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Acerca de la autora


Esther SeligsonEsther Seligson es ensayista, novelista, cuentista y poeta. Nació en la ciudad de México en 1941. Estudió literatura española en la UNAM y francesa en el IFAL, historia del arte en el ICS y pensamiento judío en el Centre Universitaire d’Études Juives (París) y en el Mahon Pardes (Jerusalén). En 1969 fue becaria del Centro Mexicano de Escritores. Ha impartido clases en instituciones de enseñanza superior y ha sido maestra en el Centro Universitario de Teatro (CUT) desde su fundación. Asimismo, ha traducido la obra del filósofo rumano E. M. Cioran y del poeta cairota Edmond Jabès. Obtuvo el premio Xavier Villaurrutia en 1973 por la novela Otros son los sueños, y el Magda Donato por el libro de relatos Luz de dos en 1979. En 2005 el FCE publicó su antología de ensayos A campo traviesa.

Toda la luz

Esther Seligson


Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2006

Primera edición electrónica, 2011

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica

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ISBN 978-607-16-0715-7

Hecho en México - Made in Mexico

“Si ma liberté n’étais pas dans le livre, où serait-elle?

Si mon livre n’étais pas ma liberté, que serait-il?”

Edmond Jabès, Le livre des marges

Primera Parte

Jardín de infancia

Oh vida por vivir y ya vivida,

tiempo que vuelve en una marejada

y se retira sin volver el rostro,

lo que pasó no fue pero está siendo

y silenciosamente desemboca

en otro instante que se desvanece…

Octavio Paz, Piedra de Sol

Otros son los sueños

Que bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche.

San Juan de la Cruz

a Simja

Y dijo: “No se puede pasar frente a las cosas sin mirarlas. Todo alrededor quiere ser dicho desde fuera, sin repetir, sin asociar, y no porque vaya a existir gracias a ese mirar y a ese decir, sino para que seamos nosotros algo más que un mero reflejo, una contingencia, abolir el azar, la cadena.

No inventarás

No idearás

No imaginarás

Remedarás. Serás semejante. Aprehenderás las cosas hasta ser ellas mismas y así, en lugar de decirte cuánto te quiero, darte una campanita de oro, o una pulida guija”.

También descubrió que sabía cantar y regocijarse, bailar con las doncellas e ir por los viñedos separando de los racimos el fruto malo, y abrazarse a una sonrisa anónima sólo porque la mañana estaba caliente y el cielo azul tan limpio y ¡cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía! ¡Cuánto mejores que el vino tus amores!

¿Y después?

¿Evadirse entre los montes? Únicamente los gamos.

¿Es acaso lícito dejar todo, para correr tras la realización de un sueño? Quizá no era así como debiera plantearse la pregunta, pero ahora, en tanto volaban tras la ventana los árboles y los postes eléctricos y el horizonte interrumpido por las montañas, ella pensaba que la noción de orden le había sido negada siempre, y, por eso mismo, no se había percatado muy bien de que el mundo y los seres se rigen por una sucesión que nada tiene que ver con lo imprevisto o el desconcierto, un orden cuya ley, dado el caso, no se rompe impunemente. Quería volver hacia atrás, hacer un recuento, buscar las causas, las razones, pero las imágenes giraban fuera de ella, y, por otra parte, le era imposible hacer coincidir la ligereza y despreocupación, el bienestar de los hábitos cotidianos —y sentía que, en efecto, habían sido placenteros y fáciles— con ese súbito aislamiento, con esa figura desorientada y sin raíces sentada ahí, sin ninguna referencia, yendo hacia o regresando de un viaje que podría no ser sólo un sueño. ¿Y qué sentido tendría conocer o no las causas, si nada era ya recuperable? Tampoco construir en el recuerdo parecía útil, no por doloroso —no había transcurrido el tiempo pertinente, y la mordedura de la nostalgia, del arrepentimiento, guardaba intacta su lenta agonía— sino porque el presente estaba demasiado próximo, la destrucción paralizaba sus sensaciones y sumergía su cuerpo y su mente en el cansancio y la somnolencia, a más del largo viaje y del traqueteo del tren.

Siempre había imaginado que, de huir, huiría en un tren, sola en el compartimiento, la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, una desconocida mirándose mirar desde fuera a través de un ojo colectivo impersonal, dispuesta a empezar un algo nuevo diferente; y, en cierto modo, mientras el viaje no terminara, mientras pudiera abordar los trenes deteniéndose únicamente para esperar el próximo, mientras durara la suspensión del tiempo, ella podía dejar de parecerse a aquella que los otros conocían y juzgaban y cuyo papel había representado durante tantos años: quería saber quién era y luego serlo para siempre. ¿Durante cuántos años? Eso era algo en lo que tampoco había reparado nunca ordenadamente. De una manera bastante esporádica habían surgido movimientos de rebeldía cuando confirmaba que su hijo había crecido, que estaba creciendo, y recordaba aquel personaje del tambor decidido a no aumentar más su tamaño, entonces sentía que algo había cambiado, que estaba cambiando, obediente a un curso inexorable del que ella quería excluirse antes de verse despojada de su propia niñez, de su adolescencia sobre todo. Incluso ahora era como si, por el hecho de no verlo, de no estar ahí, aquello que dejara atrás o abandonaría en adelante hubiera dejado de existir o no sucedería. Y sin embargo, algo oscuro le decía también que tendría ella misma que desaparecer, no sólo a través de la distancia, sino en el pensamiento de todos y en el espacio. Pero la idea de la muerte no surgiría aun como posible solución.

“En aquella ciudad lejana de calles empinadas y casas con sabor de arena, tenía algo el aire que me invitaba a huir: los techos bajos, las paredes de piedra y el color azul frío de las noches en el desierto. Y salí para confundirme y olvidarme en el anonimato de los otros. El vestido ligero y los pies descalzos. Caminé entre la multitud que sofocaba las calles, mirándome en ella, dejándome tomar por los ojos curiosos y anodinos. Entonces puede haber dejado de ser la misma que regresó al lugar donde tú estabas esperándome, con los brazos caídos, aletargado aún por tu sueño interrumpido y el calor. Quisiera imaginar tu asombro cuando al despertar encontraste la cama de al lado vacía. Sé que nunca pensaste en una huida, pues, sin saber a dónde ir o qué hacer, al verme llegar con una flor prendida en el cabello, supusiste que acababa de salir a tomar el aire que tampoco fuera del cuarto era fresco. Y algo se escapó de mí. Crecí y crecí en la soledad de las calles abigarradas perdiendo la posibilidad de tu consuelo. Nada pude explicar y el hueco quedó en el mismo cajón de las tarjetas postales y reminiscencias del viaje. Nos detuvimos en un lugar desconocido para nosotros en la gran ciudad del desencuentro. Tras las tapias encaladas se amontonaban los techos de lámina y cartón. No era aún de noche, pero mientras caminábamos no cruzamos a ningún ser viviente. Casi se podía creer que recorríamos todo dentro de un sueño cuando, de pronto, y para confirmar esa sensación, nos encontramos en una feria, frente a un conjunto de largos brazos retorcidos —óvalos, círculos, paralelas—, chatarra alumbrada por focos azules. Nada se movió, hasta que al adentrarnos percibimos ligeras ondulaciones y vimos a un hombre que dormitaba sobre un montón de papeles y desperdicios. A medida que avanzábamos (nunca supimos cuánto duró la travesía) todo se agitaba más y se nublaba. Algo nos impulsó, a pesar de tener las manos húmedas de miedo, a detenernos y volvernos: las pocas luces estaban apagadas y todo se movía y chirriaba. ‘A mí nunca me han gustado las ferias’, dijiste. Fue como si nos hubiésemos dejado sorprender en nuestros más íntimos temores, en aquellos temores intraducibles, mezcla de pesadilla y realidad, que se guardan con la infancia. Entonces soltaste mi mano y, cada cual por su lado, echamos a correr.”

Huir, huir. ¿Hacia dónde? Era un eco que se confundía en la oscuridad con el ruido del tren. Dormía un sueño inquieto poblado de formas nebulosas que se negaban a aflorar, y se decía que nunca sabemos por qué lo que amamos se va así, sin ruptura, orientándose suavemente hacia la ausencia, ni por qué es inútil intentar rescatarlo del olvido, aunque quizá fuera porque los recuerdos nunca son afines. “¿Puedo saber —le preguntó— si al invocar una noche vendrá aquélla en la que piensas? A pesar de que nuestros cuerpos se entrelacen y mi boca humedecida repose en tu cuello, las manos torpes entre las ropas, tendremos que hablar y abrir los ojos para conocernos, habrá que separarse con la piel dolida sin desnudar, sin habernos encontrado, porque tal vez no sea ése el tiempo nuestro sino el de otro, y el de otra. Y miraremos llover con los ojos de ellos y nos morderá la nostalgia inútilmente con dientes suaves y taimados.” Entonces recordaron una noche (¿o fue un amanecer?) en que ella lo esperaba (¿o la esperaba él?) detrás de la casa para irse a sentar sobre las piedras que emergían de entre el río. Jugaban a ser grandes, pero tenían miedo de tocarse, y su brazo en la cintura era el único abrazo y un ligero roce en los labios el único beso. De pronto crecieron, y los ojos se les llenaron de cosas ajenas al río, y sus cuerpos fueron sembrados por otras caricias que cristalizaron en sus mundos subterráneos, abriendo sus flores nocturnas en la memoria de la carne. “Quizá porque éramos tan jóvenes —continuó— nos envuelva ahora su añoranza. Mirábamos las estrellas sobre nosotros porque así lo hicieron siempre los enamorados, porque no hablábamos y era el campo, pero ahora, ¿podremos alcanzarnos en aquel sueño cuando ya nos hemos sustituido mutuamente en la trama de lo cotidiano? Habrá que inventarse otra historia, nuestra historia y la de todos, la crónica de una interminable ronda de gestos, sentimientos y deseos, reconstruir objetos ya rotos, papeles cartas flores encuentros y despedidas, provocar bancas y jardines, soles lunas playas arbustos, despertar ventanas y portales, y calles también. Una historia en la que ella abandona su ciudad y su casa para buscar esa otra parte de sí misma, huyendo hacia la revelación de un sueño donde cree se encuentra la verdadera cara de su vida, su verdadero nombre, aunque para saberlo tenga que recurrir a aquellos que, muertos, se hayan llevado ya una parte, una imagen irrecuperable del mundo que quiere penetrar.”

Hubo algo más: descubrió por qué no podría nunca, ni nunca hubiera podido, habitar la heredad de sus antepasados, ni conocer la crónica legendaria de su más lejana parentela. Para ellos sólo existía el vasto camino sin fin, el rápido rodar por las moradas solitarias, los bosques para esconderse de prisa y la señal que, al delatarlos, les hacía sentirse, y únicamente entonces, una gran familia desamparada y orgullosa. Por eso se prometió buscar primero una casa de gruesos cortinajes y pesados muebles. Una casa donde la luz de la mañana recordara la palidez de otros atardeceres seculares en las oscilaciones fieles de los péndulos, en el tintineo de tacitas de té. Una casa de una pieza única sin pasillos ni recovecos, enrollada sobre sí misma, entretejida en la penumbra, en el color de terciopelo antiguo y en el olor de muchos libros con fotografías de parientes desconocidos. Porque la suya había sido un amplio conjunto de grandes ventanales que la entregaban a la luz del mediodía, las cortinas ligeras, los muebles luminosos y ningún retrato pendiente de sus muros blancos, sin péndulos o candiles, todo con la sensación de una próxima y súbita partida que dejaría a los libros, cuadros, ceniceros e incluso flores, habitados por una espera quieta y un retorno incierto, dormidos como bajo un hechizo. “Y si quisiera preguntarte —insistió, mirando del otro lado de la ventana el parque frente al café donde estaban sentados— qué dijimos y qué hicimos, qué había alrededor, y me dejara acariciar y nos tendiéramos juntos a olvidar, como ignorábamos entonces que había un futuro y un pasado y que algún día recordaríamos ese instante como un algo inolvidable, ¿lograríamos darnos sin que el desgaste de los días, el hastío, el desamor, nos precipite en la añoranza de aquel tiempo irrealizado? ¿Por qué ni siquiera ahora sé cómo éramos? Regresé a la playa y te encontré dormido. Mis manos tocaron una piel que no era tuya y mis ojos miraron un rostro diferente, y sin embargo me quedé, aunque no supiera pronunciar tu nombre. Otro día te vi en la calle y, a pesar de que no era a mí a quien buscabas, me llamaste, y me fui contigo sabiendo que abrazabas otro cuerpo. A veces pienso en los cuartos donde vivimos alguna vez o pasamos una noche, oscuros luminosos densos, y es cuando la lluvia lo delinea todo, cuando afloran con sus olores a encerrado, a tapices viejos y muebles usados, y también tantos deseos, y la nostalgia de ese vagar por los pueblos con el mismo ladrar de los perros y el aire hendido por la misma campana. ¿Por qué huíamos?”

Dormida a medias, empujada de un lado a otro de la estrecha cama, el lenguaje de los fragmentos, de los huecos en la memoria y en el cuerpo, le hablaba con la voz de su hijo, con el eco de las zapatillas y el trajín de los platos en la cocina, como signos geométricos congelados en la reluciente superficie del sueño. Veía a su hijo dando vueltas a las páginas del pequeño álbum donde ella había ido pegando sus fotografías desde el nacimiento, y lo escuchaba pidiéndole que reconstruyera esa parte suya que él mismo no sólo no recordaba, sino que ni siquiera había conocido: “¿Qué hacía yo aquí?, ¿qué decía?” Su hijo quería acordarse de hechos sin recuerdo, de momentos incluso anteriores o ajenos a su concepción. También un día ella había preguntado, ansiosa de rescatar no supo qué. Estaba habitada por imágenes color sepia en las que su rostro diluido usurpaba el lugar de un recuerdo ajeno, de una sonrisa donde flotaba ya una serie de universos idénticos, perdidos. Descubrió cuán extraña era para los otros y para sí misma, y cuán apartado era el presente que la rodeaba. Entonces se dijo que había estado viviendo con un vaho ante los ojos y escuchando a través de una gota de agua en el oído y palpamos las paredes como ciegos y andamos a tiento, como sin ojos; tropezamos al mediodía como de noche; estamos en oscuros lugares como muertos. Cuarenta años hasta llegar al término.

“Te equivocas, esa otra mitad nuestra que en los orígenes perdimos y buscamos desde entonces, no nos es en nada semejante, es decir, en caso de hallarla habrá reconocimiento, e incluso llegarán a unirse en el todo de sí mismas, pero tendrá apenas la brevedad de un conjuro; ¿te olvidas que la nostalgia no se alivia, que no se arranca impunemente la raíz de sus raíces? Y sin embargo, correremos tras ella, e iremos quitándole a otras eso que tú y yo no pudimos alcanzar, para tenerlo en su totalidad, aunque sea a través de fragmentos ajenos a ti y a mí. Quiero hacer el amor contigo, despacio, muy despacio, primero con las palabras desenterrando cada uno de los momentos que vivimos juntos a partir de nuestro más lejano encuentro, el original, a partir de aquella mañana en que me regalaste una flor y un anillo que no te atreviste a darme tú y que me entregó él, el primer muerto, sentado entre los dos en el salón de clase y que yo amaba como el único vértice capaz de unirnos; y después con los dedos, desenterrando cada una de las caricias extrañas, hacia atrás, hasta encontrarnos, aún niños, en el momento en que mi mano no recibió el regalo de la tuya. Quiero recorrer los sueños en que me soñaste y traerte hasta los míos, sin que huyas, sin que dejes de ser tú para convertirte, torpe e inútilmente, en los otros. No se trata de recuperar un tiempo ido, pero, ¿cómo iba a adivinar que era tu presencia la que tejía su malla paciente e invisible mientras yo me esforzaba por arrancarle signos a otros amores no compartidos? No, no estaremos solos —repitió con insistencia—, también están los vivos, los que voluntariamente o sin saberlo se han acercado a nuestro camino. Llevamos a cuestas fragmentos de muchos otros destinos, los hilos de su trama nos cercan. Habría que descubrirlo todo otra vez: tu mano aquí sobre la mía, entre mi pelo, la penumbra de este rincón, la taza de té. Todo otra vez, como tu olor, como el lecho en que no dormiremos juntos. Todo, hasta borrar la vergüenza de los cuerpos que se odian en la huella de otros roces, en la memoria inscrita bajo la piel: una carne que se ha ido surcando de grietas moho y ceniza —entre cristales, puntas de obsidiana, una tierra que fluye leche y miel— en tu ausencia. Todo de nuevo.”

¿Hacia dónde escapará el hijo, si ya sabe que los sueños no existen (tú se lo has dicho para evitar que lo atemoricen), que los cuentos cuentos son y la ternura un rechazo constante? ¿A qué puerta llamará si todas dan al campo?

Tras la ventana, la gente se aprisiona en los gruesos abrigos de piel, se protege en el aliento tibio, en el espacio que llenan de palabras, en el tiempo que acumula sus frases, y la contempla como se ve desde afuera en la oscuridad a los personajes de una película y como si ella misma estuviera dentro de otra pantalla. Sin embargo, esa gente la rodea, la estruja, y no logra apartar de sí la sensación de nebulosa sin horizonte ni verticalidad. Fue en ese momento (quizá en ése o en otro) cuando escuchó por vez primera el llanto de una manera clara y precisa, entrecortado y solo, sin ninguna posibilidad de consuelo, abandonado a su rechazo, a su injusticia y soledad. Había entrado en un paisaje amarillento, sin sombras ni relieve: más que plano, triste, con una tristeza larga estirándose sin melancolía: deshabitada. Y tembló, con ese miedo que no viene del corazón sino que fue puesto en él, así como se encuentra fuera del alma, en la sangre, el desierto y la sed, y la búsqueda —¿de cuál pecado, de cuál iniquidad?— de la roca donde guarecerse.

Blanco. Si permanecía en lo blanco vendrían a buscarla. Había que huir. Caminando. Humedad, piedras, lodo, y el olor del viento por las calles vacías, roto sobre su cuerpo en cada esquina. Entre esas paredes extrañas, encerrada sin procedencia ni dirección, esperaba que alguien viniera a encontrarla y a llamarla por su nombre para poder repetírselo a sí misma de ahora en adelante y hasta siempre. Perdida en la fascinación de unas sombras milenarias que agrandaban más todavía el hueco de su cuerpo, la noche alrededor, y el ansia de escapar, miró hacia atrás y se convirtió en estatua de sal.

“Para cuando vuelvan las lluvias tus brazos quizá me ciñan de nuevo, y miraremos la luna como un recuerdo sin nostalgia, fuera de nosotros y en nosotros mismos, sin pasado. Tomaremos un barco y nos internaremos en el mar: ya no tendremos miedo ni necesitaremos de la mirada de los otros. Mis locos sueños de locura se detendrán en ti, y los pesados trozos de amores muertos se unirán librándonos de culpa y destrucción. Las cosas no me serán devueltas después del espejismo primero ni estaremos separados por distintos sueños.”

“Para cuando vuelvan las lluvias”, se decía, como si las aguas fueran a lavar la presencia de sus fantasmas dejando el horizonte de su vida nuevo para caminar en él, aligerada del peso de su compañía. Y, al mismo tiempo, el miedo, la humedad con los olores del jardín, la penumbra color ocre del dormitorio y las caricias de algodón en su cuerpo adormecido, el ruido de las gotas contra el empedrado y el movimiento de su propia respiración. Después, el deseo lacerante olvidado entre sus muslos y ese querer despegarse de los gestos, las palabras, los ademanes de otros, de los otros. “Enséñame a buscarte, a reconocerte, condúceme —le dijo tratando de tomar su mano, pero se detuvo sorprendida: ¿cómo era posible que de aquello sólo recordara el ruido de los pasos, su concentración en el retumbar del eco por los corredores?—, no quiero repetir nada que hubiera podido hacer, ni participar en el juego de unas cartas cuyo contenido nos inscribe y determina.” Más allá de la tristeza del deseo carnal, de la separación que inevitable sigue, ¿qué buscaba?, ¿a qué otro orden quería penetrar? Sentía que la magia instantánea del abrazo escapaba hacia el tiempo, perdía su pureza, y empezaba a transcurrir. Amar para encontrarse, y, encontrándose, descubrir la inconciliable soledad original. “No, no estaremos juntos”, dijo, y su voz se perdió entre los rieles, enredándose, extendiéndose. Seguramente él también pensaba en voz alta, en la soledad del tren y del rodar continuo y con la imagen de sí mismo flotando fuera de la ventanilla, cercana, inseparable. “¿Es a mí a quien abrazas? No estaremos juntos porque entre nosotros se urde la historia de otras vidas que compartimos alguna vez en cualquier lugar, en los sitios de nuestro encuentro, en el silencio del amigo que hemos olvidado, en las frases que abandonamos sobre las mesas de escuela, en los libros que subrayamos y las canciones alrededor del fuego. ¿Te acuerdas? El cielo era tan bajo que nos subimos a los árboles esperando que la lluvia de estrellas rodara sobre nuestras cabezas. ¿Por qué entonces ya había miedo en las miradas? Unidos por la canción, una misma tristeza, una guitarra y un silencio de recuerdos que yo sentía sumergido en el impulso oscuro hacia el olvido de un porvenir que ni siquiera preveíamos. Le faltan letras al alfabeto, dices, para poder formar los nombres de tantos sentimientos inexpresables, inexpresados en la escasez de palabras, y yo te digo que nos falta vida, que pesan demasiadas añoranzas para tan poco tiempo, que bullen demasiadas ansias en tan poco espacio. Quizá no sea cuestión de letras sino que, como piensa Bernard, a veces nos da pereza recorrer la ciudad para ir en busca del amigo. Hoy es necesario volver más atrás aún del propio pasado, más allá de toda memoria personal, volver hasta el dolor de los hornos crematorios, de las piras heréticas, hasta el anatema de la cruz y el éxodo primero, recorrer el desierto, sedientos hambrientos en espera del maná y la roca viva, arrastrar esa nuestra verdadera soledad por las arenas y las zarzas sin preguntar quiénes somos o hacia dónde vamos, sólo salmodiando, cantando al caer la tarde alrededor de la columna de humo y fuego. Quizá entonces podamos tomarnos de la mano y ver brillar una chispa en los ojos del amigo. No hacemos sino repetir —le dijo tomando su mano sobre la mesa entre las tazas de té— los mismos gestos, la espera tras la máscara, el deseo bajo el trazo tosco de unas líneas que pretenden ser una figura y, a la vez, un nombre, e incluso, ¿no es el espasmo último un conjuro más, el final de una danza de encantamientos? ¿Es a mí a quien miras? Tus ojos buscan, a través de los míos, la imagen perfecta de lo que quisiéramos ser y retener fuera del tiempo. El deseo es idéntico, el impulso también, lo que varía es el rostro, la figura, la luz, el momento, todo blanco él, en que creemos realizado el encuentro. Y sin embargo, es imperioso recobrar la visión primera, sentirse únicos e irrepetibles en esos simples gestos eternos. ¿Quién soy yo? Cuando me miras, esas ráfagas que cruzan ante tus ojos no me pertenecen, ni tampoco es dulce mi piel como tú crees: Mara me nombran porque en hiel se tornarían tus besos si conocieras el fondo de mis pensamientos. Y sé que a menudo los escuchas —croan graznan crascitan—, pero supones que abrazándome hundirás sus chillidos en cavernas, y te obstinas, y recorres las arenas en busca del oasis. No, no se puede pasar frente a las cosas sin nombrarlas, la sombra alrededor de ellas es exactamente su presencia, pero encenderás las luces y las llamarás a gritos porque no conoces su nombre. O me dirás: ‘Volvamos a la casa, ahí nos reconoceremos’, y la casa para entonces habrá sido destruida, y huiré de tu presencia para no perecer bajo tus palabras, para que tu mirada no perturbe mis pensamientos y quiera aniquilarlos.”

Poco a poco se había ido poblando la superficie de su sueño: primero de objetos —de todos aquellos que con seguridad flotaban ahora sobre las mesas, vacíos de su nombre, despegados de las paredes, en un espacio sin vibraciones—, después de voces (abre tu abrazo, mujer, es inútil que protejas tu vientre, el hijo vendrá y partirá, ya fue dicho, no habrá ademán que lo retenga), de puntos y líneas de luz intermitente hasta congelarse en la visión de un camino que se abría, como en una perspectiva oriental, del frente hacia el horizonte. Objetos, voces y destellos que se acercaban envueltos por una tolvanera espesa, ondeando sin ningún ruido y girando, cada uno a su vez, como pequeños ovillos deshechos.

“Tomados de la mano, descalzos, hundidos en la arena, vagabundeando, ¿cómo éramos entonces? Quiero saber de dónde provenía ese conocimiento tan firme, esa certeza de nuestro estar fuera del va y viene del mar, tan dentro de un punto fijo en el tiempo, de ser el único en un sinfín de correspondencias. Nosotros hacíamos a la noche, al mar, y no porque lo pensáramos, sino porque estábamos ahí y no podía ser de otra manera. Pero no se trata de volver hacia atrás —repitió con un dejo de impaciencia—. ¿Qué preguntaríamos, por ejemplo, a los muertos? La imagen que se han llevado de nosotros no la recuperaremos jamás, ni siquiera si lográramos elevar sus sombras al borde del sepulcro porque primero querríamos saber:

Eloísa

Señor ten piedad de nosotros

¿por qué

Óyenos escúchanos

sola en el corredor de un quinto piso

Padre Celestial que eres Dios ten piedad de nosotros

abrió la ventana

Hijo Redentor del mundo que eres Dios ten piedad de nosotros

y sin mirar hacia la calle

Espíritu Santo que eres Dios ten piedad de nosotros

ella que creía en la misericordia divina

Santísima Trinidad que eres un solo Dios ten piedad de nosotros

subió al alféizar

Santa Madre de Dios ruega por nosotros

y sin pensar

Santa virgen de las vírgenes ruega por nosotros

fatigada es probable

Madre refugio de los pecadores ruega por nosotros

de tanta piedad esperanzada

Cordero de Dios que quitas los pecados de los hombres

de tanta lucha de mezquindades cotidianas

Ruega por nosotros

sin rezar siquiera

Cordero de Dios que quitas los pecados del hombre

arrojó su alma a la condenación?

Dadnos la paz.

Y David, el primer muerto que jugaba entre nosotros aprendiendo apenas a desear y a sentir celos, ¿qué diría al ver que hemos crecido tanto mientras él se quedó en su cáncer del sexto año escolar?

Y aquel amor adolescente cuyo cuerpo tuvo que morir para que me liberara de su fantasma vivo, segura ya de no volver a encontrarlo en la calle, en la mirada de los amigos, ¿cómo le hablaré si nunca me acerqué a su tumba?

Y al abuelo, ¿dónde lo hallaré, a él que tan rigurosamente observaba la ley, si, como suponemos, interrumpió de su propia mano el don de vida que el Todopoderoso otorga?

Vino, aceite, miel y leche para los muertos se convertirían en polvo, sangre y hiel. No, ellos tampoco guardan recuerdo alguno, sumergidos en su propio pecado, inocencia, iniquidad.

¿Cómo entonces completaríamos un pasado congruente, un retrato verosímil de nosotros mismos? También pienso a veces que deberíamos soltar tanto recuerdo, sin adioses, sin dejar incluso de recordar: olvidarlos, de una vez y hasta siempre, encontrándonos, desconocidos y solitarios, en una cama casigris casiblanca tras una ventana sin árboles sin lluvia, en un cuarto amarillo, temblando en la oscuridad sin lograr la mínima exaltación necesaria para un acto de amor, pero cumpliéndolo tú, no obstante, fuera de mí, sobre las sábanas. Otra forma de traer la muerte hacia nosotros, más allá de toda nostalgia, de toda ilusión.”

Y dijo: “La vida es tan pesada como la más pesada de las cosas”. Sin embargo, ¿qué quedaría de ella en nosotros sin esa pesadez si sólo somos un montón de añoranzas, un hato de miseria? No les quites el polvo a las cosas, es su vestido más puro, y, por otra parte, su lenguaje para con los humanos, la certeza de que nos están pensando y no hemos terminado. Quien carezca de morada no construirá ya ninguna: las piedras que la sostengan serán un muro de lamentaciones, mientras más alto más triste y plañidero. ¿Y dónde, en efecto, levantaríamos casa firme si andamos en busca de un algo que se hundió en las arenas, en un barro extranjero, entre lodos y ceniza? No hay cimiento posible para un pueblo en orfandad, y serás sacudido a todos los reinos de la tierra.

“Quisiera recordar lo que entonces te hubiera dicho, lo que hubiera querido oírte decir, pero las palabras se despegan de los labios sin referirse a nada, a nadie, porque no pueden situarte en el lugar exacto —¿en cuál río?, ¿en qué playa?—. Nuestro deambular por las ciudades ha absorbido las aguas y dispersado las arenas, y ahora tengo la piel vacía de tus caricias que no recibí, vacío el vientre del hijo que no fue tuyo, vacío el templo de tus pasos que no me acompañaron. Y, a cambio, tantas y tantas manos sobre mis vestidos, jardines y plazas ante mis ojos, movimientos y ruidos que no inventé, ajenos a nosotros, y que se han apoderado de mi cuerpo y de tu ausencia. ¿En qué momento de tu sueño estabas esperándome y no llegué? El lugar al que volvamos ya no será el mismo, es cierto, pero regresaremos, no obstante, a recobrar nuestra huella original en esa trama cotidiana donde están tejidos los fragmentos de vida que compartimos juntos, a anudar el momento en que el hilo se rompió dejándonos a merced del sueño irrealizado.”

Escapando a la ausencia de ese alguien que no llegaba a llamarla por su nombre, salió del cuarto con intención de ir a su encuentro a través de las calles, de las sombras que se alargaban en los muros, que se reflejaban contra los cristales de tantas ventanas detrás de las cuales seguramente dormía abrazada una pareja o reía un niño. Llamar a cualquier puerta y acogerse en el interior de cualquiera de esos salones, internarse en algún resquicio de esos miembros entrelazados, disolverse en los vapores de las cocinas. Y ni siquiera era un deseo de bienestar cotidiano, o una aspiración de silencio para su cuerpo sacudido, era un vago temblor, algo como el manoteo impaciente de uno de esos seres a medias que se agitan en nosotros. El frío y la humedad la iban obligando a guarecerse de trecho en trecho bajo dinteles y entre pasillos que finalmente decidió recorrer, segura de encontrarlo en algún salón de clase del segundo piso. Subió las anchas escaleras de granito. Olor a gas y luces blancas redondas brotaban con insistencia de cada puerta al abrirse: cuchicheos, pasos, choque de vidrios, de metales. Hasta que también el llanto empezó a escucharse. Empujó de golpe otra puerta. Ahí estaba Eloísa: intentaba meter en una caja su propio cuerpo destrozado. Se acercó a ella pues sabía que pudo haber sido su madre y, porque si la ayudaba, podría decirle dónde encontrarlo. “Traéme un crucifijo.” “Aquí no hay —quiso contestarle—, ésta es nuestra escuela”, pero dio media vuelta y salió. ¡Cuánta gente por los pasillos y qué desorden! ¿Estaba en el lugar equivocado? ¿Qué era ese movimiento de telas y brillos, esos murmullos, risas y sonidos como en el inicio de un baile o de un concierto? ¿Qué había venido a buscar y por qué sus ropas no eran vaporosas ni su rostro alegre? Parecía flotar entre esa muchedumbre que se balanceaba alborotada entre lentejuelas y lamentos de violín. “Alguien ya tuvo un sueño así”, pensó sin saber muy bien de dónde provenía la certeza de encontrarse en un escenario cuando, de hecho, ella había entrado a la escuela.

—¿Dónde estás? ¿Quién eres?

“¿En qué parte de tu vida quedaron los momentos luminosos?”, preguntó el desconocido que la tomó de la mano y la llevó hacia la ventana abierta de par en par. Era el mediodía y el jardín estaba inundado por una luz violentamente dorada. Los árboles quietos, las hojas dibujadas una a una. En la fuente, las aguas inmóviles absorbían el verdor y la nítida transparencia del azul. Las flores perdían sus rojos y violetas bajo la lluvia de oro. Sintió el grito de las gaviotas, el silencio del viento. No era un parque.

Era el mar.

Las tardes lluviosas de domingo descendieron hasta su memoria: todos estaban sentados frente al fuego después de comer, y mientras el padre recordaba ensimismado los días lejanos de la infancia y en especial aquel en que se despidió por última vez y para siempre de su casa, la abuela traía a cuento su propia juventud y la madre el tiempo en que ni siquiera soñaba con hijos y nietos. “En aquel entonces…”, parecían decirse las imágenes evocadas, como si unas quisieran ser más bellas o más emotivas que las otras. ¿Y acaso podía pensar ella en algo que no fueran precisamente esas evocaciones ajenas, esas brasas tibias que la vinculaban a un pasado inmemorial, a una interminable sucesión de infinitos? Y sin embargo, qué poco sabía de la infancia y de la juventud de su padre, de su abuela, de su madre; qué lejos estaba de ellos en esa ignorancia, en esos recuerdos ya de por sí fragmentados e incluso más vagos al decirse, al quererse aproximar a ese “entonces” que ella no había vivido pero que la predeterminó desde mucho tiempo atrás.

“Hoy he muerto en ti, lo sé. Mentira que los cuerpos se unan para encontrarse y vengan a ser una sola carne. Todos nuestros actos nos conducen a la soledad. ¿Acaso no es una herencia la sed de infinito? Se transmite, no como la peste, porque es menos visible, y golpea y araña y suspira. Ni los más caros ideales, ¡oh, Tchen!, la calman, ni la abyección ni las mayores miserias: golpes, torturas refinadas, hambre, hogueras, sólo son un consuelo vano, un traer la muerte hacia uno mismo también inútilmente. No quiero dejar que los días transcurran apacibles, diluyéndose uno en otro tan prestos que hasta el dolor y la ausencia y la muerte se vuelvan cordiales. Y aunque entiendo que el sobresalto continuo y el continuo agotar y escudriñar cada instante sea insostenible, ¿cómo hacer, a pesar de ello, para mantener viva e intensa la certeza de estarse viviendo?”

¿Acaso había comprendido que puede existir algo más importante que la sombra de un sueño, que el deseo loco de escapar? ¿Dónde estaba lo más importante, más acá o más allá de esa sombra? Todas esas preguntas se presentaron a su espíritu sin ningún planteamiento moral o filosófico, sino como otra alternativa, es decir, que en lugar de huir bien podría detenerse a mirarse mirar, a pensarse pensar, a oírse preguntar. Quizá también esas meditaciones, que, por otra parte, no venían asociadas a nada ni aludían a nadie en concreto, eran sólo el producto del cansancio: una alucinación, un hueco de hambre en el estómago. “¿Cómo se dice la vida de alguien? ¿Un día en el mundo de Clarissa, o sesenta años en la memoria de Adriano?”

Tendidos en el suelo, ella boca abajo apoyada la cara entre las palmas de las manos, él de espaldas los brazos alrededor de su cuello, intentan asirse y hablan, y hacen desfilar ante sí imágenes que se repelen y entrechocan bulliciosamente. Al escuchar su ruido ellos piensan que las palabras los han entrelazado al fin, y sonríen y continúan hablando hasta que su hablar se les viene encima y los sepulta en el silencio y el vacío. Ella se revuelca y las sábanas húmedas se pegan a su cuerpo desnudo: calosfríos; la lengua también se revuelve dentro de algo pastoso y maloliente. El golpeteo del tren retumba y levanta polvo. Tiene la sensación de estar cubierta por telarañas entre las que se sacude y debate. “Regresa, regresa.” Su hijo preguntaría por ella y, no conforme con la historia, alguna noche, sin poder evitarlo, sus gritos la llamarán y tendrá que dejar el lecho, buscar a tientas el vaso de agua y las cobijas, acercarse, consolarlo, pedirle que no llore y prometer que ya no se irá otra vez.

“Me desprendo de ti porque quiero empezar a existir, pero las voces me llaman —¿quién eres?, ¿dónde estás?— y me devuelven al frío, al corredor y tú te has ido, o no. Sé que debo contestar yo sola, y aún me digo que sería tan bueno escuchar tu voz si saliera de mi garganta. Grito, tiemblo y suplico: ¿por qué estoy amarrada? Las sombras entorpecen, la náusea da vueltas. El tren se detiene. Hacia arriba la masa negra y un hilo de noche recortándola; abajo, la niebla; y delante, un haz de luces que nos mece y eleva. ¿De dónde viene este zumbido alrededor? Me llamo Eloísa. No, no soy ella. No sé quién soy.”

Para que la invocación sea efectiva y se revele su mágico poder, hay que llamar con el verdadero nombre.

—¿Dónde está el lugar de tu nombre? ¿Cómo se dice ese lugar?

—Contesta. ¿Quién eres?

Algo sacudía su rostro antes de que la frase alcanzara claramente sus oídos. Tras la ventana, los árboles y las montañas se habían cubierto de gris, y, aunque no los escuchara, sabía que los perros aullaban de hambre y frío. Algunas chimeneas sobresalían entre la niebla espesándola aún más con sus chorros de humo. La velocidad del tren era cada vez mayor, la fricción contra los rieles repercutía en su cuerpo. Todo parecía haberse vuelto del revés: las raíces emergían independientes de sus troncos, las montañas sin límites, trozos de palabras, veletas y campanarios. De pronto no había ya nada que recuperar. Los juguetes desparramados por la casa, las zapatillas, los platos y el llanto del hijo se levantaban como pequeñas limaduras atraídas hacia la figura tranquila y absorta en su sillón de lectura. Incluso la necesidad de gritar, de destruir ese círculo, de ver arder las flores y los muebles, se había recogido a los pies del esposo. Nada le quedaba a ella por hacer ahí, en el que fuera su hogar: todo estaba ya incorporado al orden habitual, al ritmo cotidiano, incluso su muerte como posible solución, como única ruptura.

En el principio fue la palabra. ¿Y después?

La locura, el lamento, la alucinación.

“No quiero recordarte —le dijo mirándola a los ojos mientras sus dedos tomaban y torcían su pelo—, quiero vivirte. ¡Qué importa si no sabes quién eres ni de dónde vienes!! Yo te daré un nombre como el sonido largo de violines deslizándose bajo las puertas y entre las rendijas. Serás el color de los otoños y te quedarás conmigo hasta el amanecer. No son recuerdos lo que dejo en ti, es vida, es pan cotidiano de alegría.”

Olor a moho. Sentía la humedad pegada a sus huesos, como si ellos fueran una pared agobiada por plantas trepadoras e insectos nocturnos. El temor de encontrarse a la intemperie, desnuda, la hizo buscar a tientas (¿por qué estaba tan oscuro y frío?) con qué cubrirse. Resbaló hasta quedar bajo una espesa capa de ceniza y hojas mustias. Parecía que una vejez sin tiempo hubiera resquebrajado su piel, cegado sus ojos. No un algo muerto, sino palpitante pero caduco, pétreo. Bajo la bóveda que antaño fue su cuerpo, hormigueaba todavía alguna espera, algún deseo crepitaba, y el eco de no sabía qué murmullos derramándose, retumbando contra los bordes: nombres, palabras, nombres de lugares, palabras y adioses, buscaban dónde plasmarse, cómo no desvanecerse, cómo no huir.

“Mírame, no soy un espejismo, respiro, hablo, me duele tu presencia en la piel y en las pupilas. No soy un fantasma que llevas a cuestas”, le repetía la voz. Y ella se preguntaba por qué lo que amamos se orienta inevitablemente hacia la bruma, pierde sus aristas y sobresaltos, su brillo e inquietud primeros, y por qué no es posible determinar el momento de la ruptura, impedirlo, el instante de esa leve indisposición apenas perceptible en que, de pronto, las mismas caricias se han vuelto de plomo y el mismo rostro una mueca de disgusto. “Amar es mirar juntos en la misma dirección”, le dijo el esposo en aquel tiempo, cuando caminaban tomados de la mano por aquellas calles de ciudades tan lejanas y paseaban por plazas y playas y jardines. “Y fueron felices aquí, y aquí también”, decían las fotografías, las tarjetas postales, los pequeños objetos comprados y las flores que se secaban entre los libros. ¿Y después? También habían reído mucho y soñado juntos. ¿Y después? Hasta que alguna ola misteriosa empezó a cubrir sus risas y a varar sus sueños. Las luces de la casa parpadearon, y sus sombras ocre se fueron incrustando en las palabras y los gestos cotidianos. El campo verde se fragmentó convirtiéndose en un confuso montón de hojarasca y ramas donde buscaron inútilmente un claro para tenderse. Y, simultánea, la impresión de que algo ha quedado trunco, el sentimiento de que todo está aún por hacer, de que tal vez se podría empezar de nuevo sin equivocarse (¿cuál era el error?), ni dejarse atrapar (¿en qué?, ¿dónde?). ¿Cómo llegaron esos bloques rencorosos a deslizarse en el silencio de sus miradas? ¿En qué momento se aflojó tanto la tierra bajo sus pies que hasta los objetos felices se hundieron? ¿Cómo se nubló el horizonte al grado de impedirles ver hacia atrás o hacia adelante? “Cuéntame un cuento que yo recuerde, uno donde estaba contigo todo el tiempo”, le pidió una noche su hijo. Pero no supo encontrar el lugar ni las imágenes que confirmaran su presencia real en algún espacio pasado o futuro. En sus preguntas y en ese haber querido estar en todos los momentos de la vida de ella antes de ser su hijo, había una protesta, como si le hubiesen escamoteado lo más importante en su aún corto vivir. El niño lloraba y era el llanto de ella. Sólo en ese punto coincidía con él, a través de una cadena infinita de tristezas que ahí se habían unido desde siglos atrás, y mirarán a la tierra y he aquí tribulación y tiniebla, oscuridad y angustia, y serán sumidos en las tinieblas.

“Estoy junto a ti, pero quizá no escuchas mi presencia porque tu rostro mira hacia otros paisajes y deambula ahí donde no he sembrado tu recuerdo. ¿Cómo sabré reconocerte cuando el tren se detenga y busque tu mirada en el andén? El secreto consiste en no abrigar ninguna esperanza, entonces te diré cuánto te quiero, tomaré un estilete y grabaré tu nombre en mi mano derecha. Incorpórame a tus sueños, poco a poco y lentamente, mudos los dos, uno frente al otro, sin preguntar. Ahí, en el laberinto del sueño, rodará mi presencia, no como un recuerdo difícil de completar, sino como una imagen total y única. Incorpórame a tu sueño, pues. en verdad te digo que la soledad es un ropaje pesado de llevar, deja colar el frío y no retiene el llanto. Dicen que antes de morir nuestra vida se despliega como un abanico donde desfilan sin perspectiva, alineándose sobre un fondo blanco, no los momentos que habíamos acariciado y mimado, sino aquellos que parecían olvidados, ausentes. ¿Qué llegará para ti y qué para mí? ¿Dónde vagaremos entonces, ya sin posibilidad de encontrarnos?”

Y buscaba en su sueño revuelto esas escenas olvidadas, esos fragmentos de sí misma que habían quedado tan atrás, y quería mirarse, no en un espejo que le devolvería únicamente su presencia inscrita en el tiempo: necesitaba un retrato, un trozo concreto y fijo que pudiera tocar, el recorte exacto de un cartoncillo donde se hubiera detenido su pensamiento, una expresión, un deseo real. ¿Durante cuántos años había representado su papel dejando que la llamaran con otro nombre, vistiendo ropas que no le pertenecían, moviendo ese cuerpo en el vaho y la somnolencia? Era claro que no lograría reconstruir un todo coherente si prescindía de aquellos que la conocieron, si negaba esa trama cotidiana que antes la sostuviera, pero también algo oscuro la empujaba más lejos, más allá de cualquier refugio, hacia un paraje sin reminiscencias. “Y si te vas —le preguntó—, ¿podrás guardar en la memoria el lugar justo de los objetos, el olor preciso del jardín al mediodía, el brillo del atardecer entre la sombra de los muebles? El búho de porcelana azul, la cajita de madera coloreada, el caracol, el pequeño incensario chino. ¿Lograrás no asociar las cosas a nada que no sea su secreto irremplazable? ¿Sabrás situar todo en su verdadera dimensión sin caer en el error de embellecerlo o de cubrirlo de nostalgias? ¿Escaparás a la tentación de revivir con frenético impudor cada instante, cada día?” Las preguntas sin respuesta rodaban sobre su cara como toscas esferas de vidrio que no podía apartar porque sus manos se aferraban a algo muy duro y en sus brazos se entretejían sarmientos fríos.

“Háblame, nombra mi pelo y mis ojos y mi cuerpo, parte por parte, dilo, hasta que la repetición destruya su soledad y termine este éxodo fuera del tiempo. Entonces las palabras nos darán alcance y nos encontraremos, sin necesidad de descender hasta los muertos, en el momento en que no recibió mi mano el regalo de la tuya. Y destruiré el testimonio falso de la imagen en el espejo y sabré quién soy sin tener que mirarme, o, por el contrario, miraré, para aceptar la imposibilidad de unificar los nombres, los deseos, las voces, las raíces sin suelo, desechar la varita mágica y el círculo encantado y decir sin miedo: no soy nadie y soy todos, no estoy en ninguna parte pero vengo de los más lejanos lugares.”

Hablar y esperar a que las imágenes y las palabras le revelaran algo oculto, una razón, la verdad de su huida, el misterio de ese orden que nada tiene de imprevisto y que no se puede romper impunemente. Pensar en esa ley en la que se inscriben los seres y las cosas, y encontrar el punto de coincidencia entre la ruptura y la restauración que se cumplía inexorable a pesar de su ausencia. ¿Es acaso lícito dejar todo para correr tras la realización de un sueño? No, no era así como debería plantearse la pregunta: había que explicarse con detenimiento qué quería decir “todo”, y cuál era ese sueño que le hiciera abandonar su casa, su ciudad y su nombre. Pero aún transitaba por los corredores abriendo puertas y apartando las telarañas de las habitaciones donde no podía quedarse porque las sombras de los muertos no sabían responder a sus preguntas.

—¿Qué eres? ¿De dónde vienes?

Negro. Frente a la pared que limitaba ese espacio donde no sabía por qué se encontraba encerrada, sólo las palabras proyectaban una luz perceptible, un punto ciego sin referencia que giraba a su alrededor como un sordo grito que hubiera quedado preso en algún subterráneo. Palabras que aún carecían de forma, deslizándose sin silueta, sofocadas. Una superficie que bullía y rebullía.