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Presentación (Roberto Gargarella y Paola Bergallo)

Una mayoría de legisladores y de jueces (Juan F. González Bertomeu)

1. Constitucionalismo: una postura escéptica

El sentido más débil de “constitucionalismo”

Constitucionalismo como teoría

Constitucionalismo particular y general

Constituciones explícitas e implícitas

Constitucionalismo y constituciones escritas

Constitucionalismo y límites

Empoderamiento y autoridad

Democracia: limitación o empoderamiento

Soberanía popular

“Nosotros, el Pueblo” y otros modelos de restricción

Conclusión

2. La esencia del argumento contra el control judicial de constitucionalidad

Definición de control judicial

Cuatro supuestos

La forma del argumento

Razones relacionadas con el resultado

Orientación hacia el texto de la Carta de Derechos

Razones relacionadas con el proceso

La tiranía de la mayoría

Casos no centrales

Conclusión

3. Control judicial y supremacía judicial

Tipos de control judicial

¿Cuál es el problema?

Cómo podría el Poder Judicial intentar hacerse supremo

Autogobierno, Estado de derecho y soberanía popular

4. Cinco a cuatro. ¿Por qué es que en los tribunales deciden mayorías exiguas?

Falta de discusión

¿Debemos justificar el uso de la decisión por mayoría en los tribunales?

Las principales líneas de justificación de la decisión por mayoría

Decir cosas malas sobre el mayoritarismo

5. Algunos modelos de diálogo entre jueces y legisladores

Supuestos

Supuesto 1: una sociedad que toma en serio los derechos

Supuesto 2: una sociedad con algún tipo de carta o declaración de derechos

Supuesto 3: una sociedad cuyos miembros están en desacuerdo acerca de los derechos

Supuesto 4: una sociedad cuya declaración de derechos evita el desacuerdo

Supuesto 5: el desacuerdo sobre derechos representa cuestiones cruciales para la sociedad

Supuesto 6: la declaración de derechos pesa sobre estas cuestiones, pero no las resuelve

Supuesto 7: los desacuerdos sobre derechos pueden surgir en cualquier contexto institucional

Supuesto 8: desacuerdo también sobre si los derechos deben aplicarse en algunos casos

Supuesto 9: las dudas sobre derechos también son dudas sobre cuestiones cruciales

Supuesto 10: las disposiciones de la Carta de Derechos que establecen excepciones son relevantes para los desacuerdos, pero rara vez los resuelven

Modelos de diálogo

Modelo A: el modelo lord Devlin

Modelo B: el modelo del diálogo paralelo

Modelo C: el modelo neozelandés

Modelo D: el modelo británico

Modelo E: el modelo canadiense

Modelo F: el camino que no se tomó en “City of Boerne c. Flores”

Conclusión

Referencias

Fuentes

Jeremy Waldron

CONTRA EL GOBIERNO DE LOS JUECES

Ventajas y desventajas de tomar decisiones por mayoría en el Congreso y en los tribunales

Edición al cuidado de
Juan F. González Bertomeu

Waldron, Jeremy

© 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Presentación

Jeremy Waldron es un profesor neozelandés que se formó en Inglaterra y enseña en los Estados Unidos. Se trata de uno de los autores más influyentes en el derecho constitucional y la filosofía política de nuestro tiempo. En las últimas décadas, Waldron se ha hecho muy conocido, en particular, por su posición radicalmente crítica del control judicial de constitucionalidad, es decir, la facultad de los tribunales de examinar las leyes en los casos concretos en que deben fallar y abstenerse de aplicarlas si entienden que contradicen el texto constitucional.

En alguno de sus principales escritos sobre la materia, Waldron llegó a sostener que la judicial review debía verse como una “ofensa” a la democracia, y un “insulto” a la ciudadanía políticamente comprometida. Para arribar a esa conclusión, Waldron tomaba en cuenta ejemplos como el siguiente. Imaginemos que un partidario del aborto defiende sus ideas en público, concurre a manifestaciones, comienza a influir en política, llega a liderar un movimiento popular en defensa del tema; luego, desde el lugar político que alcanza, concentra sus energías en el dictado de una ley de aborto y finalmente, con el apoyo de millones de personas, y desafiando a sus “sueños más salvajes”, consigue el dictado de la ley que buscaba. A pesar de todo ese esfuerzo personal y social, de tintes heroicos, puede ocurrir perfectamente que la Corte Suprema del país del caso se vea requerida a pronunciarse al respecto, y lo haga –tal vez por una mayoría estrecha, digamos, de cinco contra cuatro– invalidando la ley del aborto (a la que el tribunal considera, entonces, inconstitucional). Ese tipo de situaciones, quizás extraordinarias, sirven para mostrar de forma más evidente algo que constituye el pan de todos los días en el derecho occidental: una exigua mayoría de jueces superiores –una mayoría de cinco miembros– puede frenar de una sola vez, y sin mayores razones, a un movimiento social robusto, extendido y profundo, asentado en un consenso trabajado, eventualmente, durante años. Esto es lo que, en términos de Waldron, resulta “ofensivo” e “insultante” para nuestra actual conciencia democrática.

Aquí es donde corresponde poner en juego un concepto crucial en toda la labor de Waldron, desde hace mucho tiempo: el “hecho del desacuerdo” que, para el autor, es el dato distintivo –el que define la identidad– de nuestro tiempo. A través de esa idea (que tiene obvias reminiscencias del “hecho del pluralismo”, del que hablara John Rawls), Waldron alude a las razonables –y muchas veces irreductibles– opiniones diferentes que solemos adoptar y defender en relación con temas controvertidos. Disentimos, convencidos, cuando hablamos de asuntos de resonancia constitucional relevante, como el mencionado caso del aborto, o la eutanasia, o el consumo personal de estupefacientes, o las implicaciones de la igualdad (cupos, discriminación), o los límites de la libertad de expresión (expresiones de odio, blasfemia, pornografía, discurso comercial engañoso), etc. En una sociedad democrática, conformada por ciudadanos iguales (ciudadanos que comparten una “igual dignidad moral”), dichas cuestiones controvertidas –diría Waldron– deben ser objeto de una discusión abierta y franca, y finalmente deben quedar sujetas a una decisión política.

Sostener esto es muy importante y polémico, en términos jurídicos, porque implica dejar de lado algunas opciones tan habituales como difíciles de justificar. Ante todo, nuestros profundos desacuerdos morales, filosóficos o políticos no merecen ser resueltos señalando algún artículo de la Constitución, para hacerle decir aquello que, de modo explícito, no dice. Por desgracia, sin embargo, resulta demasiado común que se quiera entresacar del siempre austero lenguaje de la Constitución una respuesta para cualquiera de nuestras dudas jurídicas. Por ejemplo, de la simple referencia constitucional a la “libertad de expresión” se han deducido respuestas específicas sobre la Ley de Medios en la Argentina, los límites de la crítica política, las faltas al honor, etc. Para Waldron, dichos intentos (basados en la idea de que la Constitución tiene una respuesta predeterminada para cada problema) resultan completamente infundados y deben dejarse de lado, de una vez por todas.

En sentido similar –agregaría el autor–, no se justifica que nuestros profundos desacuerdos en torno a los derechos que tenemos (su significado, contenido, límites o alcances) sean resueltos por unos pocos jueces, como si ellos, más que nosotros, pudieran reconocer cuál es el “verdadero” significado de la idea de “libre expresión”, o las implicaciones del término “vida”, o las exigencias de la noción de “igualdad”. Nuevamente: en vez de requerirles que “salgan a buscar” una respuesta al parecer oculta en los intersticios de nuestra Constitución, tenemos que enfrentar los desacuerdos y discutir de manera abierta, políticamente, en torno a ellos.

Ante este panorama, alguien podría objetar: “¿Cómo pueden dejarse las cuestiones fundamentales, referidas a los derechos constitucionales, a merced de la regla mayoritaria?”. Waldron responde a este interrogante, tan reiterado como decisivo, con una réplica contundente. Simplemente, pregunta: “¿Cómo dirimen los tribunales superiores los profundos desacuerdos que aparecen cotidianamente en su seno? La respuesta es obvia: naturalmente, deciden a través del recurso a la regla mayoritaria”. En otros términos, una decisión “cinco a cuatro” o “seis a tres” o “siete a dos” implica que los jueces –al igual que lo que ocurre en el caso argentino– vivencian el “hecho del desacuerdo” al interior del tribunal, discuten y terminan decidiendo cuestiones de derechos básicos… a través del recurso a la regla mayoritaria.

En los últimos años, Waldron modificó en parte su postura anterior (en la actualidad se muestra crítico, no ya de la práctica del control judicial en sí sino, sobre todo, de la posibilidad de que los jueces constitucionales conserven la “última palabra jurídica” por sobre la política), pero sigue siendo considerado uno de los críticos principales del control de constitucionalidad. En tiempos de tensiones entre justicia y política, y cuando se advierten crecientes y justificadas demandas democráticas de la ciudadanía (una ciudadanía que reclama, cada vez más, mayor poder de decisión y control sobre los asuntos públicos), los textos precisos, rigurosos y comprometidos de este autor, como los que aquí presentamos, ofrecen un apoyo teórico imprescindible a esa crítica democrática, tanto para expertos como para legos interesados en temas de derecho, moral y política.

Roberto Bargarella

Paola Bergallo

Igualitaria (Centro de Estudios sobre Democracia y Constitucionalismo)

Una mayoría de legisladores y de jueces

Juan F. González Bertomeu

El autor

Es un privilegio editar esta compilación de textos del profesor Waldron. Excedería los estrictos límites de estas páginas ofrecer aquí un perfil exhaustivo del autor y su obra, de manera que sólo ensayaré apuntes esquemáticos para enfocarme luego en las aristas centrales de los escritos publicados.[1] Nacido en 1953 en Invercargill, Nueva Zelanda (su padre era un pastor anglicano), Waldron estudió filosofía y derecho en su país, y más tarde realizó estudios de doctorado en Oxford en filosofía del derecho, bajo la supervisión de Ronald Dworkin. Ya como profesor, pasó por las universidades de Edimburgo, Berkeley, Princeton y Columbia antes de unirse, en 2006, a la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York; mientras que en años recientes repartió su tiempo con Oxford. Es ciudadano estadounidense desde fines de la década de 1980.

Waldron ha escrito numerosos trabajos académicos y de divulgación sobre temas vinculados con la teoría política y jurídica. Además del constitucionalismo, las instituciones políticas, la supremacía legislativa y el control judicial de constitucionalidad, de los que se ocupa en este libro, el autor se ha interesado por el derecho de propiedad, los límites de la libertad de expresión y la tolerancia, la dignidad, la igualdad, el Estado de derecho (rule of law) y el concepto de derecho. Entre sus libros cabe destacar Derecho y desacuerdos (1999, 2005), su obra central sobre democracia e instituciones políticas; en 2016 apareció Political Political Theory, una compilación de sus ensayos sobre temas cercanos a aquellos, y más recientemente publicó One Another’s Equals (2017), sobre igualdad. Dada su febril inquietud académica, con seguridad pronto habrá otros.

Honrar el desacuerdo

No parece aventurado afirmar que Waldron es conocido ante todo por sus escritos sobre el control judicial de constitucionalidad, la supremacía legislativa y el constitucionalismo. Y esto resulta muy justificado, pues ha montado el que acaso sea el más lúcido embate existente contra el control judicial: el poder de los jueces de invalidar una ley por ir en contra de la constitución. Waldron es un crítico vehemente (un “enemigo jurado”) de este poder, en especial cuando no admite la posibilidad de refutación legislativa. Si bien disiento en varios aspectos significativos, su posición es enormemente perspicaz. Por fortuna, contamos aquí con los principales escritos del autor sobre estos temas. Los cinco que publicamos (algunos más troncales que otros) los abordan desde distintos ángulos y se complementan mutuamente. Han sido traducidos desinteresadamente por un grupo de estudiantes y profesores, a quienes agradezco por su trabajo.

Para aportar a la comprensión de estos textos, subrayo aquí sus ideas centrales sobre democracia e instituciones políticas, en parte reflejadas en Derecho y desacuerdos. Ese libro comienza con una oración que condensa bien su pensamiento: “Somos muchos y estamos en desacuerdo acerca de lo justo” (Waldron, 1999, 2005). Nuestras sociedades políticas, dice Waldron, se caracterizan por una circunstancia básica: disentimos. Y no sólo sobre cuestiones secundarias de la vida en sociedad, sino sobre temas centrales, como la validez del aborto, el alcance de la libertad de expresión o las acciones afirmativas. Así, nuestro desacuerdo abarca la justificación y el contenido de principios y derechos e incluso los procedimientos que debemos adoptar para resolver nuestras controversias. No debería sorprendernos que discutamos sobre los principios más básicos, como los típicamente recogidos en las constituciones. Esos principios resultan controvertidos porque son vagos, y son vagos (tal como elegimos que lo sean) porque son controvertidos. Es bueno que discutamos sobre ellos: en parte, la democracia consiste en eso; la democracia sale así ganando.

El desacuerdo es tan prevalente como inevitable. Frente a él, la cuestión crucial es qué sistema de toma de decisiones colectivas puede justificar una que no compartimos (Nagel, 1999). Para Waldron, damos cuenta de la circunstancia apuntada sin descuidar el principio de igualdad política al decidir por mayoría. Además de ser el único procedimiento en el que todos contamos por igual, la regla de mayoría no supone artificialmente que existe un consenso donde no lo hay, ni que quienes se mantienen en disenso están cegados por inclinaciones o sesgos cognitivos, simple ignorancia o interés personal. Su teoría se distingue de otras –entre ellas, algunas versiones de la democracia deliberativa– que toman el consenso como la posición (asequible o utópica) que la política debería alcanzar o a la cual debería aspirar. Pero no presupone el relativismo moral, aunque por cierto es compatible con (y por momentos se acerca a) él. Aceptar que puede predicarse la verdad de un juicio moral o político no ayuda a zanjar desacuerdos, pues estos usualmente consisten en divergencias genuinas y, en ocasiones, difíciles de reconciliar entre puntos de vista razonables.

En suma, lo que a todos compete a todos corresponde decidir (quod omnes tangit ab omnibus decidentur). Es cierto: salvo excepciones, en nuestras sociedades nuestro voto tiene un valor práctico casi nulo. Sin embargo, la única manera de aumentar el peso de algunos es desembarazándonos de otros, algo inaceptable. Sólo tenemos el voto, pero no es poco: detrás de lo que parece una mera técnica o una “cuestión estadística” descansan los pilares más firmes –los principios más básicos: la participación y la igualdad política– sobre los cuales puede asentarse una sociedad política.

Constitucionalismo y control judicial

Hay dignidad en la regla de mayoría y, por extensión, en sus resultados, y debemos ver con sospecha cualquier desviación de ella. En especial, debemos ser recelosos del constitucionalismo (en general) y del control judicial (en particular), un ejercicio no democrático del poder por parte de jueces no elegidos por el pueblo y que no lo representan. A continuación reseñaré brevemente los capítulos.

“Constitucionalismo: una postura escéptica”

Waldron critica lo que denomina la “ideología” del constitucionalismo. Se centra en la que, a su entender, es la más corriente y perniciosa de las acepciones del término: la idea (u obsesión) de que las constituciones –en particular, las escritas– son siempre y de por sí valiosas para poner límites al gobierno y a las mayorías. No se siente incómodo con la idea de control: los gobiernos democráticos deben ser supervisados para que cumplan con sus promesas. Tampoco con el carácter escrito de una constitución, que podría contribuir a favorecer un rol valioso como el de actuar como punto focal para guiar las discusiones.

Es la idea de límites al gobierno y a las mayorías lo que Waldron objeta. El constitucionalismo, nos dice, abandona cualquier pretensión de neutralidad política para abrazar una posición crítica hacia la intervención del Estado (posición que, entre nosotros, podríamos identificar como libertaria y de derecha). Si bien no abunda sobre la cuestión, aquí cobraría importancia la noción de ideología en el sentido peyorativo que le asignara la crítica marxista, en cuanto modo de enmascarar como justos y naturales una realidad injusta y unos principios erróneos. Los enemigos de la intervención pueden revestir su posición política con el lenguaje pretendidamente neutral del constitucionalismo y así sostener, con ventaja retórica, que los partidarios de la intervención no toman en serio la constitución.

Waldron reconoce que, además de ponerles límites, las constituciones asignan poder a las instituciones de la democracia. Parece abrazar así el “constitucionalismo positivo” de autores como Stephen Holmes o Sotirios Barber, a quienes cita. Las constituciones democráticas, sostiene, dan poder a quienes no lo tendrían de otra manera (“a la gente del común”). Pero afirma que, obsesionados por los límites, los constitucionalistas olvidan esta dimensión habilitadora. Hacia el final, Waldron analiza modelos alternativos de limitaciones al gobierno, algunos más aceptables que otros.

En suma, el constitucionalismo enlaza dos compromisos opuestos: una ideología basada en limitaciones al gobierno y una noción de autodeterminación (nacional) que en ocasiones llega a promover el autogobierno democrático. Esta combinación es problemática y, como alguien tiene que ceder, cede la democracia, que “nunca ha estado en el panteón del constitucionalismo”.

“La esencia del argumento…” y “cinco a cuatro”

“La esencia del argumento contra el control judicial de constitucionalidad” es el texto central del autor sobre ese tema. No podría analizarlo aquí como ameritaría hacerlo;[2] sólo diré que en él Waldron pretende indagar de manera normativa y general acerca –y finalmente, en contra– del control judicial, evitando las confusiones que suelen derivarse de la discusión de circunstancias históricas o las menciones anecdóticas sobre lo que hizo tal o cual tribunal. El autor intenta presentar bajo una buena luz dos sistemas rivales, uno con control judicial y otro basado en la supremacía legislativa, para determinar cuál lleva las de ganar a la hora de resolver cuestiones vinculadas con los derechos (anticipo el final: ¡vence la supremacía legislativa!). Apunta sus dardos sobre todo contra el modelo de control en sentido fuerte, en el que los jueces pueden dejar de aplicar una ley sin que otros órganos de gobierno puedan impedirlo.

El argumento central de Waldron presupone cuatro condiciones acerca de una sociedad política que, dada la brevedad de esta presentación, sólo puedo enumerar: a) un funcionamiento razonablemente adecuado de sus órganos políticos y b) judiciales, c) un compromiso con los derechos por parte de la mayoría del pueblo y sus gobernantes, y, no obstante, d) un desacuerdo hondo, persistente y de buena fe sobre el contenido y las implicaciones de esos derechos. En un sistema semejante, los desacuerdos sobre los derechos se resuelven mejor por la vía legislativa.

Waldron evalúa el par de sistemas alternativos con base en dos ejes: sus resultados y sus procedimientos. Respecto de los primeros, como estamos en desacuerdo acerca de qué resultados en concreto son aceptables, sólo podemos acercarnos a ellos en forma indirecta: viendo cómo se toman las decisiones y los factores que influyen sobre ellas. Los tribunales, afirma Waldron, no son buenos foros para discutir sobre derechos. El autor desmiente un argumento familiar: que los casos judiciales permiten que los jueces y el conjunto de la sociedad perciban las implicaciones reales –el drama humano– de las decisiones que involucran derechos. Cuando una controversia llega ante una corte suprema, dice el autor, sus aspectos principales ya son generales. Y, por lo demás, los casos individuales notorios (o difíciles) crean un mal derecho; impiden ver el panorama general. Además, los jueces suelen quedar anclados en detalles formales del texto de la constitución y distraerse con cuestiones enrevesadas, como la de los métodos interpretativos. Esto les impide ocuparse de lleno del problema sustantivo de fondo (el contenido de los derechos), que no involucra sólo una dimensión legal sino también una moral. Los legisladores no padecen ninguna de estas dificultades, y al menos en algunas ocasiones enfrentan las discusiones sobre derechos de manera directa, pero también responsable.

En segundo lugar, Waldron sopesa los valores (independientes de los resultados) que los procedimientos o sistemas alternativos podrían honrar. Aquí, sostiene, la supremacía legislativa gana por lejos, por las razones antes apuntadas. Mientras que la elección de representantes y luego el procedimiento legislativo tratan más o menos a todos por igual, el control judicial consiste en un puñado de jueces no elegidos por el pueblo que toma decisiones que lo afectan profundamente. Y dado que sus miembros también tienden a estar en desacuerdo, los tribunales adoptan esas decisiones por mayoría, aunque no está claro por qué, dado que no representan directamente a nadie (el autor expande este argumento en el capítulo “Cinco a cuatro”).

Waldron arremete contra un argumento esgrimido por algunos defensores del control judicial, y que se presta para un uso abusivo: el temor a la tiranía legislativa. Por supuesto, el hecho de que un grupo que se encuentra en minoría considere que una decisión es errónea no le da derecho a denunciarla como tiránica. El autor distingue entre mayorías y minorías en términos de la decisión y en cuanto a los intereses en juego. Un elemento necesario (aunque no suficiente) para que se configure el tipo de tiranía legislativa que debería preocuparnos es que quienes deciden sean además quienes se beneficien o perjudiquen con la decisión. Debemos temer sobre todo aquellas decisiones que perjudican a minorías que son o han sido tradicionalmente objeto de persecución o discriminación (en el antiguo lenguaje de la Corte de los Estados Unidos, “minorías individualizables y aisladas”). Waldron admite que esto puede suceder; la posibilidad caería fuera de sus supuestos. Si bien ello podría justificar el control judicial,[3] la última palabra sólo puede darla una evaluación de la “distribución de prejuicios” en la sociedad. Si resultaran tan extendidos en la legislatura como en la justicia, las perspectivas para la minoría serían aciagas. Y en caso de que las elites políticas en general mostraran menos respeto por la minoría que la ciudadanía, la supremacía legislativa triunfaría sobre el control judicial, porque sería más fácil remover legisladores prejuiciosos que jueces prejuiciosos.

“Algunos modelos de diálogo entre jueces y legisladores”

Ciertos defensores del control judicial postulan como una de sus virtudes (secundarias) que la intervención de los jueces promueve una suerte de diálogo o intercambio valioso con la legislatura acerca del significado de los derechos. Nuestro autor es escéptico. Sostiene que, en los sistemas de control en sentido fuerte, el supuesto diálogo es un monólogo, pues los jueces llevan todas las de ganar. Considera que existe una asimetría. Cuando se quedan con la última palabra, los legisladores tienden a escuchar más a los jueces de lo que los jueces escuchan a los legisladores en los sistemas en que su palabra es la final.

Según Waldron, la perspectiva de diálogo podría ser más promisoria en algunos sistemas débiles, en que la declaración judicial de que una ley viola la constitución no concluye necesariamente el asunto, ya sea porque el legislativo puede insistir en su vigencia o porque la declaración no tiene un efecto legal inmediato. Un ejemplo importante es el célebre art. 33 de la Carta Canadiense de Derechos y Libertades, que permite que el parlamento nacional o una legislatura provincial insistan en una ley siempre y cuando sostengan expresamente que lo hacen no obstante (notwithstanding) de que ella va en contra de la Carta (se entiende, en la práctica, que se trata de la interpretación que los jueces hacen de la Carta). La declaración dura un máximo de cinco años, como modo de forzar a una nueva coalición legislativa a reconsiderar el tema.[4]

Una de las perspectivas de diálogo que Waldron toma en cuenta consiste en un intercambio franco entre las instituciones sobre los méritos de las posiciones en juego, sin que pese el hecho de que una de ellas tenga autoridad (si es que la tiene) para cerrar la discusión. Sin embargo, sostiene, estos intercambios son en general redundantes, pues es probable que las posiciones de cada institución al respecto ya hayan sido tenidas en cuenta por la otra. Sucede que en el seno de los tribunales suele reproducirse el mismo tipo de desacuerdo existente en la legislatura (y en la sociedad). Así, es probable que la posición de la mayoría en una institución se corresponda con la de la minoría en la otra. Para Waldron, los constitucionalistas pasan por alto esta circunstancia, pues desconfían de la regla de mayoría y por ende desean ocultar el hecho de que los jueces, aunque por razones que no son obvias, también recurren a ella (una vez más, el argumento de “Cinco a cuatro”). Un posible diálogo suma tecnicismos legales, pero no agrega nada valioso.

Tres de los modelos que analiza el autor funcionan con sistemas de control en sentido débil. Uno es el de Nueva Zelanda, donde los jueces no pueden invalidar una ley, pero, si pueden interpretarla de modo compatible con la Declaración de Derechos de 1990 (también una ley) sin distorsionarla, deben preferir esa interpretación. En este sistema, los jueces podrían escoger una interpretación con el fundamento de que se acerca a la que tuvo en vista el parlamento al sancionar la ley; el parlamento, en su caso, podría insistir en una distinta; los jueces podrían volver a intervenir, y así hasta alcanzar cierto equilibrio. Este podría ser un intercambio fructífero, y evitaría que los jueces tuvieran siempre la última palabra. Otro de los modelos es el británico a partir de 1998, en el que un número limitado de tribunales puede emitir una declaración de incompatibilidad, sin efectos legales para el caso, pero con el posible efecto de iniciar un diálogo político.

El tercer modelo es el canadiense. Waldron señala que el art. 33 se usa poco, pasando por alto que puede funcionar incluso cuando no se lo invoque (en equilibrio, no debería emplearse nunca, dado que los jueces se anticiparían a una reacción legislativa). El autor se distancia de Jeffrey Goldsworthy, para quien la posibilidad de insistencia parlamentaria es suficiente para silenciar a los críticos del control judicial en sentido fuerte. La respuesta de Waldron es que el sistema fue diseñado de tal manera que, al insistir, el parlamento se ve forzado a representar oficialmente una actitud (posiblemente inexistente) de desprecio por la declaración de derechos.

Ciertamente, dice Waldron, el sistema no da la respuesta que Goldsworthy le atribuye, porque la declaración no habla de insistencia legislativa luego de una sentencia judicial, sino de insistencia en la sanción de una ley que (lisa y llanamente) contradice la declaración. Ello ignora que muchos de los desacuerdos ocurren debido a discrepancias respecto de lo que la declaración dispone, no porque una parte muestre desprecio por ella. En estos casos, el modelo impulsa una admisión de culpabilidad por parte del parlamento, como la de un niño frente a sus padres.

En este capítulo, Waldron adopta una estrategia metodológica idéntica a la que utilizó en “La esencia del argumento…”, que es anterior: poner a jueces y legisladores bajo una buena luz, en el marco de una sociedad que disiente muy fuertemente acerca de los derechos, pero que los toma en serio. Sin embargo, al igual que en “La esencia del argumento…”, Waldron no es preciso acerca de cuál es el rol que asigna a las constituciones. En las suposiciones de los dos textos del autor, los derechos están enunciados en (algo así como) una declaración de derechos, pero su estatus es ambiguo. No queda claro si la declaración forma parte de una constitución semirrígida o si puede ser modificada por una mayoría legislativa. Waldron insiste en que la discusión sobre derechos es centralmente sustantiva, no debe detenerse sobre detalles interpretativos. Pero el hecho de que la constitución sea un límite genuino ya no es tan obvio, especialmente si, como muestra el autor, es importante resistir la tentación de una interpretación judicial dinámica o desprendida del texto.

“Control judicial y supremacía judicial”

Waldron critica el principio de supremacía judicial: la tendencia de un sistema a permitir que cuestiones controvertidas sean resueltas por un tribunal con un sentido de finalidad. Ve en ello tres peligros. El primero ya nos resulta familiar: la supremacía ofende al autogobierno democrático. En segundo lugar, la supremacía queda peligrosamente cerca de la soberanía judicial, del poder de los jueces de crear normas constitutivas. El autor cita a Hobbes, que aborrecía el constitucionalismo porque a su entender creaba una regresión infinita en la cadena de control sobre el poder, anulando la posibilidad de gobierno soberano. Como el constitucionalismo implica control, unos jueces que controlaran sin ser controlados se erigirían en soberanos, lo cual exigiría un nuevo órgano de control, que a su vez se transformaría en soberano, y así al infinito. Waldron afirma que un poder judicial supremo puede convertirse en un soberano hobbesiano, echando a perder “la solución antihobbesiana al problema de la aplicación del Estado de derecho al poder máximo de una sociedad”, una solución que cierta versión de la división de poderes haría posible.

En tercer lugar, Waldron echa mano del principio expuesto por Sieyès (y antes por otros autores) de que los poderes constituidos por la nación o el pueblo nunca pueden usurpar el poder constituyente (de la nación o el pueblo). Los jueces constitucionales harían precisamente esto, bajo la mirada celebratoria de algunos autores. Hannah Arendt, por ejemplo, sostenía que la Corte Suprema de los Estados Unidos ejercía una función continua de creación constitucional.

Estos riesgos deben ser evitados, y Waldron nos dice cómo. Ayuda que los jueces no se embarquen en una defensa integral de un programa constitucional coherente, sino que se ocupen de resguardar cláusulas constitucionales aisladas. Que no se opongan a la visión general expuesta por la legislatura o el presidente, sino que se concentren en abusos particulares. Y que no abracen la idea de un constitucionalismo dinámico (que no vean a la constitución como un “árbol vivo”, para emplear la expresión canadiense), adaptable a cualquier nueva circunstancia, dado que esto los convierte en la práctica en redactores de una nueva constitución.

El costo de que los jueces no se limiten es doble. Sufre la democracia, por supuesto. Pero también el Estado de derecho (rule of law), que la justicia precisamente venía a resguardar.

Apuntes para la crítica

Esto y mucho más dice Waldron. ¿Está de acuerdo el lector con que se trata de un trabajo formidable? Sus textos contienen críticas y advertencias oportunas. El equilibrio entre supremacía y soberanía judicial es siempre delicado. Es cierto: el constitucionalismo con frecuencia muestra una hostilidad excesiva frente al poder de las mayorías. Y si la noción del “diálogo” entre los poderes no se toma en serio y se la emplea como mera declamación, será mejor que la descartemos.

A mi entender, los textos de Waldron también presentan aristas problemáticas, aunque no es esta la ocasión para elaborar una crítica más o menos articulada. A manera de apuntes telegráficos, me limitaré a enumerar algunos posibles flancos débiles (González Bertomeu, 2011).

Mayoritarismo

Aunque en ocasiones morigera su postura, vimos que Waldron apuesta fuerte por la regla de mayoría. Su apuesta no conlleva despreocupación por la suerte de los potencialmente involucrados en una decisión, por el igual respeto o consideración que merecen, o por su dignidad. Al contrario, supone una preocupación por esos valores. Por eso mismo, suena desbalanceada. Si sabemos que la regla de mayoría puede traicionar esos valores, ¿por qué establecer entonces un compromiso casi incondicional con ella, en vez de partir de los propios valores y preguntarse, en cada caso, cuáles son los procedimientos que mejor los honrarían? (Nagel, 1999). No estoy presuponiendo que el control judicial sea siempre el mecanismo adecuado, pero es posible que la regla de mayoría tampoco lo sea (Macedo, 2010). Como K. May y otros han mostrado, este sistema es, en efecto, el único que otorga a todos el mismo peso. Pero esto podría brindar poco consuelo cuando aquellos valores resultan afectados.

Incentivos

Waldron dedica muy poca atención a la cuestión de los incentivos electorales o partidistas de los legisladores. Nadie niega que pueden ser respetuosos de la constitución. Pero tampoco puede negarse que, en la mayoría de los sistemas políticos conocidos, enfrentan presiones políticas que compiten con ese compromiso y pueden derrotarlo. La noción de tiranía mayoritaria suele ser inadecuada. Pero no sólo se violan derechos debido a prejuicios extendidos hacia una minoría particular. Casi siempre pesan más otros motivos, entre ellos, el descuido de un tema por no ser una prioridad política inmediata.

Constitución I

El autor sugiere que las discusiones de derechos deben quedar libres de cuestiones técnicas, para lo cual el poder legislativo marcha con ventaja. Pero el análisis constitucional a menudo involucra esas cuestiones. De manera que la comparación parece sesgada. O la declaración de derechos que Waldron presupone asigna límites reales para legisladores y jueces o no los asigna para nadie. Como apunté, el autor no es claro sobre qué rol le cabe a la declaración de derechos o a la constitución.

Constitución II

Waldron sostiene que el constitucionalismo sólo se preocupa por limitar el poder. Dejando de lado la cuestión de que muchos compartimos su visión “positiva”, y que la contracara de la limitación puede ser la habilitación, el autor parece tener una perspectiva o bien parroquial de las constituciones (centrada en la de los Estados Unidos, que casi no impone deberes al Estado) o bien anacrónica, pues las cartas de muchos países están hoy infladas por la inclusión de deberes estatales: intente el lector decir a un indio, un sudafricano o un colombiano que su constitución es puramente libertaria.

Idealización

La pretensión de ensayar un argumento general sobre el control judicial es tan encomiable como problemática. El carácter abstracto e idealizado del intento de Waldron no permite determinar si los sistemas políticos reales cumplen con las condiciones que impone. Vaya un ejemplo relevante: el sistema político del país de nacimiento del autor, Nueva Zelanda, se apoya en el principio de soberanía legislativa. Y parece aceptable. A pesar de esto, Waldron niega que cumpla con sus condiciones. Esto genera dudas sobre la suerte de casi cualquier otro sistema real. Entonces: control judicial, ¿sí o no?

Waldron es un escritor agudo y consumado, y sus escritos se disfrutan plenamente, más allá de que las críticas esbozadas sean eficaces. Los lectores sacarán de ellos el mismo provecho que he sacado yo.

Referencias

González Bertomeu, J. (2011), “Against the Core of the Case”, Legal Theory, 17(2): 81-118, disponible en <juangonzalezbertomeu.files.wordpress.com>.

Macedo, S. (2010), “Against Majoritarianism”, Boston University Law Review, 90(2): 1029-1042, disponible en <www.bu.edu>.

Nagel, T. (1999), “Rock Bottom”, London Review of Books, 21(20): 20-21.

Waldron, J. (1999), Law and Disagreement, Óxford, Oxford University Press [ed. cast.: Derecho y desacuerdos, Madrid, Marcial Pons, 2005].

— (2017), One Another’s Equals. The Basis of Human Equality, Cambridge (MA), Harvard University Press.

[1] Remito a la lectura de la página institucional del autor en la Universidad de Nueva York: <goo.gl/TDbdQR>.

[2] He intentado hacerlo en González Bertomeu (2011).

[3] El autor ha sostenido que Nueva Zelanda no cumple con el primer supuesto, y por ende, que el control judicial estaría allí justificado. Íd.

[4] En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), la legislatura puede ratificar una ley por mayoría especial hasta tres meses después de que haya sido declarada inconstitucional por el Tribunal Superior de Justicia (art. 113 de la Constitución de la ciudad).