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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Catherine Schield

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Boda real, n.º 149 - enero 2018

Título original: Royal Heirs Required

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-873-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Es perfecta para ti –dijo el hermano de Gabriel Alessandro dándole un codazo.

Los dos hermanos estaban en un extremo de la pista de baile observando cómo su padre, el rey, se movía con elegancia con la futura esposa de Gabriel mientras su madre hacía todo lo posible para evitar que los torpes movimientos del primer ministro le pisaran los pies.

Gabriel soltó un suspiro. El padre de su prometida estaba construyendo una planta de alta tecnología muy cerca de la capital, lo que daría a la economía de Sherdana el impulso que tanto necesitaba.

–Por supuesto que lo es.

Lady Olivia Darcy, hija de un rico conde británico, era demasiado perfecta. Mientras que en público transmitía desenvoltura y afecto, en privado nunca se relajaba, nunca bajaba la guardia. Pero no le importaba. Desde el momento en que había empezado a buscar esposa, había decidido dejarse llevar por la cabeza y no por el corazón. Sabía por experiencia que la pasión solo conducía al dolor y a la decepción.

–Entonces, ¿por qué se te ve tan apagado?

Sí, ¿por qué? A pesar de que Gabriel no tenía que fingir estar enamorado de su novia ante su hermano, le costaba hacerse a la idea de que, una vez casado, no habría pasión ni romance en su vida.

Hasta que había empezado a planear la boda se había sentido relativamente afortunado por haber encontrado a una mujer que no lo volvía loco con sus exigencias. Todo lo contrario a Marissa, con quien había tenido un romance de cuatro años tempestuoso y sin futuro. Gabriel no era un cantante mundialmente famoso, ni un apuesto actor de Hollywood, ni siquiera un playboy millonario. Era el heredero de un pequeño país europeo con leyes muy estrictas que obligaban a que su esposa fuera una aristócrata nacida en Sherdana. Marissa no cumplía ninguna de las dos condiciones.

–¿Estarías contento si fueras a casarte con una completa desconocida?

Gabriel mantuvo la voz baja, pero no pudo ocultar su amargura.

Christian sonrió con malicia.

–Lo mejor de ser el pequeño es que no tengo que preocuparme por casarme.

Gabriel maldijo entre dientes. Era consciente de que ninguno de sus hermanos lo envidiaba. En muchos aspectos, era un alivio. En siglos pasados, se habían vivido en Sherdana conspiraciones contra el trono. Habría sido terrible que cualquiera de sus hermanos hubiera confabulado contra él para arrebatarle el trono. Era poco probable que eso ocurriera. Nic vivía en los Estados Unidos, construyendo naves espaciales que algún día llevarían pasajeros al espacio, mientras que Christian estaba muy a gusto comprando y vendiendo compañías.

– …impresionante.

–¿Impresionante? –dijo Gabriel repitiendo la única palabra que había oído de lo que había dicho su hermano–. ¿Qué es impresionante?

–Qué, no –dijo Christian mirándolo de reojo–. Quién. Tu futura esposa. Te estaba diciendo que deberías conocerla mejor. Quizá sea más agradable de lo que piensas. Es muy sexy.

Lady Olivia Darcy podía ser muchas cosas, pero Gabriel nunca la habría calificado de sexy. Era un conjunto de sofisticado estilo que hacía que los diseñadores de moda compitieran para vestirla. Sus rasgos eran delicados y femeninos, su piel pálida e inmaculada. Era delgada, pero no aniñada, con largas piernas, brazos armoniosos y un cuello elegante. Sus ojos azules tenían una expresión serena.

No era una mujer frívola de la alta sociedad, dedicando sus días a ir de compras por el día y de fiestas por la noche. Trabajaba sin descanso en una docena de organizaciones benéficas, todas ellas dedicadas a causas infantiles. Era la reina perfecta para Sherdana.

Gabriel miró a su hermano entornando los ojos.

–Acabas de calificar a tu futura cuñada y reina de sexy. ¿Crees que a madre le parecería bien?

–Soy su hijo pequeño. Aprueba todo lo que hago.

Siendo el más pequeño de los trillizos, Christian llevaba toda la vida aprovechándose de su puesto en el orden de nacimiento.

–Tus payasadas no las aprueba, simplemente se siente mal por las veces que tuvo que dejarte con una canguro porque no podía con los tres.

Ignorando el comentario de su hermano, Christian señaló con la cabeza hacia la reina.

–Es maravillosa. Tiene que serlo para haber mantenido el interés de padre tantos años.

Gabriel no tenía ningún interés en hablar de la vida amorosa de sus padres.

–¿Por qué estás empeñado en meter cizaña esta noche?

Christian se puso serio.

–Ahora que vas a sentar la cabeza, madre volverá su atención en Nic y en mí.

–Nic está más interesado en los combustibles que en las mujeres –dijo Gabriel–. Y tú has dejado bien claro que no tienes intención de abandonar la soltería.

En los cinco años que habían transcurrido desde el accidente de coche, Christian se había vuelto más reservado y pesimista en lo que a su vida personal se refería. Aunque las cicatrices del cuello, hombro, pecho y brazo de su lado derecho estaban ocultas bajo una túnica azul, las peores heridas de Christian estaban bajo su piel, en lo más profundo de su alma, allí donde era imposible que sanaran. El daño se hacía visible en aquellas escasas ocasiones en que bebía demasiado o pensaba que nadie lo estaba observando.

–No creo que nuestros padres alberguen esperanzas de que vayáis a sentar la cabeza en un futuro cercano –continuó Gabriel.

–No olvides que madre es una romántica –dijo Christian.

–También es pragmática.

Christian no parecía muy convencido.

–Si eso fuera cierto, aceptaría que engendraras todos los herederos que Sherdana necesitara, y nos dejaría a Nic y a mí en paz. Y esa no es la impresión que me dio hace un rato.

Una sensación desagradable se le formó en el pecho a Gabriel al pensar en su futura esposa. Una vez más, su mirada viajó hasta Olivia, que en aquel momento bailaba con el primer ministro. Aunque su sonrisa era encantadora, la reserva de sus ojos azules la hacía parecer intocable.

El tiempo que había pasado con Marissa había sido sensual, salvaje y ardiente. Solían despertarse al amanecer en el apartamento que ella tenía en París y hacían el amor en la tranquilidad de las primeras horas del día. Después, se sentaban junto a la ventana y desayunaban café y pasteles mientras el sol bañaba con su luz dorada los tejados.

–Alteza.

Gabriel se volvió hacia su secretario particular, que había aparecido de repente. Por lo general, Stewart Barnes estaba en el ojo del huracán. Al instante, comenzó a sudarle la frente.

A Gabriel se le erizó el vello de la nuca.

–¿Algún problema?

La cercanía de Stewart había llamado también la atención de Christian.

–Puedo ocuparme si hace falta –dijo, apartándose del lado de su hermano.

–No, señor –dijo el secretario, moviéndose para bloquear la visión de Christian.

Luego, le hizo una seña con la cabeza y lo miró con una expresión severa para transmitirle la urgencia del problema.

–Sé que no es un buen momento, pero ha llegado un abogado con un mensaje urgente.

–¿Un abogado?

–¿Cómo ha conseguido entrar en el palacio? –preguntó Christian.

Gabriel no reparó en las palabras de Christian.

–¿Qué puede ser tan importante?

–¿Te ha explicado el capitán Poulin la razón por la que le ha permitido la entrada a ese hombre a una hora tan inapropiada?

–¿No puede esperar hasta después de la fiesta?

Stewart miraba alternativamente a los hermanos mientras le hacían aquellas preguntas.

–No me ha contado de qué se trata, alteza, solo me ha dado el nombre de su cliente –dijo Stewart hablando en tono urgente–. Será mejor que habléis con él.

Incapaz de imaginar qué podía haber alterado tanto a su imperturbable secretario, Gabriel intercambió una mirada con Christian.

–¿Quién es su cliente?

–Marissa Somme.

Un torbellino de emociones invadió a Gabriel al oír el nombre de su antigua amante. Le sorprendía que Marissa hubiera esperado tanto tiempo para ponerse en contacto con él. Cinco meses atrás, cuando había anunciado su compromiso, había supuesto que montaría una escena. Decir que tenía una vena dramática era como considerar que el Himalaya era una simple montaña.

–¿Qué se le ha ocurrido esta vez? –preguntó Gabriel.

Christian maldijo entre dientes.

–Sin duda alguna, algo que interesará a la prensa.

–No puedo permitir que nada interfiera en la boda.

El futuro de Sherdana dependía del acuerdo que había alcanzado con lord Darcy, un acuerdo que no se sellaría hasta que Olivia se convirtiera en princesa.

Gabriel miró a su alrededor para comprobar si alguien se había dado cuenta de su conversación y se encontró con la mirada de Olivia. Su futura esposa era una mujer guapa, pero no la había elegido por su aspecto. Tenía una pureza de espíritu que iba a encandilar a los súbditos de Sherdana y la manera tranquila y eficiente que tenía de abordar los problemas se descubriría en los ajetreados días que tenían por delante.

Al lado de ella, su padre reía ante algún comentario que le había hecho, aparentando menos años. Las recientes dificultades económicas le habían pasado factura al rey. Muy activo y enérgico en otra época, en los últimos meses se fatigaba enseguida. Por eso Gabriel se había implicado más en el día a día del gobierno del país.

Aunque ella había vuelto su atención al rey, por la ligera elevación de sus delicadas cejas Gabriel sabía que su conversación con Christian y Stewart había despertado su curiosidad. Se puso en alerta. Era la primera vez que había algo más que cortesía entre ellos. Se había quedado expectante. Quizá pudieran compartir algo más que una cama.

–Por favor, alteza.

–¿Podrías ocuparte de mi prometida mientras descubro qué pasa? –le dijo Gabriel a Christian.

–¿Pretendes que la distraiga?

–Limítate a poner alguna excusa hasta que vuelva.

Luego se escabulló entre la multitud que asistía a la fiesta de conmemoración de la Independencia de Sherdana de Francia en 1664 sonriendo y saludando a los invitados como si nada pasara. En todo el tiempo, dos palabras no dejaban de repetirse en su cabeza: Marissa Somme. ¿De qué podía ir todo aquello?

Desde que se declarara principado, Sherdana había sobrevivido gracias a la agricultura. Pero Gabriel quería que su país hiciera algo más que sobrevivir, quería que prosperara. Ubicado entre Francia e Italia en una llanura de viñedos y campos fértiles, Sherdana necesitaba recurrir a la tecnología para que su economía avanzara al siglo veintiuno. El padre de Olivia, lord Edwin Darcy, tenía la llave para abrir aquella puerta, y nada podía interferir.

Gabriel entró en el salón verde y se dirigió hacia el hombre que había aparecido sin anunciar su visita. El abogado tenía el pelo canoso y lo llevaba muy corto, sin ninguna intención de ocultar la pequeña calva que reflejaba la luz de los apliques que tenía a su espalda. Apenas tenía arrugas alrededor de sus ojos grises, señal de que aquel hombre no sonreía a menudo. Vestía un traje azul marino y un abrigo negro, y la única nota de color de su atuendo era el amarillo de las rayas de su corbata.

–Buenas noches, alteza –dijo el hombre, haciendo una reverencia–. Disculpadme por la interrupción, pero me temo que este asunto es urgente.

–¿Qué jugarreta se le ha ocurrido ahora a Marissa?

–¿Jugarreta? Estáis malinterpretando la razón por la que estoy aquí.

–Entonces, explíquemelo. Mis invitados me esperan. Si tiene algún mensaje de Marissa, adelante.

El abogado se irguió y tiró de la solapa del abrigo.

–Es algo más complicado que un mensaje.

–Me estoy quedando sin paciencia.

–Marissa Somme está muerta.

¿Muerta? Tuvo que tomarse unos segundos para asimilar las palabras de aquel hombre. ¿La vivaracha, inteligente y atractiva Marissa, muerta? Se le hizo un nudo en el estómago.

–¿Cómo?

–De cáncer.

Aunque hacía mucho tiempo que no hablaba con ella, la noticia lo impresionó. Marissa había sido la primera mujer a la que había amado. La única. Su ruptura tres años antes había sido una de las experiencias más dolorosas de su vida, pero no era comparable con la idea de que se había ido para siempre. Las heridas que pensaba sanadas, volvieron a abrirse. Nunca volvería a verla, ni a escuchar su risa.

¿Por qué no lo había llamado? La habría ayudado.

–¿Ha venido hasta aquí para darme la noticia de su muerte?

¿Acaso todavía sentía algo por él, a pesar de su última conversación? Imposible. Nunca había intentado ponerse en contacto con él.

–Y para daros algo que quería que tuvierais.

–¿Cómo? –preguntó Gabriel.

¿Le iría a devolver el colgante de diamantes en forma de corazón que le había regalado en su primer aniversario? Por aquel entonces, era un tonto romántico, joven y rebelde, cegado por una apasionada relación sin futuro. Y un estúpido.

–¿Qué me ha traído?

–A sus hijas.

–¿Hijas?

¿En plural? Gabriel dudó si había oído bien a aquel hombre.

–Gemelas.

–Marissa y yo no tuvimos hijos.

–Me temo que eso no es así.

El abogado sacó sendos certificados de nacimiento y se los tendió. Gabriel le hizo una seña a Stewart para que los tomara y los leyera. Los ojos azules de Stewart transmitían preocupación al levantar la vista y encontrarse con la mirada de Gabriel.

–Llevaban el apellido de Marissa, pero os designó como padre –dijo Stewart.

–No pueden ser mías –insistió Gabriel–. Siempre tuvimos cuidado. ¿Cuántos años tienen?

–Cumplirán dos dentro de un mes.

Gabriel hizo rápidamente la cuenta. Habían sido concebidas durante la semana que había estado en Venecia, al poco de su ruptura. Marissa había ido a hablar con él y se había arrojado a sus brazos en un último intento por convencerle para que abandonara sus deberes. Habían hecho el amor durante toda la noche, con besos desesperados y abrazos enfebrecidos. Después, se había despertado al amanecer, justo cuando se marchaba de la habitación, y había arremetido contra él por darle esperanzas, acusándolo de indiferente. A pesar de su antagonismo, lo había lamentado meses y meses.

Lo suyo había sido una relación sin futuro. Se debía a su país. Ella no lo había aceptado y él había dejado que la relación fuera demasiado lejos. La había hecho albergar esperanzas de que lo dejaría todo por ella mientras él simplemente disfrutaba eludiendo sus responsabilidades. Pero aquello no podía durar; Sherdana siempre estaría por encima de todo.

¿Qué habría hecho si hubiera sabido que estaba embarazada? ¿Instalarla en una villa cercana para visitarla siempre que pudiera? Ella nunca lo habría aceptado. Habría exigido su total y completa dedicación. Eso era lo que los había separado. Él se debía al pueblo de Sherdana.

–Todo esto puede que no sea más que una patraña –intervino Stewart.

–Puede que a Marissa le gustara hacer dramas, pero no creo que fuera capaz de urdir algo así.

–Lo sabremos tras una prueba de ADN –dijo Stewart.

–¿Y qué hacemos hasta entonces? ¿Qué hago con las niñas? –preguntó el abogado con cierta impertinencia.

–¿Dónde están?

Gabriel ardía de impaciencia por verlas.

–En mi hotel, con su canguro.

–Que vengan –dijo sin pararse a pensar en las consecuencias.

–Pensad en vuestra futura boda, alteza –le advirtió Stewart–. No podéis traerlas aquí. El palacio está atestado de periodistas.

Gabriel miró con disgusto a su secretario.

–¿Me estás diciendo que no eres capaz de traer hasta aquí a dos niñas sin que las vean?

Stewart se irguió, tal y como esperaba Gabriel.

–Haré que las traigan al palacio de inmediato.

–Bien.

–Mientras tanto –intervino Stewart–, lo mejor será que volváis a la fiesta antes de que adviertan vuestra ausencia. Estoy seguro de que el rey y la reina querrán examinar la vía mejor para manejar el asunto.

Gabriel odiaba aquellos consejos tan sensatos de Stewart y la necesidad de ejercer de anfitrión cuando su cabeza estaba puesta en otros asuntos. No quería esperar para ver a las niñas. Su primer impulso era ir inmediatamente al hotel del abogado. Como si viendo a las niñas pudiera afirmar que eran suyas. Ridículo.

–Avísame en cuanto lleguen –le dijo a Stewart.

Y con aquellas palabras, salió de la habitación.

Consciente de que debía volver a la fiesta, pero con la cabeza dándole vueltas, Gabriel se dirigió a la biblioteca. Necesitaba unos minutos para recuperar la calma y ordenar sus pensamientos.

Gemelas. ¿Tendrían los ojos verdes y el pelo moreno de su madre? ¿Les habría hablado de él? ¿Sería una locura llevarlas al palacio?

Un escándalo podía hacer peligrar sus planes para estabilizar la economía de Sherdana. ¿Permitiría el conde que Olivia se casara con él cuando se supiera que tenía dos hijas gemelas ilegítimas? ¿Y si Olivia no estaba dispuesta a aceptar que sus hijos no fueran los únicos?

Gabriel salió de la biblioteca con nuevas preocupaciones en la cabeza, decidido a que su futura esposa lo encontrara irresistible.

 

 

Desde su puesto de honor al lado del rey de Sherdana, Olivia observó a su futuro esposo escabullirse entre los invitados congregados en el salón dorado y se preguntó qué sería tan importante como para abandonar el baile del Día de la Independencia con tanta prisa.

Seguía preocupándole el hecho de que en menos de cuatro semanas se convertiría en princesa y apenas conocía al hombre con el que iba a casarse. No era una historia de amor como la de Kate y William. Olivia y Gabriel iban a casarse para elevar la posición social del padre de ella y mejorar la economía de Sherdana.

Si bien al resto de la gente le parecía estupendo, los amigos londinenses de Olivia se preguntaban qué era lo que la motivaba. Nunca había confesado a nadie aquel sueño que había tenido con tres años de convertirse en princesa algún día. Había sido una ilusión infantil y, al crecer, la realidad había sustituido al cuento de hadas. De adolescente, había dejado de imaginarse viviendo en un palacio y bailando con un príncipe apuesto. Sus planes para el futuro incluían cosas prácticas, como obras benéficas relacionadas con la infancia y, quizá algún día, un marido y unos hijos. Pero algunos sueños permanecían dormidos hasta que llegaba el momento adecuado.

Antes de que Olivia se parase a pensar en lo que hacía, se volvió hacia el rey.

–Disculpadme.

–Por supuesto –replicó el monarca con una sonrisa cordial.

Dejó al rey y salió en pos de su prometido. Quizá alcanzara a Gabriel antes de que volviera al salón de baile y pudiera pasar un rato a solas hablando con él. Apenas había dado una docena de pasos cuando Christian Alessandro se interpuso en su camino.

La expresión de sus ojos dorados se dulcificó al dedicarle una sonrisa.

–¿Estás disfrutando de la fiesta?

–Claro –contestó.

Contuvo un suspiro al ver truncados sus planes de hablar a solas con Gabriel.

Había coincidido con Christian varias veces en Londres a lo largo de los años. Era el hermano más juerguista de los Alessandro y había pasado más tiempo de fiesta que estudiando en Oxford, donde había conseguido licenciarse. Aunque tenía fama de playboy, siempre la había tratado con respeto, quizá porque Olivia había sabido ver en él su inteligencia más allá de sus encantos.

–He visto al príncipe Gabriel abandonar la fiesta a toda velocidad –murmuró, incapaz de contener la curiosidad que sentía–. Espero que no haya ocurrido nada.

Christian puso cara de póquer.

–Ha tenido que ir a ocuparse de un asunto de negocios, nada importante.

–Parecía un poco alterado.

Se quedó mirando a su futuro cuñado y le pareció ver un ligero temblor en el borde del párpado. Le estaba ocultando algo importante sobre Gabriel. Al parecer, no era la única que guardaba secretos.

Desde que Gabriel empezó las negociaciones con su padre un año antes, Olivia no había tenido oportunidad de conocer al hombre con el que iba a casarse. Esa circunstancia no había cambiado desde que llegó a Sherdana, hacía una semana. A un mes de la boda, apenas habían pasado una hora juntos sin interrupciones.

Al día siguiente de llegar, habían dado un paseo por los jardines, que habían tenido que interrumpir después de toparse con el perro de la reina cubierto de barro. Gabriel había elogiado la habilidad de Olivia para esquivar al animal y había vuelto al palacio a cambiarse de pantalones.

También habían compartido un momento en la carroza el día anterior antes del desfile. Le había alabado el sombrero.

Y durante los cinco minutos del vals de aquella noche, le había dicho que estaba encantadora.