Cubierta

DANIEL KERNER

DEL MODELO AL RELATO

Política y economía durante el kirchnerismo

Editorial Biblos

Para Ana

Do you come from a land down under?

Where women glow and men plunder? Can’t you hear, can’t you hear the thunder? You better run, you better take cover.

Men at Work, “Down Under”

El edificio, por lo menos, se sostenía sobre sus cimientos; también podría haberse fundido como un helado, bajo el sol.

César Aira

Agradecimientos

Este trabajo es producto de años intentando pensar sistemáticamente al kirchnerismo, y cualquier logro es gracias a todos aquellos que compartieron sus visiones e ideas conmigo. Andrés Lederman, Diego Valenzuela, Dante Sica, Eduardo Levy Yeyati, Javier Alvaredo, Daniel Gerold, Manuel Mora y Araujo, Patrick Esteruelas, Luis Tonelli, Hernán Iglesias Illa, Alejandro Catterberg, Fabián Perechodnik, Marina dal Poggetto, Nicolás Dujovne, entre otros, algunas de las mentes más brillantes que iluminaron el análisis. Ian Bremmer y Chris Garman, que me enseñaron a pensar la política en profundidad y me dieron oportunidades profesionales inimaginables. Risa Grais-Targow, Carlos Petersen, Ágata Cieselska, João Augusto de Castro Neves, María Luisa Puig y Filipe Carvalho, el equipo de América Latina en Eurasia Group, fuentes de inspiración permanentes. Laura Lenci, quien hace años me ayudó a canalizar mi interés por la historia y la política latinoamericanas. Sebastián Zirpolo, una pieza esencial del proyecto sin el cual hubiera sido imposible hacerlo. Ignacio Camdessus, por las largas charlas y el apoyo editorial. A mi familia, y especialmente a Ana, a quien dedico el libro, por todo su apoyo. A todos ustedes, gracias.

DEL MODELO AL RELATO

Este libro es un esfuerzo por explicar las decisiones de doce años de gobiernos kirchneristas sin prejuicios ni sesgos ideológicos, tratando de entender la racionalidad de las decisiones, aun cuando fueran contraintuitivas o lisa y llanamente malas desde un punto de vista económico. Los Kirchner no fueron locos ni héroes, pero la grieta intelectual impide entenderlos cabalmente. Para entender el obrar de Néstor y Cristina es necesario remontarse a la crisis de 2001-2002 y sus efectos, a las particularidades de la elección de 2003, a las ideas y la cultura de los Kirchner, a la debilidad institucional argentina y al contexto externo. Estos factores sirven para entender los cambios y las continuidades de doce años cargados para los argentinos.

DANIEL KERNER
Es director para América Latina de Eurasia Group, la principal compañía mundial de análisis político. Es licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires y tiene posgrados en Historia Latinoamericana y Economía por la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. Contribuye frecuentemente en los principales medios de comunicación de Argentina, América Latina y Estados Unidos.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

CAPÍTULO 1
Un presidente busca un candidato

La candidatura

El 2 de julio de 2002 el presidente Eduardo Duhalde anunció que adelantaba las elecciones y que entregaría el poder, antes de tiempo, el 25 de mayo de 2003. La Asamblea Legislativa lo había ungido en un caótico enero de 2002 para que completara el mandato de Fernando de la Rúa hasta el 10 de diciembre de 2003, pero Duhalde decidió renunciar después de los episodios violentos de junio de ese mismo año, que terminaron con el asesinato a manos de la policía bonaerense de los militantes piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Duhalde entendió que la naturaleza más bien precaria de la estabilidad política, económica y social del país necesitaba un gesto que descomprimiera la tensión y evitara poner en riesgo la legitimidad del sistema político. La sensación era de estallido inminente.

El 19 de abril de 2002 el gobierno, en medio de un feriado bancario y cambiario por tiempo indefinido, había enviado al Congreso un proyecto para convertir los depósitos retenidos en el corralito en bonos públicos, los Boden. Los ahorristas, que prácticamente tenían sitiado el centro porteño, lograron suspender la sesión. Las organizaciones sociales y los piqueteros marchaban para conseguir un aumento salarial, un aumento en los subsidios para los desocupados, mejoras en salud y educación, alimentos para los comedores populares. “Piquete y cacerola / la lucha es una sola” era el hit de aquel incipiente otoño. En el plano político las cosas no estaban mucho mejor. Después de que los gobernadores provinciales se comprometieran a cumplir con las exigencias del FMI, el líder de la Confederación General del Trabajo (CGT) disidente, Hugo Moyano, abandonó la mesa de diálogo social. Bajo un clima de ruptura y presionado por la falta de consenso, Jorge Remes Lenicov renunció en el cargo tras solo cuatro meses al frente del Ministerio de Economía, que pasaría a manos de Roberto Lavagna. En ese difícil contexto el 26 de junio se produjo una gran marcha piquetera, el corte del puente Pueyrredón, la muerte de los militantes sociales mencionados y, solo unas semanas después, el adelantamiento de las elecciones al 27 de abril de 2003.

La decisión de Duhalde desató la definición de candidaturas para sucederlo en un contexto de fragmentación del sistema de partidos. Esta fragmentación había comenzado mucho antes, producto de las sucesivas crisis económicas y políticas de las últimas décadas y de la creciente territorialización de las dinámicas políticas, facilitadas por la capacidad de gobernadores e intendentes de fijar las fechas de las elecciones locales. La crisis de 2001 y la explosión del radicalismo aceleraron el proceso (Leiras, 2007; Escolar y Calvo, 2005). La Unión Cívica Radical (UCR) había sufrido dos deserciones muy significativas tras una escandalosa elección interna para elegir a Leopoldo Moreau como candidato a presidente: la de Elisa Carrió, que rompió con el partido para formar la Afirmación de una República Igualitaria (ARI), y la de Ricardo López Murphy, un economista que había tenido un paso breve y turbulento por el gobierno de la Alianza –que había llevado al poder a De la Rúa– y que fundó el partido Recrear, junto con algunos partidos provinciales.

Esta dispersión de liderazgos se repetía dentro del Partido Justicialista, con la diferencia de que la solución de su interna se dirimiría en las elecciones nacionales. Las divisiones al interior del peronismo, y especialmente el enfrentamiento entre el ex presidente Carlos Menem y el presidente Eduardo Duhalde, habían dominado la vida partidaria desde mediados de los 90, y reaparecían con furia a medida que la elección se aproximaba. Menem seguía siendo el presidente del partido y mantenía un importante control sobre amplios sectores del peronismo. Duhalde controlaba recursos y poder, pero no había logrado dominar el justicialismo, en gran medida dado el desordenado proceso por el cual fue elegido y su escasa popularidad. Al mismo tiempo la flexibilidad institucional del peronismo, una de sus principales características, implicaba que no había mecanismos claros para definir cambios de liderazgo, estrategia e ideología. Paradójicamente, gracias a esa debilidad el partido ha podido sobrevivir a las fuertes crisis políticas y económicas de las últimas décadas, al permitirle convertirse en un partido neoliberal en los 90 y girar a la izquierda tras la crisis. Ahora esa debilidad había impedido la ruptura y le permitía al Partido Justicialista sobrevivir, dividido, bajo Duhalde (Levitsky y Murillo, 2006).

Aunque Duhalde necesitaba del apoyo de otros dirigentes para controlar el partido, seguía siendo el líder del peronismo en la provincia de Buenos Aires. El control del principal distrito electoral del país –representa alrededor del 37% del electorado– es importante para ganar elecciones y resulta esencial para una interna partidaria. Duhalde tenía ese control, lo que le daba fuerza dentro del partido. Aunque su capacidad de triunfar en elecciones abiertas era dudosa (había perdido el distrito en las presidenciales de 1999), se fortalecía frente a las inciertas posibilidades electorales de Menem, a quien la población veía como uno de los principales responsables de la crisis que azotaba al país.

El peronismo no menemista tenía que encontrar un candidato presidencial competitivo. Si bien hasta último momento existieron dudas sobre las promesas e intenciones de Duhalde y las presiones para que fuera candidato aumentaban a medida que tanto la situación política como económica continuaba mejorando, el presidente mantuvo la convicción de dar un paso al costado para hacer lugar a figuras nuevas. El incipiente repunte de la economía y el encauzamiento institucional del país lo convertían en un buen candidato. Pero había prometido ser un piloto de tormentas, y seguramente temía que romper su promesa dinamitara la estabilidad conseguida. Así fue como comenzó la búsqueda del candidato, un proceso que dominaría la política de la segunda mitad de 2002 (Levy Yeyati y Valenzuela, 2007).

El primer elegido por Duhalde fue el ex piloto de Fórmula Uno y gobernador de la provincia de Santa Fe, Carlos Reutemann. Reutemann había llegado a la política en los 90 de la mano de Menem, como uno de varios outsiders que el entonces presidente incorporó al peronismo para darle competitividad. En su segundo mandato como gobernador, el santafesino tenía altos niveles de aprobación e intención de voto. Reutemann combinaba cualidades que lo hacían un candidato fuerte y competitivo: era gobernador, lo que le daba credenciales hacia el interior del partido y la clase política, y su imagen de independiente, buen administrador y moderado lo volvía atractivo a los ojos de la opinión pública apartidaria. Pero Reutemann dijo que no. De aquella renuncia quedó una frase ya legendaria para la política local –“Seguramente vi algo que no me gustó”–, una frase que nunca terminó de explicar y que hoy hasta relativiza, pero que puede haber tenido que ver con el temor ante un futuro político y económico incierto.

Desairado, Duhalde enfocó sus esfuerzos en el gobernador de la provincia de Córdoba José Manuel de la Sota, figura de peso dentro del peronismo y uno de los principales miembros de la liga de gobernadores que había, en gran medida, manejado la transición política en los caóticos meses tras la caída de Fernando de la Rúa. Pero tenía un problema: no medía bien. Las encuestas encargadas por la Casa Rosada mostraban consistentemente que De la Sota no tenía llegada a los votantes independientes, imprescindibles para vencer a Menem y ganar la elección. Y menos aún hacía pie en el electorado bonaerense, donde tenía una intención de voto de 1,8%. De la Sota, en este contexto, prefirió buscar su reelección como gobernador de Córdoba.

Así fue como Duhalde se decidió por Néstor Kirchner. A pesar de no ser tan conocido a nivel nacional, el gobernador de Santa Cruz era el precandidato peronista que mejor medía en las encuestas, entre quienes también estaban el salteño Juan Carlos Romero y el puntano Adolfo Rodríguez Saá, quien había probado el máximo poder en aquella fatídica semana de los cinco presidentes. A Kirchner la nominación lo sorprendió: había lanzado su candidatura a mediados de 2002, más con la intención de instalarse de cara a 2007 que a 2003. Sin embargo, la crisis política y del peronismo cambiaría sus planes.

Aunque había sido gobernador desde 1991, una credencial nada desdeñable para la política argentina, Kirchner tenía poco peso dentro del partido. El poder de los gobernadores venía aumentando desde la restauración de la democracia en 1983, y aún más desde el proceso de descentralización de los 90. Por las características del sistema electoral (representación proporcional con lista cerrada), su capacidad constitucional de determinar las fechas y condiciones de las elecciones locales, así como su control del gasto en los principales servicios del Estado, los gobernadores determinan en gran medida las carreras políticas. Este hecho les da fuerte influencia sobre el Congreso y el sistema político en general. Este poder se había vuelto evidente durante el final del gobierno de Fernando de la Rúa y la crisis de 2001, cuando la liga de gobernadores manejó en gran medida la transición (De Luca, Jones y Tula, 2002; Calvo y Escolar, 2005). No es casualidad que, salvo Raúl Alfonsín y Cristina Fernández de Kirchner (impulsada por Néstor Kirchner), todos los presidentes desde la vuelta de la democracia hayan sido gobernadores.

La candidatura de Kirchner estaba apoyada principalmente por el Grupo Calafate, formado en 1998 como un espacio “progresista” dentro de la fallida candidatura de Eduardo Duhalde. Una de las principales figuras dentro de ese grupo era Alberto Fernández, uno de los líderes del peronismo en la ciudad de Buenos Aires, que había sido recaudador de la campaña de Duhalde y funcionaba como uno de los principales canales entre el partido y Kirchner. La candidatura de este último aparecía instalada desde un primer momento como el representante de una variante de centroizquierda dentro del peronismo. Kirchner tenía una ventaja sobre sus otros contendientes: su orientación progresista lo ponía claramente en oposición a Menem y, más importante, como claramente diferenciado de los 90, demonizados como culpables del descalabro que había sufrido el país.

Así, a pesar de que las encuestas no lo favorecían del todo, el “dedazo” presidencial terminó ungiendo a Kirchner como el candidato oficial. Tanto Kirchner como el gobierno entendieron bien desde un primer momento que su candidatura enfrentaría grandes desafíos. Si bien en el gobierno se pensaba que Kirchner tenía buena llegada a sectores independientes, era claro también que necesitaba un apoyo más firme del peronismo para posicionarse como un candidato competitivo, especialmente frente a Menem. Varios intendentes del conurbano bonaerense, que formaban la columna vertebral del poderoso aparato peronista en la provincia de Buenos Aires y que habían servido además como la base de la consolidación del poder de Duhalde, tendrían dudas constantes sobre Kirchner como candidato y como político. Algo similar sucedería con los líderes sindicales, que nunca llegaron a convencerse de los méritos del candidato y se mantuvieron prescindentes durante toda la campaña presidencial. Estas dudas y dificultades tendrían luego una importante incidencia sobre el funcionamiento del gobierno kirchnerista.

Duhalde, para quien el principal objetivo era derrotar a Menem, puso todo su esfuerzo y el peso de su gobierno detrás de la candidatura de Kirchner. Importantes e influyentes funcionarios, como el secretario privado de Duhalde, Juan Carlos Mazzón, y el secretario general de la Presidencia, José Pampuro, se pusieron al frente de los esfuerzos por garantizar el apoyo del partido al candidato elegido por la Casa Rosada. El principal esfuerzo del duhaldismo se dedicó a la provincia de Buenos Aires: era el distrito donde Duhalde tenía más influencia y la clave para que Kirchner consiguiera entrar al ballotage.

En el interior del país la situación era también difícil. El apoyo de los gobernadores, convertidos en los principales actores políticos del momento, estaba lejos de ser unánime. Mazzón y el gobernador de Jujuy, Eduardo Fellner, tuvieron que trabajar mucho para que Kirchner lograra el apoyo de siete de los trece gobernadores peronistas: Felipe Solá (Buenos Aires), Gildo Insfrán (Formosa), Carlos Rovira (Misiones), Julio Miranda (Tucumán), Daniel Gallo (Tierra del Fuego), Carlos Juárez (Santiago del Estero), el propio Fellner y Ricardo Colombi, el gobernador radical de Corrientes. Sin embargo, salvo el de Fellner, el resto eran apoyos relativamente moderados. Y dos de los principales gobernadores peronistas –De la Sota y Reutemann– mantuvieron su prescindencia casi hasta el final de la campaña. Finalmente, De la Sota apoyó tibiamente a Kirchner, mientras que Reutemann dio una fuerte señal a favor de Menem al recibirlo en su provincia apenas una semana antes de las elecciones.

Pero las divisiones y reticencias no se limitaron a los dirigentes partidarios. También el gabinete presidencial mostraba importantes divisiones que resultaron en tensiones entre Kirchner y el gobierno durante la campaña. Varios de los ministros más cercanos a Duhalde apoyaron firmemente al candidato oficial. Estos incluían al secretario general de la Presidencia, José Pampuro; al ministro de Producción, Aníbal Fernández; al de Salud, Ginés González García; al de Justicia, Juan José Álvarez, y al de Economía, Roberto Lavagna. No es casualidad que todos ellos terminaran siendo funcionarios del gobierno de Kirchner. Otros, como el ministro del Interior, Jorge Matzkin, el jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), Miguel Ángel Toma, y el canciller Carlos Ruckauf, históricamente cercanos a Menem, no mostraron gran entusiasmo por su candidatura.

Aún más difícil fue convencer a los líderes sindicales. La CGT se encontraba dividida desde la época de Menem. La oficial, conformada por “los gordos” y los sindicalistas históricos, más afines al gobierno, se declararon prescindentes mientras trataban de presionar a Duhalde para que se lanzara él mismo como candidato. Finalmente, optaron por no apoyar a nadie. Algo similar sucedió con los gremios más combativos, asociados al Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA), liderados por Hugo Moyano, y la Central de Trabajadores Argentina (CTA), conducida por Víctor de Gennaro. Moyano, líder histórico del gremio de los camioneros, había aumentado su poder y visibilidad en oposición primero a Menem y, sobre todo, a De la Rúa, y si bien después se convertiría en líder de la CGT unificada y en uno de los principales aliados de Kirchner, había decidido apoyar la candidatura de Adolfo Rodríguez Saá. De Gennaro, por su parte, dijo que no apoyaría a un candidato y declaró su autonomía partidaria.

Con estos importantes pero limitados apoyos empezó Néstor Kirchner su campaña electoral. Dedicó mucho de su tiempo a recorrer la provincia de Buenos Aires: allí hizo la mayor parte de sus apariciones, sobre todo en el conurbano, y allí se daría de hecho su acto de cierre de campaña, en el Mercado Central, corazón del populoso y decisivo partido de La Matanza. El conurbano (la primera y la tercera sección electoral) representa cerca del 23% del padrón nacional, mientras que La Matanza representa alrededor del 3%. Para los operadores del gobierno y para el propio Kirchner, limitar el voto menemista en estas zonas era la clave para avanzar hacia la segunda vuelta. Como veremos, esta estrategia no solo fue exitosa, sino que marcó la estrategia de consolidación política y electoral del kirchnerismo una vez en el poder. Años después, en 2007, Cristina Fernández de Kirchner también cerraría su campaña en el Mercado Central.

Duhalde no se limitó a poner sus operadores al servicio de la campaña del santacruceño, sino que también hizo cirugía electoral para garantizar el apoyo de los intendentes bonaerenses. Eso lo logró en parte desdoblando las elecciones nacionales de las provinciales. Esta medida podía perjudicar a Kirchner, porque reducía el potencial efecto arrastre desde abajo, al reducir los incentivos de los intendentes y del gobernador Solá de jugar fuerte en la campaña y el día de la elección en beneficio de Kirchner. Pero igual Duhalde desdobló las elecciones para alinear a los líderes bonaerenses detrás de un candidato al que veían con desconfianza.

Duhalde tenía además que definir antes del 8 de marzo de 2003 el problema de la interna. Según una ley que él mismo había impulsado al comienzo de su mandato como respuesta al malestar social contra la clase política, los partidos debían celebrar primarias obligatorias para elegir sus candidatos. El problema era que Menem, gracias al apoyo de líderes partidarios de varias provincias del norte, era el candidato mejor posicionado para ganar la interna. Hacerlo le daba al triunfador la posibilidad de utilizar los símbolos partidarios –el sello del Partido Justicialista– y obtener financiamiento para la campaña, lo que dejaba al candidato perdedor en una posición desfavorable. Se abría así una larga disputa, una más del historial de peleas por el control partidario entre Duhalde y Menem, con Kirchner como actor secundario.

La posición de Menem era que las internas debían celebrarse y que disputaría en la Justicia cualquier intento de evitarlas. Duhalde buscaba anularlas y permitir a los tres candidatos peronistas –Menem, Kirchner y Rodríguez Saá– competir en las elecciones nacionales, es decir, que la interna se resolviera durante las elecciones nacionales del 27 de abril. La disputa se complicaba aún más porque Duhalde, en gran medida por su control sobre el aparato en la provincia de Buenos Aires, podía forzar la suspensión de las internas en el congreso partidario, aunque a riesgo de causar una ruptura en el peronismo que podría resultar muy costosa tanto para él como para su candidato. Finalmente, y después de largas vueltas que incluyeron un fallo de la Justicia a favor de Menem, el congreso partidario reunido en Lanús decidió el 24 de enero suspender las internas y, en una nueva muestra de alquimia electoral, instituyó neolemas como forma de resolver el problema. Mediante los neolemas el partido permitiría que se presentaran distintas candidaturas bajo el lema partidario. A diferencia de la Ley de Lemas que regía en algunas provincias, los votos por cada candidato no se sumarían al final de la elección. Esta ingeniosa salida electoral, aunque de dudosa legalidad, fue aprobada por la Justicia y aceptada por los tres principales candidatos oficialistas.

De a poco, la candidatura de Kirchner se iba consolidando, pero al mismo tiempo se volvía cada vez más dependiente de la capacidad del gobierno de protegerla y conseguirle apoyos. Había sido elegido por descarte y ahora tenía que ponerse en las manos de Duhalde y sus operadores. La bendición presidencial le había permitido aparecer entre los candidatos competitivos junto con Menem, Rodríguez Saá, Carrió y López Murphy, y, de hecho, las primeras encuestas mostraban que los candidatos con mejores chances de entrar en un casi seguro ballotage eran los tres peronistas. Sin embargo, la candidatura de Kirchner no había logrado, ni lograría, despertar mucho entusiasmo ni dentro del peronismo ni fuera de él. En medio de lo que parecía una importante apatía del electorado, las encuestas siguieron mostrando una fuerte paridad casi hasta el final de la campaña.

Es cierto que Kirchner tenía algunos atributos que lo podían ayudar a crecer, pero a medida que la elección se acercaba empezaba a ser cada vez más claro que ganar sería bastante más complicado de lo que parecía. La campaña de Kirchner tenía dos ejes definidos. En primer lugar, se presentaba como un fuerte quiebre con el menemismo y los 90, tanto desde el punto de vista político como económico. En sus presentaciones destacaba la idea de una vuelta a un Estado más activo, con mayor atención a lo social y lo productivo. Se presentaba como neokeynesiano, de lo que se desprendía que privilegiaría una gestión basada en el gasto público y en la obra pública como motor de la economía.

También se alejaba Kirchner de los 90 cuando señalaba la fuerte distancia que lo separaba del menemismo en lo político y en lo ético. Así, insistía en resaltar su supuesta distancia con todo lo que había caracterizado al menemismo, especialmente la corrupción, la percibida frivolidad, la total falta de consideración por la reglas y las instituciones, la enorme cercanía y permeabilidad con los grupos económicos y empresariales, así como la supuesta subordinación a Estados Unidos, el FMI y los mercados financieros.

El segundo eje, relacionado con el primero y que Kirchner asumió sin mucho convencimiento en un principio, era el de la continuidad de la política económica implementada por el gobierno de Duhalde. Pese a lo errática y torpe que había sido la política económica de este último, especialmente en sus primeros meses, cuando el presidente finalmente se decidió por Kirchner la economía llevaba ya casi medio año de crecimiento, con la mayoría de las variables macroeconómicas no solo bajo control sino batiendo expectativas.

La economía había dejado de caer en el segundo trimestre de 2002 (con crecimientos desestacionalizados de 0,8%, 0,6% y 0,7% en los últimos tres trimestres del año) y se recuperaba guiada por el sector externo y una mejora en los datos de consumo e inversión sobre el final del año, favorecido en parte por el impacto de la devaluación. Todo esto a pesar de una caída anual de 10,9%, producto de la manera en que se mide el crecimiento (se toma en cuenta el crecimiento promedio, por lo que la fuerte caída del primer trimestre marcó el dato final del año).1 La inflación se había desacelerado (creciendo por debajo de 1% en los últimos meses del año después del pico de 10% anual en abril) y el dólar se había estabilizado en 3,3 pesos tras haber rozado los 4 en el primer trimestre (Indec; Levy Yeyati y Valenzuela, 2007).

Los agentes económicos habían demostrado estar dispuestos a utilizar el peso aun fuera de la convertibilidad, y los factores estructurales, especialmente el importante superávit comercial, empezaban a empujar al dólar más bien hacia la baja. Incluso Menem sobre el final de la campaña fue dejando de lado sus críticas a las políticas económicas aplicadas por Duhalde, y especialmente las dirigidas a Lavagna.

La situación no estaba para tomar riesgos y el rumbo económico instalado durante la presidencia de Duhalde había sido exitoso. Apropiarse de él era una estrategia sensata para un candidato más bien desconocido a nivel nacional y sin un plan muy coherente. Este fue el modelo del kirchnerismo: un tipo de cambio depreciado, con énfasis en el superávit fiscal y comercial. Un modelo que en rigor era más bien una serie de políticas implementadas más o menos aleatoriamente como respuesta al difícil contexto de la salida de la convertibilidad.

La decisión más importante que tomó Néstor Kirchner para asegurar su adhesión al rumbo económico de Duhalde fue, ya sobre el final de la campaña, anunciar que Lavagna permanecería en su cargo en caso de resultar elegido. La presencia de Lavagna y los esfuerzos de Kirchner por resaltar la garantía de estabilidad que representaba cobraron gran importancia en el tramo final de la campaña. Lavagna era el ministro más importante del gobierno de Duhalde, al menos frente al electorado, empresarios y sindicalistas, que lo veían como responsable y garante de la difícilmente lograda y aún precaria estabilidad económica. Tras su nombramiento en el caótico mes de abril de 2002, Lavagna había ido resolviendo los problemas de manera gradual, especialmente la difícil relación con el FMI y las empresas de servicios públicos. Responsable en parte, pero ayudado también por la recuperación económica, su estilo algo parco pero decidido y confiable era muy valorado por la opinión pública.

La importancia de esta decisión, y lo difícil que debe haber sido para Kirchner, no fue suficientemente comprendida en ese momento. Como gobernador de Santa Cruz, Kirchner había centralizado la toma de decisiones. Las personas de su entorno, en general, servían más como operadores que como funcionarios con voz propia o independencia. Para alguien como Kirchner, poco proclive a delegar responsabilidades, que además creía tener una buena comprensión del manejo de la política económica, incorporar a su futuro gobierno una figura con peso propio, tanto en lo político como en relación con la opinión pública, era una concesión que solo la duda sobre su competitividad electoral puede explicar.

Kirchner no tenía, hasta ese momento, referentes económicos de peso. Sus equipos técnicos estaban liderados por Julio de Vido, un arquitecto y operador que había ocupado cargos importantes en Santa Cruz, como los ministerios de Obras Públicas y de Gobierno, pero desconocido y sin experiencia a nivel nacional. El principal referente económico del kirchnerismo era el ex ministro de Economía de la provincia de Córdoba, José María Las Heras, una figura que tampoco lograba dar la señal de certeza necesaria para fortalecer la candidatura de Kirchner. En un país acostumbrado a liderazgos fuertes en el manejo económico, en un contexto de fuertes dudas sobre el futuro de la economía, la falta de un referente económico creíble era un problema.

Las dificultades de la campaña también se pusieron de manifiesto con la elección del candidato a vicepresidente. La lista de posibles vicepresidentes incluía a Lavagna (que siempre se mostró reacio a aceptar el cargo), el ministro de Justicia Juan José Álvarez (un dirigente de peso en el aparato partidario de la provincia de Buenos Aires) y Daniel Scioli, por su buena imagen entre votantes independientes. La definición del candidato dependía, dada la incertidumbre del resultado electoral, de quién podría sumarle más votos a Kirchner.

Aquí también hubo tensiones entre Kirchner y el gobierno, producto de la creciente influencia del duhaldismo en las decisiones de campaña y del intento de Kirchner de mantener y demostrar algún grado de autonomía. El santacruceño eligió a Scioli, una decisión tomada con poca influencia directa de Duhalde. Scioli, ampliamente conocido por su carrera deportiva, había ingresado a la política de la mano de Menem –fue elegido dos veces diputado nacional por la provincia– y era una de las figuras famosas con las que el menemismo había querido mejorar la competitividad del peronismo. Luego había logrado mayor notoriedad como secretario de Turismo durante el gobierno de Duhalde.

Pese a su pasado menemista, Scioli se había reconvertido, como varios otros, para formar parte del espacio “reformador” que ahora lideraba Duhalde. Además, en parte por ser visto todavía como una suerte de outsider, Scioli podía fortalecer la candidatura de Kirchner con su buena llegada a votantes independientes. Así, el ex deportista complementaba la estrategia electoral: mientras Duhalde y el gobierno movilizaban el aparato de la provincia de Buenos Aires para aumentar el caudal de votos hacia Kirchner en el conurbano, Scioli reforzaba el potencial de Kirchner entre sectores medios e independientes.

Kirchner intentaba reducir lo más posible su dependencia del gobierno y del peronismo en general. Una manera de lograrlo fue incorporando figuras independientes con buena imagen, lo que le permitía reforzar su perfil progresista, una estrategia seductora para los independientes y la clase media. Entre estas figuras estaban Rafael Bielsa, Susana Decibe, Juan González Gaviola y, más lentamente, Aníbal Ibarra. Para Kirchner era una forma de ampliar su base política y dotar a su campaña de una narrativa progresista más convincente, un poco como Menem había hecho con la Unión de Centro Democrático (Ucedé) en los comienzos de su mandato.

Las tensiones entre la autonomía de Kirchner y la influencia de Duhalde no se circunscribieron a las figuras de Lavagna o Scioli, y continuaron durante la campaña. La relación entre ambos fluctuó durante todo el proceso electoral: parecía haberse roto completamente durante la campaña, y solo se reestableció cerca de las elecciones. Kirchner era consciente de la debilidad de su posición política y aceptó su dependencia del duhaldismo para ganar la elección. Pero esta dependencia estaba fechada.

Las elecciones

Semanas antes del 27 de abril ningún candidato tenía ventaja suficiente como para triunfar en la primera vuelta. Menem repetía a quien quisiera escucharlo que sus propias encuestas lo daban ganador sin ballotage, pero el consenso entre los encuestadores era que no solo no le alcanzaba, sino que tendría serias dificultades para triunfar en la segunda vuelta dado el amplio nivel de rechazo que su figura generaba en el electorado. Menem y Kirchner tenían mayores chances de avanzar a la segunda vuelta, aunque el crecimiento de la intención de voto del ex ministro Ricardo López Murphy durante las últimas semanas sembró algunas dudas sobre el resultado final.

Las encuestas también mostraban que a pesar de que parecía haber una apatía generalizada, la participación electoral sería elevada. Esto era un cambio con respecto a las elecciones de octubre de 2001, cuando el voto en blanco había superado a cualquiera de los partidos. La participación en alza parecía una nueva evidencia de que la crisis que había estallado a fin de 2001, marcada por un fuerte rechazo a la clase política, estaba quedando atrás y que el sistema político había resistido.

La fórmula Menem-Romero obtuvo el primer lugar en la primera vuelta con 24,45% de los votos, seguido de cerca por la fórmula Kirchner-Scioli con 22,24%. López Murphy quedó en tercer lugar con 16,37%.

Menem ganó en La Rioja, Salta, Tucumán, Catamarca, Santiago del Estero, Chaco, La Pampa, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Corrientes y Misiones. Kirchner ganó sobre todo en el sur: Río Negro, Santa Cruz, Chubut, Tierra del Fuego y Neuquén. Pero también en Jujuy y Formosa. Tal como habían previsto Kirchner y Duhalde, la clave fue una buena elección en la provincia de Buenos Aires, y especialmente en el conurbano. Kirchner obtuvo 25,72% de los votos en la provincia, lo que le sumó más de 9 puntos a nivel nacional, y Menem salió segundo con 20,4% de los votos. Kirchner sacó además una distancia considerable en distritos clave del conurbano. En La Matanza, el mayor distrito electoral de la provincia, obtuvo el 33% de los votos, contra el 16% de Menem.

La distancia que Kirchner sacó en la provincia de Buenos Aires fue esencial para entrar a la segunda vuelta. Cuánto de esto fue gracias al accionar del aparato duhaldista en la provincia es difícil de establecer. Es un lugar común de la política argentina asignar un peso importante al aparato partidario y a las redes clientelares del peronismo para explicar resultados electorales. Sin embargo, la relación entre votantes y políticos es menos lineal de lo que aparenta. Mediante las redes clientelares los votantes esperan solucionar sus problemas y beneficiarse de la relación con dirigentes políticos locales pero, aunque esto genera identidad política, no implica una capacidad automática de movilización del voto (Auyero, 2001). El aceitado aparato del peronismo bonaerense que supo montar Duhalde perdió elecciones en 1997, 1999, 2009, 2013 y 2015.

Una mejor explicación es que Menem había perdido mucha popularidad producto de la crisis, y los votantes eran crecientemente optimistas sobre el futuro y estaban satisfechos con la incipiente recuperación económica. El electorado en el conurbano, especialmente en los sectores de menores recursos, tiene una orientación política peronista. Si en algo ayudó Duhalde y su red de intendentes a la candidatura de Kirchner fue a reforzar sus credenciales peronistas y a identificarlo con la continuidad del rumbo económico. Menem era la vuelta al pasado, López Murphy y Carrió no eran, ni de cerca, peronistas; el voto a Kirchner fue el cauce natural para el voto del conurbano.

La segunda vuelta tuvo una doble función: elegir presidente y definir la interna del Partido Justicialista. Los candidatos peronistas habían obtenido casi el 60% de los votos; el voto no peronista se había volcado sobre todo hacia Carrió y López Murphy, dos candidatos de origen radical, con diferentes ubicaciones en el eje izquierda-derecha.

La dinámica entre la primera y la segunda vuelta fue muy diferente. La campaña durante la primera vuelta había estado marcada por la incertidumbre del resultado, mientras que ahora las encuestas mostraban casi unánimemente que Menem tenía muy pocas probabilidades de ganar. El nivel de rechazo de su figura era tan alto en amplios sectores del electorado que Kirchner era el claro favorito para la elección del 18 de mayo.

La actitud de Menem, además, tendía a reforzar esta percepción. Su discurso el día de la elección, lleno de agravios y agresiones (“Triunfó el verdadero justicialismo, no el justicialismo tramposo que intentó hacernos perder las elecciones a partir de maniobras que se instrumentaron en el congreso de Lanús”), que además mostraba una fuerte desconexión con la realidad, servía poco para mejorar su imagen. Al mismo tiempo, el desfile de viejas figuras desprestigiadas, como Eduardo Bauzá, Alberto Kohan y Matilde Menéndez, entre otras, tendía a reforzar el rechazo, especialmente entre los votantes independientes.

Con el paso de los días Menem daba cada vez más la sensación de estar desesperado por lo que se anunciaba como un evidente resultado electoral adverso. Sus constantes acusaciones de fraude, así como su insistencia de que con Kirchner llegaría al poder el peronismo violento de los 70 y que llevaría a la Argentina en la dirección de Cuba, no impactaban en un electorado que tenía sobre el menemismo un recuerdo mucho menos positivo de lo que el ex presidente creía.