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Presentación

Prefacio

Parte I. Cómo funcionan las elecciones

1. La idea de elegir gobiernos

¿Por qué valerse de las elecciones?

La expansión del método electivo

El mito del autogobierno mediante elecciones

Las elecciones como método para designar gobiernos

2. Proteger la propiedad

¿Quién puede ser elegido?

¿Quién puede elegir?

Filtrar y refinar la voz del pueblo

Instituciones supramayoritarias

Instituciones contramayoritarias

Conquistas, retrocesos e instituciones

3. Competir por la ventaja partidaria

Votar y elegir: la oposición

Instrumentos a disposición de quienes ejercen el poder

Elecciones competitivas y no competitivas

4. ¿Qué es inherente a las elecciones?

Parte II. Lo que las elecciones pueden y no pueden lograr

5. La suma de las voluntades individuales

6. Racionalidad

Intereses comunes

Intereses divergentes

Conclusión

7. Representación, responsabilidad y control sobre los gobiernos

Control prospectivo y retrospectivo

El control sobre la burocracia

8. Desempeño económico

9. Igualdad económica y social

Por qué podemos esperar que las elecciones equiparen ingresos

Desigualdad económica y desigualdad política

La inequidad política y la redistribución

Un círculo vicioso

10. Paz civil

Las elecciones como método para procesar conflictos

Las condiciones de las elecciones competitivas pacíficas

Conclusiones

Lecturas sugeridas

Referencias bibliográficas

Adam Przeworski

¿POR QUÉ TOMARSE LA MOLESTIA DE HACER ELECCIONES?

Pequeño manual para entender el funcionamiento de la democracia

Traducción de Azucena Galettini

Przeworski, Adam

© 2018, Adam Przeworski

© 2019, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Presentación

Inauguramos esta colección de Derecho y Política en 2010, con un libro de Adam Przeworski: Qué esperar de la democracia. Hoy, nueve años después, superamos la treintena de títulos volviendo a Przeworski, y con otro notable trabajo del autor, referido al valor del voto y las elecciones periódicas.

Nacido en Polonia en 1940, y profesor en la Universidad de Nueva York, Przeworski reside parte del año en Francia, visita cada año la Argentina, recorre permanentemente América Latina, y viaja regularmente a dictar conferencias en las latitudes más diversas: desde España hasta la India o China. De entre sus tantos antecedentes académicos, tal vez convenga señalar al menos el siguiente: en mérito a su singular producción en el área, Przeworski recibió en 2010 el premio Johan Skytte en Ciencias Políticas, una distinción que es considerada como el equivalente al Nobel en su disciplina (el mismo honor recibieron, entre otros, Amartya Sen, Jon Elster y Jane Mansbridge).

No es común ni es casual que volvamos a publicar a un mismo autor en la joven colección “Derecho y Política”. Si lo hacemos con Przeworski es porque su labor simboliza una de las líneas principales de trabajo que nos ha interesado destacar y promover. En efecto, los escritos de Przeworski se destacan por su carácter interdisciplinario; por tener una base firme en el derecho; por su seriedad y solidez; por siempre estar empíricamente bien fundados y teóricamente bien argumentados; por referirse a temas de primer interés público; y por su mirada comparativa, que hace siempre particular foco sobre América Latina.

Este nuevo libro de Przeworski muestra algunas similitudes importantes con aquel que marcó los orígenes de esta colección. En los dos casos, el autor, lejos de una pretendida innovación tanto como de la definición de un nuevo campo de estudio (como fue el caso de sus escritos sobre política económica, o de su examen de lo que entonces denominó “marxismo analítico”), nos remite a un balance del “estado de la cuestión”. La “sabiduría acumulada” acerca de sus objetos específicos de estudio (la democracia entonces, las elecciones ahora). En los dos casos, el balance es retrospectivo.

Este nuevo libro puede ser definido por dos características principales. Ante todo, y gracias a la impresionante base de datos en la que se apoya, Przeworski desgrana una notable cantidad de información, de enorme interés para pensar sobre el tema; en este caso, el voto periódico. El autor nos recuerda, por ejemplo, que la primera elección nacional basada en el sufragio individual, y en la que los representantes fueron elegidos por un período limitado, ocurrió en fecha tan cercana como 1788; que la primera vez en la historia en que el gobierno cambió de manos debido a una elección fue en 1801 (en uno y otro caso en los flamantes Estados Unidos); que entre 1788 y 2008 hubo cambios de gobierno 544 veces elecciones mediante, y 577 veces por obra de golpes de Estado; que en ese lapso ha habido unas 3000 elecciones nacionales. Datos como los señalados dejan en claro una de las características más salientes de estos libros de reflexión madura: se trata de grandes y ricas fuentes informativas.

Al mismo tiempo, con una mirada diáfana, desprejuiciada y a la vez ilustradísima, el autor toma su objeto de análisis para hacerse las preguntas más fundamentales, habitualmente ignoradas o desatendidas aun por el público más experto. ¿Cómo puede suceder que los partidos que pierden las elecciones acepten ese resultado? ¿Por qué los más pobres, que son mayoría en tantos países, no se agrupan, ganan la elección, e inmediatamente después expropian a los más ricos? ¿Cómo debe resolver la izquierda el tipo de dilemas que le plantean las elecciones, y que le exigen cambiar “piedras por votos”? Estos son ejemplos del proceder de Przeworski: no tomar por obvio lo que parece serlo, y hacerse las preguntas que otros dejan pasar de largo. Luego, de lo que se trata es de “ir hasta el hueso” en búsqueda de una respuesta. Aquí, Przeworski va a explicar por qué no podemos esperar mayor “justicia” de las elecciones; por qué ellas tienden a ser “impotentes” frente a muchos de los principales obstáculos que enfrentan; o por qué suelen resultar incapaces de concretar los ideales que les dieron origen. Aun a pesar de todo ello, y desde una perspectiva “churchilliana”, Przeworski considera las elecciones como un método irrenunciable. Por la claridad, profundidad y agudeza de las reflexiones del autor, estamos otra vez muy felices de poner este logradísimo libro a disposición de nuestros lectores.

Roberto Gargarella

Paola Bergallo

Igualitaria (Centro de Estudios sobre Democracia y Constitucionalismo)

Prefacio

El presente libro es un resumen de nuestra comprensión colectiva sobre el método por el cual algunas sociedades deciden quién las gobernará y cómo lo hará: las elecciones. Si bien me apoyo especialmente en mi propia investigación, tomo mucho del trabajo de otros. Dado que la intención primordial es que resulte accesible a un público general con cierta formación, no sigo la convención académica de mencionar la fuente de cada idea y cada hecho. Decidí mencionar la procedencia de las citas directas, pero no indicar las referencias de otras fuentes de inspiración. Por ende, les debo disculpas a aquellos colegas que se reconocerán como autores de ideas que se presentan aquí sin hacer constar sus nombres.

Al mencionar la “comprensión colectiva”, no me refiero a que los académicos que estudian el fenómeno de las elecciones concuerden en todo. Intento señalar las diferencias en puntos de vista y creencias, así como, en materia de comicios, describir los factores sobre los cuales no tenemos mucha claridad. De todas formas, estoy seguro de que algunas personas estarán en desacuerdo con las páginas que siguen. Por ende, urjo al lector a que analice este libro de manera crítica y se forme su propia opinión.

Agradezco a John Dunn, Roberto Gargarella, Fernando Limongi, Zhaotian Luo, Bernand Manin, Pasquale Pasquino y Rubén Ruiz-Rufino por sus comentarios a partir de los borradores de este manuscrito, así como a los tres revisores anónimos de la versión original.

Introducción

Elegimos a nuestros gobiernos por medio del voto. Los partidos proponen políticas y presentan candidatos, nosotros votamos; según reglas preestablecidas, se declara un ganador, este ocupa su cargo y el perdedor se va a su casa. A veces hay fallas en el sistema, pero por lo general el proceso funciona sin sobresaltos. Durante unos años sus integrantes nos gobiernan y luego tenemos la opción de decidir si los prorrogamos en sus cargos durante otro período o bien si echamos a esos canallas. Todo esto es tan rutinario que lo damos por sentado.

Por familiar que nos resulte esta experiencia, las elecciones son un fenómeno sorprendente. En una elección típica, uno de cada dos votantes termina del lado de los perdedores: en los sistemas presidencialistas, el ganador rara vez recibe mucho más del 50% de los votos y en los sistemas parlamentarios multipartidarios, la mayor participación rara vez supera el 40%. Además, muchas personas que votaron por los ganadores se horrorizan ante el desempeño que luego estos demuestran al estar en ejercicio. Así, la mayoría de nosotros terminamos decepcionados, ya sea por el resultado o por el desempeño del ganador. Sin embargo, elección tras elección esperamos que nuestro candidato preferido gane esta vez y no nos decepcione. Esperanza y decepción, decepción y esperanza: resulta extraño. La única analogía que se me ocurre es con el deporte: mi equipo, el Arsenal, no ha ganado un campeonato en muchos años, pero cada nueva temporada renuevo mis esperanzas en él. En otros ámbitos de la vida, ajustamos nuestras expectativas sobre la base de la experiencia pasada. Pero no ocurre lo mismo con las elecciones. El canto de sirena que representan es irresistible. ¿Es algo irracional?

En los últimos años, han cobrado particular urgencia las preguntas en relación con el valor de los comicios como mecanismo mediante el cual elegimos de manera colectiva quién y cómo nos gobernará. En muchas democracias, gran cantidad de personas siente que las elecciones sólo perpetúan a la clase dirigente, a las “élites”, o incluso a una “casta” (para valernos del término que usan en el partido español Podemos); mientras que en el otro extremo muchos se alarman por el crecimiento de partidos “populistas”, xenófobos, represivos y a menudo racistas. Estas actitudes tienen mucha fuerza en ambos bandos, lo cual genera divisiones profundas, “polarización”, y son interpretadas por varios expertos como una “crisis de la democracia” o al menos como una señal de la insatisfacción con las elecciones como institución. Los resultados de las encuestas muestran que la gente –en especial los jóvenes– considera que en la actualidad es menos “esencial” que antes vivir en un país gobernado de manera democrática, lo cual apoya la idea de que la democracia está en crisis (Foa y Mounk, 2016).

Sin embargo, no hay nada antidemocrático en la victoria electoral de Donald Trump o en el surgimiento de partidos antisistema en Europa. Resulta más paradójico sostener lo mismo sobre los resultados de varios referendos, ya sean sobre el Brexit o sobre la reforma constitucional en Italia (que de manera implícita repercute en Europa entera): se supone que los referendos son instrumentos de la “democracia directa”, que, en consideración de algunos, es superior a la democracia representativa. Además, mientras el rótulo de “fascista” se aplica con despreocupada ligereza a esas fuerzas políticas para estigmatizarlas, dichos partidos, a diferencia de aquellos de la década de 1930, no abogan por reemplazar las elecciones con algún otro tipo de modalidad para decidir quiénes serán gobernantes. Pueden parecernos desagradables –la mayoría de las personas considera que el racismo y la xenofobia lo son–, pero estos partidos hacen campaña bajo el eslogan de devolver al “pueblo” el poder usurpado por las élites, lo cual es visto como un fortalecimiento de la democracia. Para tomar las palabras de un video de campaña de Trump: “Nuestro movimiento busca reemplazar a una clase gobernante fracasada y corrupta con un nuevo gobierno controlado por ustedes, el pueblo estadounidense”.[1] Marine Le Pen prometió convocar a un referéndum sobre una posible salida de Francia de la Unión Europea en el que “ustedes [, el pueblo,] son quienes decidirán”. No son antidemocráticos. Es más, no hay nada antidemocrático en que la gente desee tener un gobierno “fuerte” o “competente y eficaz” (el tipo de respuestas a encuestas que ha aumentado en frecuencia en los años recientes y que algunos comentadores interpretan como un síntoma de menor apoyo a la democracia). Schumpeter (1942) indudablemente deseaba gobiernos que fueran capaces de gobernar y, además, que lo hicieran de manera competente: no entiendo por qué otros demócratas no querrían lo mismo.

La insatisfacción con los resultados de las elecciones no equivale a la insatisfacción con respecto a estas como un mecanismo de toma de decisiones colectiva. Es cierto: encontrarse en el lado del perdedor no resulta agradable. Las encuestas muestran que la satisfacción con la democracia es mayor entre quienes votaron por los ganadores y no por los perdedores. Además, el hecho de que se hayan ofrecido opciones (las distintas plataformas que los partidos presentaron en campaña) es valorado más por los ganadores que por los perdedores. Pero lo que las personas más aprecian en los comicios es el solo hecho de poder votar por el partido que representa su punto de vista, aunque terminen del lado del perdedor (me baso en el estudio de Harding de 2011 sobre cuarenta encuestas en treinta y ocho países entre 2001 y 2006). Por lo general, cuando las personas reaccionan contra “el poder establecido”, quieren significar que ningún partido las representa o bien que los gobiernos se suceden sin que haya un efecto sobre sus vidas, señal de que las elecciones no generan cambios. Con todo, y tal como hace una amplia mayoría, podemos valorar el mecanismo a pesar de que no nos guste su resultado.

¿Por qué deberíamos valorar o valoramos los comicios como un método para decidir quién y cómo va a gobernarnos? ¿Cuáles son sus virtudes, sus debilidades y limitaciones? Mi propósito es analizar esos interrogantes, y para eso tomar de modo realista a las elecciones por lo que son, con sus imperfecciones y defectos, y derivar sus consecuencias sobre las facetas diversas de nuestro bienestar colectivo. Sostengo aquí que algunas de las críticas populares sobre ellas –en especial, la de que no ofrecen una opción y que la participación individual no produce efectos– son erróneas y se basan en una interpretación errónea de las elecciones como un mecanismo por el cual tomamos decisiones en tanto colectividad. Mi argumento es que, en las sociedades en que las personas poseen diversos intereses y valores, buscar la racionalidad (o “justicia”) es inútil, pero que los comicios proporcionan a los gobiernos una instrucción de minimizar la insatisfacción respecto de cómo somos gobernados. Si los gobiernos siguen esas instrucciones (su capacidad de reacción y si las elecciones sirven para sacar del poder a aquellos gobiernos que no lo hacen (“rendición de cuentas”) es materia de discusión: los gobiernos atroces son pasibles de recibir sanciones electorales, pero su margen para eludir la responsabilidad es alto. Me temo que la eterna expectativa de que las elecciones tendrán el efecto de reducir la inequidad económica es leve en sociedades en que sólo unos pocos poseen los bienes productivos y en que los mercados distribuyen de manera desigual los ingresos, es decir, en sociedades regidas por el “capitalismo”. El mayor valor del mecanismo eleccionario, que en mi opinión basta para que lo apreciemos, es que al menos en ciertas condiciones nos permite procesar con relativa libertad y paz civil los conflictos que surgen en la sociedad: previene la violencia.

Esta es una perspectiva “churchilliana”, de mínima intervención, una mirada que admite que las elecciones no son buenas, nunca son muy “justas”, resultan impotentes contra algunos de los obstáculos que enfrentan ciertas sociedades específicas y están lejos de concretar los ideales que las hicieron surgir y que todavía algunas personas sostienen como criterio para evaluarlas. Pero creo que no existe otro método para elegir a nuestros gobernantes que funcione mejor. Ningún sistema político puede otorgar total efectividad a la participación política de cada cual. Ningún sistema político puede lograr que los gobiernos sean agentes perfectos de la ciudadanía. En las sociedades modernas, ningún sistema político puede generar y sostener el grado de equidad económica que muchas personas querrían que prevaleciera. Y si bien el mantenimiento del orden civil y la no interferencia en la vida privada nunca coexisten de manera sencilla, ningún otro sistema político se acerca más a hacerlo. La política, de cualquier formato y modalidad, tiene sus límites para configurar y transformar la sociedad. La vida es así. Creo que es importante conocer estos límites, como para no criticar las elecciones por no lograr lo que ningún acuerdo político puede conseguir. De todas maneras, no propongo aquí la complacencia. Reconocer los límites sirve para dirigir nuestros esfuerzos hacia ellos, dilucidar qué reformas son posibles. Si bien estoy muy lejos de sentirme seguro de haber identificado de manera correcta cuáles son esos límites, y me doy cuenta de que muchas reformas no se implementan debido a que ponen en riesgo determinados intereses, considero que conocer tanto los límites como las posibilidades es una guía útil para la acción política. Al fin de cuentas, las elecciones son apenas un marco dentro del cual personas en cierto modo iguales, en cierto modo efectivas, hasta cierto punto libres pueden luchar en paz para mejorar el mundo de acuerdo con sus diferentes visiones, valores e intereses.

Desde ya, cuando analizamos qué es bueno, malo o no tiene consecuencias en las elecciones, una pregunta natural es ¿comparadas con qué? Tradicionalmente, los gobernantes eran elegidos según las reglas hereditarias. En la China actual, los designan quienes están en ejercicio, y en muchas partes del mundo los funcionarios aún se imponen por la fuerza a sí mismos de manera apenas velada. En condiciones diferentes se presentan diferentes métodos para seleccionar gobernantes, por lo que, si consideráramos sólo el mundo conocido, no seríamos capaces de distinguir entre los efectos de las condiciones históricas y los de estos métodos. Para hacer comparaciones deberíamos formular preguntas contrafácticas: ¿qué habría ocurrido en los Estados Unidos si los gobiernos no se eligieran por medio del voto o en China si, por el contrario, fueran votados? Comparaciones de este tipo –entre lo conocido y las situaciones contrafácticas– son posibles y usuales, pero se basan en suposiciones de todo tipo, que dan gran cabida a la discrecionalidad y tienden a generar resultados que no son concluyentes. No me adentro en ese camino de manera sistemática, como método, sino que reafirmo la importancia de tener en cuenta que todas las instituciones políticas, incluidas las elecciones, pueden funcionar en sociedades específicas, segmentadas de manera variable por ingreso, religión, etnia, o lo que fuera, y que existen límites a lo que cualquier gobierno, electo o no, es capaz de lograr.

Por mi parte, busco dar cuenta de la diferencia que generan las elecciones cuando son competitivas, cuando ofrecen una opción real entre gobiernos, cuando las personas pueden sacar del poder a quienes están en ejercicio y elegir sucesores si así lo desean.[2] Por lo tanto, mi indagación apunta a los efectos de las elecciones “democráticas”, en contraposición con otros métodos para decidir quiénes nos gobernarán, ya sea porque estos últimos convoquen a comicios cuya victoria tienen asegurada o porque no convoquen a ningún tipo de votación. Sin embargo, para responder este interrogante, necesitamos primero comprender por qué las elecciones serían o no competitivas, y por qué quien está en el poder se pondría en riesgo de perderlo.

Las elecciones competitivas –una vez más: en las que quienes gobiernan pueden perder si la mayoría de los votantes así lo desea– no son más que una mota de polvo en la historia de la humanidad. La utilización de la fuerza –golpes de Estado y guerras civiles– ha sido frecuente y no ha dejado de surgir en países pobres: entre 1788 y 2008 el poder político cambió de manos como consecuencia de 544 elecciones y 577 golpes de Estado. La idea misma de elegir gobiernos por medio de comicios es bastante reciente y aún poco frecuente. La primera elección de nivel nacional que se basó en el sufragio individual, en la que los representantes eran escogidos por un período limitado, data apenas de 1788; la primera vez en la historia que el mando cambió de manos como consecuencia de una elección fue en 1801. Ambos eventos ocurrieron en los Estados Unidos. Desde entonces, en el mundo las personas han votado en unas tres mil elecciones nacionales. Sin embargo, las derrotas de quienes estaban en el poder eran inusuales hasta hace muy poco y el cambio de gobierno pacífico es menos frecuente todavía: sólo una de cinco elecciones nacionales tuvo como resultado la derrota de aquellos que ejercían el mando, y la cifra es menor en relación con el cambio de gobierno pacífico. No obstante, hasta 2008, sesenta y ocho países –incluidos los dos Behemots: China y Rusia– nunca habían experimentado un cambio de gobierno entre partidos como consecuencia de una elección.

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Cuando las elecciones son en verdad competitivas, constituyen un mecanismo por el cual, como colectividad, decidimos quién nos gobernará y cómo. Además, cuando se repiten de manera regular, nos ofrecen la posibilidad de expresar nuestra disconformidad con el modo en que nos gobiernan. Pero ¿qué podemos esperar razonablemente de las elecciones en el mundo real, en que sólo algunos disfrutan del privilegio de la propiedad, en que los mercados distribuyen de manera desigual los ingresos y en que los partidos y los políticos hacen su mejor esfuerzo para perpetuarse en el poder? Lo que sigue es, en primer lugar, una historia de algunos aspectos de las elecciones: la idea misma de elegir gobiernos, los conflictos persistentes entre el gobierno de la mayoría y la protección de la propiedad y los cambiantes métodos por los que quienes están en ejercicio protegen su poder. Mi propósito a la hora de describir esta historia consiste en distinguir las características del mecanismo electoral que evolucionaron con el tiempo y variaron entre países de aquellos factores que son inherentes a cualquier elección. Luego, en la segunda parte, tomo a las elecciones en su mejor versión, cuando son en verdad competitivas, y estudio los interrogantes relacionados con sus efectos sobre facetas específicas del bienestar social. Concluyo con un debate de la relación entre elecciones y democracia.

[1] El video, que lleva por título Donald Trump’s Argument For America, está disponible en <www.youtube.com/watch?v=vST61W4bGm8>.

[2] Un comentario técnico (prometo que será el único) para aclarar lo que quiero decir con elecciones “competitivas”. Supongamos que los gobernantes dicen que alguien (persona o partido) gana una elección al haber obtenido al menos la proporción v* de los votos. Ahora supongamos que es seguro que una proporción vg votará por quien está en el poder y una proporción vo por la oposición, mientras que no se sabe cómo votará el resto. La probabilidad de que quien está en ejercicio gane es, entonces:

Por tanto, si v* = 0,5; vg = 0,45 y vo = 0,40, p = . Cuanto más cercana sea esta probabilidad a 0,5, más competitiva será la elección. Nótese que la probabilidad de ganar no es lo mismo que el margen de victoria: si un partido está seguro de ganar v* + 1 voto, la probabilidad es 1. Las elecciones son competitivas si ex ante sus resultados no son seguros, no cuando el margen de victoria resultó pequeño ex post.