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Vivir como si ya hubieras muerto

 

Amalia Marugán

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© Amalia Marugán

© Vivir como si ya hubieras muerto

 

ISBN PDF: 978-84-685-4312-3

ISBN ePub: 978-84-685-4313-0

Depósito legal: M-38621-2019

 

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Dedicado a Patricia Fadón, Psiquiatra, primera lectora y mi hada madrina.

 

Agradecimientos desde el corazón a mis hijos por su entusiasmo incondicional, a mi hermano José Luis por sus acertadas críticas, a Isabel Larrea y María Lluch Rodríguez de Diego por sus aportaciones profesionales, a Pilar Regato gran doctora y mejor amiga, a María Ángeles Novillo por su generosa hospitalidad, a María Antonia Domínguez por este último impulso y en especial a mi redactor, generoso periodista y mentor Miguel Gómez Vázquez.

 

Y a todas aquellas personas que superan día tras día haber sido víctimas de la violencia sin sentido.

 

 

 

 

 

CAPITULO I

 

 

 

Una mujer delgada, más bien alta, de pie, junto a la barra de una cafetería, o mejor dicho pegada a ella, comía sola. Llevaba puesto un elegante traje de lino, con las arrugas típicas de haber estado muchas horas sentada. Su melena rubia, acompañaba un rostro claro y elegante. Extremadamente perfecto. Armónico en cada uno de sus rasgos. En esa edad madura en que es difícil situar a las mujeres y a los hombres. Una franja ancha, que se abre desde que se cumplen los treinta, y que según uno se cuide, puede llegar hasta los cincuenta, o más.

Verónica Solí, odiaba el ejercicio casi diario de aparentar naturalidad ante el hecho de disponer de más de una hora para comer. Tras dos pulguitas de jamón serrano y una cerveza, pidió el tercer café del día. Miró el reloj, solo habían transcurrido catorce minutos desde que había llegado al local. Qué fastidio de eficacia camarera. Te servían más rápido que en un restaurante chino.

Cuando se despegó de la barra, el recorrido hasta la puerta de salida del local, se convirtió en una pasarela. No la miraban por su altura, que la tenía, ni por su delgadez, que la padecía, sino por su aparente seguridad. Por esa firmeza al caminar, que la convertía en una mujer a la que admirar.

De vuelta al despacho, iba proponiéndose cambiar algunas cosas. No quedaba casi nunca con amigos y no le gustaba sentirse tan sola. Sola sí, pero no tanto. En el trabajo, todo consistía en estudiar a fondo cada caso, llegar a acuerdos, o preparar defensas, ganar y hacer ganar dinero. Empezaba a molestarle ser una abogada demasiado perfeccionista.

Tras preparar unas oposiciones de Judicatura, a las que no pudo llegar a presentarse, su vida se detuvo repentinamente cuando esa “mala suerte”, que parece afectar solo a los demás, le tocó de pleno. Esa mala suerte de la que todos creemos estar exentos. Esa mala suerte que afecta a personas que nos parecen irreales, solo nombres en las noticias. Verónica fue uno de esos nombres que nuestros ojos devoran llevándonos las manos a la boca mientras leemos los detalles que relatan un brutal asesinato.

El tiempo no lo cura todo, simplemente transcurre. Habían pasado más de veinte años. Ahora trabajaba para una de las mejores firmas de abogados de Madrid, el despacho De la Villa–Garay. Y estaba viva.

Cuando preparaba cualquier caso, era metódica y exhaustiva. Rozaba la obsesión. Desplegaba un abanico de posibilidades y escogía, con los datos que tenía, con la documentación que podía obtener, con las pruebas que podía utilizar, la opción más beneficiosa o menos perjudicial para los propósitos de su representado.

La mayoría de los clientes tenía una visión de sus intereses, tan clara, que le decían lo que tenía que hacer. Ella les comprendía, les dejaba hablar y les daba la razón. Nada mejor, en un primer contacto, que escuchar y asentir.

Cuando queremos algo y nos dicen que sí, que lo vamos a conseguir, nos relajamos. Y a partir de ahí es cuando nos dejamos aconsejar.

Lo sencillo suele ser lo más eficaz y no compartía los puntos de vista que muchos de sus colegas tenían para un mismo asunto, que complicaban aún más las pretensiones de sus clientes. Su función era solucionar, la del juez dirimir y la del cliente esperar y confiar en ella.

 

La Calle Velázquez recuperaba su tráfico ruidoso, los interminables semáforos, el barullo de las compras, las mujeres y hombres guapos y bien vestidos, los repartidores de propaganda en la boca del metro, los vendedores de periódicos alternativos en los ceda el paso, los mendigos en las aceras…

En pleno Barrio de Salamanca, recorrer las calles te hace sentir tan exclusivo como los elegantes escaparates donde todo luce impecable.

El breve recreo concedido para el almuerzo había terminado.

 

En la segunda quincena de septiembre todo volvía a comenzar. El curso jurídico abría las puertas de los juzgados como el primer día de las rebajas en unos grandes almacenes. Ya era día quince y tenía la sensación de que agosto había pasado hacía meses. En tan solo dos semanas, la misma rutina, adquirida con los años, se pegaba a sus sentidos, haciendo que todas las acciones del día fueran hábitos.

 

Verónica decidió dar un breve paseo para regresar despacio al trabajo.

El vestíbulo, previo al interior de la portería, recibía a sus visitantes con paredes de mármol y espejos enmarcados con cenefas doradas, dándoles la bienvenida advirtiendo, en un breve y discreto letrero de rubrica obsoleta, que el personal de servicio entraba por la puerta lateral.

A ambos lados del ascensor, subían y bajaban los tramos de una escalera de mármol blanco. Los de subida, al despacho y a los pisos; los de bajada, a las salas de contadores y las calderas, a la casa del portero, a los trasteros y a los cuartos de limpieza. El ascensor era una antigüedad y solo podía usarse para subir. Aunque debido a la avanzada edad de algunos inquilinos de las viviendas, desde el segundo piso hasta el sexto, el portero hacia la vista gorda y dejaba usarlo a las personas mayores para bajar. Ahora bien, como a algún joven o a alguna de las asistentas que ayudaban en las casas, se les ocurriera coger el ascensor para bajar a la calle, no dudaba en echarles una reprimenda.

Don Antonio era el portero. Las zonas comunes y, por supuesto, la reliquia del ascensor, eran de su exclusiva competencia. Por las mañanas se ponía un mono de color azul y adecentaba el portal y la escalera. Por las tardes lucía su uniforme de traje negro con corbata y se sentía muy orgulloso de ser el que primero recibía a toda aquella gente famosa y de postín, que acudía a uno de los mejores despachos de abogados de la capital.

¡La de artistas y famosos empresarios que había conocido él! Y algunos, a fuerza de tanto entrar y salir del despacho, le llamaban por su nombre.

–Antonio, he llamado a un taxi; subo un momento que me he dejado el paraguas; si viene le dice que se espere; ¿Me hará usted este favor?

Así le habló, allá por los años ochenta, su tocayo, el torero más famoso que ha habido y que habrá en Madrid.

¡Dios mío, qué suerte había tenido con este puesto! Sin mencionar a las folclóricas, duquesas y marquesas que por allí habían desfilado. Claro que también venia gente anónima y muy adinerada, que solía, además, ser la más educada. Para Don Antonio, los famosos eran más estiraos. Los ricos sin renombre eran los que de verdad le trataban bien.

Depositario de la confianza de Don Julián De la Villa–Garay, de su hijo Gonzalo y también de Verónica Solí, mantenía un vínculo muy especial con ellos. No solo de confianza, sino de gran y profunda admiración, mezclada con un sentimiento infinito de gratitud. Al igual que le encantaba, a título personal, saber alguna anécdota de los famosos que por allí desfilaban, Don Antonio llevaba a rajatabla uno de sus refranes favoritos: “En boca del discreto, lo público es secreto”.

Los abogados ocupaban toda la primera planta del edificio cuyas dependencias habían sido transformadas en despachos. Se accedía directamente a una amplia recepción, rodeada por cinco puertas. Tres de las cuales se correspondían con los tres despachos principales. El del Abogado fundador de la firma, Don Julián; el de su hijo, Gonzalo; y el de Verónica Solí.

Adentrándose por el pasillo, se repartían varios despachos, los aseos y una cocina, que hacía las veces de sala de recreo para el resto de letrados y secretarias.

Las paredes servían de exposiciones itinerantes de pintores emergentes. Se podían contemplar esculturas de artistas de reconocido prestigio y mobiliario de anticuario mezclado con diseños vanguardistas. Así, la primera impresión, que se tenía al ser recibido en el bufete de Don Julián De la Villa–Garay, era de solvencia y confianza. Sin duda, una muy buena imagen, que su hijo Gonzalo, había sabido mantener y mejorar.

El bufete De la Villa–Garay se había especializado, desde que la segunda generación tomó el mando, en el mundo fiscal, mercantil y procesal.

 

A primera hora de la tarde, los únicos ruidos que llegaban a través de la ventana abierta del despacho de Verónica Solí, eran los propios del mediodía. Le gustaba escucharlos. Pensar que solo unos metros más arriba, la gente vivía una vida normal. Esa normalidad a la que aspiraba, anhelaba y mitificaba por haberle sido arrebatada. Tenedores golpeando sus dientes metálicos sobre los platos, pequeños movimientos de muebles y algún portazo. Toda aquella sinfonía cotidiana que solo se apreciaba sin el pitido de los faxes, de los ordenadores, de los móviles, del hilo musical y del timbre de la puerta. Pero todo eso se eliminaba por completo al cerrar su ventana de doble acristalamiento que daba a un patio interior.

Sentada frente a su portátil, esperaba a qué se abriera su agenda, mostrándole las citas que tendría que afrontar esa tarde.

El delator tintineo de unas llaves en busca de las cerraduras, no podía ser de otra persona más que de Alice, la jefa de secretarias del despacho. Verónica no podía evitar pensar que lo hacía a propósito. De sobra sabía que la cerradura superior estaba abierta. Se veía la luz por debajo de la puerta ¿Qué más signos evidentes necesitaba para darse cuenta?

Con frecuencia colegas de otros despachos insinuaban a Don Julián que tenía que cambiar esa vieja puerta de acceso, con esas cerraduras que debían ser las originales de la finca, por un buen sistema de seguridad.

Nadie en Madrid tenía un despacho de ese prestigio, sin código de acceso y sin cámaras de vigilancia. Sin embargo, solo tenían contratado un sistema básico de alarma que conectaban los fines de semana y, a veces, hasta se olvidaban.

Don Julián asentía y decía que sí, que era un tema pendiente que en breve solucionarían. Pero no tenía ninguna intención de cambiar su vieja alarma. Sabía por experiencia que si alguien quería entrar a robar, lo haría, con o sin cámaras de vigilancia, con o sin códigos sofisticados de acceso. Prefería ponérselo fácil. A más confianza, menos destrozos. Las obras de arte se reemplazarían, y los documentos…

Bueno, los documentos parecían estar a salvo con las copias de seguridad. Para él, lo que solucionaba un caso no estaba dentro del despacho.

 

Por fin la puerta principal se abrió y la voz, de timbre elevado, de Alice retumbó en la recepción.

– Verónica…Verónica… Verónica.

– Alice… Alice… Alice.

– ¿Por qué no estás dando una vuelta con el buen tiempo que hace?

¿Adivino? Liada. Pero no hay excusa. Te pasas la vida en esa silla ortopédica. Llevas quince días en Madrid y todavía no te has tomado ni un medio respiro, vamos, ni una cervecita conmigo, para celebrar el regreso. Tú no tienes depresión postvacacional, tú eres una depresión postvacacional.

Verónica manteniendo la mirada en la pantalla de su ordenador intentaba ignorarla sin poder evitar esbozar una pequeña sonrisa.

Alice tenía muchas cualidades, hablaba inglés y francés tan rápido como el castellano y era capaz de ser cotilla trilingüe con la misma naturalidad con la que un desconocido te pregunta la hora. Lo malo es que te preguntaba la hora, el día, y hasta lo que te había costado el modelito que llevabas puesto. La solución cuando estaba en el trabajo era el mutismo. Otra cosa era al salir fuera.

–Mira Verónica, ya sé que me vas a decir que no, pero que tal un ¿cine, cena y copas? ¿Las tres ces? ¿No? No ¿Para qué me molestaré yo en preocuparme por tí?

 

Y tras cerrar la puerta del despacho de Verónica, se sentó en su puesto detrás del mostrador de recepción. Era su trinchera o su castillo, según se mire. El doble uso del deber y del poder. Sus indeterminados cuarenta y tantos años la distanciaban como coraza sabia del resto de las secretarias. Alice siempre era la primera en llegar y casi siempre la última en irse.

Y comenzó la actividad de la tarde cuando fueron llegando los letrados y las primeras citas.

Verónica tenía dos reuniones. La primera interna, con Gonzalo, para hablar de casos que necesitaban revisar, y la segunda con un cliente de mediática fama.

A las siete de la tarde, Alice, con su habitual diligencia, conectó el intercomunicador del despacho número tres.

–Tu cita de las siete y media acaba de llegar, solo con medía hora de adelanto. Le ofrecemos... ¿Un cafetito? ¿El periódico? ¿Una abogada estupenda? ¿O le hago pasar?

–¿Ya está aquí? ¡Qué pronto! ¿Cómo es?

–Pues tiene una pinta fantástica. Lo he pasado a la salita. ¡Qué pena que tenga tantos problemas para librarse de su esposa y de su familia política!

–Ya veo que haces tus deberes y te lees todos los “confidenciales” que pasan por tus manos ¿No te da vergüenza?

–Sinceramente Verónica, no me da ninguna vergüenza. Yo diría que ha adelgazado bastante. En las últimas fotos que he visto de él antes del verano, parecía más rellenito. Estaba deseando verlo en persona. Me lo sé todo de él.

–Querrás decir que sabes todo lo que de él se publica. Venga, vamos a dejarnos de tonterías y haz el favor de no creerte todo lo que sale en la prensa del corazón, que tienes la cabeza a pájaros. Hazle pasar.

–¿Le hago pasar? ¿Así sin más? ¿Sin hacerle esperar un poquito? Va a pensar que estas desesperada ¡Qué no se te note tanto querida!

–¡Alice¡

–Yes buana.

 

Alberto Carraira, seguía rítmicamente con la puntera de su zapato la suave música que amenizaba la espera. Había llegado pronto.

Soportaba mejor ir al dentista que ir al abogado. Tener que hablar de Alejandra y de su mafiosa familia política, le ponía enfermo.

Alice le despertó de su estado de inquietud y le acompañó hasta el despacho de Verónica. Parecía nervioso. Sonreía. Le estrechó la mano como alguien que ejercita ese rito social diaria y mecánicamente. Con calculada firmeza.

Antes de que Verónica le formulara su primera pregunta, Alberto se disculpó por su impuntualidad alegando tener prisa por saber en qué situación se encontraba y qué podía hacer.

–Señor Carraira, no quisiera importunarle, pero la prisa no es una buena aliada. Si ha venido aquí, sabe que intentamos, y casi siempre lo logramos, solucionar determinados temas sin tener que pasar por los juzgados. La finalidad de la negociación extrajudicial es ante todo eso, lograr que intereses opuestos se avengan. Utilizando para ello la mediación de un tercero. En este caso, la mía. Mi colega y amigo común David de Fontfría asegura que usted nos necesita y puedo garantizarle, que desde que nos haga depositarios de su confianza y hasta que sus intereses queden a salvo, utilizaremos todos los medios a nuestro alcance para conseguirlo. Y créame, tenemos muchos medios a nuestra disposición. Si está de acuerdo me gustaría que comenzara por el principio.

 

Durante los breves y precisos minutos en que Verónica Solí exponía su discurso, le dió tiempo a analizar cada uno de los pequeños detalles de la cara de su cliente. Tez bronceada y cabello negro. Tenía un tipo de cara, muy varonil. Su indumentaria elegante e informal delataba su profesión ¿Porqué la mayoría de los arquitectos que conocía vestían así?

 

Durante los breves y precisos minutos en que Verónica Solí, expuso su discurso, Alberto Carraira tuvo tiempo de analizar cada uno de los pequeños detalles de la cara de su abogada.

Antes de inclinarse hacia delante y apoyar los codos en la mesa, para comenzar a contarle a una perfecta desconocida alguno de los episodios más desagradables de los últimos trece años de su vida, el señor Carraira se preguntó cuántos años tendría esa mujer. No parecía mayor, pero sin duda no era una treintañera. Con unos rasgos que parecían dibujados a mano, daba confianza a la vez que despertaba curiosidad. Tenía lo que él llamaba una buena cara, inquietante, quizás demasiado proporcionada. Y para un arquitecto la belleza siempre es un aliciente. Respecto a su indumentaria, no cabía duda de que era abogada, todas vestían igual. Traje femenino de corte masculino, con alguna concesión al color en la camisa. Si se la hubieran presentado en la calle, habría acertado su profesión.

 

–Me casé con Alejandra Ripoll cuando yo tenía treinta y un años y ella diez menor que yo. Hemos vivido juntos hasta hace dos meses. No hemos tenido hijos y no los vamos a tener. Quiero separarme de mi mujer y ella no quiere ni oír hablar de divorcio. Por mi parte no hay una tercera persona, simplemente no puedo seguir con ella. Bueno, no es tan simple. Nuestra situación personal es de todo menos buena. Mi suegro, Eusebio Ripoll, al que imagino conocerá por la prensa, quiere hundirme, y mucho me temo que lo va a conseguir. El que yo, un arquitecto, según él mediocre, que ha conseguido reconocimiento profesional, solo y únicamente gracias a que me casé con su hija, quiera separarme de ella, está siendo un golpe más que humillante. Eso, unido a que conozco de primera mano, todos y cada uno de los chanchullos en los que está metido, hace que para él sea un personaje, digamos que molesto.

–Y si no es inoportuno preguntarle ¿Por qué no quiere separarse su mujer de usted?

–Entre otras cosas para llevarle la contraria a su padre. Es una costumbre que lleva practicando toda su vida. Tendría que remontarme trece años atrás, para que comprendiera la relación que extrañamente les une ¿Cobra usted por horas?

–Ya le he dicho que no tenemos prisa.

 

Dos horas de conversación, de recabar datos sobre la realidad económica del matrimonio, de las posibles divisiones y soluciones fiscales, llegaron a un punto muerto. Necesitaba documentación y estudio de todo lo que a borbotones había expuesto su cliente. Volverían a verse en unos días. Realmente la situación del Señor Carraira era delicada. Y no solo por lo que conlleva llegar a un acuerdo de separación, sino porque no resultaría fácil administrar toda la información que tenía contra su suegro, conseguir que le pagara lo que le debía y por añadidura que no se entrometiera en su divorcio.

 

Alberto había quedado con David de Fontfría a las nueve en el despacho de Verónica para salir desde allí juntos a cenar. Verónica le acompañó hasta la entrada del edificio, con la idea de saludar a su amigo común. Sin embargo allí mismo en la portería, una llamada de David le advertía de su retraso. Se verían directamente en el restaurante. Verónica le pidió que le diera recuerdos a su amigo de la facultad, mientras se despedían con el corto ritual de un apretón de manos.

 

Cuando Alberto abandonó la portería, Don Antonio buscó en las revistas de su garita la cara de ese hombre, le sonaba mucho y estaba casi seguro de quien era, pero quería comprobarlo. Alice le regalaba con algo de retraso las revistas que amenizaban la sala de espera del despacho. Las jurídicas se las llevaban los abogados jóvenes y las de cotilleo se las bajaba al portero.

 

Seguir al marido de la hija de su jefe estaba siendo un auténtico coñazo.

Ese arquitecto “guaperas” llevaba más de una hora en el despacho de los abogaos.

¡Vaya una vida perra que tenía! A sus treinta y nueve años, haciendo de espía de un tipo listo cuyo único mérito era haber dado el mejor braguetazo de España. Para eso había quedao, solo para seguir a un pijo desagradecido. Dentro de poco ya no podría vivir de su apariencia de matón.

Un colega, un chanclas de la trena, le ayudaba en este encargo. Cada uno por separado apostados frente al portal, esperando a que su objetivo saliera a la calle. La tarde se presentaba de lo más aburrida. Estaba empezando a sentirse mal, mediocre, gris, vulgar, corriente.

Necesitaba evocar uno de sus guardados recuerdos.

El primero no. Ese lo reservaba para bajones de ánimo del máximo nivel.

Mirando al punto fijo de la portería que tenia que vigilar esperaba apoyado en el quicio de una ventana baja, con las piernas cruzadas a lo largo y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Tras los cristales ahumados de sus gafas ocultando el brillo de sus ojos intensificados por la emoción de volver a vivir uno de sus “permisos” eligió el segundo de sus dobles entrenamientos.

Cuando salió de la prisión de Alcalá Meco después de una segunda condena por robo se merecía un premio. Solo tenía veinticuatro años y toda la vida por delante.

Llevaba semanas refugiándose en el parque de su niñez, un hospedaje gratuito y seguro. Su primera casa era la cárcel, su segundo hogar, una edificación abandonada, un antiguo palomar, que antaño formaba parte de un teatro, hoy desconocido, situada dentro de los Jardines de Fuente de Berro. Solo poseía la furgoneta que su padre le había dejado. Su Fiat Ducato blanca preparada para recibir a cualquier puta rubia, pija y delgada. En su interior, unas barras de extremo a extremo, originalmente diseñadas para transportar objetos largos sin ocupar la parte baja del compartimento, mostraban varias cuerdas atadas con nudos firmes acabados en pequeñas sogas abiertas esperando a ser usadas. La mampara enrejada que dividía la cabina de la carga, exponía diferentes bridas de sujeción colgadas de su huecos metálicos. El suelo estaba revestido con un protector de PVC y forrado con plástico impermeable. Los cristales de las ventanillas tintados de blanco y encima trozos de cinta americana cortada y pegada.

Aquél grito de su segunda víctima, aquél grito de la puta de la pamela, le puso en alerta.

Tenía que reclutarlas, callarlas, trasportarlas y destrozarlas.

Si todas desaparecían en el mismo lugar, le iba a ser imposible seguir entrenando en el mismo sitio. Pondrían vigilancia y no disfrutaría de ser él, el único dueño de los jardines una vez que llegaba la hora de cerrar sus puertas al público. Por eso tras días de inspección decidió dar una oportunidad a la víctima seleccionada en el parque Tierno Galván. Reunía todo lo necesario para tener un buen entrenamiento. Cerró los ojos un segundo para concentrarse en la imagen de aquella mujer de las gafas de sol, corriendo segura, figura atlética, coleta rubia, pelo liso, altiva, asquerosamente noble, de esas que tenían que desaparecer de este puto mundo.

No había sido buena idea salir a correr con las gafas de sol graduadas, los días empezaban a acortarse. En breve no vería con claridad. Apuraría los últimos minutos y saldría como siempre por la entrada lateral del parque haciendo un sprint, eso la haría ganar unos minutos antes de que cayera la noche. En plena madurez, se conservaba atlética y joven. Su cuerpo no aparentaba la edad real que tenía. Estaba en forma.

 

Aparcaba la furgoneta paralela a las vías del tren. El corto túnel peatonal de entrada al parque le hacia sombra. Después de salir del gimnasio era un ex presidiario sin obligaciones. Ya había recibido un buen dinero por dar una paliza de muerte al chivato que metió en prisión a su compañero de celda. Era el momento de disfrutar. Llevaba días preparando su ritual.

El pulso se le aceleró. Estaba excitado. La adelantó sin dificultad y esperó a recibirla con las puertas de la furgoneta abiertas. Las zancadas retumbaron bajo el efecto del arco que formaba la salida del parque por el túnel lateral anticipando su encuentro. No le dió tiempo a reaccionar. La velocidad de su carrera impidió la frenada ante el brutal puñetazo que recibió en el abdomen. Rodó unos metros desplomándose en el suelo. La recogió para lanzarla al interior del vehículo.

Cerró las puertas. Lo primero amordazarla, la cinta americana sería su mejor aliada. Le servía para casi todo, desde tapar las bocas, hasta sujetar los nudos de forma imposible de aflojar después de atadas las manos y los pies.

 

Sujeta a la rejilla de la cabina, presa, sin poder realizar ningún movimiento ni emitir sonido, abrió los ojos y supo sin equivocarse que su vida había terminado. Un frio estremecedor se apoderó de ella. Perdido todo control del movimiento, los temblores recogían el sudor helado de cada poro de su cuerpo.

Lo había conseguido ¡Es que era la leche!

El exterior estaba en calma. No quedaba apenas nadie en el parque. Recogió del suelo las gafas de sol y las guardó en su bolsillo. Estaba contento. Ya tenía saco para entrenar. Los días de vigilancia habían dado fruto. Antes de dirigirse a su destino cruzó de nuevo el túnel, escoró su figura detrás de un árbol y se puso a mear. Entonces la vió sin querer, sin que lo hubiera planeado. Aquella rubia, delgada, pija, altiva y despreciable, escuchaba música con sus walkman último modelo tumbada en el banco de abdominales del gimnasio al aire libre. Descansando como si estuviera en una playa tomando el sol.

Prácticamente de noche.

Ni en sus mejores sueños había imaginado tener dos sacos para entrenar, pero al pensarlo sintió algo parecido a la felicidad.

Andando despacio se agachó para coger la navaja que llevaba sujeta en su tobillo derecho. La sacó y no dudó en pegar su cara y su filo en el cuello de aquella puta de los walkman.

Paralizada con los ojos abiertos de par en par, obedeció las indicaciones. Sujetándola por el brazo pegada a su cuerpo, con la navaja pinchándole en el costado cuando llegaron a la altura de las puertas traseras de la furgoneta, la golpeó fuertemente en el abdomen con un gancho de izquierda que hizo que se derritiera a sus pies.

Alzada en brazos la metió en el compartimiento de carga. Los walkman seguían reproduciendo música. Los volvió a colocar en sus oídos.

La puta de las gafas de sol les miraba atónita.

Más cinta americana. Más ataduras. Doble placer. Sin duda era su día de suerte.

Atadas como objetos inertes. Fardos camino de “la casa del terror”.

Sus miradas aterrorizadas se buscaban sin comprender y entendiéndolo todo. Iban a morir.

La mujer de las gafas de sol cerró los ojos y pensó en sus hijos. Sus dos adolescentes y amados hijos que estarían esperándola para siempre. Una pena aun más profunda que el dolor se apoderó de su alma. El miedo la tenía bloqueada. No podía reaccionar, no intentaba liberarse de sus ataduras, no ofrecería resistencia. Miraba a aquélla chica con los walkman inmovilizada junto a ella, a tan solo unos centímetros y se hundía aún más. Solo quería que todo terminara. Sospechaba que no saldría viva. Que no saldrían vivas. La sonrisa de su hija mayor en su cabeza. Los abrazos de su hijo pequeño midiéndose con ella en una estatura que no paraba de crecer ¡Por Dios! ¿Que sería de ellos? ¿Cómo iban a vivir sin su madre? Las lágrimas salían a borbotones ante el pánico seguro de una muerte inevitable. Era una marioneta en manos de aquella bestia humana con disfraz de hombre.

 

Su madre la había regañado por salir a correr tan tarde. En su interior gritaba ¡¡¡mamá!!! ¡¡¡mamá!!! ¡¡¡mamá!!! ¡¡¡Sácame de aquí¡¡¡ sin parar de intentar deshacerse de las bridas que la mantenían sujeta a la mampara. Cuando la furgoneta paró, cuando notó aquellos pasos que bordeaban el vehículo, antes de que se abrieran las puertas comenzó a agitarse todo lo que pudo. Limitados movimientos intentando liberarse. Ese hombre encapuchado desató a su compañera y la sacó estirándola por las piernas atadas, dejándola retumbar contra el suelo. Las puertas cerradas de nuevo, sola en el interior del compartimento de carga. Todo su estresado ser luchando por desatarse. Le dolían mucho las muñecas. Cuando volvió a por ella, tras el esfuerzo de dejar a su primera victima preparada para el combate, seguía ejerciendo presión, gritando en su interior.

 

La colocó mirando a la puta de las gafas de sol, para que no se perdiera ningún golpe del combate, para que viera con detalle lo que la esperaba a ella también.

Se acercó a su cara y vió la expresión que buscaba. Le quitó los auriculares para que escuchara el sonido de sus puños.

La baja intensidad de la única bombilla que alumbraba el interior del palomar tintaba cada rincón de un color amarillo sepia.

Con el cuerpo colgando de la viga, el animal ensayaba los golpes en el aire. La mujer le miraba implorando piedad. Miró a la joven con una complicidad aterradora.

Cerró los ojos y tiró con todas sus fuerzas de las muñecas. Las bridas guillotinaron las venas de sus muñecas con profundos cortes. El dolor era insoportable, pero seguía sin poder liberarse. La sangre empezó a fluir encharcando su sombra. Se estaba desangrando mientras le pedía a su madre que la perdonara. Mientras le decía que la quería más que a nada en el mundo. Mientras su último aliento de vida desaparecía, recordando el beso de todas las noches… que duermas bien vida mía.

 

Observándolas ¡era tan superior! Todo le producía placer. Qué fácil era ser feliz.

Desde planear, someter, asesinar…hasta imaginar cómo hablarían del posible sospechoso en las noticias, nadie sabría donde estaban las desaparecidas…Él, el invicto, el súper poderoso y nada reconocido as del crimen, necesitaba esa expectación, para vivirla desde su intimidad y regocijarse en la admiración que representaba el miedo en los ojos de sus víctimas, para sentirse soberbio, altivo, digno.

 

Aquélla noche fue una fiesta. Golpear el cuerpo sin sangre de la puta de los walkman también fue satisfactorio. Las vísceras como globos desinflados recibían sus guantes ejecutando las repetidas series. Directo, gancho de derecha, gancho de izquierda…

Se regocijaba en el olor de la muerte, ese olor que perduraría algunos días en el interior del palomar.

La manguera interna limpió los fluidos viscosos que desaparecían por la trampilla antes de tragarse a sus dos siguientes huéspedes.

 

Se recordaba fuerte, guapo, insuperable. Él seguía siendo así. Seguía estando en forma, seguía siendo un tipo duro.

 

Movimiento en la portería. El “guaperas” abandonaba el nido despidiéndose de una mujer que tenía toda la pinta de ser una abogada. Su colega haciendo fotos con la mini polaroid, desde su posición semioculta. Las indicaciones eran claras tenían que seguir al arquitecto y si se veía con alguien averiguar todo lo posible de ese alguien.

 

Vuelta al mundo real. Tampoco tenía una vida tan mala. Trabajaba para un tío que estaba forrado, aún era joven y lo mejor, tenía esos recuerdos insustituibles, que solo unos pocos podían evocar.