cover.jpg

EL TERRENO COMÚN DE LA ESCRITURA

Pontificia Universidad Javeriana

EL TERRENO COMÚN DE LA ESCRITURA

 

Una historia de la producción filosófica en Colombia, 1892-1910

Carlos Arturo López Jiménez

img1.png

Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Carlos Arturo López Jiménez

 

Primera edición: Bogotá, D. C., abril de 2018

ISBN: 978-958-781-318-0

Hecho en Colombia

 

 

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7. n.º 37-25, oficina 1301

Edificio Lutaima

Teléfonos: 320 8320 ext. 4752

www.javeriana.edu.co/editorial

editorialpuj@javeriana.edu.co 

Bogotá, D. C. - Colombia

 

Corrección de estilo

Jineth Ardila

 

Diagramación

Diana Murcia

Diseño de cubierta

Camilo Umaña

Ilustración de cubierta

Ana Paula Santander

Versión epub

Lápiz Blanco S.A.S.

 

img2.png

 

Pontificia Universidad Javeriana | vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.

 

López Jiménez, Carlos Arturo, autor   

     El terreno común de la escritura : una historia de la producción filosófica en Colombia, 1892-1910 / Carlos Arturo López Jiménez. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 

    312 páginas ; 24 cm

    Incluye referencias bibliográficas.

    ISBN : 978-958-781-318-0

   1. Historia de la filosofía - Colombia. 2. Modernidad - Colombia. 3. Filosofía moderna - Colombia. 4. Producción filosófica – Colombia, 1892-1910. I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Arquitectura y Diseño

CDD 109 edición 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.

________________________________________________________

inp      23/03/2018

 

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

A Giovana

PRÓLOGO

Pocas veces he tenido la oportunidad de escribir el prólogo de un libro “necesario”. Hay libros que son “útiles” porque arrojan nueva luz sobre el conocimiento de un tema relativamente bien estudiado; otros libros son “indispensables” porque colocan muy alto el listón investigativo sobre un asunto específico. Pero hay libros que son “necesarios” porque despejan finalmente los obstáculos que habían impedido durante mucho tiempo el avance de la investigación sobre una temática. Su necesidad radica, precisamente, en haber mostrado la cáscara sobre la cual resbalaban, una y otra vez, y sin tan siquiera notarlo, todas esas investigaciones. El libro de Carlos Arturo López retira la cáscara invisible que había impedido avanzar en el conocimiento de un tema sobre el que no pocos habían creído tener la última palabra. Me refiero al conocimiento sobre la historia de la filosofía en Colombia.

Durante varias décadas, quizás demasiadas, la historia de la filosofía en Colombia fue contada por los filósofos profesionales. Proyectando sobre esa historia su propio entendimiento del oficio, afirmaban que la filosofía comenzó en el momento de su profesionalización. Antes de ese momento, vale decir, antes del surgimiento de la filosofía como disciplina autónoma, de la aparición de revistas especializadas, de la formación de profesores familiarizados con el universo conceptual de los autores clásicos, estudiados en sus lenguas originales, no existía propiamente la filosofía en Colombia. Lo que había era tal vez “pensadores”, ensayistas, intelectuales diletantes o “ideólogos” vinculados a los partidos políticos, pero no filósofos en el sentido propio de la palabra. Tal es el consabido relato de la “normalización” de la filosofía.

Carlos Arturo López es un historiador con formación filosófica. Hizo su pregrado en Filosofía en la Universidad Javeriana de Bogotá y después se vinculó como joven investigador al Instituto Pensar. Allí conoció los debates que desde la década de los setenta se venían dando en torno a la historia de las ideas como disciplina auxiliar de la filosofía y la pertinencia de una filosofía escrita “en español”; e incluso los legendarios debates del Grupo de Bogotá de la Universidad Santo Tomás en torno a la posibilidad de una “filosofía latinoamericana”. En el Instituto Pensar trabajó junto a protagonistas de estos debates, como Manuel Domínguez Miranda, Guillermo Hoyos y Germán Marquínez Argote. Pero Carlos Arturo no se dio por satisfecho con escuchar lo que los filósofos dicen sobre sus propias prácticas, sino que quiso conocer lo que otros académicos dicen acerca de qué diablos hacen los filósofos. Se familiarizó entonces con los trabajos del profesor Oscar Saldarriaga, quizás el único historiador profesional del país que se ha ocupado de estudiar detenidamente las prácticas filosóficas, y con él realizó su tesis de la Maestría en Historia sobre la obra de Miguel Antonio Caro. Fue, por tanto, en la escuela de investigación del Instituto Pensar, en medio de aquel intercambio electrizante de ideas, proyectos y debates, donde Carlos Arturo López reunió las herramientas con las que viajó a Alemania para escribir su tesis de doctorado en Historia, bajo la dirección del profesor Stefan Rinke.

Como ya se mencionó, la tesis central del libro es que el relato de la normalización no es otra cosa que un mito inventado por los filósofos para legitimar su lugar en la academia colombiana. Es, no solamente de hecho sino también de derecho, el mito fundacional de la disciplina. Según Carlos Arturo López, hay al menos dos presupuestos que subyacen a la narrativa de la normalización. El primero es que el inicio de la filosofía en Colombia coincidió con los procesos de secularización del país, iniciados propiamente desde la década de 1930 con la República Liberal. Antes de eso, durante el periodo de la Regeneración Conservadora, no existía el ambiente necesario para el surgimiento de la filosofía. Además de su creencia apriorística en el secularismo de la modernidad, que Carlos Arturo López rechaza, como veremos, por razones metodológicas, el relato de la normalización es ciego frente al hecho de que durante la Regeneración se crearon las condiciones necesarias, al nivel del “mundo de la vida”, para la instauración del capitalismo y la sociedad de masas en Colombia, tal como tuve oportunidad de mostrar en mi libro Tejidos oníricos. La Regeneración no es, por tanto, “lo otro” del liberalismo y la secularización, como erróneamente se piensa, y tal vez haya que dejar de periodizar la historia de Colombia con base en este tipo de categorías políticas que operan, más bien, como “obstáculos epistemológicos”.

El segundo presupuesto del relato de la normalización, señalado por Carlos Arturo López, es que antes de la década de 1940 no existía la infraestructura institucional necesaria para el nacimiento de la filosofía en Colombia. Fue apenas con la fundación del Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional, en 1945, cuando aparecieron las condiciones materiales para que la filosofía pudiera ser una actividad profesional y socialmente reconocida. Por eso los profesores universitarios son reconocidos desde entonces como los únicos practicantes legítimos de la filosofía. Personajes ajenos o marginales a la actividad universitaria, como Julio Enrique Blanco, Fernando González, Estanislao Zuleta y Nicolás Gómez Dávila, no son tenidos como filósofos sino, a lo sumo, como “aficionados” sin “rigor suficiente”. Más bien serán profesores como Luis Eduardo Nieto Arteta, Danilo Cruz Vélez, Abel Naranjo Villegas, Cayetano Betancur y Rafael Carrillo quienes conformen el selecto grupo de “fundadores” o “patriarcas” de la filosofía colombiana (nombre todavía pertinente si se tiene en cuenta el escaso número de profesoras de filosofía en la universidad). Ellos, a diferencia de los “aficionados”, se apropiaron conscientemente de las herramientas conceptuales ofrecidas por la filosofía del siglo XX (y en particular por la filosofía alemana) para instaurar la disciplina como parte integral de los currículos universitarios. El problema con este relato normalizador, nos dice Carlos Arturo, es que desconoce que la filosofía ya estaba institucionalizada en Colombia desde finales del siglo XIX. Los trabajos del historiador Oscar Saldarriaga han demostrado hasta la saciedad que ya durante la Regeneración la filosofía ocupaba un lugar importante en los programas de enseñanza media y superior. La filosofía se enseñó en el Colegio del Rosario, el Externado, la Universidad Republicana, el Colegio de San Bartolomé, el Liceo Mercantil y en otras muchas instituciones privadas y públicas. No es verdad entonces que no existieran “condiciones materiales” para la filosofía antes de los años cuarenta del siglo XX. Ya incluso en la época de la Colonia la filosofía formaba parte del currículo universitario.

Entonces, ¿cómo explicar que los filósofos profesionales hayan asumido acríticamente estos dos presupuestos a la hora de reflexionar sobre la historia de la filosofía en el país? Aquí radica, me parece, la crítica más fuerte que el libro de Carlos Arturo López hace al gremio de los filósofos en Colombia. La reticencia a reconocerse en las prácticas e instituciones de la filosofía existentes antes de la República Liberal tiene que ver con el hecho de que tales prácticas estaban “contaminadas” por la política. En varios momentos del libro se cita la opinión de Rubén Sierra, según la cual lo que caracterizó a los “normalizadores” colombianos de la filosofía en los años cuarenta fue un “cambio de actitud”, una especie de epojé filosófica que consistió en lo siguiente: la ruptura con todos los vínculos “prácticos” de la filosofía. Es decir que la filosofía, según Sierra, deja de tener una “función pragmática inmediata”. Deja de estar “casada” con actividades ligadas a la política del momento y se “divorcia” de ellas, se independiza para convertirse en un campo de acción “autónomo”. Se “racionaliza”, para decirlo en los términos de Max Weber. La filosofía se hace disciplina en el momento en que crea un universo de problemas propios, desarrolla unos métodos internos para abordar esos problemas y encuentra en la actividad profesoral su verdadero “lugar social”. Dicho en otras palabras, la filosofía se convierte en una disciplina autónoma en el momento en que se “limpia” de la política. La despolitización se convierte, de este modo, en la condición de posibilidad de la filosofía como actividad profesional. No habrá “verdadera filosofía” si esta se mezcla con el mundo “impuro” de la política. Solo en la medida en que se aleje de ella, la filosofía podrá encontrar su propio lugar en el mundo fuera del mundo. Filosofía “blanca”, desapasionada, sin cuerpo ni sangre, refugiada en problemas importados de Europa, incapaz de decir nada frente a los problemas nacionales, trabajo que el filósofo prefiere dejarle a esos saberes empíricos de menor rango denominados las “ciencias sociales”. Hasta un filósofo marxista (!) como Nieto Arteta defendía el postulado weberiano de la neutralidad valorativa y afirmaba que la filosofía social no debía producir ningún juicio de valor sobre la realidad que investiga. No es raro, entonces, que en los años ochenta, cuando los profesores del Grupo de Bogotá de la Universidad Santo Tomás reclamaban una filosofía viva y comprometida con las realidades sociales y políticas del país, profesores “normalizadores” como Rubén Sierra, Danilo Cruz Vélez y Rubén Jaramillo los miraran con desprecio, y hasta con asco, desde su ficticia torre de marfil.

Aunque Carlos Arturo López no hace tanto énfasis en el problema de la despolitización de la filosofía, cuanto en el de su deshistorización, ambos fenómenos están, sin embargo, estrechamente relacionados. Son como las dos caras de una misma moneda. Pues así como la filosofía normalizada se sustrae a los antagonismos políticos y se inmuniza frente a ellos, así también, y en virtud de la misma estrategia de autolegitimación discursiva, se presenta a sí misma como atemporal, universalizando sus propias condiciones históricas como válidas para todas las épocas de la filosofía en Colombia. Esto quiere decir que los normalizadores proyectan retrospectivamente sobre el pasado su propia comprensión de lo que significa la filosofía e invalidan cualquier otro significado que ella haya recibido en ese pasado. De este modo, al imponer su modelo como criterio ahistórico para toda forma de hacer filosofía, los normalizadores exigen que los textos escritos antes de 1930 cumplan con requisitos formales definidos por ellos, recriminándoles así su carácter “prefilosófico”. Textos como, por ejemplo, Estudios sobre el utilitarismo de Miguel Antonio Caro, Tratado del ser, de José Eusebio Caro e Idola Fori de Carlos Arturo Torres son declarados como pertenecientes al “pasado” lejano de la disciplina. No solo se les reprocha su falta de “rigurosidad conceptual”, sino también el compromiso de sus autores con las luchas políticas de su tiempo. Es claro entonces de qué modo la despolitización y la deshistorización son estrategias discursivas que trabajan juntas. En suma, y este es el diagnóstico crítico de Carlos Arturo, la historia de la filosofía que escriben los filósofos profesionales construye un pasado que sirve, a contraluz, para universalizar y legitimar sus propias formas de entender el oficio. Es una mitología de origen que no es ni filosofía (pues no es capaz de someter a crítica sus propios supuestos) ni mucho menos historia.

Tratar de corregir estos defectos es el propósito del libro de Carlos Arturo López. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Qué es lo que puede aportar un historiador profesional a la historia de la filosofía en Colombia? Precisamente aquello de lo cual carecen por entero los filósofos normalizadores: el sentido histórico. Sobre la base de un archivo documental cuidadosamente levantado (que comprende textos colombianos escritos entre 1892 y 1910) y armado con los criterios que ofrece la arqueología de Michel Foucault, nuestro joven historiador propone dos operaciones metodológicas que dejarán mal parado el relato fundacional de la normalización. La primera es describir las reglas históricamente situadas a partir de las cuales se definió, en el periodo estudiado, aquello que significa “hacer filosofía” en Colombia. Esta operación exige la renuncia a tomar la filosofía que se practicaba en Europa, o incluso el universal “modernidad”, como criterios normativos de evaluación. Las prácticas filosóficas locales tendrán que ser examinadas a partir de los criterios válidos en ese momento y lugar, desde los cuales se definía formalmente si un texto era o no “filosófico”. Estrategia nominalista que demanda el estudio y análisis de una gran cantidad de textos que circulaban en esa época (el estudio se limita a textos que circulaban sobre todo en Bogotá), cosa que Carlos Arturo López hace detalladamente en su libro. La segunda operación metodológica es, en realidad, una extensión de la primera. Una vez que el historiador describe las reglas materiales y formales que permitían in situ que un texto fuera identificado por autores y lectores como “filosófico”, se hace necesario dar un paso ulterior. De las condiciones que definen la “escritura filosófica” tendrá que pasarse, utilizando los mismos criterios, a la descripción de las condiciones que hacían posible la escritura en general. Carlos Arturo López toma entonces como objeto de estudio el acto de escribir en Colombia entre 1882 y 1910. Estrategia arqueológica que, aunque no oculta sus reservas frente a la noción de episteme desarrollada por Michel Foucault, continúa moviéndose en esa misma órbita metodológica.

No voy a comentar el modo en que Carlos Arturo López ejemplifica sus hallazgos investigativos con base en el análisis de algunas obras. Quisiera terminar, más bien, levantando un par de preguntas en torno al método empleado. Concuerdo en general con la crítica al relato fundacional de la normalización, que ha servido para legitimar unos “modos de hacer”, a mi juicio nocivos, que aún persisten en la academia filosófica colombiana. Concuerdo también con la necesidad de rescatar del olvido una serie de obras del siglo xix que merecen ser estudiadas desde una perspectiva filosófica. Pero no estoy tan seguro de que la estrategia nominalista y la estrategia arqueológica sean el camino indicado para ello. No me queda claro de qué manera el libro puede escapar a los dilemas del historicismo y el nominalismo en los que quedaron atrapados los estudios arqueológicos del propio Michel Foucault. Quisiera formularlo de la siguiente manera: recurrir a la episteme de una época histórica cualquiera para evaluar desde ahí sus propias producciones intelectuales no deja de ser una movida peligrosa, porque nos deja sin criterios normativos para ejercer una crítica de las prácticas vigentes en esa época. Este es, a mi juicio, el problema del historicismo posmoderno, el “contextualismo radical” de los estudios culturales y otras metodologías de análisis que se hicieron populares en la academia colombiana durante los últimos años. Incluso aceptando que el universal “modernidad” pueda ser un obstáculo a la hora de evaluar las prácticas discursivas locales (a las que se juzga como “deficientes” o “rezagadas” con respecto a Europa, tal como lo plantea Rubén Jaramillo Vélez en su libro La modernidad postergada), renunciar de principio a los criterios normativos desplegados por la ciencia, la filosofía y la política modernas (bajo la acusación de “colonialismo epistémico” y “eurocentrismo”) me parece un grave error, tanto desde el punto de vista investigativo como desde el político.

Dejo, sin embargo, estos temas para el debate futuro en torno a un libro que, insisto, considero “necesario”, y que muchos de nosotros estábamos esperando. Un libro que será de obligatoria lectura tanto para filósofos como para historiadores.

Santiago Castro-Gómez

Villa de Leyva, septiembre 11 de 2017

 

PRESENTACIÓN

En el tránsito del siglo XIX al XX en Colombia circularon textos de filosofía reconocidos como tales por sus autores y lectores. A pesar de esta evidencia, las investigaciones que los han usado como fuentes (historia, filosofía, sociología) no les dan mayor relevancia en la historia de la filosofía colombiana. Ello debido a que dicha producción escrita se considera como parte de un momento seudofilosófico o incluso afilosófico; en el mejor de los casos, los textos se presentan como la prehistoria del oficio.

Este trabajo ofrece una comprensión de aquellos textos de filosofía, a través de una historia de la producción escrita de filosofía en Colombia durante las dos décadas que conectan el siglo XIX y el XX. Un tipo de historia que se debe entender como la descripción de las condiciones que definen el ejercicio de la escritura filosófica en un lugar y un momento dados. Por esta vía, al ofrecer una relectura de esos textos filosóficos se espera que este trabajo abra la posibilidad de encontrarles un lugar que hasta ahora no les reconocen ni las historias nacionales ni las historias de la filosofía.

Esta historia de la producción escrita de filosofía busca, también, complejizar las relaciones entre el ejercicio de la escritura filosófica y la actividad política; una relación que la historia de Colombia suele reducir a la utilidad partidista que se le dio a la producción filosófica nacional. Más aún, al prestarle atención a un modo concreto de escritura se muestra un espacio de producción escrita en Colombia, durante el tránsito del siglo XIX al XX, que hasta ahora se ha considerado inexistente sobre el supuesto de que las publicaciones colombianas solo habrían tenido finalidades ajenas a la escritura.

Esta historia de la escritura como práctica elude tal supuesto, con el fin de describir los diversos sustratos que le dieron un volumen histórico concreto a un espacio del cual la filosofía fue un relieve entre otros: el terreno común de la producción y reproducción escrita de conocimiento. En específico, una historia de la escritura filosófica como práctica entiende la escritura de un modo muy cercano a la definición que ofrece Foucault en la Arqueología del saber, a propósito de las prácticas discursivas, presentadas como un “conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y el espacio, que han definido en una época dada, y para un área social, económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa” (Foucault 2003, 198).

No obstante las similitudes entre un proyecto arqueológico como el que Foucault presenta durante la década de los años sesenta (proyecto que tendrá importantes modificaciones a lo largo de su vida) y una historia de la escritura como práctica, esta última evita partir de la diferenciación de las prácticas por su carácter discursivo y no discursivo. Una distinción que Foucault usaba para señalar “la función que debe ejercer el discurso estudiado en un campo de prácticas no discursivas […], pues ni la relación del discurso con el deseo, ni los procesos de su apropiación, ni su papel entre las prácticas no discursivas, son extrínsecos a su unidad, a su categorización, a sus leyes de formación” (Foucault 2003, 111-112). Una investigación como la presente, en cambio, no le concede una posición privilegiada al ámbito de lo discursivo, y por ello trata a la escritura como una práctica entre otras (ir a la guerra, educar, gobernar…), un tratamiento más cercano a los usos que el mismo Foucault le dio al término práctica en las postrimerías de los años setenta y los cuatro años de los años ochenta que alcanzó a vivir.

En un texto publicado el año de su muerte en el Dictionnaire des philosophes de Huisman (París, PUF) bajo el pseudónimo Maurice Florance, Foucault dice que en sus investigaciones

estudia en primer lugar el conjunto de las maneras de hacer más o menos reguladas, más o menos reflexionadas, más o menos dotadas de finalidad, a través de las cuales se dibujan, a la par, lo que estaba constituido como real para los que buscaban pensarlo y gobernarlo y la manera en que estos se constituían como sujetos capaces de conocer, de analizar y posiblemente de modificar lo real. Estas son las “prácticas”, entendidas a la vez como modo de obrar y de pensar. (Foucault 1999a, 367)

Este trabajo trata entonces de la historia de la escritura, en tanto esta se presenta como un hacer regular regido por condiciones históricas relativas a la escritura misma. Un hacer atado a los vestigios materiales en los que se concreta esa práctica: un conjunto indefinido de textos. Por ello, hará falta volver sobre los libros y las publicaciones seriadas que en su tiempo fueron reconocidos como filosofía, a las publicaciones que se le acercaron haciendo comentarios de textos filosóficos nacionales o foráneos, a las que usaron las referencias de su tradición intelectual y a las que ofrecieron una interpretación de ella.

En Colombia, durante el tránsito del siglo XIX al XX, las publicaciones filosóficas no son fácilmente discernibles de otro tipo de publicaciones. Entonces no se contaba con publicaciones especializadas en filosofía, salvo por algunos libros y artículos vinculados a su enseñanza o que explícitamente se identificaban a sí mismos como filosóficos. Por ello, en lo que sigue, se describe el relieve particular de la filosofía en tanto modo de producir y reproducir conocimiento escrito, el cual tuvo, además de unas funciones específicas relativas a la actividad docente y la fundamentación de la verdad, la moral y la política, una función compartida con otros tipos de escritura: el engrandecimiento de la cultura nacional. Esta confluencia de la producción de textos de filosofía con formas de escritura no filosófica exigió llevar a cabo una segunda descripción, la de una superficie que no solo fue compartida por aquellos dedicados a la producción y reproducción escrita de conocimiento, sino que fue la base de discusiones públicas de tipo intelectual, partidista, religioso, etc. En breve, una superficie que, como los campos de batalla, fue la condición de posibilidad de los combates, pero también el lugar de reunión de las fuerzas en pugna.

La reducida importancia que actualmente se da al valor de aquellos textos de filosofía en tanto producción y reproducción de conocimiento explica por qué, a pesar del uso continuo de estas fuentes en investigaciones históricas recientes, hasta la fecha ha pasado inadvertido ese terreno común de la escritura. Como se mostrará a lo largo del libro, ese terreno, además de ayudar en la comprensión del ejercicio filosófico en Colombia, promete interesantes resultados a la hora de evaluar la formación y confrontación de las clásicas fuerzas antagónicas con que se narra la historia nacional (como por ejemplo, los partidos políticos, los imaginarios sobre la nación o la iglesia, las partes en las guerras civiles). Adicionalmente, esa falta de interés por las reglas de la escritura filosófica ha impedido identificar los diferentes lugares que ocupó la filosofía en la historia de Colombia; por lo general, solo se le reconoce su papel en las aulas de los centros de estudio, aunque, desde el punto de vista de la escritura filosófica, la modalidad escolar no siempre fue la más relevante, al menos en lo que respecta al tránsito del siglo XIX al XX.

Por ello, no basta con identificar los centros educativos y las publicaciones que aquellos usaban. En Colombia, durante las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, también se imprimieron textos filosóficos que no fueron manuales de enseñanza de filosofía. Esos textos, editados como libros y en publicaciones seriadas, tampoco se ajustaron al estilo académico de la filosofía profesional contemporánea propio de las revistas universitarias; ello debido a que, entre otras, la primera revista colombiana especializada en filosofía se hizo en Colombia hasta 1951. Por lo anterior, la escritura filosófica no escolar debe buscarse en géneros tan variados como el ensayo, la noticia, la reseña bibliográfica o la conferencia pública, y en relación con otras formas de escritura que entonces se identificaban con nombres como crítica literaria, historia o sociología.

Las múltiples variantes internas de estos documentos y su dispersión en impresos de todo tipo dificultan la extracción de unas características concretas de la producción filosófica en el tránsito del siglo XIX al XX, características que permitirían elaborar una taxonomía de las formas de hacer filosofía y, a la inversa, definir la naturaleza de cada texto en particular. Ante la ausencia de tales criterios, aquí se parte de un principio empírico elemental: son textos filosóficos aquellos que sus autores o sus contemporáneos reconocieron como filosofía. También aquellos que, sin hacer una referencia explícita a su propia especificidad, recurren a autores, libros y problemas reconocidos como filosóficos en su tiempo. Por último, se consideran filosóficos los textos que han sido reconocidos también por las historias nacionales en general y por las historias de la filosofía en Colombia en particular, debido a que estos textos, aunque sean pocos, poseen características propias de la escritura filosófica, vigentes tanto para el presente como para los días de su publicación.

Hay dos grupos adicionales de documentos que, si bien no fueron calificados en su tiempo como filosóficos, resultan de interés para esta investigación. De un lado, aquellos que sin ser reconocidos como filosóficos hicieron comentarios explícitos sobre filosofía; textos en los que se encuentran descripciones de lo que debería ser la filosofía y que evidencian algunas ideas más o menos compartidas entre los escritores de aquellos días. De otro lado, en la medida en que aquí se trabaja sobre la escritura, también se buscaron documentos que tuvieran por tema la escritura en general. Es decir, textos que se ocuparan de cuestiones como los géneros literarios o científicos, la utilidad de la escritura, los criterios para definir la calidad de un texto, etc. En síntesis, aquí se usaron también documentos que, debido a ese carácter autorreferencial de la escritura, resultaron bastante comunes entre los documentos consultados. Esta combinación de fuentes, además de ofrecer material para descripciones aún inexistentes de la escritura filosófica en Colombia antes de los años treinta del siglo XX, propone también una mirada general a lo que aquí se llama el terreno común de la escritura.

 

***

 

La firma con la que se indica la propiedad intelectual de un texto no hace justica con la cantidad de voces que hay tras su versión definitiva. Uno mismo, en cuanto escritor, cambia demasiado entre el comienzo de una investigación y su versión de imprenta. Hay también unos coros sin los cuales el trabajo hubiera sido imposible. Coros que se relevan a lo largo del tiempo en que se lleva a cabo el trabajo investigativo, un tiempo ininterrumpido e imbricado con el tiempo del día a día. Los miembros de mi familia y mi esposa en particular, los amigos de siempre y los nuevos amigos, incluso, las instituciones que apoyaron y financiaron estos trabajos: la Pontificia Universidad Javeriana, la Universidad Libre de Berlín, el Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) y Colciencias. A todos, gracias.

CARLOS ARTURO LÓPEZ JIMÉNEZ

INTRODUCCIÓN

Esta investigación es una reflexión histórica y crítica sobre los textos filosóficos producidos en Colombia. Histórica porque además de tener como soporte material unos documentos circunscritos espacio-temporalmente, los ordena a partir de los elementos que en su tiempo les dieron una característica concreta: aquello que hacía de esos documentos unos textos filosóficos. Por ello mismo, el presente trabajo es crítico, es decir, se pregunta por las condiciones de posibilidad de la escritura filosófica en Colombia durante las dos décadas que median entre el siglo XIX y el XX (1892-1910).

Este corte temporal no remite a una transformación inicial o final que perfilaría los límites de una época. Más bien, las fechas que enmarcan esta investigación son un efecto de perspectiva: como la limitación que se deriva de tomar una fotografía de un terreno amplio desde el terreno mismo, no desde lo alto. Se entiende, pues, que aquí no se narre un proceso, sino que se describa una “imagen fija”, que ofrece una perspectiva precisa de su entorno inmediato y genera una idea aproximada de lo que sería una panorámica. Esto implica que la investigación, en aras de alcanzar mayor precisión descriptiva, sacrifique el dinamismo y la posibilidad de cubrir una amplia extensión temporal y espacial.

Asumir esta limitación de la perspectiva resuelve un problema práctico: la masividad documental que supone una investigación sobre publicaciones periódicas. Aun así, además de un considerable número de libros, para este trabajo se revisaron más de treinta revistas producidas entre 1880 y 1919. Estos documentos y otros, sobre legislación en educación y memorias de ministros de Instrucción Pública, fueron consultados en los archivos de la biblioteca de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, la biblioteca del Instituto Iberoamericano de Berlín, la Biblioteca Nacional de Colombia y la Biblioteca Luis Ángel Arango, además de publicaciones en línea de las colecciones virtuales de estas dos últimas y la digitalización de la Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.1 La mayoría de las publicaciones consultadas son bogotanas, aunque también hay varias de Medellín y algunas provienen de diversos lugares del país, como Yarumal, Santa Marta o Manizales.2

Gracias a estos documentos se pudo precisar el año de 1892 como punto de partida del trabajo; en este año se concretó una transformación institucional importante para la filosofía: el Gobierno colombiano cristalizó reformas educativas que, primero, convirtieron a la filosofía en una carrera independiente bajo el modelo propuesto desde el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (en adelante, el Rosario); segundo, hicieron de la filosofía un puente entre la vida escolar y la educación superior, y, finalmente, marcaron la pauta para que este saber fuera la clave que el Gobierno colombiano diseñó en el establecimiento de un sistema escalonado de enseñanza.3

La fecha del otro extremo (1910) tiene límites menos precisos. De un lado, la celebración del Primer Centenario de la Independencia (en adelante, el Centenario) se convirtió en un tema recurrente de las publicaciones seriadas, que dio a los escritos filosóficos un carácter de evaluación sintética de la vida republicana llevada hasta la fecha; una especie de pausa analítica, en la que se buscaba fijar la dirección de la nación, sobre todo luego de sufrir los costos sociales y económicos que acarreó la guerra de los Mil Días.4 De otro lado, el Centenario fue un motivo central del libro de Carlos Arturo Torres titulado Idola Fori (1909),5 el cual, por diversas razones, constituye un hito en la historia de la filosofía colombiana: la importancia que se le reconoce en la actualidad, la sistematicidad que lo caracteriza, su rareza y, aunque parezca contradictorio, su representatividad como texto filosófico del periodo, lo convierten en un criterio relevante para justificar el límite de esta investigación —estos elementos se verán con mayor detalle en el capítulo tres—. Finalmente, en el año de la conmemoración del Centenario se fundó la Academia de Filosofía y Letras, un esfuerzo que en su tiempo no arrojó mayores resultados pero que, visto desde hoy, permite apreciar una voluntad por fortalecer la producción filosófica nacional:

Por julio de 1910, al tiempo que la nación se preparaba a celebrar el centésimo aniversario de su vida como pueblo independiente, un grupo de doctores en filosofía y letras del Colegio del Rosario residentes en Bogotá, concibió y llevó a efecto la fundación de un centro con el fin de cultivar los estudios propios de su facultad y el de propender al adelantamiento nacional en el campo de la educación e instrucción. La nueva entidad tomó el nombre de Academia de Filosofía y Letras. (Renjifo 1916, 257)

El carácter difuso de los límites cronológicos de esta investigación recuerda lo dicho párrafos atrás: esas fechas no marcan rupturas en la vida nacional, ni puntos de inflexión que diferencien esos casi 20 años de momentos previos y posteriores de la historia nacional. Las dos décadas de tránsito entre el siglo XIX y el XX tampoco representan una regularidad, un detenimiento, un cambio pausado o el momento culmen en un proceso de más largo aliento. Más bien, estos años se deben entender como una ventana temporal que permite dirigir la atención a unas fuentes con el fin de hacer una descripción de las condiciones históricas que dieron un relieve específico al ejercicio de la escritura filosófica y, en general, a los sustratos que componen el terreno común de la escritura.

Como ya se dijo, esta dimensión histórica va de la mano de una reflexión crítica, de una pregunta sobre las condiciones de posibilidad de la escritura filosófica que aquí tiene dos caras: una cuestiona los supuestos con que se narra la historia de la filosofía en Colombia; la otra indaga por las condiciones históricas que cumplieron algunos textos para ser reconocidos como filosóficos. Se trata, respectivamente, de un trabajo historiográfico que evidencia algunos de los elementos comunes con los que se han interpretado los textos filosóficos producidos en Colombia; y también de un trabajo histórico que propone una vía de interpretación de dichos textos, teniendo como piedra de toque la condición temporal de la práctica que los hizo posibles: la escritura.

Desde un punto de vista más general, este trabajo crítico se materializa en la puesta en diálogo de fuentes de periodos distintos. La conexión entre ambos tipos de fuentes se encuentra al menos en dos niveles. De un lado, la relación entre un discurso de primer orden y uno de segundo orden, relación un tanto evidente dado que se trata de unas fuentes primarias (los textos de filosofía escritos en Colombia entre 1892 y 1910) y las diferentes investigaciones que los tienen por objeto de su estudio o se han ocupado de ellos a propósito de otras cuestiones, como la formación del Estado, las guerras civiles, los intelectuales, la inserción de Colombia en los mercados internacionales, etc.

De otro lado, la relación entre esos documentos de diferentes periodos se funda en una decisión metodológica: aquí se comparan los usos de la noción “modernidad” y de las palabras derivadas de ella (moderno, modernización, modernismo), tanto en las fuentes primarias como en las secundarias. Las razones de esta decisión se explican con mayor detalle en el capítulo uno, pero por lo pronto bastará decir que este trabajo histórico-crítico se corresponde con lo que François Dosse llamó “el giro reflexivo de una historia en segundo grado” (Dosse 2007, 286); giro que Pierre Nora y Josefina Cuesta describen, a propósito del enorme proyecto de Les lieux de mémoire, en los siguientes términos:

Una historia que se interesa menos por los determinantes que por sus efectos; menos por las acciones memorizadas e incluso conmemoradas que por el rastro de estas acciones y por el juego de estas conmemoraciones; que se interesa menos por los acontecimientos en sí mismos que por su construcción en el tiempo, por su desaparición y por el resurgir de sus significaciones; menos por el pasado tal como ha acontecido que por su reutilización, sus malos usos, su impronta sobre los sucesivos presentes; menos que por la manera en la que ha sido formulada y transmitida. En síntesis una historia que no es ni resurrección, ni reconstitución, ni reconstrucción, ni incluso representación, sino rememoración en el sentido más fuerte de la palabra. Una historia que no se interesa por la memoria como recuerdo, sino como economía general del pasado en el presente. (Nora y Cuesta 1998, 25-26)

La decisión de contrastar el uso del término modernidad en textos de tiempos diferentes apunta a la identificación de una economía de doble vía: mostrar qué se considera valioso de un pasado y el modo como se valoran sus efectos sobre el presente. En breve, en esta investigación se inquiere por el lugar que hoy por hoy se les da a los textos reconocidos como filosóficos en Colombia durante el tránsito del siglo XIX al XX.

Además, este diálogo entre textos de historia y algunas fuentes primarias supone un análisis de las condiciones históricas de la escritura en Colombia, pero no en la dimensión espacial de la nación. De un lado, aunque las publicaciones seriadas y los libros revisados proceden de diversos lugares del país, no por ello son representativos de la totalidad del mismo. Tampoco lo son si se toma en cuenta el escaso número de lugares por los que circularon, para no hablar de la cantidad de lectores con que contaba el país en ese entonces, ya que “al comenzar el siglo XX, Colombia estaba poco alfabetizada”:

El censo nacional de 1912 señaló una tasa global de alfabetización del 17 % para los 4 130 000 colombianos de más de 8 años con que contaba entonces el país. En 1918, el gobierno realizó un nuevo censo según el cual el 32,5 % de los habitantes mayores de 10 años sabían leer y escribir […]. La mayoría de los departamentos tenían una tasa de alfabetización que variaba entre el 25 % y el 35 % […]. Las tasas de alfabetización pueden ser confrontadas con las tasas de escolaridad de la población colombiana durante el primer tercio del siglo XX, que era de cerca del 7 %, o sea, el 30 % de los niños de siete a catorce años. Sin embargo, estos porcentajes no significaban que el 70 % de los niños no tuvieran contacto con la enseñanza primaria (en 1951, el 58 % de colombianos de más de 15 años había ido a la escuela); pero la mayoría no permanecía en ella más de uno o dos años. (Helg 2001, 35-36)

Siendo rigurosos, solo por la extensión espacial del trabajo de archivo y por el impacto mismo que podían llegar a tener los textos de filosofía, aquí no se puede usar la unidad nación. Ella misma parece insuficiente para agrupar a los escritores; muchos de ellos fueron parte de los bandos enfrentados en las guerras civiles del siglo XIX colombiano, y, aunque procedían de diversas regiones del país, estos no estuvieron dispersos por cada rincón del territorio colombiano, sino concentrados en algunos centros urbanos, como Manizales y Medellín, y mayoritariamente en Bogotá. 

Con todo, la presencia del término Colombia resulta de uso obligatorio. La bibliografía secundaria está escrita en los términos de las historias nacionales. Además, con mucha regularidad las fuentes primarias hacen consideraciones sobre la nación, se reclaman como parte de la misma, hablan de un proyecto nacional, etc. Esta referencia a la nación se mantiene aun en medio de las guerras civiles, de las diferencias regionales, de las disputas religiosas, y no se disuelve cuando se hacen apuestas por Latinoamérica, una extensión territorial y cultural que en las fuentes suele aparecer como un conjunto de unidades nacionales que se deberían conocer y comunicar mejor. Más aún, como se muestra a lo largo del trabajo, la producción y reproducción escrita de conocimiento en Colombia durante el tránsito del siglo XIX al XX no solo dio por supuesta la existencia de la nación, sino que la proyectó hacia un futuro idealizado y fundado en el acervo literario del país.

Por lo anterior, en lugar de una referencia territorial, aquí se usa el término Colombia en una dimensión local. Local no como una circunscripción espacial de tipo regional, nacional o trasatlántica, sino como la posibilidad de fijar los límites de un conjunto, de localizar sus elementos. A pesar del distanciamiento frente a aquellas clásicas determinaciones espaciales, aquí se emplea un término que remite al espacio, local. Ello, debido a la metáfora territorial con la que aquí se presentan las reglas históricas de la escritura filosófica, pues se habla de un terreno común de la escritura compartido por aquellos que desde ángulos muy variados produjeron y reprodujeron conocimiento por escrito. Esto es, por aquellos que se acogieron a unas reglas de la escritura que les aseguraban no solo la publicación, la circulación y el debate, sino el tratamiento de sus trabajos por parte de los posibles lectores como algo “verdadero” y “útil”. Verdadero en función de tres exigencias epistemológicas, que se presentan más adelante (objetividad, veracidad, perennidad), y útil no solo para el desarrollo del saber mismo, sino de la cultura nacional.

En esta perspectiva, se entiende que en lugar de una historia de la filosofía en Colombia aquí se ofrezca una historia local de la escritura filosófica, una historia del circuito de elementos comunes (de objetos textuales) que pudieron darle un grado de homogeneidad a la escritura, y en concreto a la escritura filosófica, en el marco de unos textos con la pretensión de generar, o dar a conocer, un conocimiento concreto. Regularidades localizadas que, desde el punto de vista de las fuentes, además de atadas a la idea de nación, encuentran su utilidad última en dicha idea, como se muestra en esta investigación.

Por esto mismo la referencia nacional, con los matices ya expuestos, se mantiene en el uso del término filosofía en Colombia. Esto es, aquí se presenta una historia de la producción local de filosofía en Colombia, que ha de entenderse como el conjunto de referencias textuales que circularon con cierta regularidad en textos identificados como “filosóficos” y que, a la inversa, llegaron a constituir la condición misma de la escritura filosófica en las publicaciones nacionales. La posibilidad de plantear la presente investigación en estos términos depende del ya mencionado carácter autorreferencial de la escritura, es decir, de la necesidad constante que tienen los textos de referirse a otros elementos textuales, ya sean otros textos, nombres de autores, temas de interés, géneros literarios, el oficio mismo de escribir, etc.

La desvinculación del término local de sus clásicos referentes espaciales, explica por qué este trabajo no se opone a, pero tampoco se inscribe en, una perspectiva global. Local no se refiere aquí a una porción pequeña de territorio en relación a un todo más amplio y complejo; no consiste en un espacio, sino en la regularidad de las condiciones de una práctica. En breve, una historia del ejercicio de la escritura filosófica que ni es global, ni es nacional, ni es regional, sino local, se refiere a la comunidad de textos, autores, temas y conceptos que se vincularon en el ejercicio de la escritura filosófica, aun cuando, por ejemplo, algunos autores que hicieron parte del circuito de textos no vivían en el país (Rufino Cuervo), no eran colombianos (Ernst Röthlisberger), o ni siquiera tuvieron un contacto directo con Colombia (Herbert Spencer).

Algunas pautas de método

La necesidad que tuvo esta investigación de concentrarse en la condición textual de sus objetos de investigación no se debe solo a la dificultad de trazar un mapa nacional de la escritura filosófica en Colombia; una tarea improbable, no solo debido a las condiciones editoriales o educativas de las postrimerías del siglo XIX y comienzos del siglo XX, sino a que las investigaciones existentes que hacen uso de la escritura filosófica colombiana han terminado por desconocer el carácter textual de estos documentos. Dado que esta cuestión se trata con detalle en los dos primeros capítulos, bastará decir, por ahora, que el desconocimiento del carácter textual de las fuentes filosóficas colombianas es un resultado de los supuestos de interpretación que constituyen lo que en el primer capítulo se denomina el marco de referencia de la modernidad. Este marco de referencia se puede resumir en los siguientes dos vectores: de un lado, unas condiciones contextuales y, de otro, unos procesos intelectuales foráneos.

Quienes hacen énfasis en el primer vector ven estas fuentes como un mero efecto ideológico, resultado de los conflictos entre partidos políticos, entre partidarios y opositores de la Iglesia, entre las diferentes partes que se enfrentaron en las guerras civiles, entre los diversos proyectos de organización del Estado, etc. Quienes se decantan por el segundo, valoran el proceso local en relación con, por ejemplo, la historia de la filosofía de algunos países de Europa occidental y, con ello, el proceso local aparece deficitario. En general, ambos vectores se suman para gritar en coro el atraso intelectual y político nacional.

Para tomar distancia de esas dos líneas de interpretación fue necesario formular una investigación que se concentrara en las fuentes, subrayando su carácter textual. De este modo, aquí se siguen dos pautas: la primera de ellas consiste en hacer un tratamiento local de las referencias a autores, libros, escuelas de pensamiento o doctrinas foráneas. Esto es, las referencias a la nacionalidad de un escritor no colombiano, los sucesos coetáneos a la escritura de su obra o la versión estándar de su doctrina contarán a partir de su funcionamiento como objetos de escritura, es decir, como una entidad que adquiere su significado y sus valores en el circuito de textos en el que se la nombra.

Por ejemplo, el que Herbert Spencer (1820-1903) fuera un inglés impactado por la revolución darwiniana, leído asiduamente en Colombia por Rafael Núñez, constituye un conjunto de datos mezclados y con un uso específico en los textos: la nacionalidad de Spencer servía para señalar su relevancia intelectual (debido al prestigio que otorgaban tanto la referencia a Europa como los logros económicos de Inglaterra), pero también era útil para rechazar sus ideas con el argumento de la incompatibilidad de la cultura anglosajona con la “raza latina”.6 Este juego de significados y valores tuvo formas similares respecto del mismo Spencer en relación con su darwinismo o sus teorías sobre el origen del lenguaje.

Por ello, antes de enmarcar ese conjunto de datos en una clave analítica extratextual/contextual, aquí se ofrece una comprensión de dicho conjunto en función de la forma histórica en que esos datos fueron o no relevantes dentro del circuito de textos examinados. De allí que, en lugar de indagar por la adecuación de la lectura que Núñez hizo de la obra de Spencer, esta investigación se pregunte, por ejemplo, cómo circuló Herbert Spencer en los textos locales y cómo esa circulación ayudó a consolidar un estilo específico de escritura filosófica. En otras palabras, no se busca un sentido original ni de la voluntad, ni de la obra de Spencer, sino las versiones locales de estos elementos en función de la definición local de la filosofía en Colombia.