano la sujetó por el hombro desnudo, apretándola contra la camiseta llena de manchas que llevaba.

Y al hacerlo, Kelly se dio cuenta por fin de por qué no habían hecho caso de su bolso: porque al parecer, el dinero no tenía nada que ver con lo que buscaban.

Capítulo 2

 

Empujada por el pánico y la furia, Kelly clavó el tacón de aguja de sus sandalias en el pie del tipo que la tenía sujeta. Afortunadamente llevaba deportivos y no botas como sus amigos, y gritando una obscenidad, aflojó las manos lo suficiente como para que ella pudiera soltarse y echar a correr de nuevo rampa arriba, con la intención de llegar al otro piso, que esperaba no estuviera tan desierto como aquel.

Antes de que hubiese dado dos pasos, oyó el sonido de un coche y, al alzar la mirada, vio sus luces al principio de la rampa. Echó a correr con todas sus fuerzas, moviendo los brazos para llamar la atención del conductor, que se detendría a ayudarla.

¿Y qué podían hacer? Suponiendo que fuese un hombre, claro. Aun así, seguían siendo cuatro contra uno.

Cuatro contra dos, se corrigió con una ridícula sensación de triunfo por lo del tacón.

La verdad es que lo más inteligente por parte del conductor del coche sería pasar de largo y desaparecer del aparcamiento cuanto antes. Si tenía suerte, llamaría a la policía, eso sí. Y si el conductor de aquel coche resultaba ser una mujer, eso iba a ser lo que ocurriría.

Pero si era un hombre, a lo mejor aminoraba la marcha para dejarla subir. Eso si conseguía interponer la distancia suficiente entre ella y el tipo que la había sujetado, lo cual era bastante dudoso.

En aquel instante, sintió que el crío aquel le agarraba el vestido y tiró hacia delante con todas sus fuerzas. La desesperación le prestó aliento y consiguió, sin saber cómo, soltarse de él. Luego miró hacia arriba, intentando calibrar lo lejos que le quedaba el coche.

No estaba avanzando, se dijo con desesperación. Entonces se dio cuenta de que el vehículo se había detenido y que iluminaba la escena que tenía lugar unos metros más abajo.

El corazón se le paró. O era otro más de la pandilla que llegaba con el coche en el que huir, o un conductor que se estaba pensando si bajar o no.

«No me abandones», le rogó en silencio mientras corría. «Por favor, no me dejes sola con ellos».

El sonido de una puerta al cerrarse acabó con sus esperanzas. Nadie en su sano juicio, o que fuera un espectador inocente, se bajaría del coche. Podía pasar a toda velocidad. Podía dar la vuelta y subir una planta para esconderse en la oscuridad con la esperanza de que aquellos canallas no le encontraran. Pero no bajarse del coche.

Mientras seguía corriendo, oyó los pasos del conductor acercarse. Despacio, casi como medidos, avanzaban hacia ella como si fueran el único sonido de todo el aparcamiento.

Se volvió a mirar. Sus cuatro perseguidores se habían parado y, al igual que ella, escuchaban atentos los pasos que se acercaban.

No era uno de ellos. Aquello era algo… alguien inesperado.

Cobró velocidad al echar de nuevo a correr, con la esperanza dándole vida a sus ya escasas fuerzas. No le quedaba aliento para pedir socorro. Tenía que confiar en que aquel desconocido hubiera valorado la situación correctamente.

—¿Qué pasa aquí?

La voz era profunda y parecía sorprendentemente tranquila. Demasiado tranquila. A lo mejor quería decir que no lo había entendido.

El hombre se detuvo en el centro de la rampa y entonces lo vio, delineado por las luces de su coche. Alto y corpulento, parecía capaz de responder a una pelea.

—¡Socorro…! —le pidió sin aliento.

Él no la miró. Parecía concentrado en los adolescentes que seguían mirándolo desde abajo.

—¿Está herida?

—No, pero…

—Métase en el coche.

Sin lugar a dudas, había sido una orden, dada en un tono que no admitía discusión. Y desde luego ella no pensó discutirla.

Corrió hasta lo alto de la rampa y, cuando iba a abrir la puerta de la furgoneta negra que conducía, se volvió a mirar.

Los cuatro parecían haberse recuperado del susto. O quizás se habían dado cuenta de que sólo había una persona en el coche y que no era ni policía ni guardia de seguridad.

Empezaron a avanzar, y de pronto apareció de quién sabe dónde una barra de hierro. La llevaba el que había tirado su bolso, y con ella se golpeaba la palma abierta de la mano izquierda. Aquello parecía una copia barata de West Side Story, pero no se sentía ni mínimamente inclinada a sonreír.

—¡Súbase al coche! —le gritó al hombre—. ¡Vámonos!

No hubo respuesta. ¿Aún no se habría dado cuenta de lo que pasaba?

Como si se hubieran pasado una señal, los jóvenes cargaron rampa arriba, el que llevaba la barra blandiéndola por encima de la cabeza.

Aterrorizada, los vio recorrer la distancia que los separaba de la figura solitaria que aguardaba en mitad de la bajada. Soltó la manilla de la puerta y se acercó. No tenía ni idea de qué podía hacer, pero no iba a permitir que se enfrentara solo a aquellos cuatro.

—Le he dicho que se meta en el coche —repitió, con la misma serenidad que antes.

Y de pronto, estaban allí. Vio alzada la mano que empuñaba la barra y supo cuál era su objetivo. Estaba tan horrorizada que ni siquiera era capaz de mirar hacia otro lado, y la vio cortar el aire hacia abajo hasta que pareció quedarse detenida a medio camino.

El joven que la empuñaba salió trastabillado hacia atrás y con un grito de agonía se tapaba con ambas manos la entrepierna. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ya no tenía su arma.

Era el conductor del coche quien la utilizaba. Aunque las luces del coche distorsionaban la escena, era casi como estar viendo una película muda, vio cómo la utilizaba contra otro de los críos, golpeándolo en las costillas y dejándolo doblado.