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teoría


EL INDISPENSABLE EXCESO DE LA ESTÉTICA



por


KATYA MANDOKI







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a Gyuri y a mis hijos






Un agradecimiento a Conacyt y a la Universidad Autónoma Metropolitana por el apoyo a esta investigación.

PRÓLOGO


Arriba, donde quiera que sea, ha quedado la estética desde que Platón fija lo Bello en la cúspide del mundo de las Ideas, a la par del Bien y la Verdad. Para Longino lo sublime es “elevación del estilo” sobre lo ordinario. Hegel repite la palabra “superior” cinco veces en cuatro frases consecutivas al referirse a lo bello.1 Incluso un pragmatista terrenal como John Dewey la coloca en la cima de la montaña sobre los haceres y padeceres cotidianos.2

Y ahí sigue la estética para buena parte del discurso filosófico: en las alturas. Al observar al mundo desde arriba, esta filosofía de la verticalidad ubica predeciblemente al espíritu en lo alto y a la materia abajo, al arte arriba y a la naturaleza abajo, a lo racional encima y lo emocional abajo. Ocurre que tal enaltecimiento de la estética a cumbres tan excelsas encubre su pecado original: la evidencia creciente y embarazosa de que el sentido de belleza pudiera provenir más bien desde abajo, de las partes nobles. Juzgar lo bello puede ser menos obra del espíritu que del cuerpo, menos resultado de la cultura que de la naturaleza y menos virtud que lujuria. Vale entonces partir desde el origen de toda posibilidad de estesis en lo vivo, lo celular, lo vegetal, lo animal y lo humano. Por ello, hay que explorarla desde abajo.

También hay que hacerlo desde atrás. No enfilaremos al futuro al que apuntaron exaltadamente las vanguardias artísticas en sus fogosos manifiestos utópicos del siglo xx para conducir a la humanidad hacia el triunfo del Arte. Viremos la mirada hacia el pasado para leer en retrospectiva los rastros que han dejado en nosotros millones de años de una tenacidad inexplicable por sobrevivir, mejorar y multiplicarnos. En nuestro cuerpo llevamos una herencia que consiste no sólo en órganos para el metabolismo, respiración y locomoción sino también, y en especial, órganos sensoriales y procesos neuronales que nos permiten detectar e interpretar al mundo para estar en él lo más y lo mejor posible. Por ello, además de nuestro patrimonio genético, somos herederos de un patrimonio estético, manantial de sensibilidad que inunda y tiñe el modo de valorar nuestros mundos, pero nos condena irremediablemente a desconocer todos los otros. Llevamos la estética en todo el cuerpo: en los sentidos, emociones y preferencias a lo largo y ancho de nuestra evolución.

Para emprender este trabajo ha sido necesario airear un poco las dicotomías tradicionales que nos ciñen el pensamiento al menos desde la escuela pitagórica pues confunden categorías analíticas con la palpitante y multiforme realidad (cuerpo-mente, naturaleza-cultura, ciencias-humanidades, espíritu-materia, emoción-pensamiento, estética-lógica). Otro paso ineludible requiere superar el canon esterilizante que circunscribe la Estética a lo Bello y al Arte, pues aunque los engloba, no hay por qué reducir esta disciplina a contador Geiger de belleza o dispositivo certificador de autenticidad de obras de arte. Corre así el riesgo de ser sustituida por sondeos estadísticos del gusto, softwares detectores de sección áurea o el método digital de descomposición wavelet para rubricar la autenticidad de obras de arte. Queda por explorar todo el ámbito de lo extraartístico, nada menos que los seis y más colores y todas sus gamas restantes en el arcoíris de la estética: entre ellos está la percepción del entorno, la seducción en el apareamiento, la fascinación del ritual, el goce del logro, la admiración de la excelencia, la figuración del mito, el placer del juego, y sobre todo, la milagrosa apertura de las criaturas al mundo.

Vamos a proceder en dos direcciones simultáneas que, extrañamente, se han considerado antagónicas siendo perfectamente complementarias: la biosemiótica y el evolucionismo. La semiótica partió del cuerpo en la medicina desde la antigüedad clásica griega al explorar los síntomas como signos de enfermedad. El Medievo y el Renacimiento practican una teosemiótica cuando entienden al mundo como sembrado de signos indiciales e icónicos de Dios, pero en el siglo xx, con el llamado “giro lingüístico”, la semiótica se obsesiona a tal grado con los signos verbales que olvida sus orígenes corporales y naturales.

El gran semiólogo Thomas Sebeok se declara “biólogo frustrado” y devuelve la biología a la semiótica a partir de los sorprendentes hallazgos de von Frisch sobre comunicación entre las abejas, así como entre marsopas y delfines, y de las reflexiones de von Uexküll sobre percepción animal.3 Por otra parte, un siglo antes, Darwin inicia la lectura semiótica de los índices que la evolución imprime en la morfología y anatomía de las especies y resulta, sin proponérselo, un semiólogo natural cuando interpreta estos signos en plantas, animales y humanos con mayor acuciosidad que su paisano Sherlock Holmes las pistas del criminal.

Pero no son la semiótica ni la biología el tema de este texto sino la estética y, a pesar de la tensión entre ambas, estas dos disciplinas son las herramientas óptimas que nos conduzcan a investigarla. Baumgarten incluyó, al fundar la estética, una concepción semiótica, pero quedó incompleta.4 Desde entonces, poco se ha avanzado en esta dirección que mantiene a la estética postrada con suero intravenoso caritativamente suministrado por la filosofía analítica. Este libro propone nutrirla con caldos más sustanciosos para que se incorpore en plena salud y se asuma como lo que es: bioestética. Por ello habrá que explorar la evolución de la sensibilidad a partir de sus primeros indicios. Eso haremos aquí.