cover.jpg

Don Armando Montaña Ríos

Don Armando Montaña Ríos

Una historia oral de la acción colectiva del Guaviare, 1970-2010

 

Henry Salgado Ruíz

 

img1.png

img2.pngimg3.pngimg4.png

 

RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

© Pontificia Universidad Javeriana

© Henry Salgado Ruíz

Primera edición: abril de 2018

ISBN: 978-958-781-220-6

Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7.a n.° 37-25, oficina 1301, Bogotá

Edificio Lutaima

Teléfono: 3208320 ext. 4752

www.javeriana.edu.co

Bogotá, D. C.

CORRECCIÓN DE ESTILO:

Guillermo Andrés Castillo Quintana

DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN:

Claudia Patricia Rodríguez Ávila

FOTOGRAFÍA:

Mutación producciones

Luis Fernando Gómez Alba

DESARROLLO EPUB:

Lápiz Blanco S.A.S.

 

Pontificia Universidad Javeriana | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.

 

Salgado Ruíz, Henry, autor

Don Armando Montaña Ríos : una historia oral de la acción colectiva del Guaviare, 1970-2010 / Henry Salgado Ruíz. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 

   

ISBN : 978-958-781-220-6

        

1. Guaviare (Colombia) - Historia. 2. Historia oral – Guaviare (Colombia). 3. Guaviare (Colombia) - Colonización – Historia. 4. Campesinos – Historia - I. Pontificia Universidad Javeriana.

 

CDD 986.166 edición 23

 

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.

 

inp 23/03/2018

 

Las ideas expresadas en este libro son responsabilidad de su su autor y no necesariamente reflejan la opinión de la Pontificia Universidad Javeriana.

img5.png

A los campesinos del Guaviare, ejemplo de lucha, perseverancia y dignidad.

El desplazado*

 

* Fragmento transcrito de una canción inédita compuesta e interpretada por Abimeleth Torres Rey (2010), campesino del municipio de El Retorno (Guaviare). La canción fue grabada en El Retorno el 23 de octubre del 2010 en una entrevista concedida por el señor Abimeleth para la elaboración de este trabajo.

 

Confundido en la ciudad yo estaba
con mis hijos también mi mujer
sin trabajo y vivienda en tugurios
muy a medias podíamos comer.

Preocupado porque a mi familia
día por día la veía crecer
pero en medio de maldad y de humo
imposible verla florecer.

Decidido viajé para el campo
a la selva de lleno me entré
allí un fundo con hacha y machete,
con hambre y sudor trabajé.

Con el alma llena de esperanzas,
muy tranquilo y feliz me sentía
pero el odio, el dinero y la guerra
destruyeron por siempre mi vida.

A mis hijos mayores perdí
y mis tierras dejé abandonadas
hoy no tengo salud ni esperanzas
no hay derecho por Dios no soy nada.

Obligado regreso a la calle
de esta fiel ciudad cementada
son mi abrigo
cartones y latas
soportando gritos y patadas.

Mientras tanto las tierras que tuve
donde está mi salud sepultada
forman parte de una gran hacienda
de Familias muy acaudaladas.

Agradecimientos

 

 

 

 

 

La elaboración de un libro no es trabajo de una sola persona; es un proceso de reflexión académica en el que participan muchas personas e instituciones, que inciden en él de modo directo e indirecto. La lista de aquellos a quienes debemos darles las gracias es larga, y siempre varios resultan olvidados involuntariamente. En esta ocasión quiero agradecer, de manera explícita, a algunas personas que me motivaron a publicar la historia de don Armando Montaña Ríos: al profesor Robert Crépeau, quien dirigió mi tesis doctoral en la Universidad de Montreal y me llevó a explorar este tipo de narrativas; al profesor Darío Fajardo por su amistad y por haber accedido a escribir el prólogo de la obra; a Olga González Reyes y a Nelson Gómez Serrudo, quienes me insistieron en postularla para su publicación. Finalmente, extiendo mi agradecimiento a la Facultad de Ciencias Sociales, al departamento de Sociología y a la Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana, por apoyarme en este proyecto editorial y hacerlo realidad.

Prólogo

 

 

 

 

 

En medio de la búsqueda de la terminación de la guerra en Colombia surge el testimonio de don Armando, narrador colectivo de la saga colonizadora campesina del Guaviare, el cual se suma a los otros tantos que le están revelando al país una parte central de su historia. Los siguientes son capítulos sin los cuales no podrían entenderse cabalmente las tramas de la guerra, las fuentes de muchas de las fortunas amasadas por los poderosos del país, ni las claves de la construcción del futuro de nuestra nación. Así, tenemos en nuestras manos una memoria que enriquece el reconocimiento de los campesinos colombianos; hablamos, en particular, de sus aportes a la formación del país, de sus resistencias a la guerra que les ha sido impuesta, de sus expresiones culturales, de sus geografías y de sus anhelos de paz y bienestar. Esta es una estructurada remembranza que viene a multiplicar el tesoro de las historias de Teresa y Eusebio Prada, Gerardo González, Juan de la Cruz Varela, los cuadernos de Jaime Jara, “Baltazar Fernández”, “Mercedes”, entre tantas otras, elaboradas o relatadas por ellos mismos, recogidas por sus hijas e hijos, por estudiosos como Jacques Aprile-Gniset, escribano pionero de estas crónicas, y ahora por Henry Salgado, quien ha apoyado esta reconstrucción en el cotejo cuidadoso de las fuentes disponibles, en las voces de otros caminantes de este tortuoso sendero y en los aportes de la comunidad de investigadores del Guaviare.

Este relato nos conduce por los territorios construidos por las comunidades de campesinos —convertidos en colonos a la fuerza mientras huían de la violencia latifundista y estatal— en la búsqueda de su arraigo. Representa igualmente, y como lo encontrará el lector, una ruta que enlaza el pasado con el futuro en la perspectiva de una sociedad democrática, justa y amable.

Dos etapas se suceden en la historia de don Armando: la primera, dedicada a sus primeros pasos en el exilio, momento en el que huye de la tierra de sus padres, el sur tolimense, “entre Chaparral y Planadas”, una de las cunas de la resistencia campesina y a donde nuestro personaje debió retornar en la fase más reciente de su peregrinación. En esta parte, el relato se ocupa de su incorporación al proceso de colonización del Guaviare, hecho acaecido luego de ser expulsado de su terruño por la violencia latifundista —al igual que otros miles de campesinos—. Una parte de este trayecto fue el paso por la región de Sumapaz, suceso ligado estrechamente a la historia de los campesinos que tuvieron que convertirse en colonos. Se trató de una verdadera escuela de cultura política y de un punto de apoyo en su proyección hacia la Amazonía. De este periodo se destacan los aprendizajes de la organización y la memoria de las colonias agrícolas —antecedente histórico de las Zonas de Reserva Campesina iniciadas allí a finales de la década de 1920—. Todos estos precedentes habrían de orientar el proceso de organización de los colonos en éxodo hacia las selvas del piedemonte del Meta, Caquetá y Guaviare, en donde tendrían que confrontar los rigores de una guerra sin antecedentes desatada por la mayor potencia militar de la historia. Este último es el tema de la segunda parte de este testimonio.

Las experiencias del proceso de colonización iniciaron con los intentos de “buscar el punto”, es decir, con la exploración para encontrar donde asentarse. Allí comienza lo que el mismo testimonio explica en términos de construir la región: levantar el “cambuche” para defenderse del clima —cerca de un río, de una trocha—, lugar en donde “se iban formando las veredas con amigos y familiares que venían en la mayoría de los casos de una misma región”. Luego, identificar paulatinamente las calidades de los suelos, los cultivos apropiados y las prácticas más convenientes; pero, sobre todo, cómo encontrar el mercado para las cosechas, el gran problema de los campesinos derivado de la falta de vías y de los obstáculos interpuestos por los intermediarios. Para cada necesidad, una solución, por lo general, cada vez más ligada a la construcción y el fortalecimiento de la organización: desde la edificación de una caseta para las reuniones hasta el establecimiento de las alianzas de amistad, de familia; “nuestras urgencias y necesidades fueron las que nos unieron, las que posibilitaron nuestras primeras organizaciones. La solidaridad fue la clave. Aquí no había espacio para los egoístas”.

En medio de las tareas diarias de la subsistencia, la comunicación establecida entre vecinos y parientes con el fin de atender estas necesidades fue creando el espacio para intercambiar experiencias, organizar el trabajo colectivo y explorar el horizonte: “todo el tiempo, en cada segundo, estábamos construyendo nuestro futuro”. Esta perspectiva se iba nutriendo con lo vivido y con las condiciones en las que, una y otra vez, aparecía entremezclada la experiencia política del partido de los comunistas con la búsqueda afanosa de soluciones para la educación de los hijos, la salud, los pozos sépticos, el alumbrado y la purificación del agua.

Las salidas se iban construyendo al mismo tiempo que se buscaba la ruta hacia el gobierno municipal. ¿Cómo comenzaron?: con la “lista de mercado”. En esencia, dicha lista era la enumeración de lo que necesitaban las familias, solicitudes que luego eran presentadas ante la administración municipal. Pero, la contestación a tales peticiones siempre fue invariable: ¡la ausencia de respuestas! Y como las necesidades eran impostergables y crecientes, en la medida en que también crecían las comunidades, unas con otras y amparadas en la memoria de las experiencias, se fue abriendo paso el desarrollo político. Inicialmente, las juntas daban soluciones a lo coyuntural: la reparación de una escuela, un puente, una caseta comunal; pero, poco a poco, se abrió paso la ampliación de su perspectiva, hecho, cabe decirlo, siempre rodeado de obstáculos y amenazas.

Uno de estos inconvenientes, de profundos efectos destructores, fue la llegada del narcotráfico. Los ingresos que proporcionó nunca fueron equiparables con sus costos: estos resultaron demoledores al arrasar las economías, que tan difícilmente habían sido construidas, y debilitar los lazos comunitarios. En condiciones tan negativas, las propias comunidades pudieron sobreponerse impulsando iniciativas de organización que rescataban sus experiencias para extender los esfuerzos de la educación política y, con ella, llegar a nuevos núcleos de colonos. Así, de las primeras juntas de colonos, se fue irradiando la iniciativa de la organización hacia otros asentamientos, siempre con la idea del arraigo, de su defensa y fortalecimiento: “Es que hay que quedarse. Porque ¿para dónde más nos vamos?”. De este modo, a la inmediatez de las ganancias de la coca se fue equiparando la mirada de más largo plazo: sembrar la comida y permanecer en el terruño tan difícilmente conquistado.

Con la idea del arraigo en mente, fue creciendo el ánimo de fortalecer los vínculos políticos. Este hecho conllevó la posibilidad de escalar un nuevo peldaño: ir de las juntas de colonos al Comité de Colonos y, de este último, al Sindicato de los Pequeños Agricultores del Guaviare (SINPAG). Este proceso se enmarcó dentro de una perspectiva más amplia y compleja: cumplir las tareas que le correspondían al Estado pero que este no atendía porque allí solamente tenía “cara de fusil”. La cosecha fue consecuente: se ganó la alcaldía de Calamar —en un trabajo que impulsaba el desarrollo de todas las veredas independientemente de los colores políticos— tras integrar las experiencias y enseñanzas de miembros reconocidos de la comunidad —plasmadas en los estatutos del sindicato, recogido en este texto de plena validez para las tareas que tendrían que ser asumidas, en particular, por las comunidades rurales en la construcción de la paz— como Luis Eduardo Betancur, Roberto Castro, Germán Olarte, Luis Alberto Gutiérrez, Arcángel Cadena, entre otros.

La ruta que los colonos iban trazando se orientaba hacia la ampliación de la influencia en las veredas colindantes y a nivel regional. Para ello, contaron con el apoyo invaluable de la organización gremial nacional, la Federación Nacional de Sindicatos Agrarios —en ese entonces Fensa, hoy en día Fensuagro— y de la Unión Patriótica, organización política nacida en esos días de búsqueda del acuerdo de paz con el gobierno de Belisario Betancur. El sindicato se fue convirtiendo en la “autoridad en la región” a la que acudían los campesinos para encontrar soluciones a sus problemas, entre ellos, los de pareja, los de linderos y hasta los suscitados por los pagos de jornales entre “chagreros” y “raspachines”.

Al buscar salidas y gestionar soluciones, el sindicato aprendió a construir y administrar la región; a pasar de las “listas de mercado” a la formulación de los proyectos y los planes que respondían a las necesidades ya no solo de Calamar, sino también de Miraflores y El Retorno, referentes a la geografía de la colonización y la construcción del nuevo estado desde las veredas. Era la anticipación de los conocidos planes de “enfoque territorial”, semillas de un nuevo tipo de relaciones entre las comunidades y el Estado.

Pero, para los centros del poder, este proceso no pasó inadvertido. Su respuesta invariable fue, y ha sido, la destrucción de cualquier iniciativa nacida en el seno de las comunidades. Los ataques comenzaron como siempre, y hasta hoy, lo han hecho: primero, los rumores, las acusaciones infundadas; luego, la persecución sin límites. Nos referimos a señalamientos, judicializaciones, asesinatos y desapariciones propias del clima en el que las autoridades civiles y militares han actuado de la mano con el paramilitarismo, al mismo tiempo que los representantes de los partidos tradicionales se sumaban a la guerra para ganar los espacios de los que expulsaban con el terror a la organización popular. Como era de esperarse, el endurecimiento de la confrontación política fue reduciendo los espacios de acción de las comunidades y ampliando las manifestaciones de la guerra y sus horrores.

Llegado a este punto, el testimonio describe de manera franca y sin ambages las relaciones de la organización campesina con la guerrilla, sus proximidades, diferencias y contradicciones derivadas de su coexistencia en el territorio y de la naturaleza social y política de cada una de ellas. Pero, los verdaderos alcances del conflicto se pueden comprender particularmente en el ámbito de la confrontación política con los centros del poder. Acá, como ha ocurrido en otros espacios, se ha tratado, de una parte, de la construcción de un espacio de vida compartido, de coexistencia y complementación propuesto por las comunidades y, por otra, de la exclusión, de la negación de la oportunidad de una vida digna, del arrinconamiento físico, económico, político e ideológico del otro, de la privación de todos sus derechos, de su constitución en siervo sin derechos, de su exterminio. En este caso, la balanza se inclinó por la siguiente resolución: no podía quedar recuerdo de esos campesinos en resistencia. Quienes dirigieron y azuzaron el conflicto desde los centros del poder veían en ellos el fantasma que los espantaba: el horror de perder sus privilegios en manos de aquellos a quienes siempre habían visto como los inferiores, pero que necesitan para las tareas innobles y mal remuneradas.

El acumulado de experiencias, aprendizajes y prácticas dirigido a la construcción de una sociedad democrática y justa iba a ser puesto a prueba. Contra él se iba a desatar una nueva etapa de guerra aún más pavorosa que las anteriores, tema al que don Armando dedica la segunda parte de su testimonio. El clima en el que se desenvuelven los años siguientes, luego de agotados los acercamientos entre el Gobierno y la guerrilla a mediados de los ochenta, se caracterizó por el agravamiento de la represión militar y política. Ante los avances logrados por el movimiento de los colonos —representado en la capacidad de las juntas de colonos de atraer un número creciente de población, en los avances en la preparación de sus planes de desarrollo, en la aptitud de sus dirigentes (mujeres, hombres, jóvenes) y en la simpatía que le profesaban algunos sectores de la Iglesia católica—, la respuesta del Estado y de los sectores políticos allegados a este fue el arrasamiento de la organización campesina y de sus expresiones políticas.

Las primeras manifestaciones de esta persecución “en toda la línea” las representó la acción paramilitar de la mano de la fuerza pública (Ejército y Policía). A los asesinatos y desapariciones, acaecidos cada vez con más frecuencia, los acompañó la campaña de terror cuidadosamente diseñada, aplicada y dosificada para sembrar el inmovilismo. Al igual que en el presente, las autoridades, desde los más modestos agentes hasta los más encumbrados funcionarios, fueron las encargadas de negar la sistematicidad del exterminio aduciendo los mismos argumentos que se esgrimen para encubrir el carácter de esta guerra.

Este testimonio no está lejos de los que el país conoció tiempo atrás y que hoy comienzan a revelarse en toda su magnitud, por ejemplo, el que habla del proceso de formación, desarrollo, alcance y destrucción de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc) en las regiones de la Costa Atlántica. Sus núcleos locales, alimentados por las tempranas experiencias de las luchas por la tierra de los años veinte —que también habían surgido en el interior del territorio nacional en las resistencias contra las usurpaciones de tierras por parte de los latifundistas del Tolima, Valle, Cundinamarca y Cauca—, impulsaron las iniciativas de los comités locales, las cooperativas y las asambleas populares a las que no solamente “asistían delegados sino [en las] que participaba toda la comunidad”. Con ellas se crearon comités de tierras para una extendida recuperación de los baldíos de manos de las haciendas y se desarrolló uno de los más extensos procesos organizativos de las comunidades agrarias de nuestra historia. La respuesta de las instancias representativas del poder se expresó en masacres, éxodos y expropiaciones —cuyos efectos, cabe decirlo, han llegado hasta el presente— acompañados por las irrisorias restituciones de tierras adelantadas por el Estado en acciones que parecen más asociadas a la búsqueda de su relegitimación, que al verdadero objetivo que deberían perseguir.

Las experiencias se repiten: ante las condiciones de abandono y atraso, las comunidades asumen la búsqueda de soluciones para los problemas más acuciantes, se organizan, recuperan experiencias previas o cercanas, desarrollan capacidades de acción y ascienden en sus niveles de incidencia. Ante estas iniciativas, las respuestas del poder han sido la amenaza, la escalada del terror, la destrucción de los logros comunitarios, entre otras, acciones todas ellas amparadas tanto en los medios estatales, como en otros ajenos a su esfera de acción. Para su aliado natural, los núcleos transnacionales —piénsese, de entrada, en los Estados Unidos—, esta decisión la representa la elección del narcotráfico como herramienta para el debilitamiento y la destrucción de las naciones —como han sido los casos de México y Colombia—. Con ella en sus manos, la asistencia norteamericana asumió la liquidación sistemática no solamente de nuestra economía, sino también la de las fuerzas sociales y políticas más avanzadas de nuestra historia. Estas últimas, como se podrá intuir, están representadas en las experiencias campesinas que habían logrado impulsar formas incluyentes de construcción de la nación y las potenciales alianzas con otras fuerzas capaces de transitar hacia la recuperación de nuestros recursos naturales.

En esta escalada, el crecimiento de la organización y sus movilizaciones de protesta fueron sometidos a una nueva fase de terror. Frente a cada avance campesino, la respuesta del poder fue la acción sistemática de la represión, la cual muchas veces contó con el respaldo del compromiso creciente de la asistencia militar norteamericana. Este panorama alcanzó su máximo nivel con el Plan Colombia del gobierno de Andrés Pastrana y, diríase, su exacerbación durante los gobiernos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos —primero, como ministro de Defensa y, luego, como mandatario—, en la ofensiva que llevó a la dolorosa exclamación de don Armando: “Y nos sacaron del Guaviare”.

pues está impreso en su memoria colectiva, aquella que sigue el sendero que inici en las primeras juntas de colonos y que, poco a poco, derivó en las juntas interveredales, en la cooperativa y en