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A campo traviesa

Antología

Esther Seligson


FCE

Primera edición, 2005
Primera edición electrónica, 2011

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ISBN 978-607-16-0765-2

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca de la autora


Esther SeligsonEsther Seligson es ensayista, cuentista, novelista y poeta. Nació en la ciudad de México en 1941. Estudió literatura española en la UNAM, y francesa en el IFAL; historia del arte en el ICS y pensamiento judío en el Centre Universitaire d’ Études Juives (París) y en el Mahon Pardes de Jerusalem. En 1969 fue becaria del Centro Mexicano de Escritores. Ha impartido clases de historia del teatro y de pensamiento judío, y ha sido maestra en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM desde su fundación. Asimismo, ha traducido tanto la obra del filósofo E. M. Cioran como la del poeta judío cairota Edmond Jabès. Ha sido reconocida con el premio Xavier Villaurrutia por Otros son los sueños, y el Magda Donato por Luz de dos.

A mis alumnos
 
A José María Espinasa

Epílogo

Recorrer retrospectivamente poco más de treinta y cinco años de reflexión y trabajo de escritura resulta una severa lección de humildad, por demás está decirlo. Nunca se sabe cómo se forman los senderos, cómo es que huellas anónimas un día escogieron quedarse, y después otras, y otras más se imprimieron encima hasta abrir brecha y marcar un trayecto que de alguna manera misteriosa resultará, a la postre, preciso, útil, dispuesto a llevar al viajero que por él se aventura hasta su destino: en el bosque, en el monte, en un parque, entre calles no pavimentadas, entre terrenos baldíos. El sendero se aparta del itinerario trazado, de la carretera principal: por él se transita de otro modo.

Ir pisando las huellas, en diálogo, de otras huellas afines como queriendo, a la manera de Bernard en Las olas, “abarcar el universo en un acto único de comprensión”, a sabiendas de que esa aspiración de atrapar “la cosa en sí”, “la existencia auténtica”, las “semejanzas inmateriales”, de pretender “darle a la caza alcance”, o penetrar la “androginia armoniosa” de todo lenguaje, es ni más ni menos que un absurdo mayúsculo, no impide que su búsqueda, por cualquiera de los medios expresivos al alcance del creador —siempre artífice, siempre alquimista—, sea el único objetivo —objeto— posible del camino. Camino transitorio, perecedero, fugaz, efímero, sí, pero eterno en su instantaneidad, en su presente vivido y rescatado, transfigurado por obra y gracia de la invención, voluntad y capacidad creativa del caminante.

Caminante también es el lector, el espectador, el oyente que se aventura, en tanto interlocutor, por los senderos descombrados en un libro, una escenificación teatral, un cuadro, una escultura, un concierto de música, una obra cinematográfica.

Como alguno de los personajes de Samuel Beckett, también yo “soy palabra entre palabras”, y en esta antología quisiera convidar a mis interlocutores, en un acto de fraterna hospitalidad al estilo Edmond Jabès, a compartir conmigo un recorrido de testimonios y reflexiones que, no por verse impreso, es ya definitivo, sino que invita a la aventura de redescubrir de nueva cuenta, y de otro modo, lo que nunca termina por fraguarse y siempre, en cada reencuentro, resultará eternamente virgen: el misterio de nuestra fáustica condición humana…

Jerusalem, septiembre de 2004

Escrituras

Entre el hacer y el ver

acción o contemplación,

escogí el acto de palabras,

hacerlas, habitarlas, dar

ojos al lenguaje.

Octavio Paz, Vuelta

L’homme est le seul être qui “s’étonne d’exister”; le sens et la valeur de la vie, notre destinée, notre raison d’être, rien n’échappe à sa curiosité interrogeante. Assurement ce ne sont pas là des questions qu’il soit urgent ou même utile de résoudre; mais qu’un doute nous effleure, et voilà toute cette belle Force d’âme qui s’envole: le donné commence à faire question et la vie elle-même nous semblera peut-être moins précieuse que les raisons de vivre.

Vladimir Jankélévitch, La mauvaise conscience

El espesor de lo vivido

(EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO
DE MARCEL PROUST)

¿Por qué duele tanto pensar-hablar del tiempo ido? ¿Perdido? ¿Por qué, a veces ni siquiera el arte logra “mitigar” esa punzada? Recuperar a través de la creación. ¿Recuperar qué? Impresiones, recuerdos, memorias, sensaciones, olores, sabores, imágenes, sonidos. No exactamente. ¿Atrapar lo fugitivo, lo fortuito? ¿Aprehender y fijar esos instantes de plenitud que se dicen privilegiados? ¿Hurgar en las profundidades del alma, sorprender las intermitencias del corazón? Sí, pero, ¿cómo?

Decir: “La verdadera vida, la vida que se sabe descubierta e iluminada, y, en consecuencia, la única vida realmente vivida, es la literatura”, es demasiado abstracto, porque, en tanto definición, no nos habla de “eso” que hace al arte y a la vida: lo “vivido”.

La obra de Marcel Proust será, no la búsqueda del tiempo perdido, sino de la manera de descubrir y de iluminar (éclaircir) la vida para convertirla en objeto estético, en “cosa literaria”. Una búsqueda, no del fluir sensible del tiempo, sino de su deslizarse inteligente: captar la duración, no la sucesión. Sumergirse en lo fugitivo y temporal, pero no a través de los acontecimientos y detalles mínimos que engruesan la cotidianidad (como sería el caso de Virginia Woolf), sino de la interrupción de etapas cuya duración sólo se hace consciente al ser roto su fluir.

Comprender, aprehender lo “vivido” por medio del recuerdo, para darle eternidad —inmortalidad estética—, vital y móvil, para transformarlo en presencia intemporal, en vibración originaria. Y hay algo “rígido¨ en esa recuperación inteligente que intenta Proust, quien no ve los momentos como “milagros”, sino como consecuencias. No nos habla de los días como de una sucesión de infinitos, más bien de bloques de tiempo, de côtés donde esa esencia irracional del tiempo no existe, donde lo que da el espesor de lo “vivido” no es el misterio sino lo inteligible.

La “imposibilidad de realizarse en el gozo material, en la acción efectiva”, es lo que caracteriza a lo fugitivo humano, no a la fugacidad temporal, que sería imposibilidad de plenitud espiritual en la esencia absoluta de cada instante.

Proust propone la recuperación del tiempo ido como un a priori cartesiano, y, así, se lanza, primero a la búsqueda de la manera en que se manifestó en él la vocación artística (misterio apenas intuible, ni siquiera aprehensible), y, después, a la búsqueda de lo que hace el en sí del arte, de la creación, y de la literatura en particular.

El Tiempo, la piedra clave de todo su libro, se desliza a la par de sus meditaciones estéticas y acontecimientos anecdóticos, no como lo “vivido”, sino como un artificio, como un instrumento, cuando, precisamente, lo único irrecuperable es el tiempo: ni siquiera mediante ese “artificio” que se llama Arte.

En lo “vivido” no hay nada irreversible, y sí mucho de doloroso, de conflictivo. ¿Recuperar a través de la creación? No. Lo que ella hace es re-mover, re-abrir, re-sucitar la llaga, el dolor de lo “perdido”. Y hay artistas que llevan esa “capacidad” a cuesta como un estigma, como una señal escandalosa y vergonzante.

[La Cultura en México, suplemento de Siempre!, núm. 492, 14 de agosto de 1971.]

Rilke y la transfiguración de lo visible

“¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la Cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida…? ¿Es posible… que aún no se haya visto, conocido o dicho algo auténtico ni importante? …Sí, es posible” (Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge).

Rainer Maria Rilke fue un vagabundo siempre en busca de una patria espiritual, de una casa donde albergar su inseparable y necesaria soledad, de un seno absoluto donde diluirse. Esta búsqueda hubiera podido ser simplemente una nostalgia de dios o de la infancia, pero es mucho más que eso: es la necesidad de apoderarse de lo divino que existe en el Yo, es hacer de la necesidad de la infancia un destino. Rilke fue un místico y un visionario, un filósofo de la existencia y un metafísico, pero fue también, y ante todo, un poeta. Un poeta que busca descubrir las cosas despojadas de su carácter cotidiano y utilitario, que quiere volver lo visible invisible y transformar lo invisible en visible.

Rilke quiere acercarse a las cosas porque sabe que ellas nos revelarán nuestra propia interioridad y la realidad del mundo. Pero, ¿cuáles son esas “cosas” de las que el poeta quiere hacerse amigo y confidente? En primer lugar están aquellas de la Naturaleza, después las más diversas, las que salen a nuestro encuentro. Todas buscan una comunicación y tienen un mensaje para nosotros que, la mayoría de las veces, por insensibilidad o torpeza, no captamos. En el encuentro y la convivencia con las cosas se establece el diálogo que hace posible, para el artista, la creación de la obra de arte. Pero no se trata de imponer el propio ser a las cosas, sino dejar que ellas se manifiesten, que se den por sí mismas; tampoco se trata de interpretar ni de buscar sugerencias. Ante todo hay que abstenerse de participar sentimentalmente en ellas: ver y conocer las cosas, expresarlas, adherirse a lo real, tal es la misión que el poeta se dará. “En un tiempo, la naturaleza aún era para mí un estimulante de carácter general, una evocación, un instrumento en cuyas cuerdas mis manos se encontraban. No sabía estarme ante ella, me dejaba llevar por el alma que emanaba de mí; ella me sobrepasaba con su inmensidad, con su presencia desmesurada; …yo caminaba con los ojos abiertos pero sin verla, sólo veía las visiones que ella me inspiraba…”

El poeta, entonces, no sabía abrirse al mundo para que éste penetrara en él, ni aceptaba las cosas tal cual son, sin imponerle sus gustos y su ideas preconcebidas, como, por ejemplo, la idea de lo Bello. Con Baudelaire, Rilke descubre que no hay que cerrar los ojos ante “lo feo” u horrorizante, y que el artista no puede complacerse en un puro esteticismo que le oculte los problemas de la existencia humana y del mundo que lo rodea. En su Primera elegía, Rilke hermana lo Bello y lo Terrible: “pues lo Bello no es otra cosa que el comienzo de cosas terribles que apenas podemos soportar y lo admiramos porque en su calma olvida destruirnos”.

En su visión del mundo, Rilke no acepta ni el más allá que incita a los hombres a despegarse de las cosas y a olvidar que la realización de los sueños y deseos está en el mundo, ni las ideas tradicionales sobre la Muerte y sobre Dios. Para él la muerte no existe, o, por lo menos, sólo existe para aquellos que no han vivido su vida: los hombres son azares, voces, fragmentos, angustias o pequeñas dichas; nunca dejan de estar disfrazados y ocultos y nunca se convierten en seres reales. Son marionetas y no vida real. En la existencia cotidiana, “nadie vive su vida”, y por ello descubren el vacío y la nostalgia de la vida posible no realizada. Lo que hace tan doloroso el morir es que no morimos de nuestra propia muerte (¿y cómo, si tampoco vivimos nuestra propia vida?), pues la muerte hacia la cual tendemos no es la que quisiéramos madurar en nosotros, sino que es una muerte extraña que nos hace caer por tierra como frutos antes de tiempo. En cuanto a Dios, se aleja totalmente de la concepción cristiana tanto en lo que se refiere al pecado original y a la culpabilidad del hombre, como en lo que a Cristo y a la creación respecta. En efecto, no considera que las cosas de aquí abajo sean inferiores, sino, por el contrario, que participan de esa ascensión que lleva todo hacia Dios. Las cosas participan de la divinidad y en ella se realizan. Además, Rilke piensa que no sólo Dios no ha muerto (como lo quiere Nietzsche), sino que aún no ha sido, y que sólo alcanzará la plenitud de su Ser en el final de los tiempos. Dios creó al hombre y es creado por él en un acto de amor. Rilke quiere encontrar a Dios a través del arte, en las imágenes y en las cosas, en la íntima fusión del mundo sensible y del mundo exterior.

Hacer visibles los seres y las cosas que nos rodean es abrirles nuestro espacio interior, nuestro corazón, y comprenderlos. Pero este espacio interior le es ajeno al hombre moderno prisionero de las grandes ciudades y de la técnica; y le es ajeno porque no tiene ya contacto con la naturaleza. No se identifica con ella pues ha perdido su sentido cósmico, se ha acostumbrado a un horizonte estrecho limitado por construcciones artificiales y por esas sus concepciones utilitarias que lo vuelven insensible a las “formas oscuras” que lo envuelven por todas partes. En las ciudades no hay vida real, sino una actividad ruidosa que impide la calma y el silencio, la soledad necesaria para la concentración y la autenticidad. También para Baudelaire la ciudad es el reverso de la existencia auténtica, pero él se deja seducir por el espectáculo citadino que le proporciona un medio de evadirse de su incurable spleen.

Rilke huye de las ciudades donde las cosas ya no tienen ningún valor humano y son sustituibles. Rilke añora el culto de antaño por los objetos, las moradas, los jardines, el cuidado y el cariño con que se conservaban y guardaban, y se aleja de la agitación y fatiga de la vida social para buscar refugio en el mundo recogido e íntimo de las cosas calladas: vive “totalmente en el mundo de las cosas donde los hombres están ausentes”; ama todas “esas pequeñas cosas que existen por todas partes y que se pueden tomar en la mano”. (¿No es acaso también la obsesión de Proust “saisir” la esencia de las cosas, entrar en contacto con ellas?) El mundo de Rilke empieza en las cosas y en ellas encuentra a Dios, que es como la onda que va sobre todas ellas, como la Cosa de las cosas.

“La mayoría de los hombres no sabe nada de cuán bello es el mundo, ni de cuánto esplendor se revela en las cosas pequeñas, en una flor cualquiera, en una piedra, en una corteza de árbol o en la hoja de un abedul”. Rilke quiere entender el lenguaje de las cosas, desde las más pequeñas y sencillas hasta las rocas, montañas, árboles. Para llegar a esta sumisión ante las cosas, Rilke tuvo que aprender a observar la naturaleza y comprender que no es simplemente, como en los románticos, la imagen de un estado de ánimo. En este aprendizaje, la pintura de Cezanne ejercerá una doble influencia enseñándole la larga paciencia que exige la atenta observación de las cosas (en este aspecto también la obra de Rodin y su concepción del trabajo lo ayudaron a “moldearse” a sí mismo), y revelándole, con la contemplación, o gracias a ella, las riquezas de la naturaleza, el siempre renovado milagro de la luz, la belleza de los paisajes, la elegancia y la gracia de los animales, el encanto sutil de las flores y, por otra parte, enseñándole los esfuerzos sostenidos, el trabajo humilde y secreto que se requiere para transformar la cosa en una “cosa de arte” y conformarla a la visión interior del artista. El Yo, al transformarse en Obra, encuentra su salvación, su disolución en el Universo (en la unidad de lo diverso). Lo que la obra de arte reúne en su unidad no es simplemente el Yo subjetivo del artista, sus emociones y sus sueños, sino todo un mundo trascendente que se concreta en el lenguaje del arte.

Cuando Rilke le exige a los hombres una nueva visión y una nueva relación con las cosas, da por sentado que las cosas comprenden al hombre y que quieren, a su vez, ser comprendidas por él; es más, que quieren ser transformadas en “cosas de arte”. Pero es evidente que esta transfiguración sólo puede verificarse cuando el hombre se liga íntimamente a algo visible (la cosa), y lo asocia en su vibración a su esencia invisible. Las cosas, lo visible, sólo tienen significación en tanto provocan una resonancia en el interior del hombre que las contempla: las cosas, “debemos transfigurarlas completamente en corazón invisible, ¡Oh, infinitamente, en nosotros!”

Separados previamente de la conexión que los une a su mundo natural, la planta, el animal, el mineral, son convertidos por el hombre en una realidad individual y aislada para después cobrar significación, a través de la creación artística, como “cosa de arte”. Los objetos del mundo en general tienen también que ser previamente desligados de otras conexiones antes de que puedan entrar en el círculo de relaciones vitales susceptibles de ser captadas por el hombre. Para Rilke, sólo las cosas pueden llegar a ser obra de arte, porque son las únicas realidades que tienen cabida en el mundo del artista, es decir, en el mundo interpretado, apprivoisé: “la obra de arte se podría explicar como una confesión íntima y profunda, emitida bajo el pretexto de un recuerdo, de una experiencia o de un acontecimiento, y que puede subsistir por sí sola, independientemente de su autor… Esta autonomía de la obra de arte es la belleza. Con toda obra de arte se produce algo nuevo, una cosa más sobre el mundo”.

Pero esta “cosa nueva” que el artista crea no puede ser algo distinto de la vida misma, sino una nueva revelación de ésta, una aspiración a la vida total y absoluta. Así pues, la poesía y las artes deben ser, en su esencia, transfiguración de lo visible. Mediante este acto se efectúa en el artista, al mismo tiempo, la transfiguración de sí mismo. Contrariamente a Kafka, para quien la creación es la afirmación de sí mismo frente al absurdo, y no precisamente la salvación puesto que Kafka considera al hombre irremisiblemente condenado y culpable, Rilke sí considera al hombre inocente y sí cree en su esencial salvación mediante la obra de arte. Y si para Kafka el hombre sólo puede seguir creando en un acto de desesperación como un intento para engañarse a sí mismo carente de fe y esperanza, Rilke tiene confianza en el hombre del futuro, no que piense que será mejor, pero sí más rico en experiencias, más consciente de sus posibilidades y de su destino. No obstante, tanto Rilke como Kafka son místicos en busca del absoluto.

La búsqueda del absoluto se confunde en Rilke con la obra pacientemente realizada. Con tanta paciencia, perseverancia y lucidez (lo que en Rilke no excluye el elemento esencialmente intuitivo), como la creación en Baudelaire, pero sin su furor, sin su angustia, sin su sentimiento de fugacidad. Rilke sabe que la vida es una continua metamorfosis, pero también que no es ella quien huye en el tiempo, sino que es el hombre el que pasa, y que la única manera de vencer la angustia de esta fugacidad consiste, precisamente, en renunciar a todo intento de autoconservación, situándose conscientemente en el devenir, en la transformación. El hombre debe entregarse a merced de la eterna corriente de la vida y la muerte, pues entregándose sin reservas a ella, perdiendo en ella su propio ser, se sentirá integrado en algo superior exento de la opresión de la temporalidad.

La poesía de Rilke busca un equilibrio entre su subjetividad y la objetividad del mundo; equilibrio que logrará al pasar del mundo de los estados de ánimo, de las puras impresiones y sentimientos, al mundo de las cosas, y al plasmar este mundo en un lenguaje poético que las transporte a dimensiones cósmicas. Este leguaje no es un lenguaje analítico que enumera o distingue las cosas separándolas, sino un lenguaje que las une sin confundirlas y que las sitúa en un respectivo lugar sin romper la unidad del mundo. Decir las cosas para hacerlas presentes, cantarlas, alabarlas, ensalzarlas, expresar su poesía intrínseca sin buscar adornos que puedan esconder su esencia. La palabra del poeta expresa los seres y las cosas en su diversidad, con sus cualidades distintivas, revelando al mismo tiempo las relaciones que las unen, las “correspondencias”, que determinan su participación en la totalidad del mundo. El matiz es el principio fundamental del lenguaje en Rilke, de su sentimiento, de su estructura y de su pensamiento. Utiliza las palabras en su forma ambigua y multívoca: o bien en su consciente doble sentido o bien con un significado que sólo será válido para un poema en especial. En esta ambigüedad del lenguaje, las palabras adquieren diferentes planos que se superponen y que se influyen mutuamente de manera que una misma palabra puede tener varias significaciones simultáneas. En lugar de imágenes que podrían reconocerse por su claridad y precisión, hay un enorme caudal de relaciones y referencias.

“La emoción propia de la poesía de Rilke —dice Robert Musil— es completamente particular. La comprenderemos si nos damos cuenta de que sus poemas no tuvieron nunca un motivo lírico propiamente dicho, y que tampoco como fin un objeto del mundo exterior. Los poemas hablan de violines, de piedras, de muchachitas rubias, de flamingos, de fuentes, de ciudades, de ciegos, de locos, de mendigos, de mutilados, de ángeles, de caballos, de ricos, de reyes… se convierten en poemas del amor, de la privación de la piedad, del tumulto guerrero, de la descripción, ya sea simple o compleja, de reminiscencias de cultura; se convierten en canción, en leyenda, en balada… Ahora bien, lo que hace el contenido del poema no es nunca esto, sino más bien algo como la incomprensible presencia de esas representaciones o de esos objetos, su yuxtaposición misteriosa o sus lazos invisibles… Se podría decir que en el sentimiento de ese gran poeta todo es imagen y sólo imagen… Jamás una cosa está comparada a otra como dos cosas diferentes y distintas que, no obstante, lo fueran en realidad, pues incluso ahí donde este hecho se produce y donde se dice que tal cosa es como tal otra, parece en el instante de haber sido ya, desde tiempos inmemorables, esa otra cosa. Las cualidades individuales se transforman en cualidades universales. Desprendidas de las cosas y de los estados de ánimo, flotan en el fuego y en el aliento del fuego… [y] Cuando dice Dios, o evoca un flamingo, habla del Todo; por eso todas las cosas y todos los acontecimientos en sus poemas están emparentados los unos con los otros, intercambian su lugar, como los astros que se mueven sin que uno los vea. Rilke fue, desde Novalis, en un cierto sentido, el poeta más religioso que hayamos tenido, pero no estoy seguro de que tuviera una religión. Él veía de otra manera, de una manera nueva, interior…”[1]

[El Heraldo, sección cultural, México, noviembre de 1968.]

[Notas]


[1] Robert Musil, “Discurso sobre Rilke”, en Revista de Bellas Artes, núm. 20, marzo-abril de 1968, traducción de Esther Seligson.

Lo innombrable
Samuel Beckett y el lenguaje

A don Francisco Monterde

Comunicar, expresar, decir, transmitir. Verbos que pueden no tener ningún significado al aplicarse a la obra de arte y que, de hecho, no lo tienen en el caso específico de Samuel Beckett. “Comunicar lo incomunicable” es una definición bastante común y cómoda que se aplica indistintamente a Esperando a Godot o a Cómo es,[1] cuando, probablemente, como todo artista, Beckett sólo crea por la pasión de lo incesante, de lo infinito, de lo innombrable. La herramienta que utiliza, el instrumento que empuña en su quehacer es el lenguaje, la palabra a través de la cual se despliegan los personajes-conciencia de sus obras.

El lenguaje es una tierra de nadie donde transitan esas conciencias en estado de potencialidad pura. Ni nacen ni mueren, ni luchan ni tienen conflicto, son y están en la medida en que se dicen a sí mismas, en la medida en que van creando las palabras que las lanzarán a la vida, al ser. Se diría que toda la obra de Beckett es rito del habla, y que si, en lugar de ser libros, pudiesen ser cintas grabadas (precisamente como las de su obra La última grabación), el cumplimiento de la ceremonia-palabra-escritura alcanzaría el punto preciso en que se crea y se destruye el Origen.

Escucho, pues, el monólogo de la palabra-conciencia, su diálogo con lo increado.

Hablo, luego soy.

Mas no hablo, como podría pensarse, para aprehender la realidad ni para develar las apariencias.

“Soy una gran pelota parlante hablando de cosas que no existen o que tal vez existen, imposible saberlo, la cuestión no es esa”. No hablo para comprender
ni para explicar, cambiar o combatir
hablo para situarme antes del Origen, en la totalidad, ahí donde todo está dado de antemano sin que necesariamente sea dicho. Hablo, no para
vaciarme
recuperarme
llenarme o evadirme
hablo para decirme y mi voz certifica mi ser
y lo que habla es la conciencia
consciente de su transcurrir
“todo es continuo, no me voy, no regreso”

No hablo para comunicar sino para decirme en todas mis posibilidades de ser, para inventarme cuantas veces quiera y desde cuantas perspectivas como
palabras fabuladoras haya
Invento, luego soy
Malone: “Cuántas historias me he contado aferrado al moho, en tanto
me inflaba, diciéndome. Ya está, ya tengo mi leyenda” y Hamm y Krapp y Molloy y las larvas.

Todos inventan una historia, y muchas, porque cada historia es un comienzo, un regreso al origen, un transitar en el espacio infinito de las palabras.

Hablo para llegar al centro de mí mismo, y mirarme de frente.

Hablo para crearme
no a partir del vacío
sino de lo Increado

Worm-Mahhod: “Y si hablara para no decir nada pero de veras nada… a lo que parece es imposible hablar para no decir nada. Uno piensa que lo consigue pero siempre se olvida alguna cosa, un pequeño sí un pequeño no bien podrían exterminar un regimiento de dragones”

No hablo para afirmar
ni para negar
En efecto, ¿cuántos abismos hay donde el hombre pueda esconderse entre estas dos actitudes extremas?

Y si acaso hablo para hacerme preguntas es sólo para que el discurso no se detenga, “para que pueda inventar aún otra historia más”.

Tampoco hablo para creer pues
“entre lo que es blanco y lo que es negro (llámase verdad y error, cierto y falso)
Hay tantos matices
intermedios tan dignos de ser tomados en cuenta”

Ni siquiera hablo para justificarme de alguna culpa kirkegardiana oscura, pues no soy culpable de ningún pecado ni soy prisionero de ninguna esperanza de redención, “soy ajeno a la Caída”

Dice el Innombrable:
“Somos todos inocentes, basta. Inocentes de qué, nadie lo sabe con certeza, de querer saber, de querer poder, de todo ese alboroto alrededor, de nada, para nada, de esa larga ofensa al silencio en el que cada uno está sumergido, ya no se busca saber lo que esta inocencia ampara, esta inocencia en la que hemos caído cubre todo, todas las faltas, y, por tanto, todas las preguntas, pone fin a las preguntas”

No hablo para saber si estuve
o si estoy
o si estaré
porque eso es cuestión de gramática y nada tiene que ver con el ser
“no ha sido aún dado establecer con el menor grado de precisión lo que soy, dónde estoy, si soy palabra entre palabras o si soy el silencio en el silencio”
el lugar donde mi ser consciente de sí mismo se despliega, es el espacio del pensamiento, es decir, la palabra que se habla para mejor pensarse, escucharse, para decir
(como dice Heidegger)
lo que oye decir a la lección primigenia, al Ser del originario acontecer
hay que hablar, decir tantas palabras como haya, decirlas hasta que me encuentren, decirlas hasta que me digan a mí mismo. No se trata de razonar
sino de Hablar
Hablar es descubrir lo interminable, es situarse en la fascinación de un tiempo
sin tiempo
in illo tempore

Hablo para volver al origen, a un origen que, anterior a la creación, no es plenitud del ser
sino grieta
erosión
"desgarramiento
intermitencia
privación
por eso, al hablar diciendo mi pensamiento SUFRO y mi voz es
GRITO
AULLIDO
LAMENTO

La larva-personaje que se arrastra habla de este dolor de ser y de decirse, en esa respiración entrecortada que es la voz que se encamina hacia su propio parto
“never been properly born”, dice Watt.

Hablo para nacer, pero en el momento en que he nacido, muero

Malone habla para verse y sentirse existir, escribe para nombrarse, pero al nombrarse tiene que morir, es decir, nacer.

“Y si en lugar de hablar —se pregunta Worm-Mahhod— tuviera alguna cosa que hacer con mis manos, o con mis pies… tendría un cuerpo, no tendría nada que decir”.

Nacer es morir, es abandonar la tierra de nadie, lo impersonal, lo anónimo, el reino de todas las posibilidades, es penetrar en el mundo de la Espera, del Razonamiento, es perder la voz, la intimidad con el centro.

Nacer es salir al tumulto sin voz, mudos, porque en la palabra que es el origen, es el silencio el que se habla eternamente.

Nacer es entrar a la Vida, y, por lo tanto, es creer y esperar. Mas si como dice E. M. Cioran, “la esperanza es una virtud de esclavos”, entonces la esclavitud es lo que caracteriza la condición humana. Y, no obstante, la gran paradoja, sólo podemos nacer, ser y estar en el mundo, vivir, a través del lenguaje.
"Vivo, luego hablo
“esta voz, es decir esta vida”
"“vivir es haber hablado”
“lo diré para no haber vivido en vano, diré lo que soy para no haber nacido inútilmente”.

Sólo podemos nacer merced al lenguaje, porque si la palabra es el Ser,
el lenguaje es la Existencia
“sobrevivir hablando, todos los días un poco más, todos los días un poco mejor”

Entonces
habrá que partir en busca del lenguaje perdido, de aquel que habla el va-y-ven del ser en sus posibilidades de existencia. Partir en busca del lenguaje primero, original y originador, en busca de esa voz que se proyectaba desde y hacia el infinito.

Y para encontrar ese lenguaje originario, esa “morada del ser”, hay que destruir el lenguaje de los otros, encontrar nuestra propia voz entre el tumulto

“Con lo que hablo de todo lo que hablo es de ellos de quienes lo recibí. A mí me da igual, pero no funciona, no se acaba.

Ahora debo hablar de mí aunque sea con su lenguaje de ellos.

Sería un comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el fin de la locura, de esta que consiste en tener que hablar y sólo poder hacerlo de cosas que no me interesan, que no cuentan, en las que no creo y con las que me han atiborrado para impedirme decir quién soy, dónde estoy, hacer lo que tengo que hacer”.

Si el lenguaje es, pues, la única posibilidad de decirse, la única barrera capaz de atravesar las murallas de la cultura, del cuerpo y aun de la especie

Si el lenguaje es acercamiento y es contacto, independientemente de cualquier sistema de signos, más allá de cualquier mensaje o pretensión de develar

Si la esencia del lenguaje es la fraternidad, entendida ésta como un lazo anterior a cualquier relación establecida,
entonces
“estoy obligado a hablar. No me callaré jamás, jamás. Estoy obligado a empezar. Es decir, que estoy obligado a continuar”.

Los personajes-conciencia de Beckett están situados entre el pensamiento y el lenguaje, entre el pensamiento que es la voz que se habla, y el lenguaje que es existencia.

“El pensamiento vagabundea, la palabra también, lejos el uno de la otra, bueno, sin exagerar nada, cada cual por su lado —topos de cerámica—. Habría que estar en el medio, ahí donde se sufre, ahí donde uno se regocija, estar sin palabra, estar sin pensamiento, ahí donde no se siente nada, no se escucha nada, no se sabe nada, no se dice nada, nada es, es ahí donde sería bueno estar, donde se está”.

El único lugar posible de existencia es el espacio donde reside la creación, el ámbito donde transita el lenguaje, es decir la obra, ese continuo inventarse y decirse.

Beckett es un artista, un transeúnte de lo Innombrable, y lo que su obra podría proponer es, precisamente, ese mismo tránsito, ese que Proust y Rilke y Virginia Woolf y otros artistas efectuaron en la obra literaria, porque, como dice Maurice Blanchot, “la literatura no es un simple engaño, sino el peligroso poder de ir hacia lo que Es, a través de la infinita multiplicidad de lo imaginario”.

Lo innombrable, el lenguaje, queda en el infinito misterio de lo no dicho, en el dominio del arte que es el dominio del ser en su plenitud, y, dentro de él, Beckett sitúa al hombre en el origen, en la creación, al darle la posibilidad de ser siendo su propio lenguaje, trascendiendo su fugacidad.

[El Heraldo, sección cultural, México, 28 de junio de 1970.]

[Notas]


[1] Teatro Francés de Vanguardia, Aguilar, Madrid, 1967; Cómo es, Joaquín Mortiz, México, 1966, traducción de José Emilio Pacheco.