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Introducción. Por una repolitización de la secta literaria

Hipótesis 1: Las plataformas de extracción de datos privatizaron internet en un sentido conservador, dado que los textos empiezan a funcionar como entidades carismáticas y monetizables

Hipótesis 2: Con unas industrias culturales fagocitadas por las plataformas de extracción de datos, tanto el valor literario como los derechos individuales han empezado a girar en el vacío

Hipótesis 3: Todo escritor es su propia y precaria obra de arte bioprofesionalizada

Hipótesis 4: Además de ser su propia obra de arte, todo escritor es un nanoactivista

Hipótesis 5: El escritor nanoactivista bioprofesionalizado produce un commodity llamado sinceridad

Hipótesis 6: Las marcas de consumo masivo son plataformas de propaganda para el cambio social

Hipótesis 7: En lugar de “posicionarse” en un campo literario, todo escritor deambula en una ciudadela literaria intermitente y fantasmática

Hipótesis 8: Las pequeñas editoriales alternativas son el corazón de la cultura literaria contemporánea

Hipótesis 9: Las editoriales alternativas son galerías de arte condenadas a vender autores

Hipótesis 10: Más allá de su supuesta contribución a la bibliodiversidad, las dos variables fundamentales para pensar las editoriales alternativas de literatura son el tipo de comportamiento financiero y su relación con el comercio y la presentación digital

Hipótesis 11: Es urgente pensar políticas culturales que vayan más allá del distribucionismo débil y del progresismo neoliberal

Bonus track. Industrias, plagios y festivales: Arlt, Borges y Aira, entre la economía y la tradición

Roberto Arlt, un facebookero peronista

Como los agrotóxicos, Borges puede alimentar al mundo

César Aira debería recibir el último Premio Nobel

Hernán Vanoli

EL AMOR POR LA LITERATURA EN TIEMPOS DE ALGORITMOS

11 hipótesis para discutir con escritores, editores, lectores, gestores y demás militantes

Vanoli, Hernán

© 2019, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Introducción

Por una repolitización de la secta literaria

Crecí en un hogar sin biblioteca. Más allá de códigos de derecho, volúmenes de jurisprudencia o de alguna novela de misterio, no había libros en mi casa. Mis padres leían diarios y revistas y se comportaban como personas informadas, pero era raro que leyesen literatura. Tampoco mostraban demasiado respeto por los escritores. Para mi madre Borges era aburrido; para mi padre era un tipo muy soberbio a quien en cierta ocasión, en el momento de comprarse su primer traje, había visto en calzoncillos en el probador contiguo al suyo en una sastrería de la calle Florida.

Sin embargo, y al detectar mi temprana inclinación hacia las historias, los relatos y la fantasía, mis padres comenzaron a comprarme libros, que me entregaban con el gesto exacto con que un cuidador del zoológico arrojaría peces tumefactos o paquetes con menudos de pollo a un oso encerrado en una jaula. Lo hacían con amor hacia su trabajo y hacia la criatura que les tocaba alimentar, pero también como si le estuvieran ofreciendo algo ajeno a su propia constelación de experiencias o deseos. Algo que, por alguna razón, estaba destinado a seres de otra especie.

Yo leía con voracidad enciclopedista y afán cuantitativo. Me importaba menos entender que acumular libros en mi habitación; terminaba uno y empezaba otro, sin dedicarme a pensar qué me había pasado mientras leía. Supongo que no disfrutaba de la compañía humana y además apostaba a que la cantidad transmutaría en calidad y de pronto, una mañana cualquiera y después de haber leído tanto, experimentaría una revelación que me volvería sabio.

* * *

Cerca de cumplir cuarenta años no pierdo las esperanzas, pero puedo asegurar que aquello que tanto esperaba aún no sucedió. Y por si esto fuera poco no pude dejar de notar que, pese a sus enormes potencialidades, la literatura nos hace, por regla general, más pobres en lo material, más conservadores en lo político y, tal vez por eso, en algunos casos, un poco más mezquinos en lo espiritual. Una relación intensa con la literatura nos aleja del deseo de transformar el mundo; debilita nuestro afán de comprenderlo, y casi siempre nos ubica en una posición contemplativa.

* * *

Sin embargo, y según creí haber comprendido en algún momento de mi vida de lector, la literatura también podía funcionar como un laboratorio de utopías sociales. Si el capitalismo arrasaba con la posibilidad de cualquier tipo de experiencia, la literatura era una especie de hospital o quizás un laboratorio donde se intentaba regenerar la experiencia, como en Jurassic Park se recrean los dinosaurios mediante el uso de su sangre alojada en mosquitos conservados en ámbar. Y además, la literatura podía soñarse como un espacio para pensar en la distancia existente entre las ideas, las instituciones y las formas de circulación del poder.

Veámoslo a través de un ejemplo. En el curso del siglo XIX, algo que quería pensarse como la “literatura argentina” se propuso modificar las fuerzas de la llamada “realidad”. Los principales libros de su tradición así lo prueban: el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento (que llegó a la presidencia de la nación tras haber casi adorado a sus enemigos en una exquisita pieza literaria), el Martín Fierro de José Hernández (que anticipó el antagonismo entre el pueblo y el aparato estatal y de algún modo intentó solucionarlo), o El matadero de Esteban Echeverría (quien creó una matriz de interpretación para la violencia política, que a su vez sentó las bases del programa de gobierno de su generación) eran muestras claras y convincentes: la literatura podía soñar instituciones y proponer claves para interpretar los conflictos humanos; podía, como afirmó un filósofo alemán, “mirar al poder a los ojos”.

Por eso su deriva hacia una religiosidad de huida del mundo, marcada por un esteticismo que comenzó a incubarse en algunas zonas del campo intelectual argentino, cultivada en el sentimiento de culpa de una generación tocada de cerca por la violencia política de los años setenta, nunca terminó de convencerme. Esta sensibilidad, que se volvió hegemónica durante buena parte de finales del siglo XX, parece tener poco que aportar a la hora de pensar en los desafíos de la cultura literaria del siglo XXI.

En este ensayo me propongo recorrer algunas mutaciones y algunos problemas vinculados al paulatino deterioro del juego de espejos que la modernidad imaginó entre los políticos (entendidos como profesionales de la representación), los escritores (entendidos como productores de publicaciones leídas según los parámetros de la tradición literaria) y las marcas de consumo masivo (entendidas como plataformas de construcción de utopías de mercado). Traccionado por mi desempeño en agencias de investigación de mercado y de publicidad, parto de la idea de que rara vez la literatura pudo oponerse al mercado, me apoyo en la intuición de que las ideas de industria cultural que sostienen muchos de los representantes de la tradición literaria son obsoletas y están mal informadas, y me sostengo en el deseo de que la literatura, en lugar de conformarse como un tenue balbuceo en el interior del lenguaje, adquiera el potencial de posicionarse como una plataforma de discusión de valores y de formas de imaginar los desafíos de lo común. Esta cuestión resulta más urgente que nunca en una esfera pública donde las corporaciones parecen ser las principales entidades con iniciativas transformadoras y con capacidad de formular proyectos colectivos.

Este libro es un intento por comprender los modos en que las condiciones para la producción, circulación y recepción de la literatura atraviesan una metamorfosis de grandes dimensiones en nuestra contemporaneidad acelerada y dominada por lógicas de procesamiento algorítmico de los datos. Estos cambios se vinculan con una configuración que muchos llaman “posdemocracia”. La posdemocracia es una forma de gobernanza global en cuyo marco el antiguo pacto de representación entre ciudadanía y élites políticas, mediado por los partidos tradicionales, se encuentra desgastado. Donde las plataformas de extracción de datos capturan la atención ciudadana y se posicionan como productoras privilegiadas de verdad, y donde la verdad se reduce a la conversación y a las métricas. Donde el capital financiero líquido y globalizado disciplina a todas las áreas de producción e impone sus condiciones de reproducción a las mayorías empobrecidas. Donde el precio de los commodities y la tasa de interés, digitados por las dos grandes potencias globales (China y los Estados Unidos), determinan buena parte de los ciclos políticos de América Latina. Donde la movilidad social ascendente es cada vez más una quimera y donde la nostalgia por un pasado muchas veces oscuro tiene su caldo de cultivo. Donde las fuerzas de seguridad vigilan con lógicas digitales, milimétricas y reticulares. Donde es más difícil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, como les gusta decir a los filósofos. Donde la ideología de Silicon Valley parece haberse adueñado de todas las ideas de progreso y deja a la izquierda en una inquietante situación de carencia de imaginación política. Y donde las derechas xenófobas y neoliberales se alzan con el poder muchas veces acompañadas por un significativo apoyo popular.

Desde sus inicios, la ciencia ficción se propuso problematizar las contradicciones entre la imaginación técnica y la subjetividad humana. Sin embargo, el aumento exponencial de la velocidad en ciertas innovaciones surgidas en las últimas tres décadas –la capacidad de cálculo de los microprocesadores, los avances en biogenética, la digitalización de la mirada, por mencionar algunos ejemplos– colocó a la ciencia ficción en una situación paradójica. Por un lado podríamos decir que, en la posdemocracia, la incertidumbre y la alienación han adquirido dimensiones bíblicas. De hecho, los modos de lectura de lo real parecen formateados por las distopías que otrora formulara la ciencia ficción. Por lo tanto, la ciencia ficción es hoy una de las variantes –quizá la privilegiada– del realismo: el mundo se parece mucho más a las novelas de Philip K. Dick que a las de León Tolstói o las de Honoré de Balzac.

Pero por otro lado, cuando una distopía, cualquiera sea, se torna verdadera e inmediata, la ciencia ficción solo puede activar la imaginación pública si se vuelve política. Y para volverse política debe habilitar formas de militancia. Eso fue lo que ocurrió con El cuento de la criada, la novela de Margaret Atwood convertida en serie de televisión. Nadie discute sus hipótesis técnicas o institucionales: todos la leen como un alegato contra la dominación masculina. ¿Cuánto falta para que Rebelión en la granja, de George Orwell, sea leída, no ya como una alegoría sobre la extrema vigilancia que hemos naturalizado, sino como un peldaño en la lucha por los derechos de los animales?

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Uno de los conceptos centrales que me propongo utilizar es el de “cultura literaria”. Este concepto me ayudará a hablar de un entramado complejo de prácticas sociales. Desde una mirada antropológica, o si se quiere sociológica, la cultura literaria se organiza como una secta. Las sectas privilegian la organicidad interna sobre la expansión de su clientela. Todos los miembros de las sectas son intensos, y las sectas a su vez proponen una doctrina radical donde vida y creencia se tornan indistinguibles.

Las sectas ofrecen bienes de salvación –objetos o símbolos de carácter sagrado, como la sangre de un gallo negro o las obras completas de Marcel Proust convertidas en libro– y vías de salvación –rituales que conducen a esos bienes, por ejemplo caminar sobre las brasas, el acto de la confesión o la conversación entre dos devotos de Proust sobre la genialidad del autor–. La cultura literaria es un sistema dotado de afectos, creencias, ritos profanos y también mitos y clérigos. Una red de sociabilidades construida alrededor de la palabra escrita y de diversas performances, que siempre tuvo una relación ambivalente con la industria cultural.

Ahora bien, buena parte de la cultura literaria se desarrolla hoy en un entorno donde la vida es administrada mediante algoritmos puestos a funcionar por plataformas de extracción de datos, que muchas veces se nos presentan como redes sociales amigables. La separación entre la experiencia de lo real y la experiencia de lo virtual empieza a derrumbarse debido a lo que algunos teóricos como Éric Sadin llaman “realidad aumentada digitalmente”; las entidades no humanas –algoritmos, robots– avanzan hacia aquello que fue históricamente configurado como lo humano. Desde esta perspectiva, lo digital ya no es una mediación sino una condición de la existencia; cada vez más, el humano es un cyborg. ¿Cómo nos sentimos cuando, al salir a la calle, comprobamos que hemos olvidado el teléfono móvil? La carne y el silicio, los nervios y los bits componen una entidad de nuevo tipo.

Hace un tiempo un amigo me comentaba que no quería tener hijos a una edad muy avanzada. Su padre lo había tenido “de grande” –para mi amigo, “grande” era alrededor de los treinta y cinco años–, y no quería que su hijo padeciera la distancia generacional que él había sufrido. Me pareció entendible. Sin embargo, la distancia entre una persona mayor de veinticinco años que emprende el camino de la paternidad y su vástago es hoy muchísimo mayor que la que existía hace treinta años entre una persona de cuarenta que decidía tener un hijo y su descendencia. Atravesamos una aceleración del entorno técnico de la que casi no podemos dar cuenta. Convivimos con generaciones que no comparten nuestros valores; ni siquiera nuestra percepción del tiempo y del espacio.

El capitalismo muta. El trabajo muta. Las superficies y los dispositivos que fusionan lo digital y lo humano aceleran su desarrollo. La industria cultural se integra verticalmente: los dueños de contenidos son, cada vez más, dueños de la infraestructura tecnológica, de la información y de la tierra. Paradójicamente todo parece evaporarse y por eso no faltan pensadores que señalen la afinidad de estos procesos con la deriva algorítmico-financiera de la reproducción del capital.

Pero el amor por la literatura permanece, y la promesa de redención a través del arte sobrevive. Desde las entrañas de la cultura literaria, y con muchos de sus vicios, este ensayo se propone investigar la mutación de las condiciones de producción de la creencia en la literatura. Se arriesga a interrogarse por sus bienes y sus vías de salvación, y en especial por las posibles fricciones entre su condición actual y la conformación de políticas culturales.

Su método es la construcción de una serie de hipótesis que intentan dar cuenta no de una totalidad ni de un régimen de significación, sino de algunas puertas de entrada para reflexionar sobre las posibilidades actuales de la literatura. Es probable que, en algún momento, los planteos puedan parecer exagerados. En especial en un sistema cultural de la lengua española donde, según afirma la investigación de mercado, los usuarios intensivos de internet compran pocos libros, la “comunidad hipster” de la literatura prefiere hablar de tatuajes antes que de las tortuosas relaciones entre estética y política, y el verdadero y genuino “público lector” que invierte en libros y genera controversias sobre la literatura está compuesto, en su inmensa mayoría, por mujeres mayores de cincuenta años de elevado nivel cultural.

Dicho esto, cabe una última aclaración: entiendo que el mundo no cambia de la noche a la mañana, que los diferentes formatos tecnológicos suelen convivir durante mucho tiempo –pensemos en la coexistencia del casete y el CD antes de que el mp3, primero, y Spotify, después, los eliminaran a ambos–, y también sé que el ritual de la lectura, afortunadamente, es, fue y será un ritual solitario, de huida del mundo. Hoy más que nunca, la lectura reclama abstraerse del entorno cultural, y en ese sentido opera contra la Cultura, que antes reclamaba producción y hoy reclama atención dispersa y clics. Celebro que, junto con la meditación y el deporte, la lectura de literatura sea una de las últimas actividades solitarias en que la atención no puede ser monetizada por los algoritmos ni por sus diversos testaferros. Conducir un automóvil podría ser otra de estas actividades, pero los agoreros afirman que ya está condenada a desaparecer.

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Las plataformas de extracción de datos privatizaron internet en un sentido conservador, dado que los textos empiezan a funcionar como entidades carismáticas y monetizables.