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Índice

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Créditos

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

I

Aquel día había ido a sentarme a solas en la orilla, como un pescador, con los pies tocando el agua.

No me preocupaba mi pantalón; imposible mancharlo más, eso estaba claro. De hecho, era casi lo único que tenía claro, aunque tampoco del todo, porque había evitado poner el culo en un charco de aceite. Miraba la corriente, justo delante de mí. Me servía como un lavado de cerebro. El agua debía ser más amarga río abajo.

De vez en cuando, pasaba un grupo de chalanas. Viejas embarcaciones que transportaban piedras o carbón, mamotretos que no servían más que para hundirse y obstruir el río. Las arrastraban unos remolques con chimeneas que descendían para pasar bajo los puentes, especie de islotes reptantes que iban escupiendo humo negro.

Me divertía el panorama, o más bien me entretenía, me daba fuerzas. Yo era más insignificante que una pulga de agua. Era mi pasatiempo. Mirando desde lejos hacia donde yo estaba, tan solo debían de verse unos pequeños remolques y chalanas la mar de bonitas que iban reduciendo su tamaño cada vez más, eso era todo. Pero yo también estaba ahí.

Hacía bueno. Hacía incluso un poco de calor.

Detrás y por arriba oía la circulación en los muelles: bocinas, frenazos, silbatos.

Cogía piedras y las tiraba al agua.

Escupir en el agua era un placer de ricos y yo no iba tan sobrado de mí mismo. Las piedras formaban círculos que me recordaban la acústica, las ondas hercianas, todas esas cosas que uno aprende y nunca llega a utilizar.

Cogía una piedra con el pulgar, preparaba una catapulta en miniatura colocándolo debajo del índice, activaba el mecanismo y ¡zas!... la piedra volaba a tres metros. Pasaba así cinco minutos viendo los círculos y mirando el panorama, luego volvía a empezar. El tiempo pasaba, algo es algo.

Un pescador se sentó a mi lado y entendí que no debía seguir molestando a los peces con mis piedrecitas.

—Buenos días —me dijo, jovial.

—¡Buenos días!

—¡Hace bueno, eh!

—Sí, podría estar peor.

Colocó todo su material a tres metros de mí. Era un buen hombre, campechano, nada orgulloso. Me explicó que ese lugar no estaba nada mal, que él venía todos los días, pero que hoy no había podido venir antes, ya que su hija había venido a verlo…

Nos bastamos para pasar el rato, hablando de todo un poco, él me iba contando su vida mientras pinchaba un gusano. El tipo no era nada exigente a la hora de hablar ni de escuchar.

Pronto pasó a hablar de política:

—A los ministros —me decía plácidamente—, hay que tirarlos al agua, eso lo primero. Así, ¡plas! ¡Y luego colocamos en el poder a gente honesta! Nada de políticos. Ya te digo, ¡gente honesta! Fusilamos entonces a los otros, tanto los de la izquierda como los de la derecha, hay que ser justo. A los extranjeros, los echamos. A los periodistas, los metemos en la cárcel. A los ricos, trabajos forzados. ¡Abajo la guerra! ¿Qué le parece?

Uno no puede estar siempre de chanza. No tardé en despedirme para ir hacia la calle del Croissant.

Yo tenía mi clientela, conserjes y comerciantes de la calle de Flandre y alrededores, a los que proveía de periódicos. Cuando me sobraban ejemplares, me metía en el metro de Porte de la Villette para venderlos. Así me ganaba el pan.

El tiempo era seco para ser primavera. Había mucho polvo. Eso me hizo pensar que pronto me tocaría hacer un viajecito por las carreteras.

El año pasado me había ido con Delaunay y su cámara. Hacíamos fotos instantáneas en varios poblachos bretones. Una época bien feliz. Volvimos a París siguiendo el calendario de las ferias. Nos lo fundíamos todo en el día a día, pero lográbamos ir trampeando. Habíamos pasado noches en garajes y en cuevas. Comprábamos el líquido revelador y el hipo1 allí donde estábamos. Teníamos una bolsa llena de carretes. ¡Eso sí que era vida!

Pronto nos lanzaríamos de nuevo a la carretera.

Habíamos jurado que volveríamos a irnos juntos, pero luego se enfrió un poco la relación. El invierno pasado me encontré a Eugène. Iba vestido de punta en blanco e hizo como quien parece fastidiado por encontrarse con un trozo de pasado piojoso; me estrechó la mano, con prisas.

Yo iba pensando en esas cosas mientras subía por la calle de Flandre. Tenía la mente despejada, clara como un día soleado. La corriente de agua, el honesto pescador, el clima seco; todo ello rondaba por mi materia gris, como el rayo de sol que acaricia el hocico de una marmota. Se acabó el vagabundeo, el estado vegetativo; el sol activaba mis pensamientos. Pero también tenía miedo, pensar me dolía. Parecía una inflamación, peor que un absceso: me ponía enfermo.

Me acuerdo de aquella tarde.

Subí a mi habitación. Abrí la ventana de par en par, tenía ganas de vivir a fondo. La noche se acercaba suavemente, sin sobresaltos. Pronto habría que dormir y yo no tenía ganas.

Iba mirando el patio y luego las estrellas.

—¡Buenas! —me soltó un vecino.

Me incomodó un poco porque yo solía mirar de reojo las tetas de su mujer…

«¡Venga! —me dije—. Es primavera. Tengo que ir a dar una vuelta, ya se me pasará…» No reconocía mi propia habitación, me asqueaba, apestaba.

Bajé a pie hasta los bulevares.

Olía a primavera fresca por todas partes, olor a vida. Incluso la grasa de los coches, incluso los meaderos públicos, todo tenía un olor diferente, como el de esas noches lejanas, perdidas en el recuerdo.

Estaba contento, muchas cosas volvían a la superficie, era complicado de explicar y bastante melancólico.

Había mucha gente por las calles. Todos iban de paseo como yo. También había muchas mujeres, algunas hermosas, pero yo me sentía demasiado andrajoso, no me atrevía a decirles nada. Las admiraba en silencio, paralizado como un auténtico pardillo, las examinaba minuciosamente, una a una y parte por parte. Las había de todo tipo. Había incluso demasiadas: me liaba, tropezaba con todas, desde las macizas hasta las nerviosas, pasando por las lozanas y tiernas, esas sobre las que te dan ganas de dejarte caer como sobre un edredón.

¡Primavera, todo buenísimo, nada para mí!

A veces me entraba un hambre canina. Me comería lo que fuera, pero no podía comprar nada. Esa sensación no me era muy desconocida. De hecho, estaba bastante acostumbrado a ella y, para seguir el consejo de un robusto pensador, para no caer en la neurastenia, iba absorbiendo la vida a medida que brotaba, segundo a segundo.

Pero lo que la vida pedía aquella noche era evadirse. Se desparramaba a borbotones, como la sangre de una arteria rota, y yo no tenía suficiente esponja para absorberla, me desbordaba. Estaba a punto de empezar de nuevo la misma aventura que todo el mundo, con recuerdos y proyectos, esos dos polos, y con instantes que despegamos con pena de un lado para pegarlos en otro.

Todas mis sucias ideas de juventud volvían de golpe. Todo mi entusiasmo, todas mis locuras, mi ambición y mis aspiraciones asombrosas e incontroladas…

Sin embargo, me controlaba, ya no era un joven. Todo eso quedaba lejos, ahora iba a cumplir veintiséis, hacía mucho tiempo que era un aprendiz de anciano. No pedía vivir, ya había vivido, estaba consumido por la miseria. Me gustaba mi vida cotidiana, mantenida gracias al subsidio. No había nada mejor. Me acostaba pronto, me levantaba tarde, no tenía que agotarme, apenas zampaba, vivía a desgana, a trompicones. Esto era cuanto había encontrado como defensa y tampoco estaba tan mal.

Aquella noche de primavera había todo tipo de luces. Podía contar cuatro colores: azul, verde, rojo y blanco. Era publicidad a cuatro tintas, se iluminaba, se movía, estallaba por todos lados. Solo se veían nombres, con superlativos. Yo también soñaba con ver mi nombre escrito en rojo, en grandes letras luminosas en el cielo.

Sentía vergüenza, pero también mucha rabia, no era como siempre. Había algo distinto. Estaba contento y luego me daba un bajón. Era una noche diferente a las demás.

Andrajoso como iba, me senté en la terraza de un café en el que había música. Pedí una cerveza y me quedé a escuchar. Eran cuatro más un acordeón. Un cartel precisaba que el acordeonista era alguien conocido, algo así como un campeón. Cuando tocaba, la gente se paraba delante de la terraza, sin pagar y también lo escuchaban.

Cuando volví a casa, ya era más de medianoche. Confundía a todas las mujeres que me había encontrado, hice una mezcla bien sabrosa con la que quise echarme a dormir. Pero no hubo manera. De lo que tenía ganas era de llorar un buen rato, sin saber por qué.

Esa jodida primavera había despertado en mí mucho malestar, por Dios. Tenía más que suficiente conmigo, estaba harto de mí mismo, me conocía de cabo a rabo. Presentía que me tocaría luchar de nuevo con los otros y que quedaría por el camino, como siempre, porque nunca lograba progresar en ese oficio.

Esa misma noche se desató una gran tormenta. Me había acostado a mi pesar y veía cómo mi habitación recibía fuertes descargas violetas y truenos que retumbaban hasta hacer temblar la tapa del inodoro. A veces, el rayo caía justo al lado, maullaba, como el golpe de un zueco contra una lámina de metal. Una salva de artillería me cogió por sorpresa para que también yo me uniera a la fiesta. Imposible descansar tranquilo.

Por la mañana, aun sin haber pegado ojo, ya estaba dispuesto a tomar resoluciones viriles. Se había acabado; de golpe, entraba de verdad en la vida. No tenía nada de vagabundo. Podía incluso ser alguien respetable. Y tener mi propia mujer, ¡y ya veríamos después!

Al bajar las escaleras me encontré con el portero, un tipo con un gran bigote blanco, un anciano meticuloso que habría pintado las escaleras al encausto si hubieran estado un poco menos gastadas.

Me llevaba bien con todo el mundo, haciendo pequeños favores, si era necesario.

—¡Buenas! —me dijo el portero—. ¿Qué me dices de la tormenta?

—¡No he pegado ojo! —le contesté.

Le importaba un pimiento.

—¡Ya te digo! —respondió—. Si pasas por un Uniprix, cómprame cable eléctrico.

Era pronto. Hacía tiempo que no madrugaba. En la calle el ambiente todavía era fresco y húmedo. La calle con el colmado y el bar parecían una subprefectura. No me habría extrañado ver pasar un carro con heno o un par de esas ancianas con cofia que van a confiarse a la santa hostia. Todo era muy provinciano y encantador. Y, de repente, la sirena de Thibaut se puso a sonar.

En la calle de Flandre había unos obreros que iban a toda pastilla. Me recordaban cuando era joven y me obsesionaba no retrasarme. Ahora estaba liberado, me importaban un bledo las sirenas, los patronos y los contramaestres. No, realmente ya no me interesaba para nada volver a la fábrica. Había perdido la costumbre. Seguro que había ajustadores a punta pala y no los envidiaba. Estaba en el paro, me habría jorobado mucho que me encontraran ahora un trabajo. Habría sido todo un fastidio. No habría podido aguantar más de quince días en una empresa y luego, vuelta a empezar, otra vez a devanarse los sesos antes de caer de nuevo en la pereza, esa gran defensa.

Sin embargo, ya estaba harto de no vivir. Necesitaba algo que me sacara del sucio agujero en el que estaba, cualquier cosa. Era una pequeña llama que se había encendido de nuevo y que me quemaba a conciencia.

De haber estado solo, simplemente habría abandonado, pues hay mil maneras de escapar de la vida, pero todavía tenía que ver a mi amigo Eugène. Me decía que sería bastante difícil que no encontráramos juntos un medio para ganar un poco de pasta.

Eugène vivía cerca de la Porte des Lilas. Subí por la calle de Crimée hasta la plaza des Fêtes. Sabía perfectamente por qué iba a verlo. Era un truhan, más astuto que un zorro, nunca tenía problemas, siempre vivito y coleando; enseguida pensé en él como un primer recurso.

Viajar por el país, lanzarnos a la carretera: esto era lo que quería proponerle. Seguro que él encontraba algo que hacer como el año pasado. Y después de esa gran purga, me cogería un trabajo corrientillo, no muy agotador, y así me construiría mi guarida. Todo estaba planeado, nada de altos vuelos, había envejecido de golpe.

Una vez en la calle du Pré, le pregunté a la portera. Llegué demasiado tarde: Eugène se había mudado en enero. No sabía muy bien dónde estaba. Un vecino aseguraba que se había pirado a Bélgica…

Esto me hizo pensar. La vida se había esfumado, me había quedado solo. Sin hacer ruido, tranquilamente, sin darme cuenta, me había convertido otra vez en Félix el Andrajoso.

Le llevé el cable eléctrico al portero. Luego, como no sabía qué hacer, le dije que yo mismo podía hacerle la instalación. Quería electricidad en su sótano. Era fácil, ya había hecho otras instalaciones. Al principio no quiso, pero luego me preguntó cuánto le cobraría. Yo no era exigente, hasta me invitó a comer.

Lo hice rápido y bien. Me llevó dos mañanas.

Me sentó bien trabajar, volvía a estar alegre y sociable. ¡Pam! ¡Pam! Con grandes golpes de martillo en la broca de acero, perforaba la pared del sótano. No se oía otra cosa en todo el edificio.

No lo hice a posta, pero siempre causa impresión hacer tanto ruido. En nada me gané la reputación de tipo rudo, aunque no respecto al trabajo.

Cualquier chapuza y, pum, pensaban en mí. Rehíce techos y empapelé paredes, limpié las ventanas del carbonero, hice etiquetas en el colmado, embotellé vino en Vini-Médoc, hice de vigilante, sable en mano, junto a los andamios durante el revoque del XVIII. Por eso precisamente, antes de que acabara, el empresario me envió a trabajar con Parmain, dándome una carta de recomendación para que me cogieran como operario.

Así fue como empecé la segunda etapa de mi vida. De modo que la vida, para llenarte, empieza siempre por abajo. Activé los genitales antes que mi cerebro. Los que quieran repescar a tipos que van a la deriva con sermones vehementes deberían meterse esto entre ceja y ceja.

II

Parmain tenía un taller mecánico, o más bien una pequeña empresa de reparaciones, llena de vida y de sonoridad.

Hacíamos chapistería, tapicería y pintura. Arreglábamos guardabarros de taxis, fabricábamos fundas, barnizábamos cochazos, sudábamos entre vapores químicos.

Todos me llamaban Félix. Había un ambiente fraternal, excepto en los momentos duros, cuando Parmain hablaba de mandarnos a la cola del paro; entonces había una mala leche que se las traía.

Yo me encargaba de la pintura, en el primer piso. Hacía los trabajos rudimentarios, ya que no era mi oficio y el jefe me había contratado más bien como operario. En cualquier caso, intentaba apañármelas; mi ambición era trabajar algún día con la pistola que escupía barniz celulósico.

Al principio, no le presté mucha atención a Paulette, que estaba en su cubículo de vidrio manejando facturas y tres libros de contabilidad.

Estaba casada: no soy un tipo obsesivo así que no insistí. Me pareció maja, claro. No era alta, una señorita acicalada, perfecta para cogerla en brazos. Era una pipiola, vaya, formaba parte del paisaje y punto.

Era muy seria. Le gastaban bromas, pero nadie le tocaba un pelo.

A mediodía yo iba al restaurante, por supuesto. Compartía mesa y mantel con tres compañeros, en el restaurante de un cocinero de poca monta en la calle Tolbiac.

Cada uno llevaba su botella, hablábamos de lo que se nos pasaba por la cabeza. No nos aburríamos. Pero tampoco nos divertíamos. Más bien entre lo uno y lo otro, siempre un poco lo mismo.

El contramaestre que tapizaba había sido soldado durante la guerra. Cuando se ponía serio, en las ocasiones solemnes, hablaba de ello con mucha superioridad. Nadie le respondía, se habría enfadado; era un tipo reservado, pero no con nosotros. Tras la comida, solía ponerse cachondo y nos señalaba en la calle la clase de mujeres que le gustaban, de formas generosas. Todo apestaba a ese olor de restaurante barato que se huele a distancia.

También estaba Jo, el chapista, un joven de veinte años. Su tema favorito era el deporte, sobre todo el ciclismo; no temía a nadie.

El otro chapista, Léon, era como yo, más bien taciturno. Recién casado, buscaba un piso en el barrio para poder comer en casa. Algunos sábados venía su mujer a buscarlo; ella no estaba mal.

Nuestro gran tema eran los coches, claro está. Todos creíamos estar a punto de comprarnos uno. Eso sí, en el mercado de segunda mano. Hablábamos del desembrague y el puente trasero del primer plato al postre, bien alto y bien fuerte, lo sabíamos todo sobre la materia. Nos respetaban a los cuatro. Venían de otras mesas a pedirnos consejo.

Por la calle Tolbiac pasaban los camiones, uno tras otro, en dirección a la zona industrial. Avanzaban repicando sobre los adoquines con un ruido de mil demonios. Era nuestra potente orquesta, una nota particular que retumbaba en nuestros oídos y que nos obligaba a hablar bien alto.

Se oían varias sirenas. Entonces pagábamos y volvíamos al taller tranquilamente.

Parmain llegaba con la llave. Vivía por allí cerca, llegaba recién comido, tenía todo el careto enrojecido.

—¿Cómo vais, muchachos? —siempre preguntaba lo mismo.

Nos poníamos el mono de trabajo e íbamos a merodear para ver a Paulette en su cubículo mientras esperábamos que se hiciera la hora.

El jefe venía a trabajar conmigo por la tarde. Era simpático, quería que aprendiera el oficio. Su interés tenía, claro. Yo ya sabía enmasillar y abrillantar como es debido; pronto me enseñaría a barnizar con pistola.

Durante toda la jornada se olían esos vapores etílicos que quedaban impregnados en todas partes.

Y también estaban los chapistas, que desde primera hora hasta el final no paraban de rompernos los tímpanos con sus martillos, además de con las pistolas y los sopletes oxhídricos, esas serpientes encolerizadas.

La verdad es que acabé acostumbrándome muy rápido. Lo único es que, por la noche, estaba bastante cansado y soñaba con túneles completamente oscuros, sin nada alrededor, siempre solo.

A fuerza de trabajar con los coches, mis deseos también se fueron especializando. El domingo me iba al Bois de Boulogne para ver coches bien bonitos y grandes. Pero iba allí, sobre todo, con la esperanza de encontrar a una joven no demasiado arisca que quisiera admirarlos conmigo.

Mi gusto empezó a decantarse por el lujo, era normal, empezaba a encontrarle la gracia. Le iba dando vueltas. A un descapotable gris perla con un capó que escondía cuarenta caballos le añadía unas rayas y otro color, verde esmeralda, y un intenso rojo carmín en los radios. Me ponía a criticar por las buenas hasta el sombrero de la mujer que pasaba en el coche: lo habría preferido menos grande, más amarillo. Estaba hecho todo un artista.

Los coches pasaban a toda velocidad, ajenos a la admiración con que yo los miraba. Calladamente me restregaban por la cara el humo de sus tubos de escape, los muy cerdos, sus tubos de lujo, sutiles como un ligero temblor, el runrún aterciopelado y ahogado que siempre me hacía soñar con interminables avenidas, muy sombreadas y sin hojas en el suelo, al final de las cuales, cuando ya estás cansado, te espera el paraíso.

Yo iba con mi ropa cochambrosa de siempre, demasiado raída para ser todavía el inicio del verano. No me sentía cómodo mirando a los otros a la cara, por lo que frecuentaba más bien las pequeñas avenidas. A veces, pasaban jovencitas que presentía sabrosas y lozanas bajo sus vestidos. Caminaban sin verme, tiesas y gráciles, con unas curvas tan perfectas que me trastornaban.

Y volvía a casa en metro, triste. Me sentía un desgraciado, siempre solo y desbordado.

Para ganar más confianza estuve ahorrando y me compré un bonito traje. Era gris claro, un precioso traje de verano, lo mejorcito en el mercado de la confección. No me quedaba peor que a otro, era como un bonito diseño de catálogo ambulante.

Me gustaba tanto que, en vez de guardarlo para el domingo, como haría cualquier paleto, me lo ponía todos los días.

Hice una entrada triunfal en el taller el lunes por la mañana. Todos vinieron a rodearme, incluso el jefe, hasta Paulette, que había salido de su despacho.

—¿Has heredado o qué, Félix? ¿Te vas de viaje a la Costa Azul? —me decían unos y otros.

Y Parmain me preguntaba, en broma, si me convertiría en uno de sus clientes.

Yo estaba profundamente orgulloso, pero fingía naturalidad y un aire relajado.

—¡Pero bueno! ¿No habíais visto nunca un traje o qué?

También me había comprado una percha para colgarlo en mi armario y así no arrugar mi preciosa adquisición.

A la hora de comer, volvieron al ataque:

—¡Venga, hay que celebrarlo!

Me vi forzado a pagar una ronda.

Era miércoles por la tarde, creo, y me disponía a irme justo cuando salía la mecanógrafa. Me despedí de los compañeros y recorrí unos veinte metros hasta alcanzarla.

Había una luz oblicua, los restos de una jornada demasiado calurosa con una noche todavía lejana que se insinuaba como en las estepas.

Unos niños gritaban en la acera polvorienta. La radio empezaba a oírse en los bajos. Gordas cotillas y desaliñadas, con vientres, nalgas y senos que parecían deshacerse, sujetos con imperdibles, iban gastando las suelas de sus zapatos para hacerse con algo de leche o de pan, humanidad viviente y gritona.

Yo me sentía seguro de mí mismo, fuerte.

—¿Vas a coger el metro? —le dije cortés a Paulette.

Sí, iba a cogerlo. No había razón para ir por separado, lo convenimos al momento.

Yo la observaba a mi lado: muy joven todavía, nada fea, un poco cansada, pero con nervio y sangre en el cuerpo. Nada desdeñable.

—Voy hacia la Villette.

—¿A los mataderos? —me preguntó riendo—. Yo voy a Versalles.

¡Demonios! Me parecía en la otra punta. Se lo dije. Pero era verdad, ella vivía en Versalles. Menuda ocurrencia.

—Vivo allí por mi marido —me dijo—. Se siente a gusto allí, y yo también.

No insistí. Me gustaba su voz, a veces un poco triste y cohibida, y, justo después, alegre, muy clara y fuerte.

—Pero entonces —le comenté—, no vas a comer a casa al mediodía. Tendrías que venir con nosotros, al restaurante.

No, no podía. Ella prefería ir a un restaurante vegetariano, me dijo; tenía sus costumbres.

Se me ocurrió entonces una idea, de repente.

—¿Te importaría que fuera un día contigo, para ver un poco cómo es?

—Como quieras —me dijo—. Pero, atención, no hay ni carne ni vino.

Respondí educadamente que no me importaba.

Mientras cogíamos el metro, nos pusimos a hablar del trabajo y de un montón de banalidades. Los dos hicimos transbordo en Italie. Había mucha gente. La coloqué en una esquina y la protegí con mis brazos, de manera recatada pero, en el fondo, bien estudiada. Paulette no era muy alta, yo respiraba sobre sus cabellos.

Hizo transbordo en Jussieu. Nos dimos la mano. Bien que me habría gustado una mujercita así.

Tomé la costumbre de ir a comer con ella y, por la tarde, también la acompañaba hasta Jussieu.

Hablábamos siempre de muchas cosas. Me importaba que me tuviera en buena estima y le dije desde el primer día que no había que equivocarse conmigo: aunque era operario en el taller de Parmain, había hecho un año de cursos complementarios, y había leído y oído bastante.

Ella había aprendido un poco de inglés, me dijo, y también taquigrafía y mecanografía.

Casi literaria, ya ves, nuestra conversación, elevada y no tan corriente, como cada vez que conversas con alguien nuevo a quien quieres gustar.

Había llegado el verano, feliz de hacernos sudar.

La calle era como un largo pasillo estrecho de calor, un horno de luz cegadora.

Caminábamos muy pegados a los muros de la estación de Gobelins para tener un poco de sombra. Era como estar en primera línea de batalla contra el sol. Pero abandonamos rápido el combate, era poco glorioso. Pásabamos rozando los «Prohibido fijar carteles» y los pipíes de perros para escapar del calor, demasiado crudo. En cuanto aparecían árboles y edificios altos, nos separábamos un poco ganando espacio en la sombra, apenas más fresco.

El restaurante vegetariano estaba abarrotado y no tenía ventilador. Se pagaba al entrar y había abonos con tickets.

Cogí diez para mostrarle a Paulette que tenía el firme propósito de volverme vegetariano, naturista y todo el rollo.

Ella me dijo que solía comer ahí porque, al fin y al cabo, era más barato, y porque así ahorraba sin tener que dar explicaciones a nadie.

En el restaurante había calor humano, el techo era bajo y no había mucha luz. Había mesas por todas partes, demasiadas. Te servías tú mismo de unas grandes bandejas con verduras.

Cada vez que te levantabas de la mesa, había que molestar a diez personas que estaban concentradas en masticar. Siempre educados: «¡Perdón!», «¡Perdón!»…, era lo único que se oía.

De las paredes colgaban fotos de tipos robustos y mujeres bien plantadas, y luego carteles contra el consumo de alcohol o anuncios de fiestas y campamentos. Verdaderamente animado.

Pero, a mí, lo único que me interesaba de todo aquello era Paulette. Me podía privar de la carne y del vino peleón. El resto me importaba una mierda.

Un día, le pregunté a Paulette desde cuándo estaba casada.

—¡Dos años! —me dijo.

Le pregunté también a qué se dedicaba su marido allí, en Versalles. A la hora de responder a esto se mostró más reticente. Me dijo que su marido hacía muchas cosas, carteles para el cine, retratos fotográficos y pinturas, ¡que era un poco artista!

No me atreví a insistir.

Enseguida me di cuenta de que su marido ocupaba un lugar importante en su vida.

—… Como dice mi marido… Y mi marido piensa… Mi marido por aquí, mi marido por allá…

A mí me fastidiaba bastante porque a ese maridito, el de Versalles, con gusto le habría hecho lucir unos buenos cuernos.

Era algo que hacía aumentar aún más, si era posible, mi estima hacia ella. Cada día estaba más convencido de que aquella chica era exactamente de la talla que andaba buscando.

Con ella quería mostrarme como un camarada franco, pero no del todo decidido. Era complicado.

Volvíamos al taller juntos a la una y media, mientras los otros hacían bromas con preguntas demasiado precisas. Ella se ruborizaba unas veces, pero otras respondía con firmeza.

Mi mono azul de trabajo era fresco; el calor, a la sombra, era casi soportable. Sin embargo, el primer piso, bajo los cristales del techo, era como un invernadero. No hacía falta estufa para secar los coches, era un calor terriblemente seco. Allí metíamos todos aquellos bellísimos coches lacados, antes de que el polvo estropeara todo el trabajo.

Nos pasábamos todo el santo día sudando juntos. Trabajábamos cinco minutos y luego, a morro, nos echábamos un buen trago de cerveza que íbamos a buscar al bar de enfrente. Y luego, cinco minutos más tarde, completamente hinchados, a mear, para restablecer el equilibrio, aunque nunca lo lográbamos. Era para llorar.

El sudor nos perlaba desde la frente hasta los dedos del pie, cientos de gotas. Los vapores del barniz resultaban cada vez más asquerosos, y más agobiantes los golpes de martillo de la chapistería, y más repugnante el olor húmedo de los tejidos y a brea que provenía de los tapiceros.

Me moría de ganas de abandonarlo todo, como antes, e irme a donde fuera, ¡a tomar aire fresco!

Pero me quedaba. Quería ganar un poco de tranquila y razonable felicidad.

Poco a poco, fui adaptándome al oficio. Iba haciendo encargos. Parmain me aumentó el sueldo un día que estaba contento. En definitiva, no podía quejarme.

Sin embargo, no era feliz. Estaba realmente harto de mi soledad. Me habría bastado con una putilla cualquiera para vivir bien. Habría dado, sin pensarlo, la mitad de mi paga, e incluso toda entera, por tener una mujer en mi cama revuelta todas las noches. Una mujer a la que también pudiera hablar. Y que pudiera darme el placer de desvestirla cuando quisiera, hacerla bailar en mis brazos y oírla reír, una verdadera risa de mujer, para mí.

Tenía un amigo, Robert, que vivía cerca de mi casa. Los domingos sumábamos nuestras dos soledades, aunque replegados en nosotros mismos. Él tenía veinte años. Era demasiada diferencia, él no había hecho el servicio, no hablábamos el mismo idioma, nos separaban cinco años.

Con todo, era un buen chaval, no muy cachas, pero puesto a fondo en los deportes, en cualquiera. Incapaz de correr los ochocientos metros al trote, no pasaba de metro cuarenta en salto de altura ni de los siete metros en tiro. Daba igual, el caso es que conocía a todo el mundo y las palabras técnicas. Era infatigable, siempre gastando saliva para hablar de cualquier tema.

Le gustaba sobre todo montar en bicicleta, de cuarta categoría; me explicó que tenía mala suerte, nunca había podido posicionarse bien.

A menudo íbamos juntos a la piscina. Él nadaba bastante bien. Yo siempre nadaba o a la típica braza, o bien con mi nado rápido especial que yo insistía en llamar crawl. Aunque me ganaba en rapidez, se rendía en una carrera de ida y vuelta: no tenía resistencia.

También se zambullía dando buenos saltos; de hecho, fue él quien me enseñó a saltar decentemente desde el trampolín: el ángel, la carpa, el tirabuzón...

Los domingos calurosos también los pasábamos juntos en el campo: carreras en bici pero con calma, una quincena de kilómetros de media, sin contar los descansos frecuentes y prolongados.

Yo tenía un cacharro de bici que había comprado por cien francos a otro amigo. Menuda máquina. La cadena se salía en cuanto pedaleaba con fuerza. Era una excusa buenísima: así subíamos las cuestas a pie, él con su bicicleta de carreras con marchas, la mar de contento en el fondo, pero quejándose por eso mismo, ¡qué tío, el Bébert!

Durante el trayecto, a falta de algo mejor, nos contábamos un montón de proyectos y yo le explicaba cómo veía mi vida futura.

Pasar el sábado y el domingo con una polluela rolliza, a la que poder meter mano, por supuesto. Nos iríamos de camping, ¡era mi obsesión!

Bébert tenía una cámara de fotos, una máquina vieja de cuatro chavos, sencillita. Se la trajo un día que fuimos a bañarnos a Seine-Port, en Melun. Gastamos un carrete entero, alternativamente, cada uno con su pose, en bici, a pie, en bañador... recuerdos a buen precio.

Las revelamos el miércoles por la tarde y, el jueves a mediodía, se las pude enseñar a Paulette en el restaurante.

El local no era tan oscuro como para no poder ver las fotos, incluso podía leerse en las mesas, así que saqué mi cartera.

Me acuerdo perfectamente: aquel día ella estaba delante de mí, habíamos cogido buenos sitios, solo teníamos que saltar dos bancos para ir a servirnos.

Me dijo que las fotos estaban logradas, e incluso, al ver esa en la que yo aparecía casi desnudo, me dijo, muy cortésmente y con un tono nada apurado, que era un joven apuesto.

Y luego, ella sacó sus fotos del bolso. Había varias. Me sorprendió que su marido fuera un tipo bajito y joven, apenas como ella en altura, y con aspecto triste y enfermizo.

—¡Vaya! —exclamé—. No me imaginaba así a tu marido.

Miré las otras fotos. Ella me las explicaba mientras acabábamos nuestro yogurt con azúcar candi:

—Esta es en Mónaco, esta en Niza, otra vez en Niza y luego en Ajaccio…

Vaya, que me contó finalmente todo su viaje de bodas.

Me parecía la mar de divertido ver las fotos en las que ella estaba a su lado, una buena chica sana, robusta y muy risueña, incluso cuando estaba tranquila. Porque la Paulette que tenía delante de mí era una mujer con grandes arrugas de cansancio en el rostro y una voz por momentos temblorosa, en la que subyacía una gran fuerza y que, sin embargo, reclamaba piedad.

Como era natural, teníamos más confianza que los primeros días, pero tampoco de manera exagerada, incluso nos mostrábamos más bien reservados.

Le cogí la mano, con calma.

—No tienes buen aspecto, pajarito —le dije con tono amable.