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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Chantelle Shaw

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

En la prosperidad y en la adversidad, n.º 2392 - junio 2015

Título original: To Wear His Ring Again

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6292-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Esta es la dirección: Grosvenor Square W1.

El taxista se volvió a mirar a la pasajera, sorprendido de que aún no se hubiera bajado.

–¿No es aquí donde quería venir? ¿Quiere que la lleve a otro sitio?

Isobel, nerviosa, miró por la ventanilla del taxi y pensó en decirle que se fueran de allí.

La casa era tal como la recordaba. Los cristales de las ventanas de los cuatro pisos brillaban al sol primaveral y en ellos se reflejaban los árboles del parque que había enfrente.

Cuando vivía allí con Constantin le encantaba la casa.

Le sorprendió que se despertaran en ella tantas emociones al haber vuelto. Habían pasado dos años desde que había abandonado aquella casa y dicho adiós a su matrimonio.

Tal vez debiera firmar la petición de divorcio que llevaba en el bolso y mandársela al abogado de Constantin. ¿Qué sentido tenía volver a verlo después de tanto tiempo y remover el pasado? No sabía realmente cómo era su marido.

Al conocerse, tres años antes, la habían deslumbrado y seducido su encanto y su ardiente sexualidad. Al principio, la relación había sido una montaña rusa de desbordante pasión, pero, después de la boda, Constantin se había convertido en un desconocido.

Nunca había entendido de verdad a aquel enigmático italiano, el marqués Constantin de Severino.

Sintió rabia al pensar en la razón que él había alegado para pedir el divorcio: abandono del hogar. Era ella la que se había marchado, desde luego, pero Constantin no le había dejado otra opción, pues la había alejado de él con su frialdad y su incomprensión ante la carrera de ella.

Que alegara que ella lo había abandonado revelaba más emoción de la que él le había mostrado durante el año que había durado su matrimonio.

Pero su marido carecía de emociones, por lo que lo más probable era que hubiera calculado fríamente la razón para pedir el divorcio.

Pero ella no estaba dispuesta a asumir todas las culpas del fracaso de su matrimonio. Constantin tenía que darse cuenta de que ya no era la mujer complaciente que había sido cuando se casaron y que no podía salirse siempre con la suya.

Isobel estaba dispuesta a que su relación finalizara siendo su igual.

–Aquí está bien, gracias –dijo al taxista mientras desmontaba y le pagaba. La brisa agitó su rubia melena.

–Yo a usted la conozco. ¿No es la cantante Izzy Blake, de las Stone Ladies? Mi hija es una gran admiradora suya. ¿Me firma un autógrafo para ella?

Isobel agarró el bolígrafo que le tendía. Seguía sin gustarle que la reconocieran en público, pero no olvidaba que el éxito del grupo se debía a los miles de admiradores del mundo entero.

–¿Ha venido a Londres a dar un concierto?

–No. La semana pasado acabamos la gira europea en Berlín y no tocaremos aquí hasta este otoño.

Llevaba dos años de aeropuerto en aeropuerto y de hotel en hotel por todo el mundo. Firmó el autógrafo al taxista en el cuaderno que le había dado.

El taxista se lo agradeció y se marchó. Ella subió los escalones de la entrada de la casa y llamó a la puerta. A pesar de que se había propuesto mantener la calma, el corazón le latía a toda prisa.

–¡Maldito seas, Constantin! –masculló justo antes de que se abriera la puerta.

–Señora –el mayordomo la saludó sin que su tono ni su expresión delataran sorpresa alguna al verla después de dos años de ausencia.

–Hola, Whittaker. ¿Está mi… esposo? –le molestó su vacilación ante la palabra «esposo». No lo sería mucho más tiempo, y ella podría seguir con su vida.

Había leído en el periódico que Constantin estaba en Londres para inaugurar una nueva tienda de De Severino Eccellenza, más conocida como DSE, el logo de la empresa, en Oxford Street. Había decidido ir a verlo un domingo, ya que era poco probable que fuera a trabajar ese día, a pesar de ser un adicto al trabajo.

–El marqués está en el gimnasio. Voy a informarle de que está aquí.

–No –Isobel quería contar con el factor sorpresa–. Me está esperando.

Era verdad hasta cierto punto, ya que él esperaría que firmara dócilmente la petición de divorcio, pero no que se la fuera a entregar personalmente.

Cruzó el vestíbulo a toda prisa y se dirigió a las escaleras que bajaban al sótano, donde Constantin había instalado el gimnasio poco después de que se casaran.

La puerta estaba abierta, por lo que lo vio dando puñetazos a un saco de arena. Él, concentrado en lo que hacía, no se dio cuenta de su llegada.

Ella lo observó desde el pasillo con la boca seca.

Era alto como su madre, una americana que, según le había contado él en una de las escasas ocasiones en que le había hablado de su familia, había sido una conocida modelo antes de casarse con su padre. Los pómulos y el resto de sus rasgos también eran de la madre, pero en lo demás era italiano de pura cepa: piel aceitunada y cabello casi negro y ondulado. Los pantalones cortos y la camiseta dejaban ver los poderosos músculos de los muslos y los hombros.

Isobel pensó que tendría que ducharse cuando acabara de hacer ejercicio, y recordó que, al principio de su matrimonio, ella bajaba al gimnasio a observarlo y después se duchaban juntos. Recordó cómo le acariciaba los muslos desnudos y tomaba su poderosa masculinidad con la mano mientras él le enjabonaba los senos e iba descendiendo hasta que ella le rogaba que la hiciera suya contra la pared de la ducha.

¡Por Dios! Isobel sintió una oleada de calor y ahogó un gemido que alertó a Constantin de su presencia. Durante al menos medio minuto contempló su expresión de asombro antes de que su rostro volviera a ser impenetrable. Él se quitó los guantes de boxeo y se dirigió hacia ella.

–¡Isabella!

La versión italiana de su nombre la llenó de deseo. ¿Cómo podía seguir teniendo en ella ese efecto después de tanto tiempo?

Al trabajar en la industria musical, disfrutaba de la compañía de hombres muy guapos, pero nunca habían despertado en ella el deseo. Lo había atribuido al hecho de seguir casada, ya que ella creía en la fidelidad matrimonial. Pero se dio cuenta de que ningún otro hombre la excitaba como su esposo.

Desconcertada por su reacción, estuvo a punto de marcharse corriendo. Pero él ya estaba a su lado.

–No te ocultes en la sombra, cara. No sé por qué has venido, pero supongo que debes de tener una buena razón para entrar sin permiso, dos años después de que huyeras.

El cinismo de su tono retrotrajo a Isobel a los últimos días de su matrimonio, cuando siempre estaban peleándose.

–No huí –le espetó ella.

Él enarcó las gruesas cejas, pero eran sus ojos los que siempre la habían cautivado.

Cuando lo conoció, era una secretaria que una agencia de empleo temporal enviaba a trabajar para el consejero delegado en Londres de la empresa de joyería y objetos de lujo De Severino Eccellenza. Y se quedó maravillada ante los ojos azules de Constantin, inesperados por su aspecto latino.

Él se encogió de hombros.

–Muy bien, no huiste. Te marchaste sin avisar mientras estaba en viaje de negocios. Cuando volví encontré una nota en que me decías que te habías ido de gira con el grupo y que no volverías.

Isobel apretó los dientes.

–Sabías que me iba con las Stone Ladies porque lo habíamos hablado. Me fui porque, si no, hubiéramos acabado destruyéndonos mutuamente. ¿No recuerdas la pelea que tuvimos la mañana en que te fuiste a Francia, o la discusión del día anterior? Ya no podía soportarlo. No podíamos estar en la misma habitación sin que se mascara la tensión. Había llegado el momento de acabar de una vez. Además, no he entrado sin permiso –afirmó ella controlando la voz–. Te dejé mi llave junto con la alianza matrimonial en tu escritorio. Me ha abierto Whittaker –abrió el bolso y sacó la petición de divorcio–. He venido a devolverte esto.

Constantin echó una rápida mirada al documento.

–Tienes que estar desesperada por acabar oficialmente con nuestro matrimonio si no has podido esperar hasta mañana para mandarla por correo.

Irritada por su tono burlón, abrió la boca para responder que, en efecto, estaba impaciente por deshacer el vínculo entre ellos. Alzó la cabeza y se encontró con sus ojos azul cobalto y después bajó la mirada a su boca sensual de labios carnosos. El pulso se le aceleró y sacó la lengua para humedecerse los labios, secos de repente.

–Tienes buen aspecto, Isabella.

A ella, el corazón le dio un vuelco, pero consiguió responderle con frialdad:

–Gracias.

Sabía que era atractiva, lo cual no implicaba que no hubiera tardado horas en decidir qué ponerse para ir a verlo. Finalmente, había optado por unos vaqueros de su diseñador preferido, una camiseta blanca y una chaqueta roja. Llevaba el largo cabello suelto y un mínimo de maquillaje.

Vio que Constantin le miraba el bolso.

–Es de la nueva colección de DSE. Me resulta paradójico, ya que siempre eras renuente a aceptar objetos de mi empresa cuando estábamos juntos. Espero que hayas dicho que eras mi esposa y hayas pedido que te hicieran descuento.

–Por supuesto que no lo he hecho. Puedo permitirme pagar lo que cuesta.

Carecía de sentido intentar explicarle que, cuando estaban juntos, se sentía culpable si él le regalaba joyas o accesorios de DSE, ya que todo era tremendamente caro y no quería parecer una cazafortunas que se había casado con él por dinero.

Durante los dos años anteriores, su carrera como cantante le había proporcionado unos ingresos increíbles para una chica que se había criado en un pequeño pueblo minero del norte de Inglaterra, donde la pobreza y las privaciones habían destruido las vidas de unos hombres que se habían quedado sin trabajo diez años antes, al cerrar la mina.

Dudaba que Constantin entendiera lo bien que se sentía al pagarse la ropa y las joyas después de la vergüenza que había sentido en la adolescencia al saber que su familia dependía de lo que le daba el Estado.

Siempre había sido consciente de que pertenecían a diferentes clases sociales. Él era miembro de la aristocracia italiana, un hombre de noble cuna e inmensa riqueza, por lo que no era de extrañar que la hija de un minero se hubiera esforzado por encajar en su exclusivo estilo de vida. Pero ya no la agobiaba la falta de seguridad en sí misma de su adolescencia. El éxito en su carrera le había proporcionado seguridad y orgullo.

–No quiero hurgar en el pasado –afirmó.

–¿Qué es lo que quieres?

La intención de Isobel había sido dejarle claro que no estaba dispuesta a aceptar la responsabilidad del fracaso de su matrimonio. Pero observó que él agarraba una toalla y se la pasaba por los hombros y los brazos, para después quitarse la camiseta y pasársela por el pecho y el abdomen.

Ella apartó bruscamente la vista del vello que desaparecía bajo la cintura de los pantalones y cerró las manos para no acariciarle los duros músculos abdominales.

Había pensado con frecuencia en él en los dos años anteriores, pero su recuerdo no le había hecho justicia: era tan guapo que le pareció que iba a derretirse.

Algo primitivo y puramente instintivo la removió por dentro. Una voz interior le dijo que él era peligroso, pero la alarma que sonaba en su cabeza fue ahogada por el estruendo de su corazón.

El silencio se tensó entre ambos como una goma elástica. Constantin frunció el ceño al ver que ella no le contestaba, pero sonrió.

–Creo que ya te entiendo, cara, ¿Esperas que volvamos a estar juntos, por los viejos tiempos, antes de separarnos legalmente?

–¿A estar juntos? –durante unos segundos, Isobel no entendió lo que le decía, pero no pudo evitar la oleada de deseo que experimentó cuando él le miró los senos. Horrorizada, sintió que los pezones se le endurecían y rogó que él no se diera cuenta.

–Había un terreno en nuestro matrimonio en que no teníamos problemas –murmuró él–. Nuestra vida sexual era explosiva.

¡Estaba hablando de sexo!

–¿Crees que he venido a invitarte a ir la cama? Ni lo sueñes –replicó ella con furia.

Le hervía la sangre. ¿Cómo se atrevía a sugerirle que la razón de su visita era el deseo de acostarse con él en recuerdo de los viejos tiempos?

Pero la cabeza la traicionó respondiendo a su provocativa sugerencia: se imaginó a los dos desnudos y retorciéndose en la colchoneta del gimnasio, con los miembros entrelazados y la piel bañada en sudor mientras el cuerpo de él la penetraba con ritmo implacable.

Las mejillas le ardían. Se dio la vuelta para dirigirse a las escaleras, pero la voz de él la detuvo.

–He soñado contigo a menudo en estos dos años, Isabella. Las noches pueden llegar a ser largas y solitarias, ¿verdad?

¿Era nostalgia lo que percibía en su voz? ¿Era posible que la hubiera echado de menos siquiera la mitad de lo que ella lo había añorado?

Isobel se dio la vuelta lentamente para mirarlo y rápidamente se dio cuenta de que se había echo falsas ilusiones. Con el torso desnudo, Constantin la miraba plenamente consciente de que la había excitado.

¿Cómo se le había ocurrido que bajo su arrogancia se ocultara un lado vulnerable? Isobel pensó con amargura que la idea de que le hubiera dolido su partida dos años antes era ridícula. Si Constantin tenía corazón, lo había guardado tras un muro de acero impenetrable.

–Creo que no habrás pasado muchas noches solo –afirmó ella en tono seco– suponiendo que sea cierto lo que cuenta la prensa del corazón sobre tus relaciones con numerosas modelos y celebridades.

Él se encogió de hombros.

–En ocasiones es necesario invitar a mujeres a actos sociales cuando tu esposa no está a tu lado para acompañarte –apuntó él taladrándola con la mirada–. Por desgracia, la prensa sensacionalista se nutre del escándalo y la intriga, y si no los encuentra se los inventa.

–¿Es que no tuviste aventuras con esas mujeres?

–Si pretendes hacerme reconocer que he cometido adulterio para alegarlo como motivo de divorcio, olvídalo. Fuiste tú la que me abandonó.

Isobel exigía una respuesta. Le ponía enferma la idea de que se hubiera acostado con aquellas mujeres. Pero, ciertamente, era ella la que se había marchado, por lo que no tenía derecho a interrogarlo sobre su vida privada. Era un hombre de sangre caliente, con un elevado impulso sexual, por lo que la lógica le indicaba la improbabilidad de que hubiera permanecido célibe durante dos años.

De pronto, se sintió cansada y extrañamente abatida. Había sido una estupidez ir a verlo.

Miró la petición de divorcio que tenía en la mano y la rompió en dos pedazos con mucha calma.

–Quiero divorciarme tanto como tú, pero porque llevamos dos años viviendo separados. Si sigues alegando mi abandono como motivo, presentaré una demanda de divorcio contra ti a causa de tu comportamiento poco razonable.

Él echó la cabeza hacia atrás como si le hubiera abofeteado. Los ojos le brillaban de ira.

–¿Mi comportamiento? ¿Y el tuyo? No eras una esposa abnegada, ¿verdad, cara? De hecho, salías con tus amigos con tanta frecuencia que casi me olvidé de que estábamos casados.

–Salía con mis amigos porque, por alguna razón que no comprendía, te habías convertido en un témpano. Éramos dos desconocidos que vivían bajo el mismo techo. Pero necesitaba más, Constantin. Te necesitaba a ti…

Isobel se interrumpió cuando el frío brillo de los ojos masculinos le indicó que estaba perdiendo el tiempo.

–Me niego a tomar parte en un intercambio de insultos –murmuró–. Es revelador del estado de nuestro matrimonio que ni siquiera nos pongamos de acuerdo en cómo darlo por concluido.

Se dio la vuelta y subió las escaleras. Al llegar arriba se dirigió a la puerta a toda prisa, pero se detuvo porque el mayordomo, que acababa del colgar el teléfono interior, se interpuso en su camino al tiempo que le indicaba la puerta del salón.

–El marqués le pide que lo espere ahí mientras se ducha. Enseguida estará con usted.

Ella negó con la cabeza.

–No, me marcho.

La educada sonrisa de Whittaker no se alteró.

–El marqués espera que se quede para seguir hablando. ¿Quiere un té, señora?

Antes de que pudiera responder, Isobel se vio conducida dentro del salón, del que el mayordomo salió cerrando la puerta.