Sin ti no sé vivir

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

 

© Angy Skay 2017

© Editorial LxL 2017

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera redición: mayo 2021

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-17160-66-1

 

 

 

 

Sin ti

no sé

vivir

 

 

Angy Skay

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Si crees en tu corazón,

no busques más y déjate llevar por él.

Disfruta de la vida, porque solo tienes una para hacerlo.

 

Angy Skay

 

Este libro va por todas vosotras; por darle el empujón que necesitaba, por dármelo a mí.

Inma Ferreres Molés, Beatriz Jiménez Navarro, Rocío Pérez Rojo, Afy Moreno, Fina Andrés García, Mar Mateos Vera, Leticia León, María Del Prado Blázquez Torres, Virginia Reche, María José Valiente García, Ángeles Puertas, Vanessa Castro, Florencia Batista Cruz, Quini Amorós, Joana Valdayo, Pilar Sanabria, Ester María Aina García, Macarena Abarca Gómez, Teresa Alfonso Fernández, Bea Alarcia, Isabel Juárez Lecegui, Vanessa Martínez Bacas, Carmen Ruiz Gutiérrez, Patry Leyre Fernández Andreu, Isabel Mayorga Núñez, Sonia Fernández, Yumelys Castillo, María Méndez, Cintia Chávez, María Fernanda Osinaga, Esther Asensio Pérez, Rocío Pacheco, Lorena Ariza, Isabel Cruz Boj, Iani Monteleone, Inma Villas Febas, Rosa González, María Garabaya Budis, Susana Guerrero Nava, Mary García, Olga Gallego Díaz, Encarna Prieto, Alma María Sánchez Mateos, Brendy Jiménez, Ana Rego Santos, Gina Mercado, Silvia García, María Alejandra Suarez Novoa, Celia López Carmona, Viviana Salazar, Patricia López Cordero, Ma Mcrae, Mari Carmen Ramírez Luque, Mertxe Ortiz, Esther Rivera, Lourdes Medina Bueno, Yanira Marrero, Raquel Montero, Verónica Núñez Mrt., Angelly Hidalgo, Giselle Murcia, Adriana María Cristiano López, Esperanza Valladares Márquez, María M. Constancia Hinojosa, Fabys Chow, Rocío García Pérez, Rhona Ann, Mar Leiva González, Verónica Linares Cazalla, Pili Jiménez, Jennifer Parra, Mari Ángeles Rodón, Thais Contreras, Erika Ortega Santana, Kina Morales, Julia Jiménez Martín, Andrea Zarriello, Raquel Bonilla, Evelyn Ameneyro, Esther Kleido Almería, Patricia González, Teresa López, Mikita Leal, Laura Perezagua, Niyireth Urrea Gutiérrez, Hilda Josefina García, Miriam López Montes, Esther López, Isabel Márquez Gamero, Adriana Navarrete, Gaby Freira, Almudena González Martínez, Isabel Sánchez Berbayes, Vanessa Félix Gomes Ramos, Aurora Consultora de Belleza, Paula Souza, Grizeldy Centurión, Laura Bassi Galloway, Alejandra Luengo, Bárbara Reyes, Carlennys Vallenilla, Mari Chacón Fernández, María Dolores Hoyo Diañez, Aye Reynozo, Olga Uribe, Angly Fuenmayor, Medie, Mónica Tort, Juani Medina, Inmaculada Guerrero Luna, Marly Juliana Sanjuán, Nohemi, Susana Jiménez García, Susana Saucedo, Rosita Ciaa, Fina Vidal García, Cristina Pacheco Ramírez, Menchu, Yolanda Berastain, María Jesús Ariza Gómez, Elisabeth Martín, Susana, Mónica Benítez, María Davinia Andrés García, Elisenda Fuentes Juan, Juani Ballesteros Villena, Rocío Navarro Montoya, Sandra Koscak, Gretty Medina, Karian Freeman, Judith Figueroa, Mayte García, Cristina Díaz, Ana Presas Villamarín, Montse Vílchez, María Vila Parra, Mary Sandos Lectora, Rosario Díaz Villa, Val, Sandra Guerrero Rodríguez, Silvia Alcón Ruiz, Mónica Martínez, Ana Ruiz Domínguez, Noelia Olle, Quini Amorós, Pili Iglesias Ludeña, Miriam Bosch Pineda, Ana Ruiz Domínguez, Cristina Oliver Arboleda, Cecilia Tirado Cedano, Silvia Pangrazi y Beatriz Parrales Moreno.

A ti, mi querido lector, te doy las gracias una vez más por seguir confiando en mí de esa manera tan especial.

A mi grupo de provocadoras, que han estado al pie del cañón cuando todo comenzó sin más.

A mis confidentes, las que me han ayudado cada vez que la cosa se torcía, las que han escuchado mis dudas y han compartido mis bajones, las que nunca se cansan.

Mercedes, Patri, Ma Mcrae, Noelia Medina. Sois especiales, y nadie mejor que vosotras sabéis cuánto.

 

Angy Skay

 


índice

Introducción

1

Katrina

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

Joan

25

Katrina

26

27

28

Joan

29

Katrina

30

31

32

Epílogo

Fin

Biografía de la autora

 

Introducción

 

 

No puedo explicar cómo ni por qué llegué aquí. En mi mente solo aparecen pequeñas lagunas de esa noche. Lo único que sé es que, cuando reaccioné, tenía a un hombre impresionante encima de mí, moviéndose a una velocidad de vértigo en mi interior. Me escuchaba jadear y clavaba mis uñas en sus fuertes hombros tatuados, e incluso le hice algún que otro arañazo por el que llegó a brotar sangre. No cesaba en sus embistes. Cada vez eran más fuertes, más rudos, más… intensos. Notaba su aliento en mi oído y cómo me agarraba la cadera con su mano derecha para mantenerme firme. Su respiración era descompasada, pero no aminoraba el ritmo. Estaba volviéndome loca.

—¡Dios! —exclamé en un gemido.

De mi boca no salía ni una sola palabra; no necesitaba hablar. Quería tenerlo completamente dentro de mí, así que agarré su trasero con ambas manos y lo obligué a que se introdujera más, si es que aquello era posible.

—¿Quieres más? —me preguntó con chulería.

—¡Sí! —exclamé entrecortadamente.

Separó su cuerpo del mío durante dos segundos exactos, levantó mi pierna y la colocó sobre su hombro izquierdo. Con la rodilla, apartó mi otra pierna, que le obstaculizaba el paso, y sin decir nada más me penetró bestialmente. Mi cabeza chocó con el cabezal de la cama, pero no me importó; lo necesitaba, me urgía. Empecé a notar un cierto cosquilleo en mi cuerpo que me pedía que no parase, que siguiera. Me apretujé junto a él, deseando por fin saber qué era el ansiado orgasmo.

Sí…, nunca lo había sentido.

—No pares… —casi le supliqué.

—No lo haré —me aseguró.

Dos embestidas más y mi cuerpo se rompió en mil pedazos que dieron paso a un increíble placer que me desbordó en aquel momento. Mis pulmones no se llenaban de aire, no podía respirar. El individuo que tenía a mi lado se desplomó en la cama, apartó las gotas de sudor que caían por su frente y colocó su brazo derecho encima. Estaba segura de que se encontraba tan agotado como yo.

A los pocos minutos, me levanté, agarré una sábana de la cama y tiré de ella para cubrir mi figura.

—¿Te da vergüenza? —me preguntó de repente.

No le contesté.

Arrastré mis pies hacia el cuarto de baño de la pequeña habitación del hostal y cerré la puerta. No era un sitio con lujos, pero para un revolcón era más que suficiente. Observé mi rostro en el espejo unos segundos. ¿Desde cuándo me acostaba con el primer hombre que encontraba a mi paso?

Semanas atrás había discutido con Joan. Un año de relación para nada. Él y sus tonterías me mataban. Teníamos pendiente una conversación «para arreglar las cosas», según él. Me quería, y en cierto modo yo también, pero la vida que estaba descubriendo ahora me encantaba. No tenía que darle explicaciones a nadie. Podía salir e ir con mis amigas sin tener que estar vigilada por alguien: por tu novio.

Abrí la mampara de la ducha, que a decir verdad era bastante pequeña, elevé el grifo y el agua helada cayó sobre mí como una cascada. Pegué un respingo al notar el frío, pero inmediatamente me repuse. Apoyé la cabeza en el mármol blanquecino de la pared y suspiré agotada.

—¿Qué estás haciendo? —murmuré tan bajo que ni yo misma me escuché.

Estaba en la habitación de un hostal, con un tío que acababa de conocer en un bar de copas, un hombre que saltaba a la vista por su atractivo, y encima borracha como una cuba. No podía pensar en nada más; simplemente, estaba loca.

Oí que la mampara se abría y entraba… ¿él? ¡Por el amor de Dios! ¡No sabía ni cómo se llamaba! Se pegó a mi espalda y noté su duro y erecto miembro golpeándomela. Era alto, sí, demasiado alto comparado con mi metro sesenta. Más bien me sacaba dos cabezas, pero era increíblemente atractivo, atlético y musculado. No sé dónde estaría este hombre el día que decidí mantener una relación con alguien.

—¿Te encuentras bien? —susurró en mi oído.

—Sí… —le contesté sin convicción.

—¿He hecho algo mal? —Notaba cierta preocupación en su voz.

—¿Acaso te importa? —le pregunté con retintín.

—Claro —me respondió de manera cariñosa; contestación que me sorprendió, pues no me conocía de nada.

Mi mirada seguía perdida en la nada. No me dio tiempo a reaccionar cuando me giró por completo y cogió mi cara entre sus manos.

—¿Estás bien de verdad? —insistió.

—¿Por qué tanta preocupación?

—No sé si he sido demasiado…

—Ha estado bien.

Me atreví a mirarlo a los ojos; unos profundos prados en los que me perdía. Era increíblemente guapo. No podía dejar de fijarme en ese mentón fuerte e insinuante, en esa barba incipiente que raspaba levemente cuando sus labios me rozaban. El vello se me ponía de punta en cuanto respiraba cerca de mí.

Nos mantuvimos la mirada durante lo que pareció una eternidad. Noté cómo su mano se posaba en mi cadera y la otra me arrastraba junto a su cuerpo. Suspiró con fuerza, sin apartarme la vista. Después, bajó el rostro hasta mi cuello y se entretuvo ahí un rato. Con ambas manos, me elevó hasta quedar a su altura y me dejó deslizarme por la pared mientras me mantenía atrapada.

—Vamos a comprobar ese «Ha estado bien» —comentó con cierto tonito.

Sin más, se introdujo en mí y comenzó un fuerte y potente baile que me dejó incapaz de moverme, sin poder seguir su ritmo. Mi respiración se agitó a grandes escalas. Sentía cómo resbalaba dentro de mí sin piedad alguna, y eso me desarmó de tal manera que creí morir de placer en aquel instante. ¿Cómo había podido estar con Joan durante un año sin saber qué era realmente el sexo? Quizá fuese el simple hecho de no haberlo experimentado nunca. Y esa vez me dejé llevar, y de qué manera.

Al día siguiente cuando desperté, moví la mano repetidas veces. Las sábanas estaban frías, y un helor se apoderó de mi cuerpo al no notar a nadie a mi lado. No había ni rastro del hombre con el que había estado toda la noche. Busqué con la mirada y entré en el baño. Nada. Se había ido.

Me vestí lo más rápido que pude, sin importarme las pintas que pudiera llevar, y bajé a la recepción. Me daba un poco de vergüenza preguntar si se había marchado, pero no me quedaba otro remedio, así que me dirigí a la muchacha que estaba en el mostrador:

—Buenos días. ¿El chico que estaba en la habitación diez…?

No me dejó terminar:

—Se fue hace una hora aproximadamente. Ha dejado la habitación pagada. Cuando se marche, deme la tarjeta y listo. —Sonrió.

—Ah…

Me decepcionó, aunque a la vez me alegró. No quería ataduras, y menos después de haberme peleado con Joan. Necesitaba mi espacio, y no estaba dispuesta a que otro hombre lo ocupara.

Salí de la habitación cuando terminé de recoger mis pertenencias. Antes de cerrar la puerta, miré por última vez el sitio donde había recibido orgasmos como para estar servida durante un tiempo. La única duda que me quedó fue si… volvería a verlo.

 

 

 

 

 

1

 

Katrina

 

 

 

Malditos tacones, maldito vestido y maldita la hora en la que me decidí a salir.

Llegando a la discoteca, me llama Joan, mi marido.

—¿Diga?

—¿Por qué me dices «diga» si sabes perfectamente quién soy? —me pregunta con su particular tonito.

—Es la costumbre, Joan.

Joan y yo llevamos tres años juntos. En realidad, llevaríamos cuatro de no ser porque hace tres años dejamos la relación durante seis meses. Tenemos un pequeño apartamento en la ciudad; nada de niños, ni perros, ni cariño. Sí, puede que estemos en crisis o pasando un «pequeño» bache. Solo rezo para que lo superemos. Él no era de esta manera. Antes se comportaba de forma diferente, pero hace cosa de unos meses se torció. Y, encima, la rutina ha hecho que sea imprescindible en mi vida.

—Bueno, a lo que iba —continúa, ignorándome—. Mi hermano llega mañana. Le hemos preparado la fiesta que te comenté, así que no hagas planes.

—¿Para eso me llamas? —le pregunto extrañada—. Podrías habérmelo dicho en casa.

—No, para eso y para saber a qué hora vendrás.

—No lo sé. Enma, Ross y Dexter estarán esperándome. Aún no he hablado con ellos. Ya sabes que Dexter se va dentro de dos días a Australia, por lo que quiero aprovechar el tiempo que me queda con él.

Me excuso sin saber por qué, ya que uno de mis mejores amigos se marcha por trabajo durante una larga temporada y será bastante difícil vernos.

—Ah, sí…, el amiguito… Qué poco me gusta ese maricón.

—Joan, no empieces. Y no le faltes al respeto, que es mi amigo —le recrimino enfadada.

—Como si quiere ser tu primo. No me gusta. Seguro que lo hace porque quiere conseguir que las tías se acerquen a él.

—Eso no le hace falta. No inventes cosas, Joan —le advierto.

Y es cierto. Dexter es un hombre que emana erotismo por todos los poros de su piel. En demasiadas ocasiones he visto cómo las mujeres se deshacen por sus huesos. Es moreno, de pelo negro, mide un metro ochenta, y esos ojos verdes como prados solo lo hacen más atractivo. Por no hablar de su perfecto y duro cuerpo, machacado por dos horas diarias de gimnasio.

Dejo de desvariar cuando Joan habla de nuevo:

—No me invento nada. Y tú no lo defiendas. —Noto por su voz que se enfada. Suspiro fuertemente. Hace un ruido al teléfono que me da a entender que no le ha sentado bien—. Antes de las tres quiero que estés de vuelta, o te dejaré en la calle —me avisa, prosiguiendo con la conversación cuando no le contesto.

Me río ante ese comentario. ¿Qué está diciendo? ¡Es absurdo!

—¿No serás capaz? —le pregunto con gracia, pensando que es una de sus bromas.

—¿Tengo que recordarte que el apartamento es mío? —me dice seriamente.

—No —le contesto tímida.

Me doy cuenta de que va en serio. No entiendo el motivo ni a qué ha venido eso, pero no me apetece discutir en mi noche de «chicas».

—Pues ya sabes. Venga, adiós.

—Te quiero…

Pero el «Te quiero» se va junto con el pitido del teléfono al colgar.

Raramente me dedica algún apelativo cariñoso, solo cuando le interesa algo; cosa que antes no tenía ni que pedir, ya que desde siempre había sido un chico cariñoso, detallista y atento.

Decido dejar mis pensamientos a un lado y pasármelo bien, como así me propongo en cuanto salgo de mi casa. Llego a la puerta y me encuentro a los tres mirándome a la vez. Me señalan el reloj y levanto las manos a modo de disculpa.

—Lo siento —me excuso cuando estoy frente a ellos.

—¿Por qué llegas tarde siempre? —me pregunta Enma mientras resopla.

—Es que…, por los pelos, no vengo… —Miro hacia el suelo.

—Vaya, ¿y eso? —se interesa Ross.

—¡¿Pues por qué va a ser?! ¡Por el cabrón de su marido! —contesta exasperado Dexter.

—¡Dexter! —lo regaño—. No es un cabrón. Tiene su manera de ser y no le gusta que salga.

—Ya, claro. No le gusta que salgas, no le gusta que tomes cafés con tus amigos, no le gusta que te pongas un vestido demasiado corto, no le gusta que tengas amigos; masculinos, he de apostillar. ¡No le gusta nada! ¿Cuánto tiempo llevamos así? ¡Desde que volviste con él! ¡Está absorbiéndote la vida!

—No dramatices… Tiene su manera de ser, y también hay que entenderlo. Nadie es perfecto —lo defiendo.

—Sabes que llevo razón —me agarra por los hombros y besa mi pelo—, pero te quiero igualmente.

Le sonrío con cariño.

—Yo también te quiero.

Entramos en la discoteca, y pasan dos horas en las que no paramos de bailar y… beber. Como llegue pedo a casa, Joan va a enfadarse, y con razón. Él siempre dice que la bebida es para los alcohólicos y que una señora como yo no debería ir borracha como una cuba.

—Hay un tío que no te quita ojo —me comenta Dexter.

—¿Qué dices? —Me sonrojo más de la cuenta en décimas de segundo.

—Sí, cariño, y… viene hacia aquí.

Me pongo nerviosa y tiro la copa sobre la barra sin querer. Entre los nervios y lo achispada que voy, no doy pie con bola. Río a carcajadas como una idiota y mi amigo me sigue la corriente.

El chico llega hasta nosotros y me sonríe.

—Póngale otra —le dice al camarero.

—Vaya, ¡gracias! —le contesto envalentonada.

Me giro para mirar de nuevo a Dexter, que tampoco le quita el ojo de encima. El camarero me trae la copa y la deposita sobre la barra. La cojo y miro al tipo que tengo al lado. No es que sea un adonis, pero es atractivo. Aunque, pensándolo bien, ¿a mí qué me importa? Yo solo quiero a Joan.

—Gracias. —Le sonrío tímidamente.

—De nada, guapa —me contesta un tanto borracho.

Noto cómo Dexter me agarra de la cintura de manera posesiva. El hombre que tengo frente a mí se fija en su agarre y pone las manos a modo de rendición.

—No sabía que estaba contigo —se disculpa con Dexter.

Mi amigo no le contesta; simplemente, asiente. Cuando el chico se va, me giro con rapidez para mirarlo.

—¿Y esto? —le pregunto, señalando sus manos.

—Iba como una cuba, solo te traería problemas.

—Bueno…, gracias. Tampoco pensaba hacer nada más que aceptar esa copa.

—Él no venía con las mismas intenciones.

Hago un gesto de indiferencia, salto de mi taburete y me dirijo hacia la pista, donde Enma y Ross están desmelenándose. Entre baile y baile, me olvido del mundo por completo. Nos ponemos en círculo y nos contoneamos de manera provocativa, arriba y abajo, sin miramiento. Pegamos nuestros cuerpos y llegamos hasta el suelo bajo la mirada graciosa de Dexter, que se niega a bailar con nosotras. Cuando nos incorporamos, una mano tira de mí hacia atrás, y toda la diversión que minutos antes tenía se esfuma de un plumazo.

—¿Qué coño haces bailando como una puta? —gruñe Joan en mi oído.

Lo miro sorprendida. ¿Qué hace aquí? Cuando decidimos darnos la oportunidad de continuar con la relación hace tres años, la primera condición fue que no sería tan posesivo. Hasta ahora mismo, era una cosa que no había incumplido.

—¿Qué me has llamado? —le pregunto altiva por los cubatas que llevo encima.

—Que qué haces bailando como una puta —repite, esta vez más alto.

Varias personas se giran para mirarnos. Dexter se acerca a nosotros e intenta que suelte mi codo, pero lo que recibe a cambio es una mirada asesina por parte de Joan.

—¿Quién cojones te piensas que eres? —escupe de golpe mi marido.

—Su amigo, así que suéltala ahora mismo —le contesta de manera tajante.

Joan se aparta de mí y lentamente deshace su agarre. Me toco la zona afectada, que debido a la presión me duele bastante. Sin dejar de mirarlo furibundo, pega su cara a la de Dexter, quien no menea un músculo bajo su mirada intimidatoria.

—Me importa una mierda que sea tu amiga o no. Es mi mujer, y haré con ella lo que me dé la gana. ¿Te queda claro, maricón?

Sin contestarle, Dexter le pega un empujón que lo obliga a dar dos pasos hacia atrás; por poco no cae de espaldas contra el suelo.

—Eh, eh, tranquilos —les pido a ambos mientras extiendo los brazos para separarlos.

—La próxima vez que me llames maricón, voy a partirte la cara —le advierte, echando espumarajos por la boca.

Miro a Joan para rogarle que no continúe, pero parece no verme. Eleva su mentón para darle más énfasis a lo que sus labios pronuncian a continuación:

—¡Maricón! —lo reta bien alto. Y, para más inri, le dedica una sonrisa.

Dexter se muerde el labio, presionando toda la rabia contra él. Sin esperármelo, veo cómo el vaso que mi amigo tiene en la mano se estampa contra la cabeza de Joan. Y entonces se arma un revuelo en el que todos salimos pagando.

Mis amigas tiran de mí hacia atrás mientras los dos se pegan de hostias sin detenerse, llevándose a su paso al resto de la gente. Dos hombres de seguridad aparecen de la nada y consiguen separarlos. A rastras, literalmente, los llevan hasta la salida. Una vez allí, intentan pegarse de nuevo. Por suerte, consigo ponerme en medio antes de que ocurra.

—¡Ya basta! —Miro a Joan, que tiene los ojos inyectados en sangre—. Joan, por favor, vámonos a casa. —Nada, no me mira—. ¡Joan! —vuelvo a llamarlo.

Asiente sin mucho convencimiento.

—No quiero volver a verte con él. Nunca —sentencia, y echa a andar sin esperarme.

Me quedo mirando a Dexter, quien hace amago de ir tras él. Enma lo para a tiempo.

—Dexter, yo…

Miro hacia el suelo, pero me agarra la barbilla y la eleva.

—No te merece, Katrina —me dice desesperado—. ¡Estás echando tu vida a perder!

—Yo… espero que todo te vaya genial en Australia. Ya hablaremos. —Me agarra de los hombros y me zarandea un poco, pero mi mirada vuelve a dirigirse al suelo. —Sé que Joan no tiene los modales que quizá debería, pero… lo quiero.

—¡Katrina, vamos! ¡No te lo digo más veces! —oigo que vocifera desde el coche.

Suspiro varias veces antes de girarme.

—Os llamaré —les digo a las chicas, que no han abierto la boca hasta el momento.

—Katrina…

—No, Ross, me voy. Ya os llamaré.

—No sé si es mejor que te quedes en mi casa esta noche. Está muy alterado… —comenta Enma.

La corto antes de que continúe:

—No me pondrá una mano encima. Pese a su carácter, nunca lo ha hecho.

Todos me miran sin creérselo, pero es cierto. Joan tiene un temperamento de mil demonios. Aun así, jamás me ha pegado.

Dirijo mis pasos hasta el Porsche Carrera plateado y me subo. Dexter me mira sin poder aceptar que no le haga caso, que no escuche sus palabras; por más que lo intento, el corazón me pide que haga otra cosa.

El camino hasta casa lo hacemos en silencio. Sin embargo, nada más entrar y como de costumbre, paga su cabreo conmigo de una manera que me gusta, aunque a veces me asusta. Lo veo venir a distancia.

—Ahora que estamos en casa, ¿vas a explicarme qué hacías? —Se pone detrás de mí y, de un tirón, me baja uno de los tirantes del vestido.

—Bailando.

—¿Y tienes que provocar de esa manera? —me pregunta serio.

—Yo no estaba provocando —me defiendo.

Me mantengo quieta en la entrada de casa, sin pestañear. Me baja el otro tirante del vestido de la misma forma: sensual, atrevido y de manera perturbadora.

—Joan, no tengo ganas de discutir.

Me aparto de él y me voy hacia el dormitorio. Noto cómo me sigue. Una vez dentro, cierra la puerta de la habitación de un portazo y me mira fríamente.

—No quiero que vuelvas a salir —sentencia.

—No digas tonterías —le digo mientras me quito los pendientes y los deposito sobre un pequeño tocador de madera antigua que viste la estancia.

—No son tonterías, estoy diciéndotelo en serio.

—Te he dicho que no quiero discutir.

—Me parece muy bien —me contesta con desgana—, no estoy discutiendo.

Voy hacia el armario, ignorándolo por completo, y cojo mi pijama, pero de forma inmediata desaparece de mis manos.

—¿Qué haces?

Me gira y lo miro fijamente. No me contesta, solo se limita a empotrarme en la puerta del armario y a morder mi cuello con una fuerza desesperada, con una brutalidad que me abrasa.

—Joan…, estamos hablando.

—Yo no quiero hablar —reniega junto a mi cuello.

Coloca mis manos a ambos lados de la cómoda que tengo cerca de mí y separa mis piernas con su pie. Justo después de oír la hebilla de su cinturón abrirse, sus manos elevan mi vestido hasta hacerlo un gurruño en mi cintura. Separa mi tanga y, sin decir nada más, se introduce en mí bruscamente.

—Te dije que no te pusieras vestidos tan cortos —gruñe.

Comienza su ataque, y solo puedo apoyar mis manos en la madera y observar cómo poco a poco mis nudillos van poniéndose blanquecinos. Jadeos ahogados salen de mi garganta una y otra vez. Sin quererlo, recuerdo lo mucho que me ha costado llegar a este punto con Joan. Siempre buscaba su placer y no el mío. Ese fue uno de los motivos por los que hace tres años dejamos la relación. Pero después todo cambió de manera radical: ya no era el mismo hombre que conocí con veinticuatro años.

—No quiero que nadie te mire, que nadie te toque… —susurra en mi oído de forma posesiva mientras continúa con sus embistes.

—Na…, nadie lo ha… hecho —tartamudeo.

Nuestros sexos chocan con locura, lo que provoca que me pierda en un abismo de placer, igual que él. Con dos sacudidas más, culmina y se apoya sobre mí. Oigo cómo respira entrecortadamente. Con un leve movimiento, roza su cara con mi espalda. Me gira y besa dulcemente mis labios.

—Lo siento. No quiero ser tan brusco, pero…

—Es tu forma de desahogarte, lo sé —termino la frase por él.

—Sí.

Sonrío de forma tímida y me abrazo a su cuerpo. Me corresponde durante un segundo y se separa de mí para coger mi cara con ambas manos.

—Sabes que te adoro, que no puedo vivir sin ti, pero los celos me matan —se sincera—. Quiero que esto funcione, y no deseo perderte de nuevo, Katrina. Lo único que necesitamos es poner de nuestra parte los dos.

—Siempre he estado dispuesta a hacerlo.

—Pues entonces continuemos de esa manera —me comenta con dulzura. Pero sé de sobra que sus palabras encierran otro significado, algo que no tarda mucho en llegar—: Katrina… —Mira hacia la derecha, agazapando un poco su rostro en mi cuello—, no quiero que salgas por las noches si no es conmigo. No lo soporto.

—Llevaba meses sin salir, ¡no exageres! —exclamo molesta.

Suspira fuertemente. Cuando digo «meses», no me refiero a dos ni a tres, sino a ocho.

—Piénsalo de la siguiente manera. —Me contempla con fijeza—. Imagina que yo saliera. ¿Cómo te sentirías?

—Eso ya lo haces.

—No. Yo salgo con gente de mi trabajo. Y por negocios, no por gusto.

—Tus amigos son las personas que trabajan contigo, así que no me vengas con cuentos, Joan. —Me separo un poco de él.

Sonríe de medio lado, se acerca y besa mis labios. Está intentado que lo acepte sin más. Sé que, por mucho que me resista, no servirá de nada, porque al final terminaré sucumbiendo a lo que me diga.

—Mira, cuando salgas, yo saldré contigo. De esa manera, no tendremos por qué discutir ni tendré que ir como un marido capullo a buscarte porque me consumen los celos. ¿Qué te parece?

—Tú nunca quieres salir conmigo. ¡Si no soportas a mis amigos! —reniego.

—Por ti lo haré, de verdad. —Pone ojitos.

Bajo esa mirada negra e hipnotizadora, no puedo hacer otra cosa que asentir como una tonta.

—Venga, ven —extiende su mano—, vamos a la cama. Mañana tenemos una fiesta a mediodía.

Ese detalle, que antes he pasado por alto, me viene a la mente.

—Joan —lo llamo.

—Dime.

—El hermano que viene, es tu hermanastro realmente, ¿no? Creo recordar que eso me dijiste hace tiempo.

—Sí —me contesta tajante.

—¿Por qué nunca me hablas de él? No fue ni a tu boda.

—Porque no me llevo bien con él. Y si esta fiesta se hace, es por mi padre. Mi madre no quiere tampoco. En realidad, no quiere ni verlo.

—Pero ¿por qué?

—Ya está bien de preguntas. Vamos a la cama, que estoy cansado —me corta, zanjando así la conversación, y tira de mi mano hacia la habitación.

¡Ag! Mañana conoceré al hermano desaparecido de Joan, del que nadie quiere hablar y al que nadie soporta. Algo un tanto extraño que intentaré averiguar cuando por fin lo conozca.

 

2

 

 

 

 

 

 

—¿Que te ha dicho qué?

—Pues eso, Enma, que no quiere que salga sin él. —Miro hacia el techo.

—¿En serio? —me pregunta sin poder creérselo.

—Y tan en serio.

Coloco delante de mí un vestido negro de raso con escote de pico que está colgado en una percha. No tiene ningún adorno, y a simple vista se ve un poco soso. Lo aparto y pongo otro de color crema con purpurina en la parte derecha que hace una especie de estrella hasta la cintura. Tiene una sola manga y el otro hombro va completamente al descubierto.

—¿Y vas a hacerle caso?

—Ya le he dicho que sí —le contesto como si nada. Encuadro ambos vestidos frente al espejo y la miro—. ¿Cuál me pongo?

—El crema es más bonito. Además, es mediodía. Y con este recogido que quieres hacerte —dice, señalándome la revista de moda—, estoy segura de que irás espectacular.

Me pongo el vestido y termino de arreglarme mientras Enma me hace el recogido que hemos visto. Saco un pequeño adorno de la caja plateada que Joan me trajo el otro día. Casualmente, tiene toques de color crema, por lo tanto, ya no tengo nada más que pensar.

—Entonces, ¿cada vez que salgamos lo tendremos pegado a nuestro trasero?

—Más o menos.

—¡Pues vaya! —Se la nota fastidiada.

Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Parece concentrada en su tarea, pero sé que en el fondo está pensando algo y no sabe cómo decírmelo. Por fin, me observa de reojo y habla:

—Katrina, te lo pregunté cuando volviste con él, pero… ¿estás segura de querer seguir con esta relación?

—Me casé con él en cuanto arreglamos lo nuestro. ¿Cómo me haces esa pregunta? —le digo enfadada.

—No lo sé, simplemente veo que estás dejándote guiar por él. Haces todo lo que dice.

—Eso no es cierto —niego.

Pone mala cara y fija su vista en otro punto que no sea yo. No volvemos a sacar el tema en la hora siguiente.

A la media hora, Joan entra en el apartamento, arreglado.

—¿Dónde te has cambiado? —le pregunto sorprendida.

—En el trabajo, ¿dónde si no?

Enma me mira, pero enseguida quita sus ojos de mí para mirar hacia otro lado. No le gusta Joan, y sé que intenta evitarlo a toda costa. Creo que el amor es mutuo, porque cuando mi marido se fija en ella, no puede hacer otra cosa que mirarla con sumo desprecio.

—Ah.

—¿Ese es el vestido que vas a llevar? —Arquea una ceja.

Avanza hasta el tocador y coge la otra caja, ahora de color negra; imagino que cualquier detalle para regalarles a sus hermanas.

—Sí. ¿No te gusta?

—¿Tienes más opciones? —ironiza.

—Sí, este. —Levanto el vestido negro que he dejado colgado en la puerta del dormitorio.

Asiente y me mira de arriba abajo.

—Cámbiatelo. Te espero abajo. Cinco minutos —me advierte tajante.

—Pero si este es muy bonito. Además, siempre voy de negro y…

—Cámbiatelo —repite.

Dejándome con la palabra en la boca, sale del apartamento. Tomo una gran bocanada de aire con la que consigo llenar mis pulmones. ¿Por qué demonios no le gusta mi vestido?

—Yo creo que me voy. Ya sabes que no soy plato de buen gusto para tu marido.

—Lo sé, y lo siento —me disculpo.

—No te preocupes, no es culpa tuya. —Le sonrío. Antes de salir por la puerta, se gira y me mira—. Katrina, a esto me refería.

Me señala mientras me cambio el vestido, tal y como me ha dicho. Observo mi cuerpo durante un segundo. Lleva razón. ¿Por qué demonios estoy cambiándome? Me quito el vestido negro y vuelvo a ponerme el de color crema. Enma sonríe y asiente satisfecha.

—Gracias.

—Eres mi mejor amiga, Katrina, no me las des. Sé tú y yo seré feliz. —Sale del apartamento sin decir ni una sola palabra más.

Recojo mi bolso y guardo en él mi móvil, el tabaco y las llaves. A toda prisa, bajo las escaleras hasta llegar a la calle, donde Joan me espera apoyado en el capó de su bonito coche. En cuanto aparezco, arruga el entrecejo.

—¿Qué haces con ese vestido?

—No quiero ir de negro a una comida de mediodía. Además, me pega con el adorno que me regalaste.

—Pero yo te he dicho…

—¿Quieres llegar tarde? —lo interrumpo mientras arqueo una ceja.

—No.

—Pues entonces deja de discutir y vamos —concluyo severa, y me siento en mi asiento.

Arranca el coche y salimos a gran velocidad sin añadir nada más. Si llegamos tarde, la señora Johnson se enfadará —véase la ironía—.

Veinte minutos después nos encontramos a las afueras de la ciudad, frente a la hermosa verja blanca de una casa rodeada de jardines y flores silvestres. La vivienda consta de dos plantas: en la primera se encuentra el salón, la cocina, dos baños y dos dormitorios; y en la parte de arriba, seis habitaciones, otros tantos baños y dos despachos. Es una casa muy amplia, dado el caché y la posición económica que tienen los padres de Joan.

Bajamos del vehículo y nos dirigimos hacia el interior. Está todo abarrotado de gente. Se nota que los padres de Joan, Paul y Silvana Johnson son personas muy afamadas en esta y muchas más ciudades, ya que amigos o «conocidos» no les faltan. El padre de mi marido es el dueño de una de las entidades bancarias más renombradas en todo el mundo, y Joan trabaja para él. Tiene su propia sucursal en nuestra ciudad.

Cuando nos ve, se dirige hacia nosotros.

—Buenas tardes, chicos.

—Padre —lo saluda Joan.

—Señor Johnson —le digo, dándole la mano.

Aunque parezca mentira, ya que me conocen desde hace cuatro años, los formalismos no han cambiado entre nosotros, ni siquiera el día de nuestra boda. Es más, el padre de Joan apenas me dirige la palabra, a no ser que sea estrictamente necesario. Por no hablar de los formalismos que se traen entre ellos mismos. «Padre…». Ojalá estuviera mi padre vivo para poder volver a llamarlo papá o papi, como solía hacer de manera cariñosa.

—Tu madre está en la cocina con sus amigas. Espero que paséis una buena comida.

—Claro, iré a buscarla. Por cierto, ¿ha llegado ya?

—Sí, tu hermano anda hablando con todo el mundo. La gente está ilusionada de volver a verlo. —Sonríe encantado con su comentario.

—Ya, claro —gruñe.

—No pongas esa cara, Joan —lo regaña.

Paul Johnson es el típico hombre serio, un señor de negocios en toda regla. Mide un metro ochenta, tiene los ojos negros como los de Joan y el pelo completamente blanco, pero su fuerte y duro mentón, junto con las facciones de su cara, hacen que siga siendo el hombre más respetable del planeta.

Mi marido suelta mi mano, se ajusta la chaqueta y da un paso hacia él. Le habla tan flojo que apenas puedo escucharlo:

—Padre…, es su hijo, no mi hermano —le dice maliciosamente.

—No me des la fiesta, Joan, por la cuenta que te trae —le advierte. Sin más, se da la vuelta y se marcha junto al resto de los invitados.

—Cariño, ve a la cocina a saludar a mi madre. Yo iré a hablar con los demás.

Asiento, como de costumbre. Giro sobre mis talones y me encamino hacia la cocina de mi querida suegra, sin olvidar sacar la mejor de las sonrisas. Pero cuando estoy llegando, escucho una estridente carcajada que perfora mis oídos: la típica risa falsa y, encima, gritona. ¡No la soporto! Silvana Johnson es una mujer rubia, de una estatura normal, un poco regordeta y con una cara de lagarta que no puede con ella. Se la ve mala persona a distancia. Es avariciosa, envidiosa y no soporta que nadie, nadie, nadie, quede por encima de ella nunca.

Abro las puertas batientes de madera blanca, entro y me encuentro a la señora Johnson y a cuatro de sus amigas, que solo están con ella por la fama y el dinero que posee.

—¡Oh, querida Katrina!

—Señora Johnson. —Hago una inclinación con la cabeza.

—Hola, Katrina, qué bien te veo. Parece que los años no pasan por ti —comenta una amiga de mi suegra.

—Hola, señora Foxter. Tengo veintiocho años, no es para menos.

—La verdad es que sabe conservarse bien, Silvana. Tienes suerte de tener a una nuera así de guapa. Seguro que tiene a tu hijo embelesado —le dice otra de sus amigas.

—Sí, claro —le contesta Silvana con desgana y sin mirarme—. ¿Quién quiere champán?

Cambiando de tema…

No soporta que nadie le diga que otra mujer es más guapa que ella. Es insoportable. Menos mal que la veo poco. La boda fue un sufrimiento. Al final, pusimos e hicimos todo como ella quiso. No nos dio lugar a réplica. Y, claro, como es la madre de Joan, no pude llevarle la contraria en ningún momento.

Reparte las copas de champán en la mano de cada una de sus amigas y la mía la deja en la isla que hay justo en el centro de la cocina. Me sonríe con maldad al tiempo que la apoya en el mármol. Está haciéndolo aposta. No muevo ni un músculo de mi cara mientras tiene ese feo detalle conmigo.

—Se dice gracias por lo menos, querida —me suelta, y se va hacia la cuadrilla de sus amigas.

—Gracias —le respondo con un hilo de voz.

Tras ese momento tan incómodo, las puertas de la cocina vuelven a abrirse y entran las alocadas gemelas Johnson pegando voces eufóricas. Son dos gotas de agua. Tienen la tez morena, sumamente cuidada, su cabello negro les llega hasta la cintura y sus ojos son exactamente iguales que los de Joan. Las tres usamos la misma talla, ya que nuestros cuerpos son prácticamente iguales: delgados pero moldeados. Susan es más como Silvana: envidiosa e insoportable. Erika es más «buena», por así decirlo. Ella te escucha, te aconseja y no le da envidia ni una mosca que pase por su lado.

—¡Niñas! —les chilla Silvana—. ¿Por qué narices pegáis esas voces?

—Tienes al gallinero revolucionado —malmete la señora Foxter.

—Rachel, estás que te sales hoy, ¿eh? ¿Por qué no te callas un rato? —la reprende.

La señora Foxter, como yo la llamo, cierra la boca entre risas. Cuando me mira de reojo, no puedo evitarlo y me río también. Mi suegra nos mira a las dos y bufa exasperada.

—¡Contestad! —vuelve a vociferarles a las gemelas.

Las dos se quedan en silencio, con una risa juguetona en sus caras infantiles. Tienen veinticinco años, pero son demasiado pequeñas de mentalidad, por así decirlo. Las dos se miran y sueltan una carcajada, lo que desespera más a su madre, que está a punto de echar fuego por la boca.

—¡Madre, no se enfade! Es que… Susan es muy tonta.

—¿Yo? ¡Dime que tú no has pensado lo mismo! —interviene Susan, riéndose sin parar.

—Bueno…, la verdad es que sí —le responde entre carcajadas.

—¡¡Niñas!! —chilla, esta vez más alto.

Un silencio se apodera de la cocina y, con él, se van todas las risas anteriores y las miradas cómplices, dando paso a una señora Johnson cabreada a más no poder.

—Madre, nunca nos dijo que el hijo de padre fuera tan guapo —suelta de repente Erika en un susurro apenas audible.

El rostro de Silvana se torna rojo como un tomate. Dadas las circunstancias, creo que está a punto de estallar. Mira a una y después a otra. Todo el mundo la observa a ella y nadie pierde detalle de lo mal que le han sentado las palabras de su hija pequeña.

—Nunca, y cuando digo nunca, ¡es nunca!, volváis a hacer ningún comentario respecto a ese bastardo. ¿Me habéis entendido? —escupe.

—Sí —afirman con timidez las dos al unísono.

—Silvana, no regañes a las niñas —intenta apaciguar la situación la señora Foxter—. Además, es tu hijastr…

—¡¡No!! —chilla fuera de sí, interrumpiéndola—. No quiero que nadie más hable del tema. Estamos haciendo una fiesta por su llegada porque el señor Johnson es su padre, ni más ni menos.

—Pero, madre… —comienza a replicar Erika.

—¡Ni madre ni leches! Ese desgraciado no es mi hijastro, y mucho menos mi hijo. Fin de la discusión.