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Colección

Portada

Copyright

Prefacio

Parte I. Gestionar al borde del abismo: crónicas del mal gobierno

Reforma impositiva: ¡olé!

¿Hay que aplicar un impuesto al valor agregado?

El Partido Socialista hace la “plancha” fiscal

Impuestos afectados a fines específicos, campo minado

Exigible… pero ¿eficaz?

Propietarios: la subvención absurda

El IVA social, una mala respuesta

Los misterios de la tasa al carbono

El escándalo del rescate de los bancos irlandeses

Regular (de una buena vez) a los encuestadores

Parte II. Crisis del capitalismo patrimonial: ¿qué hacer?

¿Hacia una fiscalidad internacional?

Sucesiones, la libertad impositiva

¿Hay que eliminar el impuesto a las sucesiones?

Dividendos: se cerró el círculo

Jubilaciones: ¡bienvenido 2008!

Jubilaciones: basta de parches

¿Hay que salvar a los banqueros?

Bancos centrales, manos a la obra

Terminemos con el PBI, volvamos al ingreso nacional

¿Quiénes ganarán con la crisis?

Repensar los bancos centrales

Las cuatro claves de la revolución fiscal

El proteccionismo: un arma útil… si no hay otra mejor

¿El crecimiento podrá salvarnos?

“Libé”: ¿qué significa ser libre?

Parte III. ¿Cómo cobrarles impuestos a los ricos?

El precio de un niño

Miles de millones de dólares

Lecciones fiscales del caso Bettencourt

¿Liliane Bettencourt paga impuestos?

Elementos para un debate sereno sobre el impuesto a la fortuna

Japón: riqueza privada, deudas públicas

Impuesto a la fortuna: basta de mentiras de Estado

Cuando el Ministerio de Economía manipula a la prensa

Por un impuesto europeo a la fortuna

Parte IV. El nuevo mundo del trabajo: crítica del proyecto neoliberal

Contrato de trabajo: el ministro Borloo no da pie con bola

Cupos: una mala jugada

Reflexionar sobre un nuevo contrato laboral

La carrera por el salario mínimo

El suplicio de las treinta y cinco horas

Civilización o moral hogareña

Ingreso de solidaridad activa: una impostura

Beneficios, salarios y desigualdad

Desigualdades olvidadas

¡Basta de impuestos imbéciles!

Jubilaciones: volvamos a foja cero

Jubilaciones: ¡que llegue ya 2012!

El falso debate de las 35 horas

Una reforma fiscal para revalorizar el trabajo

Parte V. El fracaso de la experiencia socialdemócrata en Francia: ¿qué lecciones debe aprender la izquierda?

Un congreso del PS que evita las preguntas molestas

Nunca más

Royal-Delanoë, ¡urgente: un poco de contenido!

¿Con o sin programa?

Discusiones franco-alemanas

François Hollande: ¿un nuevo Roosevelt para Europa?

¡Rápido: un poco de acción!

UE: “La charlatanería continúa”

Esclavitud: una reparación transparente

François Hollande: confusión social serial

Parte VI. Por qué la educación y la innovación científica impactan en las desigualdades

Una decisión errada para la investigación

Zonas de educación prioritaria: discriminación positiva a la francesa

Sobre el buen uso de la competencia escolar

La elección presidencial en el pupitre

Attali, más charlatán que Atila

La autonomía de las universidades: una impostura

La quiebra silenciosa de la universidad

Parte VII. ¿Podemos salvar a la vieja Europa? ¿Cómo inventar regulaciones globales para un capitalismo enloquecido?

Bolkestein, no Frankenstein

Entre portugueses y polacos

Evitar la trampa blairista

Bloqueos alemanes

¿Hay que bajar el IVA?

El desastre irlandés

El juez constitucional y el impuesto

Beneficio récord de los bancos: una cuestión pública

No, los griegos no son vagos

Europa contra los mercados

Grecia: por un impuesto bancario europeo

Repensar (pronto) el proyecto europeo

La única solución: el federalismo

¿Qué federalismo? ¿Y para hacer qué?

Merkhollande y la zona euro: un egoísmo miope

Cambiar de Europa para superar la crisis

¡Ciudadanos: a las urnas!

De Egipto al Golfo, un polvorín de desigualdades

Parte VIII. La estrategia estadounidense y las contradicciones de Obama

Viva Milton Friedman

Duelo Clinton-Obama sobre la salud, esa herida norteamericana

Obama-Roosevelt: una analogía engañosa

¿Hay que tenerle miedo a la Fed?

Pobre como Jobs

FMI, ¡un esfuerzo más!

De la oligarquía en América

colección

singular

Thomas Piketty

LA CRISIS DEL CAPITAL EN EL SIGLO XXI

Crónicas de los años en que el capitalismo se volvió loco

Traducción y notas de

Heber Ostroievsky

Piketty, Thomas

© 2011, Les Liens qui Libèrent

© 2015, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Prefacio

Este libro reúne, sin correcciones ni reescritura, columnas mensuales que publiqué en el diario Libération entre septiembre de 2004 y enero de 2012.[1] Algunos textos pueden haber envejecido un poco, otros no tanto. Tomados en conjunto, pueden ser leídos como el intento de un investigador en ciencias sociales de comprender y analizar el mundo día a día y de comprometerse en el debate público, tratando de conciliar la coherencia y la responsabilidad del investigador con las del ciudadano.

El período que va de 2004 a 2012 estuvo marcado de manera decisiva por la crisis financiera mundial desencadenada entre 2007 y 2008, todavía vigente. Muchas de estas crónicas la tienen como protagonista. Intento, una y otra vez, comprender el nuevo rol que desempeñaron los bancos centrales para evitar la debacle de la economía mundial, o analizar las diferencias y las similitudes entre la crisis irlandesa y la griega. También me ocupo de temas clásicamente franceses, pero que siguen siendo claves para nuestro futuro común: la justicia fiscal, la reforma del sistema previsional o el porvenir de las universidades. Todos estos temas merecerían un lugar en el debate en torno a las elecciones presidenciales de 2012 en Francia. Sin embargo, hacia el final del período referido, un tema eclipsa todos los otros: ¿la Unión Europea estará a la altura de las esperanzas que muchos de nosotros depositamos en ella? ¿Podrá Europa transformarse en la potencia pública continental y en el espacio de soberanía democrática que nos permita retomar el control de un capitalismo mundializado y enloquecido? ¿O su papel se reducirá una vez más al de un instrumento tecnocrático de la desregulación, de la competencia generalizada y de la sumisión de los Estados a los mercados?

En primer lugar, la crisis financiera que comenzó en el verano de 2007 con el inicio del desmoronamiento de las subprimes en los Estados Unidos, y prosiguió en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers, puede considerarse como la primera crisis del capitalismo patrimonial globalizado del siglo XXI.

Resumamos. Desde principios de la década de 1980 una nueva ola de desregulación financiera y de fe desmedida en la autodisciplina de los mercados se expande en el mundo. El recuerdo de la depresión de los años treinta y de los cataclismos que le siguieron se diluyó. La “estanflación” de la década de 1970 (mezcla de estancamiento económico e inflación) demostró los límites del consenso keynesiano de las décadas de 1950 y 1960, construido en una situación de urgencia, en el contexto particular de la posguerra. Ante el fin de la reconstrucción y del crecimiento elevado que caracterizó las tres décadas doradas del capitalismo, naturalmente se ha puesto en tela de juicio el proceso de ampliación indefinida del rol del Estado y de las deducciones obligatorias que se aplicaron en las décadas de 1950 y 1960.[2] El movimiento de desregulación comenzó entre 1979 y 1980 en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde cada vez se toleraba menos que Japón, Alemania y Francia los hubiesen alcanzado (e incluso superado, en el caso del Reino Unido). Aprovechando este descontento, Reagan y Thatcher explicaron que el Estado era el problema y no la solución, y propusieron salir de ese Estado benefactor que había adormecido a los empresarios anglosajones y volver a un capitalismo puro, como el que imperaba antes de la Primera Guerra Mundial. El proceso se aceleró y se extendió por toda Europa continental a partir de 1990-1991. La caída de la Unión Soviética dejó al capitalismo sin rival y abrió una fase en la que se creía en el “fin de la historia” y en un “nuevo crecimiento” que se apoyaba en una perpetua euforia bursátil.

A comienzos de la década de 2000 las capitalizaciones bursátiles e inmobiliarias de Europa y los Estados Unidos alcanzaron, y luego superaron, los récords históricos precedentes, que databan de 1913. En 2007, en la víspera de la crisis, la totalidad de los patrimonios financieros e inmobiliarios (netos de deudas) que poseían los hogares franceses alcanzaba los 9,5 billones de euros, es decir, cerca de seis años de ingreso nacional. Y si bien la fortuna de los franceses disminuyó levemente en el bienio 2008-2009, volvió a subir a partir de 2010, y actualmente supera los 10 billones. Si ponemos estas cifras en una perspectiva histórica, comprobaremos que los patrimonios no habían crecido tanto desde hacía un siglo. El patrimonio neto privado representa en la actualidad el equivalente de cerca de seis años de ingreso nacional, contra menos de cuatro años en la década de 1980, y menos de tres en la década de 1950. Es preciso remontarse hasta la belle époque (1900-1910) para encontrar tal prosperidad de las fortunas francesas, con ratios patrimonio/ingreso que rondan el cociente 6/7.[3]

Vemos también que la actual prosperidad patrimonial no es tan sólo consecuencia de la desregulación. Es también, y sobre todo, un fenómeno de recuperación a largo plazo, luego de los violentos impactos sufridos a comienzos del siglo XX, y un fenómeno ligado al crecimiento débil de las últimas décadas, que conduce de manera mecánica a ratios patrimonio/ingreso extremadamente altas. El hecho es que, en el período histórico actual, en los países ricos los patrimonios prosperan mientras que la producción y los ingresos crecen a ritmos menguados. Durante la Edad de Oro del capitalismo se tenía la idea equivocada de que habíamos pasado a otra etapa, a una suerte de capitalismo sin capital. No se trataba, en realidad, más que de una fase transitoria: un capitalismo de reconstrucción. En el largo plazo, sólo puede existir el capitalismo patrimonial.

De cualquier modo, la desregulación iniciada en las décadas de 1980 y 1990 creó una dificultad suplementaria: hizo que en este comienzo de siglo XXI el sistema financiero y el capitalismo patrimonial se volvieran particularmente frágiles, volátiles e imprevisibles. Vastos sectores de la industria financiera se desarrollaron sin ningún control, sin una regulación prudente, sin una rendición de cuentas digna de ese nombre. Incluso las más elementales estadísticas financieras internacionales están impregnadas de incoherencias sistemáticas. Por ejemplo, a escala mundial, las posiciones financieras netas son globalmente negativas, lo que por lógica es imposible, a menos que supongamos que en parte nos controla el planeta Marte… Es más probable que, como demostró recientemente Gabriel Zucman,[4] esta incoherencia indique que una parte no desdeñable de los activos financieros, que se encuentran en paraísos fiscales y en manos de no residentes, no está registrada correctamente como tal. Esto afecta sobre todo la posición neta exterior de la zona euro, que es mucho más positiva que lo que sugieren las estadísticas oficiales. Por una simple razón: los europeos con fortuna tienen interés en ocultar una parte de sus activos, y la Unión Europea no hace por el momento lo que debería –y podría– para disuadirlos.

En términos más generales, la fragmentación política de Europa y su incapacidad para unirse fragilizan especialmente a nuestro continente frente a la inestabilidad y la opacidad del sistema financiero. Es evidente que el Estado-nación europeo del siglo XIX ya no tiene el peso necesario para imponer reglas fiscales y prudenciales apropiadas a las instituciones financieras y a los mercados globalizados.

Europa sufre además una dificultad extra. Su moneda, el euro, y su banco central, el Banco Central Europeo (BCE), fueron concebidos a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa (los billetes en euros entraron en circulación en enero de 2002, pero el Tratado de Maastricht fue ratificado por referéndum en septiembre de 1992), en un momento en el que se imaginaba que los bancos centrales tenían como única función mirar pasar el tren, es decir, garantizar que la inflación permaneciera baja y que la masa monetaria aumentase grosso modo al mismo ritmo que la actividad económica. Después de la “estanflación” de los años setenta, tanto los gobernantes como la opinión pública se dejaron convencer por el discurso que sostiene que los bancos centrales deberían, ante todo, ser independientes del poder político y tener como único objetivo reducir la inflación. Así, se llegó a crear, por primera vez en la historia, una moneda sin Estado y un banco central sin gobierno.

En el camino, se olvidó que en el momento de crisis económicas y financieras profundas los bancos centrales constituyen una herramienta indispensable para estabilizar los mercados financieros y evitar tanto las quiebras en cadena como la depresión económica generalizada. Esta rehabilitación del rol de los bancos centrales es la gran lección de la crisis financiera de estos últimos años. Si los dos bancos centrales más grandes del mundo, la Reserva Federal estadounidense (Federal Reserve; en adelante, Fed) y el BCE, no hubieran impreso cantidades considerables de billetes (muchas docenas de puntos del PBI de cada uno en 2008 y 2009) para prestarlos a una tasa baja (0%-1%) a los bancos privados, es probable que la depresión hubiera alcanzado dimensiones comparables con la de los años treinta, con tasas de desempleo mayores al 20%. Felizmente, tanto la Fed como el BCE supieron evitar lo peor y no reprodujeron los errores “liquidacionistas” de los años treinta, época en la que se dejó caer a los bancos uno tras otro. El poder infinito de creación monetaria que tienen los bancos centrales debe estar sujeto a controles estrictos. Pero, ante crisis profundas, sería suicida no utilizar una herramienta de este tipo y su rol de prestamista de último recurso.

Lamentablemente, si bien este pragmatismo monetario permitió evitar lo peor en 2008 y 2009 y apagar el incendio de manera provisoria, condujo también a no preguntarse lo suficiente por los motivos estructurales del desastre. La supervisión financiera progresó tímidamente desde 2008 y pretendió ignorar los orígenes de la crisis vinculados a la desigualdad: el estancamiento de los ingresos de las clases populares y medias y el aumento de la desigualdad, en particular en los Estados Unidos (donde el 1% de los más ricos absorbió cerca del 60% del crecimiento entre 1997 y 2007), contribuyeron de manera evidente a la explosión del endeudamiento privado.[5]

Sobre todo, este salvataje de los bancos centrales a los bancos privados que tuvo lugar en 2008 y 2009 no impidió que la crisis entrara en una nueva fase en 2010 y 2011, con el colapso de las deudas públicas de la zona euro. El punto importante a destacar aquí es que esta segunda parte de la crisis, que nos preocupa hoy, sólo concierne a la zona euro. Los Estados Unidos, el Reino Unido y Japón están más endeudados que nosotros (100, 80 y 200% del PBI en deuda pública respectivamente, contra el 80% para la zona euro), pero no sufren una crisis de la deuda. Por una razón muy simple: la Fed, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón les prestan a sus gobiernos respectivos a una tasa baja –menos del 2%–, lo que permite calmar los mercados y estabilizar las tasas de interés. Por su parte, el BCE prestó muy poco dinero a los Estados de la zona euro –de allí la crisis actual–.

Para explicar esta actitud específica del BCE, se suelen evocar los traumatismos ancestrales de Alemania, que tendría miedo de recaer en la hiperinflación de la década de 1920. Esta pista no me parece muy convincente. Todos sabemos que el mundo no está amenazado por la hiperinflación. Lo que nos amenaza hoy es más bien una recesión deflacionista, con una disminución o un estancamiento de los precios, los salarios y la producción. De hecho, la enorme creación monetaria de 2008 y 2009 no provocó una inflación significativa. Los alemanes lo saben tan bien como nosotros.

Una explicación potencialmente más satisfactoria sería que, luego de varios decenios de desprestigio del poder público, finalmente nos resulta más natural pedir ayuda a los bancos privados que a los gobiernos. Aunque en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde este desprestigio alcanzó su cenit, los bancos centrales pudieron por fin mostrarse pragmáticos y no dudaron en comprar deuda pública en forma masiva.

En realidad, el problema específico que debemos afrontar, y la explicación principal de nuestras dificultades, es, lisa y llanamente, que la zona euro y el BCE fueron mal concebidos desde el comienzo y, por lo tanto, resulta difícil refundar las reglas en plena crisis. El error fundamental ha sido imaginar que se podía tener una moneda sin Estado, un banco central sin gobierno y una política monetaria común sin política presupuestaria común. Una moneda común sin deuda común no puede funcionar. En rigor, puede funcionar en tiempos de calma pero, a largo plazo, nos lleva a una explosión.

Al crear la moneda única se prohibió la especulación sobre los 17 valores de cambio de las monedas de la zona euro: ya no se puede apostar a la caída de la dracma con relación al franco, o a la caída del franco con relación al marco. Pero no se anticipó que esta especulación sería reemplazada por una especulación sobre las 17 tasas de interés de las deudas públicas de la zona euro. Pues bien, esta segunda especulación es, a largo plazo, todavía peor que la primera. Cuando se ataca el valor de cambio, siempre es posible tomar la delantera y devaluar la moneda, lo que permite al país al menos volverse más competitivo. Con la moneda única, los países de la zona euro perdieron esta posibilidad. En principio, deberían haber ganado a cambio estabilidad financiera, pero claramente no ha sido el caso.

La especulación sobre las tasas de interés a la que nos enfrentamos hoy es además particularmente perversa, pues vuelve imposible reorganizar con serenidad el equilibrio de nuestras finanzas públicas. Las masas en juego son en efecto considerables. Pagar una tasa de interés del 5% en lugar del 2% con una deuda pública que ronda el 100% del PBI hace que la carga anual de los intereses de la deuda sea del 5% del PBI en lugar del 2%. ¡Pues bien, la diferencia, 3% del PBI (60.000 millones de euros en Francia), representa la totalidad del presupuesto para educación superior, investigación, justicia y empleo! Si no se sabe si la tasa de interés en un año o dos será del 2% o del 5%, entonces es sencillamente imposible instaurar un debate democrático sereno sobre los gastos que deben reducirse y las deducciones que deben aumentarse.

Es tanto más lamentable cuanto que resulta evidente que los Estados de bienestar europeos deben ser reformados, modernizados, racionalizados, pero no sólo para restablecer el equilibrio presupuestario y asegurar la estabilidad financiera, sino primero y ante todo para que garanticen un mejor servicio público, una mayor reacción ante las situaciones individuales, y el respeto de los derechos. La izquierda debe retomar la iniciativa en estos temas, a saber, la modernización de nuestra fiscalidad (a la vez compleja e injusta, que debe ser refundada a partir del principio “a igual ingreso, igual impuesto”, de la deducción en origen y del impuesto con base imponible más amplia y tasa baja como la contribución social generalizada –CSG–),[6] la refundación de nuestro sistema previsional (actualmente dividido en múltiples regímenes, lo que lo vuelve también incomprensible para los ciudadanos e imposible de reformar con consenso y equidad),[7] o aun la autonomía de nuestras universidades (tercer tema clave que, como la reforma fiscal y la reforma previsional, no hay que dejar en manos de la derecha).

Ahora bien, en la medida en que estemos a merced de grandes movimientos de especulación sobre las tasas de interés, ¿cómo impulsar este tipo de debates con cierta calma? Seamos claros: lo que sucede en la actualidad en España e Italia, donde las tasas de interés superan el 5-6%, puede suceder perfectamente en Francia en los próximos meses. Si tuviéramos que pagar a largo plazo una tasa de interés de este orden, o incluso sólo del 4%, mientras que el Reino Unido, con el mismo endeudamiento inicial que el nuestro, no paga más que el 2% gracias a su banco central, entonces en poco tiempo se haría muy difícil defender el euro en Francia. Si una situación de ese tipo se prolongara, aunque fuera uno o dos años, la moneda común se volvería rápidamente impopular.

¿Qué hacer? Para poner fin a la especulación sobre las 17 tasas de interés de la zona euro, la única solución durable es mutualizar nuestra deuda, crear una deuda común (los “eurobonos”). Es también la única reforma estructural que permitirá al Banco Central Europeo desempeñar plenamente su rol de prestamista de último recurso. Es cierto que el BCE podría comprar más deuda soberana en los mercados ahora mismo, y esta solución de urgencia probablemente desempeñe un rol crucial en los meses que vienen. Pero, mientras el BCE tenga que enfrentar 17 deudas soberanas diferentes, tendrá un problema imposible de resolver: ¿qué deuda comprar? ¿A qué tasa? Si la Fed debiera elegir cada mañana entre la deuda de Wyoming, la de California y la de Nueva York, tendría muchos problemas para sostener una política monetaria coherente.

Pues bien, para tener una deuda común, es necesario crear una autoridad política federal fuerte y legítima. No se pueden crear eurobonos para dejar que cada gobierno nacional decida cuánto emitir de deuda común. Y esta autoridad política federal no puede ser el Consejo de Jefes de Estado o el Consejo de Ministros de Finanzas. Debemos dar un paso enorme hacia la unión política de los Estados Unidos de Europa o, en caso contrario, tarde o temprano daremos un inmenso paso atrás, a saber, el rechazo al euro. La solución más simple sería asignar finalmente un verdadero poder presupuestario al Parlamento Europeo. Sin embargo, el problema es que este último comprende a los 27 países de la UE, es decir, mucho más que la mera zona euro. Otra solución, que planteé en mi crónica del 22 de noviembre de 2011, consistiría en crear una suerte de “Senado Presupuestario Europeo”, que reuniera a los diputados de las comisiones de finanzas y de asuntos sociales de los Parlamentos nacionales de los países que desearan mutualizar su deuda. Este Senado tendría poder real sobre las decisiones de emisión de deuda común (lo que no impediría a cada país emitir deuda nacional si lo desea, pero esta no estaría garantizada colectivamente). El punto importante es que este Senado tomaría sus decisiones con mayoría simple, como todos los Parlamentos, y sus debates serían públicos, transparentes y democráticos.

Esta es la gran diferencia con los Consejos de Jefes de Estados, que tienden al statu quo y a la inercia, porque se apoyan en la unanimidad (o cuasi unanimidad) y se limitan en esencia a conciliábulos privados. Por lo general, no se toma ninguna decisión, y cuando por milagro emerge una decisión unánime es casi imposible saber por qué se la tomó. Es en definitiva lo contrario de un debate democrático en un recinto parlamentario. Hoy en día negociar un nuevo tratado europeo que consista en permanecer en una lógica intergubernamental pura (con la única y simple modificación de pasar de una regla de decisión del 100% a una del 85% en el seno de los Consejos de Jefes de Estado) no está a la altura de las circunstancias. Y, evidentemente, no permite crear eurobonos, lo cual requiere mucha más audacia en el plano de la unión política, audacia a la que los alemanes parecen mucho más dispuestos que el presidente francés (que acaba de alabar una vez más la lógica intergubernamental pura, mientras que la Unión Demócrata Cristiana alemana propuso la elección de un presidente europeo por sufragio universal). Habría que tomarlos en serio en este tema y formular propuestas precisas. En esto consiste el gran desafío.

1 La presente edición en castellano ha sido actualizada e incorpora artículos publicados por el autor hasta el mes de junio de 2014. [N. de E.]

2 En Francia, la tasa de crecimiento real del ingreso nacional pasó del 5,2% anual promedio entre 1949 y 1979 al 1,7% promedio entre 1979 y 2009; es decir, se dividió por tres.

3 Véase T. Piketty, “On the Long-Run Evolution of Inheritance: France 1820-2050”, École d’Économie de Paris, 2010, y Quarterly Journal of Economics, 2011 (textos disponibles en <piketty.pse.ens.fr>).

4 Véase G. Zucman, “The Missing Wealth of Nations: Are Europe and the U.S. net Debtors or net Creditors?”, École d’Économie de Paris, 2011, disponible en <wwwparisschoolofeconomics.eu/zucman-gabriel>. Véase también, del mismo autor, La riqueza escondida de las naciones. Cómo funcionan los paraísos fiscales y qué hacer con ellos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.

5 Véase World Top Incomes Database, disponible en <www.parisshoolofeconomics.eu/topincomes>.

6 Véase por ejemplo C. Landais, T. Piketty y E. Saez, Pour une révolution fiscale, París, Seuil, 2011, y disponible en <www.revolution-fiscale.fr>.

7 Véase por ejemplo A. Bozio y T. Piketty, Pour un nouveau système de retraite, París, Éditions rue d’Ulm, 2008, disponible en <piketty.pse.ens.fr>.

Parte I

Gestionar al borde del abismo: crónicas del mal gobierno

Reforma impositiva: ¡olé!

12 de septiembre de 2005

El 14 de julio Jacques Chirac anunció que en 2006 dejaría en suspenso la baja del impuesto a las ganancias (IG) “para consagrar todos los medios disponibles a la lucha contra el desempleo”. El 1º de septiembre, Dominique de Villepin[8] confesó sus intenciones de… ¡retomar la tendencia a la baja a partir de 2007! ¿Se trata de un simple manejo para recargar energías en 2006 y mejorar la relación con los electores-contribuyentes en 2007? No parece tan claro si se toman en serio las declaraciones del primer ministro. Al anunciar su objetivo de suprimir las exenciones del 10 y el 20% y de revisar completamente el cálculo para volver más legible el impuesto, Villepin abrió el camino para una reforma ambiciosa del IG, muy diferente de lo hecho estos últimos años, en los cuales simplemente se bajaron las tasas, lo que constituye un típico ejemplo de no reforma.

Recordemos los fundamentos del problema. Tras noventa años de disputas presupuestarias, el IG francés logró ser menos significativo que en cualquier otro país desarrollado (apenas más del 3% del PBI, contra el 5% de hace veinte años y el 7-8% por lo menos en cualquier otro lado), pero al mismo tiempo las tasas son incomprensibles y en apariencia muy elevadas para niveles de ingreso poco considerables: por ejemplo, el 28,26% en la franja que va de los 15.004 a los 24.294 euros; el 37,38% para la comprendida entre los 24.294 y los 39.529 euros, etc., y el 48,09% para los ingresos por encima de los 48.747 euros (cálculo de 2005). Tal proeza se debe a que estas tasas se aplican, no sobre el ingreso real, sino sobre el “ingreso imponible por partes”: se empieza por aplicar, de la mayoría de los ingresos, exenciones del 10 y del 20%, lo que da el ingreso imponible, y luego se lo divide por el número de partes: 2,5 partes para una pareja con un hijo, 4 partes para una pareja con tres hijos, etc. Además, las tasas no se aplican a la totalidad del ingreso, sino sólo a la fracción comprendida en cada franja: es el oscuro sistema, fuente de incomprensiones, del cálculo llamado “en tasa marginal”. Cuántas veces hemos escuchado que los contribuyentes se preocupan (equivocadamente) porque van a “saltar una franja” dentro de poco tiempo y van a ser afectados por una pérdida neta del ingreso disponible… Si agregamos a esto la inverosímil acumulación de mecanismos de reducción de impuestos y de nichos fiscales, llegamos a un sistema ilegible, por el cual los ciudadanos son incapaces de hacerse una idea simple de quién paga qué. Resultado: todo el mundo se considera víctima de un sistema opaco y sospecha que el vecino saca un mejor partido de los dispositivos en vigor. El IG atrajo fantasmas que contaminan el debate fiscal francés.

No hay duda de que, para salir de este marasmo, es necesario suprimir las exenciones del 10 y del 20% e integrarlas en el cálculo simplificándolo, como propone Villepin. Pero para reconciliar a los franceses con un impuesto al salario no alcanza con “reducir el número de escalafones de siete a cuatro”. Para que por fin el IG se vuelva comprensible, resulta necesario salir del sistema en tasa marginal y expresar el cálculo en términos de un índice efectivo directamente aplicable al ingreso real. Tomemos el ejemplo de una pareja con un hijo que gana 60.000 euros por año. Su tasa efectiva es hoy del 8%, es decir, poco menos de 5000 euros de impuesto. Esta tasa es la que debe figurar en el cálculo para este nivel de ingreso, y ninguna otra. Con 130.000 euros de ingreso anual, la tasa efectiva es actualmente del 15%, luego sube al 30% para 300.000 euros, al 40% para 1.000.000 de euros, y a cerca del 50% para 5.000.000 de euros. Entre estos puntos, basta con trazar líneas rectas: por ejemplo, alcanza con decir que la tasa efectiva pasa progresivamente del 8 al 15% entre 60.000 euros y 130.000 euros, es decir, el 1% más cada 10.000 euros. Si se expresa el cálculo de este modo, cada uno podrá hacerse una idea de quién paga qué y estará en condiciones de constatar que es preciso alcanzar ingresos de varios centenares de miles de euros para hacer frente a tasas efectivas que rondan el 25 o el 30%, contrariamente a lo que el cálculo actual hace pensar.

Una reforma de esta naturaleza permitiría retomar el debate democrático: algunos juzgarán que la tasa efectiva del 50% aplicada a los ingresos de 5.000.000 de euros debe ser rebajada al 40%; otros, que la tasa del 8% aplicada a los ingresos de 60.000 euros debe ser reducida al 7%, y todos estos debates podrán llevarse a cabo con transparencia. Un sistema de cálculo de este tipo, expresado directamente en términos de tasa efectiva, ya se aplicó en varios países y, sobre todo, en Francia de 1936 a 1942. Introducido por el Frente Popular con especial énfasis en la transparencia democrática, fue suprimido durante el gobierno de Vichy, con el argumento de que era “demasiado transparente”, y se pasó a los cálculos en franjas de índices marginales, a tal punto que casi hemos olvidado que existía otra manera de proceder, netamente más satisfactoria desde un punto de vista cívico. Para este primer ministro pleno de lirismo, que expresó el deseo de un IG por fin comprensible para los ciudadanos, ¡he aquí un precedente histórico capaz de ponerle un poco de sal a un ejercicio de reforma fiscal más bien gris!

8 Dominique de Villepin fue primer ministro de Francia entre el 31 de mayo de 2005 y el 15 de mayo de 2007, durante la presidencia de Jacques Chirac. [N. de T.]

¿Hay que aplicar un impuesto al valor agregado?

30 de enero de 2006

Al anunciar su voluntad de reformar las contribuciones patronales a partir de 2006, Jacques Chirac logró sorprender a todos y preocupar a algunos, sobre todo en el seno de su propia mayoría y de la organización patronal (el Movimiento de Empresas de Francia MEDEF).

En el fondo, los argumentos esgrimidos para justificar el recurso al valor agregado de la base tributaria para financiar las cargas de salud y las asignaciones familiares son clásicos e irrefutables. Tales cargas financian prestaciones (reembolsos de prestaciones de salud, subsidios familiares) que desde hace mucho tiempo se han vuelto universales: conciernen al conjunto de los ciudadanos y residentes franceses y no tienen nada que ver con el “salario extra” acordado a los empleados que eran jefes de familias numerosas en 1945. No tiene sentido seguir financiando sólo con los salarios tales prestaciones, que deberían depender de la solidaridad nacional, sobre todo en un momento en el que el trabajo se encuentra sobregravado y en el que se busca favorecer la creación de empleos. Como señalaron Chirac y el ministro de Seguridad Social Philippe Bas, esta reformulación de los aportes patronales mediante una “contribución sobre el valor agregado” (CVA) es la prolongación directa de la contribución social generalizada (CSG) que creó Michel Rocard en 1991.[9] Rocard había extendido entonces la base tributaria de las deducciones salariales de salud y familiares hacia el conjunto de los ingresos. Esta filiación rocardiana, de pronto reivindicada, puede sorprender: pero demuestra que ciertos procesos prolongados pueden imponerse a la manía de anulación y ruptura cíclica, lo cual resulta más bien tranquilizador.

Lamentablemente, en cuanto nos enfrentamos a las cuestiones prácticas que surgen con la CVA, el asunto se vuelve más complicado. Anunciada por Lionel Jospin en 1997, esta reforma fue enterrada con rapidez luego de que el Informe Malinvaud[10] denunciara los riesgos de un aumento de la presión fiscal sobre las empresas. De hecho, el valor agregado de una empresa se define como la diferencia entre el valor de sus ventas y el valor de los insumos intermedios comprados a otras empresas. Por definición, es igual a la suma de la masa salarial y del “excedente bruto de explotación”, que es el beneficio bruto restante de la empresa luego de pagar los salarios. El pasaje de un aporte patronal basado sólo en los salarios a un aporte basado en el valor agregado conduce necesariamente a un aumento de las deducciones impuestas a los beneficios de las empresas, y debe ser asumido como tal: se trata precisamente, tal como ocurría con la CSG, de extender la base tributaria de las cargas sociales con el fin de detener (parcialmente) la gradual destrucción de los impuestos directos que pesan sobre los ingresos del capital. Pero tampoco hay que exagerar los riesgos económicos ligados a tales transferencias. En promedio, la masa salarial (incluidas las contribuciones) representa dos tercios del valor agregado de las empresas. Si se reemplaza 1 punto de la contribución basada en los salarios por 0,6 o 0,7 punto del valor agregado (nadie espera que esta reforma, si se produce en 2006, vaya más allá de 1 punto), las empresas ganadoras serán las que tengan una mano de obra más intensiva que la media, y las perdedoras, las de los sectores más capitalistas, como el de la energía. En la práctica, esta grilla abarca de manera imperfecta el carácter más o menos innovador de las empresas: por ejemplo, existen numerosas sociedades de servicios que son igualmente intensivas en salarios (altos). En cualquier caso, más allá de este efecto en los salarios, todas las empresas verán bajar el costo relativo del trabajo y es poco verosímil que el efecto en el empleo sea globalmente negativo.

Otra fuente de confusión tiene que ver con el hecho de que las deducciones agregadas son percibidas de manera muy diferente según se deduzcan directamente de la suma de los salarios y de los beneficios (el MEDEF se queja entonces por las empresas) o bien indirectamente de la diferencia entre el valor de las ventas y el de los insumos intermedios, como lo hace la CVA (la Confederación General del Trabajo se preocupa entonces por los consumidores). Sin embargo, la incidencia final de la CVA y del IVA es claramente la misma: en los dos casos, la deducción repercutirá parcialmente sobre los precios (lo cual permite, como es deseable, que contribuyan los jubilados); y parcialmente también en el capital y en el trabajo en tanto factores de producción. La única diferencia clara es que el IVA permite gravar a las empresas extranjeras que venden en Francia, mientras que la CVA grava a las empresas francesas que venden en el extranjero. La otra ventaja de la opción IVA social es que la base tributaria ya existe. Si se abandona esta alternativa, la única solución viable consiste entonces, sin duda, en introducir una CVA basada, grosso modo, en la suma de los salarios y de los beneficios netos sometidos al impuesto sobre las sociedades. El principal riesgo que amenaza una reforma de estas características es la necesidad de inventar una base fiscal completamente nueva y difícil de controlar, lo que conduciría a grandes creaciones de empleo en las consultoras fiscales encargadas de evadirla así como a resultados lamentables.

9 Miembro del Partido Socialista, Michel Rocard se desempeñó como primer ministro entre 1988 y 1991, durante la presidencia de Fançois Mitterrand. [N. de E.]

10 A pedido de Lionel Jospin, el economista francés Edmond Malinvaud evaluó una reforma de las cargas sociales. En el informe resultante, desestimó un cambio en la base tributaria. [N. de E.]

El Partido Socialista hace la “plancha” fiscal

29 de mayo de 2006

El Partido Socialista comienza a dar precisiones sobre su programa 2007-2012. El proyecto debe estar terminado este 6 de junio, y deberá ser aprobado por los militantes el 22. Una vez que ello ocurra, en principio, el programa comprometerá al candidato socialista para las elecciones presidenciales, sea quien fuera. Estos documentos programáticos suelen estar atravesados por una dimensión fuertemente retórica. Por lo general el objetivo es elaborar propuestas en apariencia consistentes y múltiples, evitando al mismo tiempo formularlas con demasiada precisión, para preservar así el máximo margen de maniobra una vez en el poder. En lo que respecta a los temas difíciles, la guerra entre jefes socialistas impide asumir posturas claras: es probable que el programa se contente con indicar que la ley impulsada por François Fillon[11] sobre las jubilaciones debe ser “revisada”, sin más precisiones. Respecto de los temas supuestamente consensuales, es el momento de afirmar grandes principios: la escuela debe ser laica y favorecer el empleo, etc. El compromiso de reducir a 18 la cantidad de alumnos por aula en las zonas de educación prioritaria (ZEP),[12] que hasta hace poco parecía una cuestión acordada, se transformó ahora en una propuesta que apunta a “concentrar los recursos en los territorios que acumulan todas las dificultades”: menos precisión y, por lo tanto, menos compromisos. Sobre la reforma de los aportes patronales, la fórmula que se utiliza ahora (“favorecer a las empresas que contratan personal cambiando el modo de cálculo de los aportes patronales”) brilla igualmente por su imprecisión. Uno puede temer que la notable unanimidad que se exhibió respecto de este tema durante el congreso partidario no llegue a ninguna reforma de envergadura, como en 1987. A menos que el gobierno de Villepin[13] elija volver a poner sobre la mesa las propuestas de Jacques Chirac, quien, en su mensaje al país a fines de 2006, se pronunció con claridad a favor de una contribución sobre el conjunto del valor agregado de las empresas (y ya no únicamente sobre los salarios). Otra vez a la orden del día, esta medida, apoyada por los sindicatos pero conflictiva en el seno de la derecha tanto como en el de la izquierda, podría transformarse tranquilamente en uno de los elementos centrales del debate económico y social de 2007.

La propuesta más audaz formulada en la actualidad por el PS es la fusión entre el impuesto al salario (IS) y la contribución social generalizada (CSG). No nos engañemos: como todas las grandes reformas fiscales, una reforma de este tipo es cualquier cosa menos técnica. Aunque deseable en el fondo, esta medida implica cuestiones sociopolíticas fundamentales y no tiene oportunidades de ser adoptada a menos que se tome conciencia de su importancia y que un vasto debate democrático preceda su aplicación. Para comenzar, advertimos una cuestión ligada a la naturaleza familiar o individual del impuesto. La CSG es un impuesto estrictamente individual: sólo depende del ingreso de la persona afectada y no de los ingresos de otros miembros del hogar o del número de hijos. Esta falta de consideración de la situación familiar fue lo que condujo al Consejo Constitucional a anular las exenciones de la CSG para los salarios bajos, lo que llevó al gobierno de Jospin a crear la prima por el empleo (PPE).[14] Por su parte, el impuesto a la riqueza (IR) se calcula para los hogares con ayuda de toda una batería de dispositivos legislativos que permiten distinguir entre las parejas casadas y las unidas civilmente mediante el Pacto Civil de Solidaridad,[15] las falsas familias monoparentales y los verdaderos concubinatos, cuándo una persona tiene hijos a cargo y cuándo no, etc. Para fusionar estos dos impuestos, habría que elegir. Y si la vía más satisfactoria es la de una individualización del Impuesto a la Riqueza (acompañado por una reforma de las asignaciones familiares), está claro que no se podrá hacer en un día, como lo demuestra el precedente de las reformas fiscales del período 1948-1959.

Finalmente, hicieron falta más de veinte años para fusionar la “tasa proporcional” (casi individualizada) y la “recarga progresiva” (familiarizada) en un impuesto sobre el salario único.

Pero la ahora posible fusión IS-CSG conlleva un problema aún más fundamental. La CSG es un impuesto asignado a fines específicos, en el sentido en que sus ingresos financian esencialmente un gasto público bien determinado: el seguro de salud. Los sindicatos lo defienden con ahínco, pues garantiza el buen nivel de financiamiento del sistema de salud de los franceses. De hecho, el estar afectada a un fin específico hace imposible bajar la CSG: todo político que proponga una disminución debería explicar de inmediato cómo piensa hacer para reducir en la misma proporción los gastos de salud, ejercicio peligroso si los hay.

El problema es que el precio a pagar por esta “santificación” de los gastos de salud es exorbitante: el IS está destinado a financiar un vasto conjunto indistinto de gastos diversos, y a lo largo del tiempo se volvió un “impuesto a bajar”, mientras que sólo aporta poco más del 3% del PBI, es decir, entre dos y tres veces menos que en todos los otros países desarrollados.

Una fusión progresiva del IS y el CSG, que aplique la retención en origen, es sin duda la única manera de salir de la impasse en que se encuentra actualmente el debate fiscal francés.

11 Se trata de la ley de reforma de las jubilaciones de 2003. Entre sus principales medidas deben mencionarse el aumento de la cantidad de años de aportes necesarios para obtener jubilaciones plenas (de cuarenta a cuarenta y dos años), los estímulos para que los altos ejecutivos pudieran seguir trabajando y el impulso a un sistema de jubilación complementario por capitalización individual. [N. de T.]

12 Las zonas de educación prioritaria (ZEP) fueron creadas en 1981 por el gobierno socialista con el objetivo de luchas contra el fracaso escolar. Son zonas en que están situados escuelas y colegios que, una vez caracterizados como parte de áreas vulnerables, reciben recursos suplementarios y obtienen mayor autonomía para enfrentar dificultades escolares y sociales. La instauración de las ZEP significó una ruptura del modelo escolar igualitarista de Francia, y su impulso fue motorizado en torno a la consigna “dar más a quienes más lo necesitan”. [N. de T.]

13 Véase nota de p. 23.

14 En francés, prime pour l’emploi [PPE], beneficio que se otorga a los hogares en los que al menos un integrante ejerce una actividad profesional y cuyos ingresos no superan cierto límite. [N. de T.]

15 El Pacto Civil de Solidaridad o Pacs es una de las formas de unión civil que admite el derecho francés. Tiene por objeto organizar y reglamentar la vida en común pero, a diferencia del casamiento civil, puede realizarse independientemente del sexo de los contrayentes. Los derechos, deberes y obligaciones que dicha unión civil implica no son exactamente iguales a los del casamiento. [N. de T.]

Impuestos afectados a fines específicos, campo minado

26 de junio de 2006

La cuestión es tan vieja como las finanzas públicas: ¿los impuestos deben estar destinados al financiamiento de gastos públicos específicos o tienen que alimentar el presupuesto general? En teoría, la doctrina tradicional es clara: las deducciones afectadas a gastos específicos son una puerta abierta a la demagogia y al populismo y deben ser excluidas. En la práctica, la realidad es más compleja.

Los impuestos que alimentan el presupuesto del Estado –impuesto al salario (IS), IVA, impuesto a las empresas (IE), etc., es decir, el 16% del PBI de Francia– respetan, es verdad, el principio de no afectación: los diputados no pueden decidir que el IS vaya a las escuelas, el IVA a las Fuerzas Armadas, etc., y sin duda es mejor así. Del mismo modo, los impuestos destinados a las administraciones locales (cerca del 5% del PBI) no están, por lo general, afectados a gastos particulares. Las deducciones, sobre todo las cargas sociales y la contribución social generalizada (CSG), que financian la seguridad social, en cambio, se ubican claramente en la lógica de las deducciones afectadas a fines específicos: ciertos aportes alimentan cajas dedicadas a la jubilación, a los subsidios de desempleo, al seguro de salud, a las prestaciones familiares, etc. Las deducciones afectadas de este modo a la seguridad social representan el 21% del PBI, es decir, el equivalente a todos los presupuestos del Estado y de las administraciones locales reunidos.

Este tipo de afectación está concebido para los aportes previsionales y de desempleo, que siguen una lógica contributiva: el derecho a la jubilación y a los subsidios para los desempleados se nutren de las contribuciones acumuladas por los asalariados, y estas cuentas deben permanecer separadas de otras deducciones. Pero la lógica es menos evidente en lo que concierne a los aportes de salud y las asignaciones familiares, que financian prestaciones universales desde hace mucho tiempo, como el reintegro de consultas y medicamentos, los subsidios familiares, los subsidios a los hogares monoparentales, etc. Estos gastos conciernen al conjunto de los ciudadanos y residentes franceses, independientemente de los aportes pagados, y se basan en una lógica de solidaridad nacional y de derechos fundamentales, al igual que numerosos gastos del presupuesto general del Estado, por ejemplo en el campo de la educación.