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Christian David Silva

Vivo por ella

15 x 23 cm, 224 páginas

ISBN: 978-958-757-415-9

Cuando el impulso es más fuerte que la razón y el corazón late fuerte y confundido, cuando la sangre corre por las venas y los amores se confunden con la pasión y el deseo, cuando las decisiones se toman desde la emoción y los errores se pagan con sufrimiento, solo queda intentar una vez más luchar por ese amor que te hace levantarte todos los días. Así le pasa a Adrián, un joven solitario que, por causas del destino, conoce a dos mujeres tan diferentes y atractivas que lo llevarán a tomar las decisiones más alocadas y a sufrir las consecuencias de sus resoluciones apasionadas.

Christian David Silva nació en Bogotá. Actualmente cursa sexto semestre de Derecho en la Corporación Universitaria Republicana. Comenzó a escribir cuentos y poemas a los seis años. Desde 2009 hasta el momento, ha escrito un total de cuatro novelas. En su adolescencia tuvo un desamor que terminó convirtiéndose en una novela escrita con el corazón arrugado y terminó siendo su ópera prima.

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Escucharás mi corazón
Título original: Il mio cuore te appartiene
© 2012, De Agostini Libri, Novara
© 2016, Intermedio Editores S.A.S.

Diseño de portada
Alexander Cuéllar Burgos

Traducción directa del italiano
Alejandro Burgos Bernal

Intermedio Editores S.A.S.
Av Jiménez No. 6A-29, piso sexto
www.circulodigital.com.co
Bogotá, Colombia
Este libro no podrá ser reproducido,
sin permiso escrito del editor.

ISBN: 978-958-757-592-7

ePub por:
Hipertexto

Prefacio

Una noticia inesperada. Devastadora. De esas que no dejan escapatoria y quisieras no escuchar nunca. Y te preguntas qué harías si te sucediera a ti.

Así nace la empatía entre el lector y Giorgio Luciani. Él, un hombre como tantos, cuarentón, un italiano que vive en el exterior, con una bella familia, buen trabajo en un banco, está a punto de vivir una pesadilla.

Todo fluye normalmente, o por lo menos él busca la manera de que así sea. Desde hace años. Desde cuando nació su hija Ylenia, hoy bella y de dieciocho. Y la vida, luego, decide confundir las cartas otra vez y cambiar el juego. Él, colapsado el corazón en todos los sentidos, se ve obligado en pocas horas a reinventarse la vida, la suya, para tener la esperanza de que los días que les esperan, a él y a su familia, sean todavía muchos. Y posiblemente felices. Por defender una hija. Salvarla. Hacerle creer de verdad que la vida es bella. Para perseguir algo que a los demás parece imposible de alcanzar.

Un hilo de esperanza. Débil. Sin embargo, el único posible. Este es el núcleo de esta novela, el empuje inicial que moverá los hechos. Difícil ir a contracorriente cuando las oportunidades parecen acabadas. Difícil hacer borrón y cuenta nueva de todo y volver a comenzar en otro lugar, lejos, en Toscana, en Cecina para ser precisos, al comienzo sin siquiera poder dar explicaciones, sin saber si valdrá en verdad la pena. Una apuesta contra el tiempo, una condena a muerte contra la cual no es posible apelar porque ninguna ley terrena puede regalar ese tipo de justicia. Un hombre solo, su valentía, nuestra participación emotiva. Frente a él otro hombre, astuto, capaz de golpear sin piedad en el momento de mayor fragilidad, se hace portavoz de una oferta terrible, de aquellas que parecen fruto solo de la fantasía de un escritor de suspenso o de la voz de un cronista del noticiero. En cambio, real, concreta, actual, presentada en la bandeja de plata del despojo. Una solución veloz, sin dolor, una posibilidad impensable de poner la palabra fin a todo ese mal. Y al mismo tiempo inaceptable. Hombre que leyendo odiamos porque por transposición nos imaginamos en el mismo lugar de Giorgio, vistiéndonos con su misma rabia e incredulidad. Canjeando una vida con otra. Inconcebible. Más allá de nuestros esquemas mentales. Absurdo. Sin embargo, son en propiedad la vida y sus hipérboles, los extremos hasta los cuales a menudo se aventura, los cambios de rumbo imprevistos, los coprotagonistas con Giorgio de este libro. Lo acompañan en cada página, obligándonos a reflexionar sobre cuan lábil y frágil es nuestra existencia, presa de un instante que puede cambiar todo.

Muchos son los personajes por los que es fácil sentir cariño, por la verdad de las reacciones emotivas. La hija de dieciocho, Ylenia, bella, divertida y en la plenitud de los descubrimientos de la vida, inconsciente de la broma que la vida misma le está jugando. El colegio. Los amigos. El amor de un príncipe que trae en obsequio el regalo más simple y precioso: una concha. Un príncipe que le ha robado el corazón, ese corazón tan frágil. Un diario rosado en el que anotar todo. Por ejemplo un nuevo amor. Un príncipe diferente, ahora, nuevo, hijo del litoral toscano, de nombre Alessandro Cutró, llamado “Ale”, despreocupado e irónico, generoso y único. Capaz de amarla como ninguno nunca, de pelear incluso contra lo imposible por ella, de hacerla reír de verdad.

La mujer, Ambra, activa, dulce, enamorada, al lado de Giorgio desde hace mucho, compañera y apoyo insustituible de una aventura que excava hasta el fondo y trae a la luz recónditos aspectos humanos muy a menudo adormecidos y latentes, madre afectuosa que apoya a la hija en sus dificultades comunes y menos comunes. Y, en fin, Giorgio, luchador a su pesar, en busca de la mejor solución, hasta que llega el verdadero héroe de este asunto a regalarle la respuesta. La más inesperada. La más bella y absoluta.

Y el juego de la vida continúa y establece el enésimo cambio de roles, el sacrificio extremo que pone en la balanza el amor por alguien y el final de sí mismos. Un final, sin embargo, interpretable a la luz de un gesto magnífico respecto al cual ningún gracias será demasiado, una decisión que ofrece al lector una problemática de inmensa actualidad respecto a la cual no se reflexionará nunca de manera suficiente.

Descripciones atentas, amplias, precisas, deseo de contextualizar de la mejor manera el ambiente que sirve de atmósfera del asunto. Se percibe una amplia cultura de lecturas que constituyen para el autor un bagaje del que partir y tomar nota para la construcción de la trama y sobre todo, del estilo.

Una historia honesta, contada con pasión y simplicidad, compromiso y participación por Alessio Puleo.

El mundo adulto, con sus problemas y prioridades, que muchas veces parecen tonterías, se enfrenta con el miedo más antiguo de todos, el del cambio inesperado. Y al hacerlo entiende de golpe que aquellas no eran tonterías sino dinámicas normales, importantes, suyas. Eran la vida en su cotidianidad sin asombros, claro, mas tan preciosa que hace temblar cada certeza en el momento en el que todo está por terminar.

Una historia de amor puro y valentía grande, espontánea, lejos de clamores, para recordarnos que cada asunto, hasta el más triste y definitivo, trae consigo respuestas y un nuevo impulso para volver a comenzar. Es a nosotros a quienes corresponde, siempre, transformar el dolor en ocasión de reflexión y deseo de soñar todavía.

Federico Moccia

1

Hospital San Elías, Bogotá. Colombia.

Silencio en el cuarto. El señor Luciani miraba a su alrededor, intentando disminuir la tensión. Entraba poca luz por la ventana, probablemente por las cortinas demasiado oscuras que les impedían a los rayos del sol penetrar hasta adentro.

Los muebles eran de caoba, excesivamente tallados, seguramente antiguos.

Grandes cuadros en las paredes, todos de estilos diferentes, puestos allí con descuido, alguno incluso un poco torcido, parecían pelear el uno contra el otro.

Sobre una mesita en una esquina, al lado de un pequeño Buda de madera, reposaba la estatuita de la Virgen con el agua bendita.

En fin, extendido en el suelo, un pesado tapete persa oscurecía y llenaba el cuarto aún más.

“Es extraño”, pensó, “que un médico tenga tan poco gusto en la decoración”.

Pero en el fondo no era tarea suya ocuparse de los muebles.

Un ligero tictac rompía el silencio: un viejo reloj en una esquina del escritorio, tal vez también este comprado casualmente.

Observó por un segundo al hombre que estaba sentado delante de él. Tenía la frente arrugada y estaba examinando algunas hojas. Parecía no prestarle casi atención.

Con la intención de calmarse se levantó, se acercó a la ventana y con una mano corrió la cortina, como queriendo descubrir un nuevo mundo.

Mientras se masajeaba los músculos endurecidos del hombro miró hacia fuera, a la calle. Los automóviles corrían sobre el asfalto, con la prisa de ir quién sabe dónde, para hacer quién sabe qué. En el andén los peatones esperaban con paciencia que el semáforo se volviera verde para pasar. Una madre estaba consolando a un niño que lloraba, tal vez quería un juguete nuevo. Algunas muchachas reían y bromeaban delante de la vitrina de una tienda de ropa. Tenían en la espalda los morrales del colegio, probablemente se disponían a volver a casa después de horas y horas de aburridas clases, o tal vez se iban a encontrar donde una amiga para estudiar juntas.

Destellos de vida lejanos, mecidos por la música del tiempo, vidas que no nos pertenecen pero que, por un motivo o por otro, se cruzan con la nuestra. Si, la nuestra.

El señor Luciani se dio cuenta de que su aliento había nublado la sutil lámina de vidrio, impidiéndole seguir espiando, y bajó la cortina como un telón.

Se preguntó por la hora y miró el reloj: las 4:47 p.m.

Habían pasado más de diez minutos desde que había entrado en ese cuarto. Quién sabe cuánto tenía que esperar aún.

De un momento a otro, un suspiro detrás de él rompió aquel silencio enervante. Era la señal que esperaba.

Dándose la vuelta se dio cuenta de que el doctor Kovacic lo estaba mirando con aire más bien preocupado.

Suspiró él también, después finalmente se dio ánimo y exclamó: “¿Entonces, doctor?”.

Diciendo esto, volvió a sentarse al lado del escritorio.

“Desgraciadamente, lo que estoy por decirle no le gustará. He analizado con atención los resultados de los últimos exámenes y…”.

Siguieron algunos segundos de silencio. El señor Luciani se dio cuenta de que el médico estaba buscando las palabras justas para afrontar el discurso y comenzó a jugar nerviosamente con los botones de la chaqueta.

Observó atentamente a ese hombre con barba y cabellos canosos, buscando entre las arrugas de su rostro una esperanza. Pero no la encontró.

“Lo siento”, continuó el doctor, “pero no hay nada que hacer. Seré sincero, no le queda mucho tiempo de vida”.

Giorgio Luciani palideció de improviso, sintió el terreno agrietarse bajo los pies, intentó estar tranquilo, pero por más que se esforzara no logró evitar que la voz le temblara mientras preguntaba: “¿Cuánto… cuánto tiempo?”.

“Cinco… seis meses máximo. No más. El mal avanza velozmente y aunque parezca que no hay ningún síntoma, en realidad los exámenes hablan claro. La situación es muy grave, el corazón está visiblemente comprometido. Ya hemos hecho todo lo posible, de verdad, no queda más nada. A menos que…”.

El doctor Kovacic se interrumpió, titubeante. No estaba seguro de seguir el discurso.

El aire en el cuarto se hacía cada vez más pesado, casi irrespirable y la tensión no le permitía a Luciani mantener su usual compostura.

“¿A menos que qué?”, explotó, impaciente por tanta vacilación. “Continúe doctor, le ruego, ¿a menos que… qué?”.

El médico, que comprendía bien el estado de ánimo del hombre, decidió seguir adelante.

“Bueno, mire, en verdad una posibilidad existe, pero no quiero regalarle falsas esperanzas, en el fondo es muy difícil encontrar un corazón en tan poco tiempo, y además es necesario considerar que…”.

El doctor Kovacic se bloqueó de nuevo y empezó a buscar nerviosamente algo en el cajón del escritorio.

Esta enésima interrupción terminó por ponerle los nervios de punta al señor Luciani. Incapaz de permanecer sentado, se levantó de golpe y regresó a la ventana. No le habría gustado para nada aquello que le estaban por decir, lo sentía en lo profundo de su corazón. Así, como queriendo exorcizar una respuesta que se preanunciaba definitiva, corrió nuevamente la cortina y con voz temblorosa dijo: “Por favor doctor, no logro seguir su discurso, ¿qué está queriendo decirme?, ¿hay una esperanza?”.

“Le ruego calmarse y escúcheme…”, respondió el especialista cerrando el cajón, dolido por no haber encontrado lo que estaba buscando.

“En realidad si, aunque remota, una posibilidad existe: se podría intentar un trasplante. Pero, como le decía, es necesario considerar el hecho de que desgraciadamente en nuestro país los donantes de órganos son muy pocos y así, incluso cuando se tiene tiempo, es difícil encontrar un corazón. Imagínese en su caso que es cuestión de pocos meses. La única esperanza sería ir al exterior pero en este caso hay que resolver primero el problema de la nacionalidad”.

“¿El problema de la nacionalidad?”, dijo como un eco el hombre. “¿A qué se refiere?”.

“Le explico mejor. Aunque pudiera trasladarse a un país con un número mayor de donantes, la prelación está de todas maneras garantizada para los nacionales, por lo que las posibilidades aumentarían, sin duda, respecto a las que tiene aquí, pero no de manera tal que pueda de verdad confiar en ello. En resumidas cuentas, lo que estoy buscando decirle es que solo un milagro puede ayudarle. Lo siento mucho, pero la situación es esta”.

En silencio, el señor Luciani se dio la vuelta y volvió a mirar por la ventana. Una brisa fría hacía vibrar el vidrio, sin entrar en el cuarto.

Levantó los ojos hacia el cielo, un cielo gris oscuro que amenazaba lluvia, decorado con nubes negras bordeadas por la luz rojiza del sol que se prepara para el crepúsculo.

Mientras en su mente regresaban y se repetían, como en un torbellino enloquecido, las palabras del doctor, un temblor le invadió todo el cuerpo, como si se negara a colaborar.

Esforzándose por mantener una aparente lucidez, sin darse la vuelta, decidió darle voz a esa idea que le zumbaba en la cabeza pero no encontraba la fuerza para expresarla, tal vez por el miedo a perder incluso la última esperanza.

“¿Cómo está la situación en Italia?”, preguntó apretando los puños.

“¿Cómo dice, perdón?”, respondió el doctor, que no entendía adónde el otro quería llegar.

“Quiero decir, ¿cuál es la situación en Italia respecto a la donación de órganos?”, repitió.

“Bueno, mire, si no me equivoco Italia está entre los países con un alto número de donantes. ¿Pero por qué me hace esta pregunta?”.

Giorgio Luciani no respondió.

Miró su débil reflejo en el vidrio de la ventana. Un hombre como muchos, cuarentón, un honesto trabajador que tenía una familia que lo esperaba en casa, una mujer y una hija maravillosa a quien amaba más que a nadie en el mundo.

La vida, en resumidas cuentas, hasta ese momento había estado llena de satisfacciones. Se descubrió extrañando momentos que ahora parecían lejanos e irrepetibles. Sabía bien que esa serenidad por la que él y su familia habían luchado tanto ahora se había perdido para siempre.

Fue el ruido de las gotas de lluvia que golpeaban insistentes en el vidrio lo que lo sacó de sus reflexiones. Un sonido para él usualmente relajante y placentero ahora resultaba triste y amenazador.

Sin levantar la mirada del suelo volvió al escritorio y recogió sus cosas de la silla, el abrigo y el maletín, del cual sacó el paraguas.

Su hija, cuando él estaba ya saliendo, lo había seguido por las escaleras de casa para dárselo, preocupada por la lluvia y por que se pudiera mojar.

“¡Papá! No querrás resfriarte…”, había exclamado con las manos en la cintura y la cara igual a la de mamá cuando lo regañaba.

Le había dado un beso en la mejilla y la había abrazado fuerte, agradecido.

Una pequeña, imperceptible, sonrisa se dibujó en el rostro del señor Luciani mientras, mirando a los ojos al especialista, le preguntó: “¿Usted cree en los milagros?”.

El médico no respondió la pregunta y levantó los hombros, como para decir que no lo sabía. Luciani, ya en el umbral, dijo simplemente: “Yo sí. Yo y mi familia somos de nacionalidad italiana”.

Cerró la puerta a sus espaldas, bajó los pocos escalones que llevaban a la calle y se dirigió a casa.

Gotas de amargas lágrimas se mezclaban con la lluvia de aquella triste tarde de enero.

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2

“¿Aló?”.

“Hola, Ylenia”.

Esa llamada había encendido una pequeña luz dentro de ella…

“¡Hola! ¡Dame un segundo para cambiar de teléfono!”, dijo Ylenia al chico que tomaba clases particulares de italiano, con la perspectiva de una futura carrera de Lenguas, y aprovechaba cualquier momento para practicar con ella.

Y, como si fuera un guión, desde la otra habitación se escuchó gritar: “Tesorooo… ¿Quién llama?”.

“¡Es para mí, mamá, es Ashley!”.

Ylenia apoyó una mano sobre la bocina mientras respondía a su madre. Un ligero rubor se le dibujó en las mejillas. No estaba bien mentirle a mamá, lo sabía bien, pero no tenía ganas de explicarle quién estaba de verdad al teléfono, quién aguardaba, paciente, para contarle que había hecho dos goles en el partido de fútbol en el colegio. Esperando que ella le creyera. Y que, para festejar, o tal vez solo para mitigar el sentimiento de culpa, quería llevarla al centro comercial a tomar un helado.

“¡Salúdala de mi parte… e invítala a cenar con nosotros mañana, junto con sus padres!”. La voz de su madre se hacía cada vez peligrosamente más cercana.

“Claro, no te preocupes, lo arreglo yo, quédate tranquila”.

Ya no era necesario gritar pues su madre la había alcanzado en la sala.

“Voy a hablar arriba, en mi cuarto”.

Sonrisa deslumbrante de treinta y dos dientes a la vista, la sonrisa de quien está diciendo una mentira. Inocente, sin duda, sin embargo una mentira.

“Ok, como prefieras”.

La mujer observó con atención a su hija, que subía corriendo las escaleras, escondiendo a su vez una pequeña sonrisa.

Claro, ella también había sido adolescente. Ella también le había escondido a su madre el destinatario de las kilométricas cartas que escribía, o sea su actual marido.

Un clásico. Seguramente había entendido. O tal vez no, tal vez había caído. Quién sabe. Cómo saben ser misteriosos los padres.

Durante los momentos dedicados al estudio, en el silencio de su cuarto, cuántas páginas había llenado de corazones y promesas para mandar a Giorgio. Ambra volvió por un instante con el pensamiento a los días en que su madre, simulando indiferencia, le pasaba casualmente por detrás para dar una mirada furtiva a lo que ella le escribía al novio. Rápida, ponía una mano para cubrir la hoja y sus palabras secretas de amor, sintiendo una vergüenza presumiblemente similar a la de Ylenia de pocos minutos antes.

La mujer esperó a que la chica se alejara por las escaleras y levantó el otro teléfono inalámbrico. También sus mejillas se colorearon de rojo y no era el maquillaje. ¿Pero qué estaba haciendo? Se ponía a escuchar a escondidas las conversaciones como cuando era chica y el teléfono sonaba para su hermana…

Se apresuró a colgar y dio marcha atrás, pensando que mejor llamaba ella a la mamá de Ashley para la invitación a cenar. Ashley era la amiga más querida de Ylenia, una amistad exclusiva como solo a esa edad es posible. Parecían en sintonía respecto a todo, una simbiosis casi perfecta: aunque sin duda en ese momento no era ella por teléfono.

En el fondo ¿qué pretendía? Su hija tenía un cuerpo bello, era alta, esbelta, de cabello negro y con los ojos verde esmeralda. Usaba el cabello muy liso, corto hasta los hombros y tenía un aspecto tan frágil que parecía que se fuera a quebrar de un momento a otro.

Precisamente por eso su padre Giorgio le decía “mi maravillosa muñeca de porcelana”: bella, dulce y frágil.

Había cambiado en muy poco tiempo. Hasta hace pocos meses parecía todavía una niña, y ahora, explayada toda su maravillosa belleza, se había vuelto una mujer joven y fascinante. Era normal que tuviera admiradores. A su edad ella también los había tenido.

Sonriendo al recuerdo de la juventud, sacó el celular del bolsillo para hacer esa llamada, pero la olvidó apenas volvió a la cocina cuando miró el gran reloj colgado en la pared –odiaba ese fastidioso e insistente ruido de las manecillas– y se preguntó por qué su marido tardaba tanto. Usualmente avisaba si algo ocurría.

Pensó por un instante llamarlo para controlar que todo estuviera bien. Menú. Agenda. ¿Y ahora? ¡Ah, si!

Los nombres pasaban veloces a lo largo de la pantalla a color. Quién sabe por qué su hija insistía en tener un celular de última moda, hipertecnológico, si ella apenas lograba hacer una que otra llamada y muchas veces sin éxito. No había nada que hacer, ella y la tecnología no se llevaban muy bien.

Ah, los bellos tiempos de las cartas escritas a mano… Se tenía que reflexionar antes de escribir, se buscaban las palabras más complicadas y altisonantes, las metáforas más apropiadas. Se pasaba el tiempo arrugando hojas que llenaban la papelera o el suelo, mientras las hojas en blanco yacían sobre la mesa esperando ser llenadas.

Pero ahora, con los email y los mensajes de texto, el papel de carta perfumado de lavanda con los dibujitos había sido guardado en los estantes de la memoria.

Hundió con el índice el botón de la izquierda y se llevó el celular a la oreja, a la espera de escuchar a su marido. Quedó más bien sorprendida cuando una vocecita femenina y un poco abrupta le informó con gentileza que el teléfono podría estar apagado o fuera de servicio.

Un salto en el corazón. ¿Pasó algo? ¿Algo grave? ¡Claro que no! Intentó no preocuparse, otras veces había tenido dificultades para ponerse en contacto con Giorgio. Como una niña, comenzó a hacer la imitación de la vocecita del teléfono: “El número marcado…”. Imaginó que lo habían demorado en la cita de trabajo a la que tenía que ir esa tarde, por lo tanto no había nada de qué preocuparse. Imprevistos parecidos se presentaban usualmente en el área en que trabajaba y ella lo sabía bien.

Logró tranquilizarse y volvió a poner el celular en el bolsillo, mientras comenzaba a cortar las papas y las zanahorias, y a canturrear alegremente una de sus canciones preferidas, como hacía siempre que se disponía a cocinar.

Era casi hora de cenar cuando su marido regresó, pero ella estaba tan ocupada y absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de la puerta de entrada abierta y después cerrada ni de que él se le había acercado.

“¡Giorgio!”, exclamó apenas lo vio. “¡Finalmente! ¡Estaba preocupada! Intenté llamarte pero tu celular estaba apagado. La cena está casi lista. ¿Cómo te fue? ¿Te mojaste? ¿Viste qué clima? Menos mal que Ylenia te dio el paraguas, de otro modo te habrías…”.

Se interrumpió bruscamente cuando se dio cuenta de los ojos hinchados y enrojecidos de su marido y de su aire cansado y desconsolado. Había estado tan concentrada revolviendo el estofado en la olla que no le había ofrecido ni siquiera una mirada.

“Pero…”, retomó, preocupada y asustada al mismo tiempo. “¿Qué tienes? ¿Qué pasó?”.

Después de secarse las manos en el delantal rojo y azul, se acercó a él acariciándole dulcemente la mejilla helada.

El hombre no respondió. Se quitó el abrigo, puso el maletín en el suelo y abrazó a su mujer casi sofocándola.

“Ahora no, Ambra, te lo ruego”, le susurró en el oído.

“Dile a Ylenia que estoy muy cansado y que quiero descansar. Te espero arriba después de la cena. No tengo hambre. No tengo ganas de comer. Lo único que quiero es estar un poco solo. Debo reflexionar”.

La señora Luciani quedó un poco sorprendida. Tuvo la tentación de preguntar inmediatamente a su marido de qué estaba hablando, pero decidió respetar sus deseos, limitándose a asentir y a besar a Giorgio, que en silencio subió las escaleras y se encerró en su habitación.

Había vagado toda la tarde por la ciudad, sin meta, buscando respuestas, buscando la valentía necesaria, mas sobretodo buscando alguien que pudiera ayudarlo. En el fondo, ya lo sabía. Solo Dios habría podido. Y nadie más. Lo sabía bien. Pero ¿dónde encontrarlo? ¿Él, que tiene tanto que hacer, habría podido escuchar las oraciones de un pobre hombre? Tal vez, quién sabe, habría podido darle esas respuestas y esa valentía. Claro, porque Él es Quien todo puede. Tal vez, en el silencio de su cuarto, si se lo pedía, Él lo habría escuchado. Muy mal acordarse de Él solo en estos momentos. Sin embargo, paciencia. Tenía que intentarlo. Se dejó llevar a una profunda y larga meditación.

Sin saber bien qué pensar, después de haberlo seguido con la mirada, Ambra recogió las cosas de su marido y las llevó a la entrada. Colgó el abrigo en el perchero, dejó el maletín al lado del mueblecito de las llaves y puso el paraguas en el paragüero, sorprendida de que su marido, usualmente cuidadoso y meticuloso, lo hubiera dejado allí mojando el suelo. Volvió inmediatamente a la cocina para coger un trapo, después volvió a la entrada y secó el suelo.

Mientras tanto Ylenia había terminado finalmente su conversación, más bien desanimada a causa de ese fútbol del diablo que le quitaba a él mucho tiempo, en verdad demasiado. El fútbol que en realidad tenía otro nombre y además dos piernas, dos brazos, cabellos lisos, rubios y largos y un corazón que batía enloquecido cada vez que el hacía gol dentro de ella. Pero esto Ylenia no podía de ninguna manera saberlo.

Con la carita todavía enfurruñada había vuelto a la sala y había retomado la lectura de la revista que había dejado en el sofá. Un poco aburrida y triste por el mal tiempo y por la típica terquedad masculina, había escuchado los pasos de su madre en el corredor y la había alcanzado en la entrada, bostezando y arrastrando los pies. Sorprendida por encontrarla de rodillas en el suelo le preguntó qué estaba haciendo y sobretodo a qué hora habrían cenado.

“¡Dale, ven!”.

Ambra se levantó del suelo, la tomó de la mano y se dirigió hacia la cocina.

“La cena está casi lista. ¿Me ayudas a alistar la mesa? ¡Y deja de caminar de esa manera, ya sabes que lo detesto! ¡No es para nada elegante!”.

“¿De qué manera, perdón?”.

“¡Arrastrando los pies por el suelo, lo sabes bien! Entonces, ¿alistas tú la mesa?”.

“¡Ahh! ¿Cuándo te decidirás a contratar una empleada? ¡La tienen todas mis amigas! ¡Y no creo que papá no pueda permitírselo!”.

“¿Y entonces yo qué haría todo el día? Me aburriría, ¿no crees? Ya te lo expliqué mil veces que a mí no me gusta tener en casa a alguien a quien mandar y que prefiero cuidar yo misma mis cosas. Así me hicieron. Más bien tú deberías comenzar a preocuparte ya que a duras penas sabes cocinarte un huevo duro. Ya es hora de que aprendas por lo menos a cocinar… ¿Cómo harás cuando te cases?”.

“¡Ok! ¡Ok! ¡No te preocupes, compraré uno de esos cursos en dvd o aprenderé todo de ti una semana antes de las nupcias! Por ahora hay tiempo, no es necesario que te inquietes tanto. Cumplí dieciocho años el mes pasado, diría que es inútil vendarse la cabeza antes de rompérsela, ¿verdad? Más bien vamos a comer, por favor. ¡Me estoy muriendo de hambre! Y…¿papá? ¿No ha llegado aún? Vi sus cosas en la entrada pero no lo escuché”.

“Llegó hace poco y subió al cuarto pues no se sentía bien. Con este clima y con esta lluvia, se habrá resfriado”.

“Sabía que se habría enfermado. ¡Si no hubiera sido por mí que le di el paraguas, se habría además mojado como un pollito!”.

“En efecto, últimamente está un poco distraído. No se qué le pasa, tal vez está trabajando demasiado en este periodo”.

Ambra volvió a pensar, un poco preocupada, en la expresión del rostro de su marido cuando había llegado. Con seguridad, había algo que no estaba bien.

“Consideremos el lado positivo, por lo menos esta noche nos ahorraremos esos antipáticos juegos y premios que mira papá en televisión mientras cenamos”, dijo Ylenia mientras sacaba del cajón los cubiertos y los disponía en la mesa.

“Tienes toda la razón, no sé cómo puedan gustarle tanto esas cosas. Y si una noche se los pierde…”.

“¡De verdad, qué mamera!”.

Riéndose, Ambra le dio una pequeña palmada en la nuca a su hija, después tomó la olla humeante de la estufa y la llevó a la mesa, con mucho cuidado para no quemarse.

“Dale, mejor vamos a comer algo. ¡Y ten cuidado con esas frases delante de tu padre! Sabes bien lo que él piensa de tus expresiones crudas…”.

“¡Qué mamera! ¡Tan solo dije qué mamera!”.

Ylenia extendió los brazos y levantó los ojos al cielo.

“Ya ves, precisamente…”.

“Por Dios, ¡cómo son de anticuados mis padres!”.

Madre e hija se sentaron a la mesa, una riendo y la otra refunfuñando. Al rato, Ambra retomó mientras llenaba los platos con el estofado: “Cuéntame, ¿qué hiciste hoy?”.

“Nada en particular… vida de siempre, cosas de siempre, aburrimiento de siempre”, respondió la chica un poco enfurruñada. “Nunca alguna novedad, algo diferente…”.

La mujer sonrió ante tal afirmación y pensó que en efecto sus vidas, últimamente, eran un poco monótonas. Con seguridad ninguna de las dos habría podido imaginar cómo su entera existencia cambiaría drásticamente de allí a poco.

“Mamá, enciende la televisión, por favor. Está ese programa a esta hora, ¿cómo se llama? Ese con los chismes sobre los famosos que papá nunca nos deja ver porque a él no le gusta”, exclamó Ylenia con la boca llena, golpeándose el pecho para no atragantarse.

Ambra no entendió ni una sola palabra de lo que le estaba diciendo su hija y se apuró en llenar un vaso con agua para ayudarle a pasar la comida.

Al final, por rapidez y sin haber engullido aún el bocado, Ylenia se levantó y, cogiendo el control remoto, encendió la televisión.

La cena prosiguió de esa manera, entre frivolidades, chismes y muchas burlas cómplices entre madre e hija, con algunas groserías de más, rigurosamente seguidas por algunas palmadas en las manos y en la nuca, vista la ausencia de Giorgio.

Terminada la cena, Ylenia ayudó a su madre a poner todo en orden. Levantó la mesa y ordenó la loza en el lavaplatos, barrió el suelo y desapareció, temiendo ulteriores encargos.

La mujer lavó y secó los platos con cuidado, limpió con igual esmero toda la cocina y, cuando terminó, se quitó el delantal, preparó una bandeja con la comida para su marido y lo alcanzó en el cuarto de arriba.

Lo encontró acostado bocarriba en la cama, las manos detrás de la cabeza. La luz tenue de la lámpara dejaba el cuarto entre sombras, igual que su rostro. No se había quitado ni la ropa ni los zapatos, tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Pero ella sabía que no era así, y después de más de veinte años de matrimonio no era el caso de regañarlo por haberse acostado en la cama con los zapatos puestos.

La mujer dejó la bandeja sobre la mesa de noche y se sentó en la cama al lado de su marido, que se corrió para dejarle espacio.

“Amor…”, lo llamó delicadamente, en voz baja, poniéndole una mano ligera sobre el hombro. “Te traje algo de comer”.

Con una sonrisa tensa, Giorgio respondió que habría comido más tarde.

“¿Algo no está bien? Estás muy extraño hoy”, preguntó ella, cada vez más preocupada.

Era singular que su marido no tuviera apetito, sucedía en verdad raramente y cuando sucedía había siempre por allí algo grave.

“No, tranquilízate, es solo un poco de cansancio”.

“¿Y porqué tienes los ojos rojos e hinchados?”.

“No pasa nada, estoy tan solo un poco resfriado”, mintió, intentando evitar la mirada de su mujer. “Dale, intentemos dormir, estoy muy cansado”, agregó para escapar del interrogatorio.

Ella simplemente asintió, poco convencida de la respuesta y de su actitud. En silencio los dos se prepararon para dormir.

Ambra apagó la lámpara. Quedó solo la luz de la luna iluminando el cuarto.

Pasaron muchas horas y Giorgio seguía dando vueltas y más vueltas en la cama, que parecía llena de clavos, sofocado por la manta que lo oprimía como si fuera de cemento. Buscaba un poco de alivio y consuelo por lo menos en el sueño, pero nada en esa noche habría podido tranquilizarlo, después de la terrible verdad que había sabido.

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3

¡Qué terrible noche! ¡Mierda, qué pesadillas! Casas sin escaleras, ascensores que se bloqueaban, techos que se desplomaban…

Giorgio se quedó un instante parado delante de las escaleras. ¿Qué escoger? ¿Cómo subir a la oficina? Después de los sueños de esa noche… ¿Escaleras o ascensor?

Al fin se decidió por el ascensor. Había dormido muy poco y muy mal, no tenía ganas de enfrentar esos escalones que, aunque pocos, esa mañana parecían interminables. Mientras hundía el botón rojo con el “2” en relieve, repasaba en la mente el discurso que había preparado. Igual, al final, estaba seguro que improvisaría. Así como hacía en la universidad antes de algún examen importante.

Ahora, sin embargo, era diferente, un examen se puede siempre repetir, esta vez en cambio tenía una única ocasión y no podía de ninguna manera permitirse desperdiciarla. Ni siquiera un error pequeño, pues implicaría el fin.

Una vez alcanzado el segundo piso, recorrió todo el corredor con paso lento y mirada fija en el suelo, deteniéndose solo delante de la última puerta. Metió la mano en el bolsillo derecho de sus pantalones para buscar las llaves de su oficina y miró a su alrededor.

Habría podido describir ese lugar minuciosamente incluso con los ojos cerrados: el tapete que pisaba cada día desde hace muchos años, los cuadros en las paredes que contaban cada uno una historia diferente, las grandes plantas en las esquinas del corredor, que una bella muchacha regaba, y la pintura de las paredes, ya grisácea por el tiempo. Y también sus colegas, los más simpáticos y los más odiados que, como cada detalle de ese edificio, habían constituido un pedazo más o menos importante de su vida.

Suspiró antes de dar vuelta a la llave en la cerradura, después bajó la manilla, abrió la puerta y de golpe se paró, como si hubiera tomado de improviso una decisión diferente. Vaciló algunos instantes, después cerró la puerta sin entrar en la habitación. Regresó por el corredor, recorrió una breve porción y se dirigió hacia un escritorio cercano. Escuchando esos pasos, la mujer allí sentada levantó la cabeza y al verlo mientras se acercaba, sonrió.

Cuando el hombre estuvo suficientemente cerca, le dijo: “¡Buenos días, director! Ya llegaron los fax que esperaba. ¡Los llevo inmediatamente a su oficina!”.

“No”, respondió tajante. “Los revisaré más tarde. Más bien dígame, ¿ya llegó el presidente?”.

La señorita Cinthia, la secretaria de Giorgio Luciani, quedó sorprendida por la respuesta dura y fría de su director, pues usualmente era una persona cortés y educada. Después de la sorpresa inicial, se apresuró a responder que el presidente había llegado hacía poco y que podía encontrarlo en su oficina.

“Se lo agradezco”, le respondió, volviendo rápidamente sobre sus pasos.

Una vez adentro, descargó el maletín sobre una silla, colgó el sobretodo y se sentó en su escritorio con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos, sin saber bien qué hacer ni qué pensar.

Un puño que golpeó con fuerza el escritorio, fruto de la desesperación, hizo caer un marco con la fotografía de toda la familia, tomada con ocasión de un cumpleaños de Ylenia. En esa imagen, la niña sonreía, feliz de posar delante de la cámara, abrazada por sus padres.

Ante el recuerdo de aquel día, una débil sonrisa se dibujó sobre los labios de Giorgio, una sonrisa que rápido se transformó en una expresión dura, de determinación.

En ese momento, como si hubiera encontrado finalmente dentro de sí la fuerza que requería, Luciani se levantó y se dirigió derecho a la oficina del presidente.

No vaciló un segundo, tocó de manera decidida y entró.

“¡Buenos días, presidente!”, exclamó. Su saludo fue respondido. Se acercó a su superior que en ese momento se estaba tomando un café y lo invitó a sentarse y a acompañarlo.

“Dos terrones, ¿verdad?”, preguntó, mientras abría la azucarera.

“¡Hoy tres, gracias!”.

“¿Y eso? ¿Hay algo que debe endulzar?”, preguntó divertido el presidente, extrañado por el cambio, mientras le pasaba la taza.

Giorgio Luciani se tomó unos segundos antes de responder.

No sabía bien qué decir, ni cómo plantear el discurso. Buscaba las palabras justas, hurgaba en su mente para encontrar la mejor manera de comunicar su decisión.

“Debo hacer más dulce mi partida”, dijo simplemente al final.

El presidente se quedó mirándolo por algunos segundos con aire interrogativo y Giorgio, con tal de huir de esos ojos, comenzó a darle vueltas a la taza entre sus manos y a mirarla como si quisiera imprimir en su mente cada detalle del logo del banco estampado sobre la cerámica blanca.

“¿La competencia le ha hecho un ofrecimiento mejor que el nuestro?”, preguntó el hombre con aire dudoso.

“¡No, no! En realidad quisiera pedir un traslado”.

“¿No se encuentra bien aquí, tal vez?”, continuó el otro, levantando una ceja.

“Al contrario, me encuentro muy bien. No se trata de mí sino de mi familia. Debo volver a casa. Debo encontrar un corazón. Sé que puede parecer extraño, pero… ¡es así!”.

“¿Un corazón? ¿Qué quiere usted decir?”, preguntó el presidente, sorprendido por la respuesta.

“¡Necesito un corazón para un trasplante! ¡En verdad lo necesito! ¡Y debo ir a Italia para obtenerlo! Quisiera por lo tanto ser trasferido a una de nuestras filiales italianas”.

En ese preciso momento sonó el teléfono. El presidente levantó el auricular y la secretaria le avisó que la reunión estaba por comenzar y que lo estaban esperando.

“Lo siento”, se disculpó el hombre, “temo que tendremos que continuar nuestra conversación más tarde. De cualquier manera, aunque no he entendido bien su problema, me parece que se trata de algo muy serio y quiero que sepa que estoy a su completa disposición”.

“Se lo agradezco, se lo agradezco infinitamente”, respondió Luciani, estrechando la mano del presidente, quien notó una extraña luz en los ojos de su colega.

Algunas horas después habría descubierto que esa era la luz de una esperanza que, en la oscuridad de la impotencia y de la angustia, Giorgio había temido perder.

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4

“Papá, ¿me pasas el agua, por favor?”. “Papá, ¿me estás escuchando?”, preguntó Ylenia, esta vez con la voz más alta y el tono decidido.

Giorgio salió de su ensimismamiento.

“Discúlpame, tesoro, ¿qué dijiste?”.

Ambra notó que esa noche durante la cena su marido estaba más bien meditabundo y tuvo la confirmación de que algo no iba bien. Sospechaba desde hacía varios días que le estaba escondiendo algo e imaginaba que pronto se lo habría de revelar. Por lo menos eso esperaba.

“¡Te pedí que me pasaras el agua! ¡Ay, papá, últimamente estás muy distraído!”.

Ylenia se ponía aún más bonita cuando adoptaba esa actitud enfurruñada que la llevaría atrás en el tiempo, cuando todavía era una niñita caprichosa.

El hombre tomó la botella de vidrio verde y, sonriendo, la ofreció a la muchacha.

“Papá, creo que para hacerte perdonar tienes que comprarme un caballo. Hace meses me lo prometiste. ¿Cuándo lo harás, cuando sea vieja?”.

Giorgio sonrió, pensó un poco en eso y respondió, siempre sonriendo: “Te prometo que tendrás tu caballo una vez nos hayamos trasladado”.

Había estado buscando todo el día las palabras justas para comunicarle a la familia la noticia del traslado y ahora que lo había logrado, y además de un modo tan fácil, se sentía extremadamente aliviado. Ahora lo único importante era no traicionarse y lograr ser convincente.

Ante esas palabras, madre e hija dejaron de comer y pusieron los tenedores sobre el plato. Ambra bajó el volumen del televisor y le preguntó a su marido, con aire desconcertado: “Perdóname, ¿puedes repetir lo que dijiste?”.

Tranquilamente, como si fuera lo más natural del mundo, Giorgio respondió: “Dije que le compraré el caballo a Ylenia una vez nos hayamos trasladado”.

Por un instante el aire fue invadido por preguntas e incredulidad.

“¿Trasladados? ¿Pero adónde? ¿Y cuándo?”.

“Déjenme explicarles”, Giorgio se limpió la boca con la servilleta y adoptó una expresión seria y de certeza. “Por desgracia últimamente hemos tenido problemas en el banco y han tenido que hacer cortes de personal y…”.

“¿Quieres decir que te despidieron? ¿Es por esto que estás tan extraño últimamente?”, lo interrumpió su mujer, tomando una mano entre las suyas, preocupada. “¿Qué haremos ahora?”.

“No, no… Tranquilízate, afortunadamente solo me han trasladado. Después…”.

“¿Trasladado? ¿Se puede saber adónde?”, lo interrumpió de nuevo la mujer, cada vez más inquieta.

“A Italia. Me transladaron a Italia. ¿Contenta? ¿Ya puedo hablar?”. Giorgio comenzaba a ponerse nervioso.

“¿A Italia? ¿Tan lejos?”.

Pasado el estupor inicial, Ylenia se estaba preocupando de verdad.

“Pero… ¿Por qué Italia? Papá, ¿yo… como haré con el colegio?”.

“Lo del colegio lo soluciono yo, no te preocupes. Hay algo más…”. Giorgio vaciló algunos segundos, después, en un instante, concluyó con lo que en verdad quería decir. “¡Tenemos que partir lo antes posible!”.

Tampoco para él era fácil esa situación y aunque buscaba parecer calmado y tranquilo, en realidad su mente se consumía entre miedos, titubeos e indecisiones. Y con seguridad la actitud hostil que su mujer y su hija le demostraban no hacía las cosas más fáciles.

“¿Y cuándo sería lo antes posible?”.

Ambra también, ahora, comenzaba a inquietarse seriamente.

“En dos días”.

Frente a esas palabras Ylenia rompió a llorar y entre lágrimas le gritó al padre: “¡Papá! ¿Dos días? ¡Es imposible! ¡No quiero! Mis amigos… mi vida… ¿Qué será de mi?”.

“¡Lo siento, ya está decidido!”.

Con los dedos de la mano derecha Giorgio buscó en el bolsillo de la camisa, sacó un paquete de Marlboro rojo, encendió un cigarrillo y después, con tono grave, dijo a su hija: “Allá encontrarás nuevos amigos y reharás tu vida. Lo mismo sucederá a tu madre y a mí”.

“Pero papá…”, intentó replicar la muchacha.

“¡Sin peros, señorita! ¡Es así y ya! No podemos hacer nada. ¡Debes ser razonable!”, la interrumpió inmediatamente el padre.

Ylenia, en lágrimas, corrió a su cuarto para llamar a sus amigas más queridas y comunicarles la noticia, mientras Ambra, molesta, le pidió a su marido que la siguiera hasta el cuarto de ellos.

“No deberías ser tan duro con ella. ¿Has intentado ponerte en sus pantalones? Precisamente ahora que había logrado, no obstante todo, conseguir amigos y tener una vida… Y además, hubieras podido evitar hablar de esto en la mesa, arruinaste la cena de todos. ¿Es esta la manera de comunicar semejante noticia? No pareces tú ¿qué te está pasando? Ya no te reconozco”.

Mientras su mujer lo regañaba, Giorgio mantenía la cabeza baja, incapaz de soportar su dura mirada, intentando distraerse para no escuchar esas palabras que lo herían y agudizaban su sentimiento de culpa. Si ella supiera, nunca habría hablado de esa manera, pero no podía ciertamente confesar la verdad. No podía hacer nada más que permanecer en silencio.

“Lo siento mucho… no sabía cómo decírselo”.

Cortó por lo sano y salió del cuarto por miedo de explotar.

Una vez sola, la mujer se sentó en la cama para organizar las ideas y reflexionar. ¿Qué sería de ellos? ¿Cómo harían para dejar todo y trasladarse a otro país, así, de un día para otro? ¿Cómo haría Ylenia para dejar a sus amigas, su vida, en esa edad ya de por sí compleja? Quién sabe cuánto tiempo necesitaría para adaptarse, para conseguir nuevos amigos. Quién sabe cuánto sufriría. No tenía ni siquiera un segundo para pensar, el tiempo para despedirse. Era necesario reaccionar y rápido, pero con la calma necesaria para mantener a la familia unida, colaborar para hacer la partida lo menos dolorosa posible. Igual, no ayudaba para nada molestarse con Giorgio. Se sintió culpable por el arrebato de antes. Al fin de cuentas, él no era responsable por la decisión y ciertamente no estaba contento de tomarla. Se prometió ofrecerle excusas y todo su apoyo. No había nunca dejado de amarlo y no quería traicionar la promesa conyugal: seguir a su marido en la buena y en la mala suerte. Sin embargo, primero había una cosa importante por hacer, una cosa que tenía prioridad sobre todo.

Se levantó de la cama, salió de su cuarto y recorrió unos pocos pasos que resonaron en el silencio de la casa. Tocó la puerta del cuarto de Ylenia, sin obtener respuesta. Bajó la manija y cuando entró en el cuarto la encontró en lágrimas, acostada en la cama: estaba confesando a una amiga el odio por su padre y su trabajo.

Requirió de mucho tiempo para calmarla y al final Ylenia dejó de llorar, pero no hubo manera de mitigar la rabia hacia su padre. A pesar de todo, no la reprobaba.

Cuando finalmente la muchacha se durmió, bajó al primer piso para hablar con su marido.

Giorgio estaba sentado en el sillón leyendo el periódico y detrás de esa máscara de aparente calma y tranquilidad, la angustia lo atenazaba.

Después de haber ordenado la cocina, su mujer decidió darse una ducha caliente para calmarse y aclarar un poco sus ideas. Después fue a su cuarto, escogió la camisola para ponerse y alcanzó a su marido. Dudó algunos segundos en el umbral de la sala, insegura sobre qué hacer, qué decir y cómo comportarse, terriblemente cansada por la jornada. Se preguntó por un momento si no sería mejor posponer la conversación para la mañana siguiente, pero después se convenció de que no sería justo.

“¿Quieres explicarme mejor, por favor?”, comenzó, acomodándose en el brazo del sillón junto a su marido, con las piernas cruzadas y la espalda contra la pared, pasándole un brazo sobre los hombros y acariciándole dulcemente la cabeza.

“¿Qué quieres saber en particular?”. Giorgio se quitó las gafas y puso el periódico sobre las piernas, más para ganar tiempo que por otra cosa.

No era fácil fingir tranquilidad, su mujer lo conocía demasiado bien. Se habían ennoviado muy jóvenes y habían crecido juntos: nadie en el mundo sabía leer sus pensamientos mejor que Ambra. Había sido siempre un libro abierto para ella, pero no esta vez, esta vez no podía en verdad permitírselo.

“¿Porqué así, de repente? Y además en dos días… ¿No hay manera de posponer la partida?”.

“No, lo siento. No se puede, en verdad, si se pudiera ya lo hubiera hecho. En realidad estaba en el aire desde hace días, mas me lo confirmaron apenas hoy. ¡Lo siento!”.

Giorgio intentó justificarse, esperando en lo más hondo que la conversación se terminara allí.

“Pero… ¿dónde viviremos? ¿Cómo nos las arreglaremos en apenas dos días?”.