portada

La idiotez de lo perfecto

Miradas a la política

Jesús Silva-Herzog Márquez


Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2006

Primera edición electrónica, 2010

Imagen de portada: Avoir l’apprenti dans le soleil, diabujo de Marcel Duchamp, 1914 Philadelphia Museum of Art: The Louise and Walter Arensberg Collection, 1950

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica

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ISBN 978-607-16-0511-5

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca del autor


Jesús Silva-Herzog Márquez ejerce la crítica política en la ciudad de México. Es licenciado en derecho por la UNAM y maestro en ciencia política por la Universidad de Columbia. Autor de El antiguo régimen y la transición en México y Andar y ver, es profesor del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).

Y se nos ha negado
la idiotez de lo perfecto.

Wislawa Szymborska

Introducción

Ofrezco aquí una mano de retratos. Ensayos sobre cinco hombres que, en la segunda franja del siglo XX, pensaron la política. No sugiero que estén aquí los cinco picos del siglo. Si el criterio fuera orográfico, muy distinta sería la galería. No los reúne una causa común, un temperamento, una desdicha. En la elección de estos bocetos se asoman, más que los rigores de un catedrático, los caprichos de un lector. Un jurista, un biógrafo, un profesor, un historiador, un poeta. Carl Schmitt, Isaiah Berlin, Norberto Bobbio, Michael Oakeshott, Octavio Paz. Ninguno de ellos, adelanto desde ahora, encaja en casilleros de ángulos rectos: un socialista desesperanzado, un conservador aventurero, un abogado que abandera la ilegalidad, un solitario con nostalgia de fraternidad, un liberal atribulado.

Si el hilo entre ellos no está en sus ideas ni en su talante, el puente que los enlaza podría encontrarse tal vez en la entidad de sus preguntas. Columpiándose entre la definición y la metáfora, en poemas y ponencias, por caminos del recuerdo o la imaginación (que según Hobbes son la misma cosa), estos autores buscaron la médula. Cada uno a su modo afrontó los misterios centrales de la política. ¿Es una espada que da sentido a la existencia o un simple entretenimiento cruel? ¿Es el mando eficaz que mueve al mundo o el espectáculo con el que encubrimos nuestra impotencia? ¿Cabeza o cola de la historia? ¿Plaza de conciliación o campo de guerra? ¿Esperanza civilizatoria o bestia indomable?

Quiero decir que la inteligencia de estos hombres no rozó la superficie. Escarbando la piel de la ley y los gobiernos, cada uno de ellos montó una mirilla para examinar las raíces de la política: la naturaleza de la historia y el poder; el sitio de la razón, el olfato, la invención; la potencia de las reglas y la voluntad; la forma de la democracia; el sitio del hombre entre otros hombres. Para alguno, la mano de la política no puede más que sujetar una granada para lanzarla al enemigo con la esperanza de destrozarlo. Para otro, la política es una pelota con la que nos entretenemos mientras el tiempo pasa. El dedo índice apretando el gatillo de un arma mortal o sosteniendo apaciblemente una taza de café. Bomba o canica, la política puede encender el dramatismo de la guerra o acoger la inutilidad del juego.

Juego o guerra, la política que dibujan estos autores es una manera de lidiar con la imperfección. No hay asomo en ellos de utopías, de paraísos perdidos o por ganar. Ningún atajo al fin de los tiempos. La política llevará siempre las marcas fastidiosas de la fuerza, el azar y el conflicto, tercos aguafiestas de la perfección.

Ciudad de México, 29 de julio de 2005

Una ciencia de la ilegalidad

¿Debemos asentarnos en la catástrofe?

Ernst Jünger

Carl Schmitt nació el mismo año que Adolfo Hitler. Se encontraron alguna vez, pero nunca hablaron. El primero sentía una mezcla de desprecio y fascinación por el dictador; el segundo jamás dio importancia al hombre que se ofreció para razonar sus atropellos. Aquella ambigüedad en Carl Schmitt marcaría su vida. También su recuerdo. Desde las emociones de la razón sentía una fuerte repulsión por el hombre ignorante y tosco; despreciaba al político rudimentario que no era capaz de articular un discurso coherente. Quizá sentía también miedo por la violencia que irradiaba. Pero la agudeza de su intuición valoraba, sobre todo, la fuerza y la hondura de su atractivo. Hitler encarnaba de modo misterioso una fuerza mítica: era un hombre que, sin cálculo ni argumento, advertía la grieta que se abría bajo la tierra. Hitler era una fuerza, una energía, una llama de entusiasmo y de valor en medio de la tibia cobardía.

Unos días antes del triunfo electoral del nacionalsocialismo, Carl Schmitt publicaba un artículo en la prensa en el que anticipaba el desastre: quien colabore con los nazis estará actuando tonta e irresponsablemente. El nacionalsocialismo, argumentaba, es un movimiento peligroso que puede cambiar la constitución, establecer una iglesia de estado, disolver los sindicatos, aplastar los derechos. Menos de un año después, y por invitación de Heidegger, Carl Schmitt se afiliaba al Partido Nacional Socialista. Más que el temor por la dictadura naciente, era la ambición lo que provocaba el giro. También una convicción de que las fealdades del poder son siempre preferibles a los horrores de la anarquía. Lo muestra una entrada en su diario, el día mismo que Hitler fue nombrado canciller: “Irritado y, de alguna manera, aliviado; por lo menos una decisión”. En Hitler aparecía la esperanza de la decisión.

El día que Carl Schmitt vio a Hitler fue el 7 de abril de 1933. Se trataba de una reunión en la que el Führer presentaría su programa de gobierno. En uno de sus cuadernos personales está el registro de ese encuentro. El salón estaba repleto con los jerarcas del partido y del ejército que, con rostros de acero, observaban detenidamente al Jefe. Hitler, como un toro nervioso al entrar a la plaza, pronunció su proclama. Transcurrió media hora para que el discurso se acercara al despegue. En las notas de Schmitt, Hitler aparece como un hombre inseguro que depende obsesivamente de las reacciones de su auditorio. Como un enfermo, el orador necesitaba el respirador del aplauso. Todo el mundo lo escuchaba atentamente… y nada. Visto de cerca, el gran agitador de las masas era un oradorcillo insulso. El Führer no hizo ninguna conexión real con su auditorio, no hiló ninguna idea memorable, no encendió ningún rayo. Nada.

La decepción del abogado quedó escondida tras el cálculo del oportunista. Había que incorporarse a la pandilla triunfante. Cuatro semanas después de aquel encuentro obtenía la credencial número 2 098 860 del partido. La máscara de la devoción funcionó, por lo menos durante un tiempo. Pronto se convertiría en una pieza valiosa del aparato de legitimación nacionalista: el apóstol jurídico del nuevo régimen. El periódico oficial del nazismo lo llamó “el abogado de la Corona”. La investidura no es injusta, por lo menos en la primera etapa del nazismo, cuando fungió, efectivamente, como el cerebro jurídico del fascismo alemán. Schmitt vio el nuevo orden como la oportunidad de lanzar una gran revolución jurídica que abandonase los argumentos de una “época decrépita”. El objetivo era vivificar la ley, reconciliar el derecho con la justicia a través de la intervención salvadora del hombre fuerte. Si la vieja legalidad se agotaba en las escrituras de la ley, la nueva legalidad habría de reencontrar la moral (aunque aplastase la regla). Así, un golpe de Estado podría ser “rigurosamente legal” porque Hitler, al romper los estatutos, defendía el derecho vital del pueblo alemán. Era el nacimiento de una nueva legalidad.

Schmitt pretendía delinear una filosofía legal que rompiera el molde burgués y liberal del estado de derecho. Enfatizó, por ejemplo, que uno de los principios clave de aquella estructura tendría que ser demolido. Se refería a la máxima fundamental del derecho penal que establece que no puede haber castigo si no hay una ley previa que lo establezca.

Todo mundo entiende que es un requisito de la justicia el castigar los crímenes. Aquellos que […] constantemente invocan el estado de derecho no otorgan la debida importancia al hecho de que un crimen odioso encuentre su debido castigo. Para ellos la cuestión reside en otro principio, en el que, de acuerdo con la situación, puede conducir a lo opuesto de un castigo justo, esto es, el principio del estado de derecho: no hay castigo sin ley. Por el contrario, aquellos que piensan con justicia procuran que no haya crimen que permanezca sin castigo. Contrastaría ese principio del estado de derecho nulla poena sine lege contra el principio de justicia nulla crimen sine poena: ningún crimen sin castigo. La discrepancia entre el estado de derecho y el estado de justicia aparece inmediatamente a la vista.[1]

El Código Penal se ha convertido en la Carta Magna de los criminales, gruñe Schmitt. Las reglas no deben ser obstáculo para el castigo. Una época enferma nos heredó esos principios cobardes que santifican el procedimiento y amparan el delito. Por eso es necesario sustituir la blandura de esos estatutos por la virilidad de un poder enérgico.

Quien alguna vez denunció el peligro negro del nazismo fue más allá en su defensa del nuevo régimen. Elogió las purgas que terminaban en la ejecución de disidentes como si fueran bellas fórmulas de justicia revolucionaria y promovió una purificación de la teoría jurídica alemana. No pensaba en ninguna reforma del método, sino en la necesidad de eliminar la contaminación judía. Los libros escritos por judíos debían sacarse de las bibliotecas; y si alguien pretendía hacer referencia a las ideas de un escritor judío debería señalar, como advertencia sanitaria, que se trataba de una noción proveniente del campo enemigo. Hans Kelsen, el máximo jurista del siglo, padeció particularmente los embates del comisario. Había apoyado a Schmitt para incorporarse a la Universidad de Colonia, a pesar de las diferencias que los separaban y de las duras críticas que había hecho a su obra. Tiempo después, las purgas nazis batían al fundador de la teoría pura del derecho: mientras estaba de vacaciones en Suecia, Kelsen es expulsado de la universidad. Los profesores de la Facultad de Derecho se unieron de inmediato para solicitar la reinstalación del profesor más prestigiado del claustro. El único académico que se negó a firmar la petición se llamaba Carl Schmitt. Su actitud frente a las purgas no fue la simple indiferencia con la que miró la defenestración de su antiguo promotor. Participó activamente para echarlo a la calle. Ya lo advertía el secretario de su gran amigo Ernst Jünger: “¡Cuidado con contradecir a Schmitt! Puede uno terminar en un campo de concentración!”[2]

Carl Schmitt nació el 11 de julio de 1888 en una modesta casa de Plettenberg, un pequeño pueblo enclavado en el centro de Alemania. Johann, su padre, era un miembro leal del partido católico que trabajaba en la estación de tren y colaboraba con la iglesia del pueblo. La madre de Carl cultivó en casa cierta nostalgia por la Francia de sus raíces. El acendrado catolicismo y los aires franceses que lo rodeaban marcaron al niño. Sus vínculos con el mundo latino le imprimieron, desde muy temprano, una suave conciencia de extranjería. “Soy romano por origen, tradición y derecho”, dijo sentenciosamente en alguna ocasión.

Su inteligencia fue abriéndole las puertas del mundo. Salió del diminuto pueblo de Plettenberg para estudiar, primero en el bachillerato de Attendorn y luego en la Universidad de Berlín. En Attendorn dio los primeros pasos de su educación humanística y germinó su amor por los idiomas. Schmitt, que ya sabía francés además del alemán, aprendió ahí latín, griego, español e italiano. En 1907 llegó a Berlín para iniciar sus estudios profesionales. Había querido estudiar filología, pero se decidió finalmente por las leyes. Un tío lo había convencido de que era una profesión más rentable. El encuentro con la formidable universidad berlinesa y la imponente ciudad fue desconcertante. Berlín era la capital de sí misma, como escribiría años después Joseph Roth. Una ciudad poblada por las iglesias más horrorosas del mundo; una “ciudad sin sociedad” que, sin embargo, ofrecía todo lo necesario: gente, teatros, museos, arte, bares, comercios.[3] Para el joven estudiante, la ciudad habrá parecido un horrible y fascinante espectáculo de máquinas que convierten a los hombres en hormigas. Schmitt, como Roth, sentiría la plancha de la ciudad como un ominoso imperio tecnológico.

Quizá nunca lo abandonó la sensación de ser un forastero en el corazón de su país. El sentimiento, que venía de lejos, lo acompañaría siempre.

Yo era un muchacho oscuro de orígenes modestos. […] Ni el grupo dominante ni la oposición me incluían entre los suyos. […] Eso significaba que yo, parado enteramente en la oscuridad y desde la oscuridad misma, veía hacia un espacio resplandeciente. […] La sensación de tristeza que me inundaba me distanciaba aún más y despertaba en otros desconfianza y antipatía. El grupo dominante trataba como extraño a todo aquel que no se desvivía por congraciarse con él. Le imponía la elección de adaptarse o excluirse. Así que permanecí afuera.[4]

Schmitt, católico en tierra de evangelistas, latino entre prusianos, se sentía como un forastero. Era un hombre bajito que no alcanzaba 1.60 m de estatura. Un solitario tímido y callado. “Mi naturaleza —escribió ya viejo— es lenta, silenciosa y tranquila, como un río quieto, como el valle de Moselle.”[5] Desde ese valle francés del que provenía la familia de su madre, desde la distancia, contempló la primera Guerra. Nunca se encendió con el discurso nacionalista de la “misión alemana”. Se inscribió como voluntario para la reserva de infantería pero muy pronto alegó un fuerte dolor en la espalda que lo alejó del campo de combate. Sirvió al ejército alemán desde un escritorio en Munich, censurando la propaganda extranjera.

Más que la guerra, lo conmocionó la inestabilidad tras la derrota. La guerra, en cierto modo, lo había resguardado en una oficina: desde la Comandancia General en Munich redactó su ensayo sobre el romanticismo político; desfilaba tranquilamente por las salas de universidades impartiendo conferencias y dejaba la soltería. La paz de la derrota, en cambio, lo angustió. La nueva república pronto devino en caos. Su prometedora carrera como profesor de derecho se había vuelto súbitamente incierta. Schmitt padecía el desconcierto de la política, temía el contagio bolchevique y el arribo de los fanáticos nazis: sintió miedo. Quizá apareció en él la nostalgia por el periodo que acababa de terminar: la disciplina y la claridad que impone la guerra parecerían en su cuerpo preferibles a la turbulencia del desorden civil. Se acercó así a las instituciones de la nueva república buscando la forma de inyectarles un principio de orden. Escribió en ese periodo su estudio sobre la dictadura, un alegato por los poderes extraordinarios que permiten reconstituir la paz.

Entonces aparece Mussolini. La Marcha sobre Roma sacudió al temeroso abogado alemán. Desde esa jornada de octubre de 1922, el fascismo italiano ejerció una atracción inmensa sobre él. Veía en esa fuerza un potente movimiento que, al mismo tiempo que salvaba a la burguesía de la amenaza comunista, lanzaba al Estado a la conquista del futuro. Ahí se abría la puerta de la historia por venir; el fascismo contenía una nueva retórica, una nueva estética, una gran política. En la marcha de los fascistas se desplegaba escénicamente el poder de la masa, la chispa motriz de un Estado original. Mussolini es el arrojo: el diputado violento a quien pocos toman en serio hace llamados al rey para imponer el orden. Nada sucede. Entonces, tras el silencio de la tradición, inunda las calles de camisas negras y asume el control del Estado. Después de mostrar su poder, lo conquista. El viejo Estado, como un monumento de arena, se desmorona en un soplo. Nacía un mito seductor: un pueblo en marcha, conducido por un caudillo enérgico, se hace del poder del Estado o, más bien, se convierte en el Estado. Las viejas fronteras entre lo social y lo estatal se diluían en esa fusión de pueblo y gobierno en movimiento. “Hemos creado un mito —dijo Mussolini tras el éxito de la Marcha— y el mito es una fe, un noble entusiasmo que no necesita ser realidad; constituye un impulso y una esperanza, fe y valor. Nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos convertir en una realidad concreta.”[6]

Mussolini fue el héroe de Carl Schmitt. A diferencia del dictador alemán, Mussolini encarnaba una filosofía digna de ese nombre. O por lo menos eso era lo que pensaba Schmitt. Mussolini, el más vigoroso líder europeo tras la muerte de Lenin, no fue para Schmitt un César de caricatura, sino un líder carismático que movilizaba a una nación a través de una fe nueva, pues eso, ni más ni menos, pretendía ser el fascismo: una intensa convicción sin argumentos. Años después logró entrevistarse con el general de la cabeza rapada en el Palazzo Venezia, el edificio del siglo XVI que albergó la embajada de la república veneciana, y que después habría de ser el cuartel general del Estado fascista. Desde los balcones de ese palacio, el Duce pronunció sus discursos más famosos. El abogado quedó cautivado por el dictador. Hablaron de la eternidad del Estado y el carácter efímero del partido. La residencia histórica de Hegel, le dijo Schmitt a Mussolini, está aquí, en Roma. No está en Moscú, ni en Berlín: está aquí en el Palazzo Venezia. Hegel, el sacralizador del Estado, vivía en la musculatura visionaria del dictador de la inmensa quijada. Aquella conversación permanecería en la memoria de Schmitt como uno de los momentos de mayor placer intelectual en su vida, un encuentro inolvidable en cada uno de sus detalles.

En 1927 vio la luz el más polémico de los trabajos de Schmitt: El concepto de lo político. Siguiendo a Maquiavelo, Schmitt pretendía ver la política a los ojos, sin los rodeos del moralismo. Pocas líneas han recogido la sustancia bélica que anima la política como la que abre el segundo apartado de este ensayo: “La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo”.[7] La guerra no es el abismo en el que puede caer la política; la guerra es el pozo del que brota, el pozo en el que nada, el pozo del que nunca sale. El político socialdemócrata Ernst Niekish leyó El concepto de lo político como la respuesta burguesa a la teoría marxista de la lucha de clases. En efecto, como Marx, Schmitt estaba convencido de que el conflicto era el motor de la historia, pero, a diferencia del filósofo materialista, no atribuía a la conflagración económica ningún privilegio sobre el paso de la historia. La historia, que no podrá librarse jamás de la política, necesita la figura del enemigo y el motor de la guerra. Pero ese enemigo puede ser el enemigo económico, de raza, de tribu, de nación. Sugiere Jacques Derrida que esta idea fija de la enemistad como raíz de lo político proviene de un miedo: la amenaza de lo invisible, la angustia por el enemigo fantasma. En uno de sus cuadernos personales, Schmitt lo revela con toda nitidez:

Franz Kafka pudo haber escrito una novela: El enemigo. Entonces habría sido claro que la indeterminación del enemigo provoca angustia (no hay otro tipo de angustia, y es su esencia el sentir un enemigo indeterminado); por contraste, es deber de la razón (y en este sentido de la alta política) determinar quién es el enemigo […] y con esta determinación, la angustia termina; si acaso, subsiste el miedo.[8]

La guerra calma el apetito de certidumbre. En la batalla, el fantasma adquiere cuerpo: es el enemigo concreto por aniquilar. La angustia cede cuando el enemigo aparece ya en la mirilla.

Un año después de la publicación de su ensayo sobre lo político, Schmitt se incorporó a la Universidad de Berlín. Ahí, en el corazón de la República de Weimar fue testigo de la parálisis política, la depresión económica, el desempleo masivo, la violencia callejera. El pluralismo se volvía paralítico. En esa atmósfera, el profesor defiende la urgencia del imperio presidencial. Argumentaría que esa exigencia coincidía plenamente con el mandato de la ley. El presidente —no el tribunal supremo como querían los liberales— debía ser el verdadero defensor de la constitución. Fue entonces que el maestro comenzó su compleja relación con el poder. En tiempos de crisis, los razonamientos de Schmitt parecían la balsa salvadora: el presidente debía romper el cerco parlamentario y asumir poderes dictatoriales. El Ejecutivo, sostenía, era la médula del Estado contemporáneo. No podía haber duda: el monopolio más importante de todos, el monopolio de las armas le pertenece en exclusiva a él.

Schmitt era un republicano antiliberal. Creía que la manera de salvar a la república amenazada era robusteciéndola con permisos, no asfixiándola con limitaciones. Sostuvo además que los partidos anticonstitucionales (pensaba entonces en los comunistas y los nacionalsocialistas) no debían tener oportunidad de destruir la república. En 1930 afirmaba que el Estado no podría permanecer impasible ante los grupos que se organizaban para destruirlo. La neutralidad frente a los fanáticos sólo puede ser calificada de suicida.

Entonces tropezó con Hitler. Las notas de su diario en la víspera del triunfo nazi lo muestran angustiado, amargado, triste. La república se apagaba y parecía inevitable el triunfo de los furiosos. Como señala su biógrafo más solvente, Schmitt habrá expresado ideas que contrariaban el imperio estricto de la ley, pero nunca deseó el fracaso del orden constitucional. Simpatizaba ciertamente con la agenda de la extrema derecha, pero imaginaba que su realización era posible dentro del marco constitucional.[9] Le irritaba la victoria de Hitler, pero pronto pensó que el nacionalsocialismo podría ser la solución al caos. Hitler estaba decidido a decidir. Por eso Schmitt abraza el nuevo orden. Una combinación de impulsos emocionales e intelectuales lo acerca al nazismo. La ambición y el oportunismo habrán jugado un papel importante. También la certeza de que el caos reinante recomendaba la alianza con quien se ofrecía como verdugo del liberalismo.

No le fue difícil embonar sus ideas con la propaganda del nuevo régimen. Apenas se vio obligado a esconder algunos cuantos artículos periodísticos. El resto de sus trabajos sintonizaba con los cantos fascistas. No tuvo que torcer sus escritos principales para colorearlos con la retórica hitleriana. La noción bélica de la política, el acento en la coacción ejecutiva, la desconfianza en la deliberación parlamentaria y la neutralidad judicial provienen de sus escritos previos. En la era nazi proyectó todas estas ideas para bosquejar una nueva filosofía del derecho. La inserción del jurista no deja de ser sorprendente: Schmitt era católico, se había opuesto públicamente a los nazis. Era un forastero. Pero había formado un prestigio como un abogado de ideas nuevas. Por eso fue llamado a discutir la ley que habría de legitimar la subordinación de todas las instituciones políticas y sociales a los dictados del partido.

Poco tiempo después fue bautizado como el “abogado de la Corona”. En efecto, como consejero de Estado, defendió todos los actos del nuevo régimen. Los asesinatos de la noche de los cuchillos largos, el sangriento bautismo del terror hitleriano, fueron aplaudidos por Schmitt como dignas expresiones de justicia revolucionaria. Revisó su edición de El concepto de lo político para eliminar sus referencias al marxismo y para incorporar el vocabulario reinante. Sus textos se volvieron antisemitas. En el más abyecto de sus textos ensalza a Hitler como el arquitecto de la nueva legalidad. En él viven todas las experiencias de nuestra historia. Eso le da la fuerza y el derecho para fundar un nuevo orden. Los actos del jefe no están sometidos a la justicia porque son, en sí mismos, la más alta justicia. Nadie mejor que él para fijar el contenido y los alcances de su poder.[10]

De poco le serviría la zalamería. En realidad nunca ocupó una posición verdaderamente relevante dentro del cuadro dirigente. Fue utilizado y desechado por el régimen nazi. Muy pronto, el ingenio jurídico de Schmitt se volvió prescindible. Estos hombres odian más a los abogados que a los judíos, diría tiempo después. Ahí estaba otra diferencia importante con el fascismo italiano que mimó a los intelectuales de la derecha. Además, los hombres de uniforme nunca lo aceptaron plenamente. Era visto como un marrano, un converso poco confiable. Para 1934 empezaba a recibir críticas de los más duros defensores del régimen. Se le acusaba de ignorar los fundamentos biológicos de la política, de postular una idea de nación incompatible con la comunidad racial defendida por Hitler.[11] La estrella del “abogado de la Corona” empezaba a menguar. Ahora era sospechoso, un apestado. Un diario sintetizaba su opción: huir o esperar el campo de concentración. Schmitt volvía a sentir miedo. Se quedó en Alemania hasta que cedió la ola de ataques. Perdió sus privilegios en el partido pero ganó cierta tranquilidad. A partir de entonces optó por el silencio. Nunca más pronunciaría una palabra sobre la política alemana. Se refugió en el campo del derecho internacional y se escondió en la oscuridad.

En 1945, el ejército ruso tomó Berlín y arrestó a Carl Schmitt en su casa. Permaneció en la cárcel cerca de dos años. Robert Kempner, un abogado que había emigrado de Alemania, se encargó de interrogarlo en Nuremberg. Le interesaba descubrir si existía alguna liga de complicidad con los crímenes del nazismo.

Schmitt:Eso siempre sucederá cuando alguien toma una postura en una situación como esa. Soy un aventurero intelectual.
Kempner:¿La aventura intelectual está en su sangre?
Schmitt:Sí, y de esa forma surgen los pensamientos y las ideas. Asumo el riesgo. Siempre he pagado mis cuentas, nunca he sido un incumplido.
Kempner:¿Y cuando lo que usted llama la búsqueda del conocimiento termina en el asesinato de millones de personas?
Schmitt:El cristianismo también terminó en el asesinato de millones de personas. Pero uno no lo entiende hasta que lo ha vivido.

Schmitt rehúye cualquier consideración moral sobre su conducta. Desde entonces se identifica con Benito Cereno, el personaje central de una novela de Melville. Cereno, capitán de un barco, es tomado prisionero por esclavos que se rebelan. Obligado por los rebeldes, el capitán conduce la embarcación y es visto por las otras embarcaciones como el guía pero es en realidad un rehén que sigue las órdenes de sus captores. Así se presenta Schmitt: una inteligencia secuestrada por la tiranía.

Años después escribiría Ex Captivitate Salus, un poema autobiográfico:

Yo he experimentado del destino los golpes,

victorias y derrotas, revoluciones y restauraciones,

inflaciones, deflaciones, destructores bombardeos,

difamaciones, cambios de régimen, averías,

hambres y fríos, campos y celdas.

A través de todo ello he penetrado

y por todo ello he sido penetrado.

Yo he conocido los muchos modos del Terror,

el Terror de arriba, el Terror de abajo,

Terror en la tierra, en el aire Terror,

Terror legal y extralegal Terror,

pardo, rojo, y de los cheques Terror,

y el perverso, a quien nadie osa nombrar.

Yo los conozco todos y sé de sus garras.

Yo conozco las caras del Poder y del Derecho,

los propagandistas y falsificadores del régimen,

las negras listas con muchos nombres

y las tarjetas de los perseguidores.

¿Qué debo cantar? ¿El himno Placebo?

¿Debo abandonar los problemas para envidiar a plantas y fieras?

¿Temblar en pánico en el círculo del pánico?

¿Feliz como el mosquito que despreocupado salta?[12]

Retirado de la vida pública, Carl Schmitt emprende el proyecto de su reivindicación. Nunca pudo volver a dar clases en las universidades alemanas. Las puertas se le cerraron. Regresó a Plettenberg, su pueblo natal. A su refugio lo rebautizaría como San Casiano. El nombre obedecía a dos razones. Por una parte era una referencia al asilo de Maquiavelo en tiempos de desgracia, donde redactaría los veintiséis capítulos de El príncipe. San Casiano era también, como bien sabía el católico alemán, el mártir que murió acribillado por sus propios alumnos con los instrumentos que les había enseñado a usar.

San Casiano se convirtió en la capital de su vasta república epistolar. Con enorme cuidado, a través de cientos de cartas con intelectuales europeos y americanos, Carl Schmitt fue tejiendo una extensa red de corresponsales con los que pretendía reivindicar sus posiciones. Si la universidad y la prensa le estaban vedadas, la oficina de correos seguía abierta para él. Las puertas de su casa también se abrían a los visitantes que quedaban maravillados por la generosidad y la suavidad en el trato de este hombre que trató de instaurar la “soberanía del odio”.

Como señala Jan Werner Müller en un estudio reciente, quizá no ha habido ningún pensador del siglo XX que haya tenido un arco tan amplio de lectores.[13] Interlocutor de Hannah Arendt, héroe de golpistas latinoamericanos, ideólogo del franquismo, inspiración de los marxistas italianos y de la nueva derecha de finales del siglo XX, lectura de los líderes estudiantiles del 68 y de los escritores posmarxistas. ¿Quién podría igualar la anchura de su convocatoria?

La vida de Carl Schmitt puede verse a través del cristal de una amistad. En Ernst Jünger encontró a un compañero de viaje y de vida. Se conocieron en 1930 en Berlín. Cuatro años después se harían compadres. Al momento de conocerse, cada uno era, a su modo, un personaje de la vida intelectual alemana. Schmitt era reconocido como una autoridad en el campo de la jurisprudencia, el autor de ensayos polémicos sobre el romanticismo, los orígenes teológicos de los poderes de emergencia y la naturaleza irremediablemente bélica de la política. A Jünger, siete años menor que Schmitt, lo envolvía una fama aún mayor. No era simplemente un escritor talentoso: era un héroe de guerra. Tenían muchas cosas en común. Ambos eran aventureros y solitarios; compartían la preocupación por el destino de Alemania, una fascinación por la guerra, los mitos y los libros. Pero Jünger no era devoto de las bibliotecas, sino partidario de la intensidad vital que sólo ofrece la experiencia. Había ingresado al ejército en 1914 para participar en el frente de Francia, fue herido catorce veces y recibió la orden al mérito, por su valor en el campo de batalla. Tempestades de acero, el libro que redactó mientras combatía, se convirtió en una de las cumbres de la literatura bélica. André Gide lo leyó como el más hermoso libro de guerra; un testimonio inigualable por la perfección de estilo, su veracidad y la contundencia de su honradez.

[14]