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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lori And Tony Karayianni

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Compañeros de viaje, n.º 86 - agosto 2018

Título original: You Sexy Thing!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-867-3

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Epílogo

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1

 

Nueva York

 

—Vaya, gracias, colega, eres igualito que Donald Trump.

Dylan Fairbanks cerró la revista que estaba leyendo y miró con el ceño fruncido a aquel taxista que parecía desafiar todas las normas de la higiene. ¿Significaba eso que le había dado mucha o poca propina? Era difícil saberlo. Ese era el problema con los neoyorquinos. Utilizaban el sarcasmo para todo. Se encogió de hombros, decidiendo que dos dólares era una propina más que generosa. Sobre todo, teniendo en cuenta que se había dejado su estómago, y sus notas para la conferencia, en alguna parte del puente de Queensboro. La brisa de verano le había arrebatado las notas de la mano, llevándoselas por la ventanilla entreabierta.

Un bedel abrió la puerta del taxi y Dylan se bajó, levantando la vista hacia el hotel de cinco plantas en el que iba a hospedarse. Era sin duda más grande que el de Harrisburg, Pennsylvania, en el que había pasado la noche anterior. Menos mal. Le vendría bien disfrutar de unas cuantas comodidades elementales, como una conexión para el ordenador portátil y una privacidad al menos virtual para revisar su correo y ver si podía trabajar, cosa que no había hecho desde que salió de San Francisco la semana anterior.

Pero primero tenía que ver a Tanja Berry, la responsable de relaciones públicas de su editorial. Tanja había desaparecido la noche anterior dejándole una breve nota en la que decía que se verían por la mañana. Dylan observó a la gente que entraba y salía por la puerta giratoria, preguntándose cuándo pensaba aparecer Tanja. ¿Dónde se habría metido? Miró su reloj. Sería mejor que apareciera pronto, o no llegarían a tiempo a la emisora de radio para la entrevista.

—¿Doctor Fairbanks?

Dylan sacó su sobrecargada maleta del monstruo giratorio que hacía las veces de puerta y luego hizo una mueca al ver a un joven uniformado con la cara llena de acné.

—Depende de lo que quieras.

El chico pareció desconcertado, sin entender la broma de Dylan. Este suspiró.

—Sí, soy yo —una idea que normalmente lo hacía sentirse muy satisfecho de sí mismo y de su vida, pero que en ese momento le hizo desear cambiar su doctorado por un carné de camionero.

—Ya está registrado en el hotel, señor —el conserje en ciernes le dio una llave y luego intentó arrebatarle la maleta—. Es la habitación 1715. La señorita Berry me ha dicho que suba.

—Muy bien —tiró del asa de la maleta, intentando que el chico la soltara—. Yo la llevaré, gracias —finalmente consiguió hacerse con el control de la maleta y, del esfuerzo, estuvo a punto de caerse hacia atrás.

La señorita Berry seguramente ya le había dado al chico una generosa propina por ir a buscarlo. No pensaba darle otra. Intentó ignorar una punzada de culpa y se dijo que solo estaba siendo prudente. Pero lo cierto era que de niño había tenido tan poco dinero que, ahora que lo tenía, le costaba gastarlo. Nunca sabía uno lo que le deparaba el futuro. Además, en el transcurso de la gira promocional, había empezado a pensar que se había metido en un mal negocio. Estaba convencido de que los empleados de hotel ganaban más al año que él. Se dirigió a los ascensores con paredes de cristal. Una anotación menos que tendría que hacer en su hoja de gastos. Y eso era siempre una ventaja.

Dylan apretó el botón que había junto a los ascensores y se retiró a esperar. Y esperó. Y esperó. Se pasó la mano por la cara. Solo habían pasado cinco días de la gira para promocionar su libro, que iba a durar tres semanas, y ya le daban ganas de cambiarse de nombre y mudarse a un sitio donde nadie lo conociera. Donde nadie lo llamara «el mayor experto en sexo del mundo». Donde la gente no supiera que había escrito un libro, y mucho menos dos, el último de los cuales llevaba el engañoso título de A la conquista de nuevas cumbres. Consejos para obtener un mayor placer sexual. El hecho de que los hombres lo abordaran cuando firmara libros para pedirle consejo sobre cómo podían volver loco al sexo opuesto había perdido su atractivo hacía tiempo. Al igual que el hecho de que mujeres de todas las edades y estratos socioeconómicos le pasaran a hurtadillas llaves de habitaciones de hotel, que inmediatamente tiraba a la papelera.

Si sus «fans» se molestaran en echar un vistazo más allá de la sugerente cubierta del libro, ya tendrían todas las respuestas a sus fastidiosas preguntas. No, él no podía dar ningún consejo sobre cómo volver locas a las mujeres. Sin embargo, si lo que querían era satisfacer a sus esposas, tal vez pudiera darles alguna recomendación. En cuanto a las llaves de hotel… bueno, cualquiera que hubiera leído su nota biográfica sabría que desde su divorcio, cuatro años antes, guardaba el celibato por elección. Las mujeres que se le insinuaban abiertamente, por muy encantadoras o inocentes que parecieran, perdían el derecho a formar parte de su cortísima lista de candidatas para «la próxima y definitiva señora Fairbanks». De hecho, la lista era tan corta que solo incluía un nombre.

Hablando de lo cual…

Soltó el asa de la maleta y buscó en el bolsillo interior de la chaqueta el teléfono móvil. Echando una mirada al reloj, vio que no solo era demasiado temprano en la costa oeste para encontrar a Diana en el trabajo, sino que además ya llegaba muy tarde. Si el condenado ascensor…

¡Ding!

Suspirando, volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo y entró en la pecera que hacía las veces de ascensor. Miró la llave de plástico, que no tenía ninguna indicación, e intentó recordar el número de su habitación. Diecisiete—quince. Pulsó al botón del piso diecisiete, notando vagamente que el del piso dieciséis estaba encendido, pese a que el ascensor estaba vacío. Se acercó al cristal y miró hacia el vestíbulo, que cada vez se hacía más pequeño. La gente iba y venía por el enorme espacio abierto mientras él volvía a sacar el teléfono móvil. Marcó un número grabado en la memoria, y luego miró la revista que todavía llevaba en la mano, escuchando el tono de la línea.

«La doctora en sexología Grace Mattias abre el camino hacia una nueva frontera sexual».

Dylan miró fijamente el titular. «Una nueva frontera sexual. Y un cuerno». Al parecer, la doctora Mattias estaba remozando las viejas teorías de los años sesenta. En la página de la izquierda había una viñeta de una pelirroja con un vestido corto y ceñido que llevaba un condón en una mano y un monstruoso vibrador en la otra. Dylan miró la otra página. En ella había una caricatura, presumiblemente suya, en la que aparecía un tipo con el pelo negro que se tapaba con las manos las partes pudendas con una expresión horrorizada en la cara, como una especie de santo varón de la época medieval. Lo que no decía la caricatura, lo dejaba claro el titular. «El doctor Fairbanks declara el matrimonio monógamo como el único camino hacia la satisfacción sexual» .

Si hubiera sabido que el editor del programa pensaba azuzarlo contra alguien, y más aún contra aquella tal Grace Mattias, nunca habría aceptado la entrevista. Naturalmente, su mensaje estaba allí, casi escondido entre críticas bajo cuerda a su conservadurismo y réplicas deliberadamente polémicas ofrecidas por Mattias. No era precisamente su aparición más estelar.

La línea dejó de sonar.

—Hola…

—Diana, me alegro de encontrarte. He estado…

—Esta es la residencia de Diana Evans…

Dylan miró el teléfono y frunció el ceño. Había escuchado tantas veces aquel contestador en los últimos dos días, que ya debía estar listo para la engañosa pausa que se producía entre el saludo de Diana y sus disculpas. Pero siempre se equivocaba. Lo cual lo hacía sentirse como un grandísimo tonto.

Apagó el teléfono y se preguntó distraídamente a dónde habría ido Diana a aquellas horas de la mañana. Solo eran las cinco de la madrugada en San Francisco. Demasiado pronto para acudir a su trabajo como socia del bufete de abogados Coulter, Connor y Caplain. Tenía ganas de hablar con ella para contarle la decisión que había tomado antes de salir de viaje. Bueno, no contársela precisamente. Quería pedirle que se encontrara con él en Miami la semana siguiente. A esas alturas del año, en el norte hacía mucho frío, y había pensado que la cálida Florida sería el lugar perfecto para pedirle que se casara con él.

Frunció el ceño, mirando su dedo anular, en el que no había ningún anillo. Algunas veces, le parecía ver todavía la marca de su alianza de boda. Cosas de su imaginación, claro. Eso debía de ser, porque hacía cuatro años que no la llevaba. Y, además, en realidad solo la había llevado cuatro meses.

Bueno, sí, tal vez lo hubiera llevado un año. Se sintió tan impresionado cuando Julie cumplimentó los papeles del divorcio, que al menos durante ocho meses no se le ocurrió librarse del anillo. Hizo falta que su madre amenazara con quitárselo mientras dormía para que se deshiciera de la sencilla banda de oro. Por supuesto, su madre, Sharon, la cual prefería que la llamaran «Rayo de Luna», se oponía a aquel símbolo visual de posesión, incluso durante el breve tiempo que duró su matrimonio con Julie. Ella misma había hecho fundir sus anillos de boda para hacerse un colgante en forma de águila, treinta años antes, poco después de casarse con el padre de Dylan. Lo llevaba en un brazalete del que colgaban otros vestigios mutilados de lo que ella llamaba su «vida formal y materialista».

Dylan ni siquiera quería pensar en lo que había hecho su padre con su anillo. Sobre todo, teniendo en cuenta que últimamente sentía un gran interés por los piercings. Treinta y seis años de matrimonio, y sus padres seguían comportándose como hippies. Demonios, todavía no les había presentado a Diana. Una insidiosa parte de su subconsciente seguía pensando que sus padres desempeñaron un papel importante en la repentina separación de Julie. Era una extraña coincidencia que, cinco días después de que Julie y él fueran a pasar una noche a El Rancho, la comuna del norte de California donde vivían sus padres, ella hubiera recogido sus cosas y se hubiera ido para siempre.

Se rascó distraídamente la nuca. No podía culpar a sus padres por lo que evidentemente era culpa suya. Aunque resultaba tentador. Y fácil. Pero él y solo él era el responsable de aquel fiasco, por permitir que la libido le dictara una decisión trascendental, una decisión que requería tiempo. Por lo menos, tanto tiempo como le había costado desarrollar su relación con Diana.

Ciertamente, cuando conoció a Diana dieciséis meses antes, comprendió enseguida que era la mujer perfecta para casarse. Por un lado, era completamente opuesta a Julie. A diferencia de esta, que era una morena salvaje y explosiva, Diana era una rubia discreta y elegante. Mientras que Julie prefería los colores vivos y las prendas ajustadas, a Diana le gustaban los colores ocres y las prendas sueltas. Mientras que Julie había querido huir y casarse en Las Vegas unas horas después de su primer encuentro, Diana parecía preferir que Dylan se tomara su tiempo para decidir, y nunca decía una palabra sobre el matrimonio, a no ser que él sacara el tema.

Dylan se irguió. Esta vez, cuando pronunciara las palabras «hasta que la muerte nos separe», las llevaría hasta sus últimas consecuencias. Pero, claro, le sería de gran ayuda que Diana se pusiera al teléfono.

Las puertas del ascensor por fin se abrieron a su espalda. Agarrando el asa de la maleta, salió y siguió las flechas que llevaban a la habitación 1715… No, 1615. Ahí estaba. Dylan metió la tarjeta, esperó a que la luz roja se pusiera verde, y luego giró el picaporte. Nada.

Maldición. ¿Qué más podía salir mal en aquel viaje?

Lo intentó de nuevo, más despacio. Y luego otra vez, más rápido. La puerta se negaba a abrirse.

Dylan retrocedió, exasperado. El botones, evidentemente, le había dado una llave equivocada.

Miró el largo pasillo que lo llevaría de vuelta al ascensor, y luego echó un vistazo a su reloj. Llegaba realmente tarde. Un leve sonido a música latina llamó su atención. Vio un carrito de limpieza unas puertas más abajo. Sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia él, buscando unas monedas en el bolsillo. Se preguntaba cuánto le costaría que la doncella le abriera su habitación.

Sorprendentemente, no le costó mucho esfuerzo. La joven le abrió la puerta, y luego extendió la mano, con la palma hacia arriba, y dijo algo en español. Al final, se alejó sin aceptar su dinero.

Dylan volvió a guardarse lentamente las monedas en el bolsillo. «Vaya, qué suerte». Tal vez, el día empezara a sonreírle. Entró en la habitación y vio que, a su izquierda, salía vapor por la puerta del baño. Seguramente, Tanja, que se tomaba muchas confianzas, se estaría dando una ducha rápida antes de la entrevista. Dylan dobló la esquina, con la intención de llamar a la puerta y recordarle la hora, y de pronto se encontró la puerta abierta de par en par. Y a una mujer a la que no había visto en toda su vida dándose una ducha, con la cortina completamente descorrida.

Dylan se quedó sin habla.

A unos pocos metros de él, una mujer muy… alta…, muy… desarrollada permanecía de pie bajo el chorro oscilante. El agua resbalaba por su pechos perfectamente redondos y luego caía en cascada por encima de sus pezones oscuros y erectos, deslizándose por una tripa maravillosamente prieta. Dylan tragó saliva con dificultad, incapaz de apartar la mirada. Gotas cristalinas pendían del vello rojizo y rizado de entre sus muslos.

Dylan cerró los puños, vagamente consciente de que de repente le cosquilleaban los dedos. Para su sorpresa, súbitamente sentía celos del agua. Quería ser él quien explorara cada milímetro de aquella piel sin tacha.

Volviendo en sí, levantó la mirada hacia su cara. Ella lo estaba mirando.

—Imagínate. Pero si tengo mi propio mirón —una sonrisa cruzó sus labios—. ¿Te importaría cerrar la puerta al salir? Quiero decir cuando te canses de mirar.

Dylan sintió que la piel se le ponía más caliente que el vapor que lo rodeaba.

—No puedo creer… No tenía ni idea. Lo siento mucho. Debo de haberme equivocado de habitación.

De alguna forma, consiguió regresar al pasillo. Sus pies se movían, aunque no recordaba haberles dado orden de hacerlo. Se quedó mirando la puerta de la habitación, que se parecía a todas las demás. ¿Qué demonios había pasado? Una décima de segundo antes de que la puerta se cerrara del todo, estiró una mano para detenerla y metió el brazo dentro de la habitación para sacar la maleta.

Se apoyó pesadamente contra la puerta y cerró los ojos, respirando hondo para aminorar el latido de su corazón. Imaginó que así se sentían los niños cuando entraban en la habitación de sus padres y los sorprendían haciendo el amor. Gruñó por aquella comparación y luego se apartó de la puerta, como si tocarla le pareciera, de alguna forma, inmoral.

Había cometido un error sin pretenderlo. Nada más. Se había montado en el ascensor. Se había distraído pensando en su vida carente de sexo. Tragó saliva otra vez. No, no, en el limbo en el que vivía. Y luego, se había bajado en el piso que ya estaba marcado antes de que él se subiera en el ascensor.

Nunca se había sentido tan avergonzado, ni tan humillado, en toda su vida.

Bueno, sí, una vez, cuando a los doce años su madre le quitó el bañador en la piscina pública, intentando enseñarle las excelencias del nudismo.

 

 

Gracie Mattias se enrolló una gruesa toalla blanca alrededor del cuerpo y luego corrió hacia la puerta. Se asomó al pasillo y comprobó que aquel invitado inesperado se había marchado hacía rato.

Cerró la puerta y miró los cerrojos. Había uno automático. Uno doble. Y una cadena de seguridad. Los cerró uno a uno y los revisó, aunque le temblaban los dedos, lo cual no era de extrañar. No todos los días la sorprendían a una en la ducha de esa manera. Pensó un momento en ello, y se dio cuenta de que era muy improbable que aquello volviera a ocurrirle otra vez. Luego suspiró y quitó los cerrojos. Se dio la vuelta y entró en el cuarto de estar de la suntuosa suite. Se negaba a vivir con el miedo a lo que podía pasar. O pasarse la vida mirando a todos lados, buscando a posibles degenerados. O a mirar el asiento de atrás cada vez que se montaba en el coche. Ella se ganaba la vida aconsejando a la gente sobre cómo superar aquellos miedos emocionales. No podía empezar a obsesionarse con ellos ella misma.

Se dio la vuelta y volvió a echar todos los cerrojos. Una cosa era no tener miedo, y otra la imprudencia. Y por muy guapo que fuera el hombre que acababa de convertir una ducha normal en una experiencia memorable, lo cierto era que bien podía ser Jack el Destripador.

Regresó al cuarto de estar, levantó el teléfono y marcó un número de habitación.

—Muy gracioso, Rick —dijo cuando su asistente personal respondió. De pronto, se preguntó por qué la habitación de Rick estaba tres pisos más arriba. ¿No debería estar en la de al lado, listo para proteger su honor de cualquier mirón que irrumpiera en su cuarto mientras se estaba duchando?

—¿A qué te refieres? —preguntó Rick.

Grace se dejó caer en la cama de tamaño gigante y se pasó el auricular a la otra oreja. Había elegido a su ayudante por su talento para la organización, por su sentido del humor. Aunque quizá también hubiera influido el hecho de que era cinco años menos que ella y que podía pasar por el doble de Leonardo DiCaprio. Por supuesto, tendría que refrenar la tendencia de Rick a la actuación si quería mantener la cordura durante las siguientes dos semanas de gira promocional.

—Ya sé que dije que me estaba aburriendo en este viaje. ¿Pero tenías que mandarme a un mirón para alegrarme la vida? Pensaba que eras un poco más imaginativo.

Rick lanzó un largo suspiro de resignación.

—Grace, ¿se puede saber de qué estás hablando? ¿Un mirón? Estás en el piso dieciséis. A no ser que alguien te esté mirando con prismáticos desde el edificio de enfrente…

—Estoy hablando del tipo que acaba de entrar en mi habitación mientras me estaba duchando.

—Aah.

—Así que ha sido cosa tuya —dijo ella aliviada, tomando un ejemplar de su libro que había sobre la cama.

—No. Creo que se está volviendo loca, doctora Mattias.

—¿Y ahora te das cuenta? Rick, yo me volví loca cuando tú todavía llamabas «colita» a tu pene.

Él se echó a reír.

—¿Sabes?, la verdad es que me está costando un poco acostumbrarme a estas charlas de sexo.

—Y lo dice alguien que las oye todos los días. De todos modos, esto no es una charla de sexo, Rick. Sencillamente, he llamado a una parte importante de tu anatomía por su nombre correcto. Podría preguntarte cómo lo llamas tú —Grace pasó el pulgar sobre la cubierta de su libro de trescientas y pico páginas. A veces, le resultaba difícil creer que hubiera encontrado la fuerza de voluntad necesaria para sentarse y escribir semejante volumen sobre la sexualidad humana. Otras, recordaba cada palabra que había en el libro y se sonrojaba, horrorizada por haber dicho una cosa o la otra.

Mientras los medios no descubrieran que era un fraude… Bueno, en realidad no lo era. No exactamente. Era solo que sus consejos se basaban en un estudio de ochocientos doce casos y no en su experiencia personal. Como debería haber sido. Sin embargo, no dejaba de pensar que poner en práctica sus teorías le habría dado una… idea más precisa de lo que les recomendaba a otros acerca de sus vidas amorosas.

Le dio la vuelta al libro para mirar la contraportada. No había querido que incluyeran una fotografía suya. Pero lo habían hecho. Curiosamente, la mujer que le sonreía a la cámara parecía tener mucha experiencia sexual. Tiró el libro al suelo y se tumbó en la cama.

Otro suspiro se filtró a través de la línea telefónica, recordándole que seguía hablando con su asistente.

—Rick, ¿qué estás haciendo?

—¿Me creerías si te dijera que tu mirón acaba de hacerme una visita?

—No.

—Eso me parecía —se echó a reír, aunque por alguna razón Grace tuvo la impresión de que su risa no se dirigía a ella.

Cruzando las piernas, se pasó el teléfono a la otra oreja.

—¿Estás acompañado, Rick? —preguntó con curiosidad.

Se dio cuenta de que sabía muy poco de la vida privada de su asistente. No es que quisiera saber nada. Pero de pronto la sorprendió que tuviera vida privada. Y, además, haciendo tan poco tiempo que habían llegado a Nueva York.

Miró por encima del hombro, hacia el panorama monumental de su ventana, y se preguntó cómo sería la vida si tuviera a alguien en la habitación en ese momento. Preferiblemente, alguien alto, moreno y sexy que jugueteara con ella mientras hablaba por teléfono. Que la llevara a dar un largo paseo por Central Park. Que la acompañara a ver una comedia de Broadway. Alguien con quién tomarse un capuchino en uno de esos cafés tan acogedores que había por toda la ciudad. Un escalofrío le recorrió la espalda, recordándole lo mucho que hacía que no estaba con nadie.

Le sonaron las tripas, recordándole que no había desayunado.

«Veamos, ¿qué prefieres, un desconocido alto y moreno, o tu cocina con todos sus electrodomésticos relucientes y la nevera llena de comida?». Frunció los labios. Buena pregunta. Porque, claro, no era probable que pudiera tener las dos cosas al mismo tiempo…

—¿Te he fallado alguna vez, Grace? —dijo Rick, dándole una respuesta tácita que la hizo sonreír—. A ver, ¿ha pasado algo grave? ¿Quieres que llame a Seguridad y les diga lo de ese tipo? ¿Quieres que cambien el código de tu llave?

—No, no quiero complicaciones. Puede que mi mente me diga que acabo de librarme de la muerte, pero mi instinto me dice que ese pobre tipo simplemente se equivocó de habitación. Y, de todos modos, informar del incidente solo me distraería de la entrevista.

—Hablando de eso, espero que estés lista, porque me están llamando por la otra línea. Probablemente será que ya ha llegado el coche de la emisora que viene a recogernos.

Grace se levantó de un brinco. No estaba lista en absoluto. Miró el atrevido conjunto fucsia que Rick y ella habían elegido para ir al programa de radio, y se llevó una mano al pelo mojado.

—Nos vemos en el vestíbulo dentro de cinco minutos.

Más bien serían veinte, pero Rick no tenía por qué saberlo.

 

 

—Llegan tarde —el ayudante del productor del programa matutino de la emisora de radio WDRT corrió hacia Dylan y Tanja armado con una nariz ganchuda y un portafolios. A través de los altavoces que había en todos los rincones, se desgranaba una interminable serie de anuncios. Dylan sintió unas manos sobre sus hombros. Se puso tenso.

—Eh, doctor, que solo intento quitarle la chaqueta —dijo Tanja.

—Ah, bueno —le permitió que le quitara la chaqueta oscura y luego recogió las notas nuevas que había ordenado en el taxi de camino allí.

Tanja se inclinó hacia él hasta que las puntas de su pelo tieso y teñido de púrpura casi se le metieron en los ojos. Bajó la voz.

—¿Te encuentras bien? Estás más rígido que una doncella medieval en su noche de bodas.

Dylan hizo una mueca.

—Gracias por la comparación, Tanja.

En cuanto había conocido a la joven relaciones públicas que su editorial le había mandado para que lo acompañara en la gira, se convenció de que su editor se había tomado la molestia de buscar a alguien cuyo carácter fuera completamente opuesto al de Dylan. Podía imaginarse perfectamente a Charlie Hasseldorf partiéndose de risa al pensar en la situación. Pero al aterrizar en Nueva York, Dylan había descubierto que allí casi todas las ejecutivas de la edad de Tanja… bueno, se parecían a Tanja.

El productor se frotó las manos con impaciencia.

—Miren, no tenemos tiempo para preparar la entrevista, así que tendrá que tocar de oído, doctor. La otra doctora ya está aquí.

—¿La otra doctora? —preguntó Dylan sorprendido, mirando a Tanja.

Esta se encogió de hombros y sonrió, pero le resultaba difícil poner expresión de inocencia cuando parecía recién salida de un salón de tatuajes.

—No tenía ni idea.

—¿Y tu trabajo no consiste en estar al corriente de estas cosas?

—Ahora no tenemos tiempo de discutir —el productor lo empujó suavemente hacia la puerta—. Después de usted, doctor Fairbanks.

Dylan se puso rígido. ¿Quién sería aquella doctora? ¿Y por qué no se lo habían dicho de antemano para que pudiera prepararse adecuadamente?

Fue conducido a través de un largo pasillo blanco flanqueado por varias puertas. Se alisó la chaqueta del traje y miró los vaqueros que llevaba el ayudante del productor. Quizá debía haberse vestido de manera informal para la ocasión, siguiendo el consejo de Tanja. Daba igual, porque aquello era un programa de radio y los oyentes no podían verlo, le había dicho la relaciones públicas. Y, además, nadie llevaba traje a un programa de radio.

—Usted siéntese a la derecha —dijo el productor, abriendo una puerta de cristal—. Los auriculares están encima de la mesa, frente a su sitio.

Lo primero que vio Dylan al entrar en la habitación suavemente iluminada fue una cámara. Obviamente, Tanja también había olvidado decirle que iban a grabarlo en vídeo.

Agarró al ayudante del productor de la manga antes de que desapareciera junto a su relaciones públicas.

—¿Esto lo van a televisar?

—¿Nunca ha visto el programa, doctor Fairbanks?

—¿Verlo? Pensaba que era un programa de radio.

—Y lo es. Pero algunos fragmentos de las entrevistas con famosos se pasan en un programa nocturno de un canal de televisión por cable. La suya seguramente saldrá dentro de una semana o dos, dependiendo de la programación.

Dylan se puso rígido. No le gustaba cómo salía en la pequeña pantalla. La imagen de la caricatura de la revista se le vino a la memoria. Inmediatamente separó las manos, que tenía unidas delante de la entrepierna.

Cielo santo, aquello era solo un programa de entretenimiento. Sin duda, podría soportarlo. De todos modos, era demasiado tarde para echarse atrás. Entró en la habitación y vio al locutor, que tenía la rubia cabeza inclinada sobre algo que sostenía un asistente. Luego, miró la mesa en la que se suponía que tenía que sentarse. Con los ojos fijos en los auriculares, se sentó y se los puso en la cabeza, lanzando continuas miradas hacia atrás, a la cámara agazapada en un rincón como una bestia peligrosa que todo lo veía.

—Hola —dijo una voz femenina junto a su oído—. He oído hablar mucho de usted, pero no creo que nos conozcamos.

Dylan alzó las cejas al oír aquella voz baja y ronroneante. Miró hacia una cabina de cristal, pero la morena que había dentro, y que seguramente era otra locutora, parecía enfrascada en sus notas mientras se bebía un café.

—Soy Grace Mattias —Dylan sintió una sensación extraña en la boca del estómago—. Aquí. A su derecha.

Dylan se giró hacia la derecha. Y allí estaba ella. Y la extraña sensación de su estómago se convirtió en un nudo inexplicable.

La caricatura que había visto en la revista no le hacía justicia a la doctora Grace Mattias, sexóloga, en carne y hueso. «Carne» era la palabra idónea. Una carne generosamente dotada y voluptuosa. Tenía además una mata de pelo rojo, de tono cobrizo, muy rizada. Sin saber por qué, pensó en su pelo mojado. Seguramente porque tenía la ducha metida en la cabeza desde el desafortunado incidente de esa mañana. O tal vez porque, cuando estuvieran mojados, aquellos rizos se deslizarían por su espalda hasta casi el trasero.

Dylan tragó saliva. Luego, se reprendió a sí mismo por aquella reacción física a la mujer sentada a su lado. Su adversaria. Su oponente en todos los sentidos.

No sabía qué le pasaba. No era la primera vez que veía una mujer atractiva, y mucho menos una colega atractiva. Pero Grace Mattias no era solamente atractiva. Su mirada se deslizó por el tejido fucsia, ceñido y aterciopelado de su chaqueta, y más abajo, hasta donde su falda cubría apenas la parte superior de sus deliciosos muslos. Las piernas podían rivalizar con las de una modelo, y Dylan las siguió con la mirada hasta que se encontró contemplando las sandalias más escuetas y altas que había visto en su vida.

Armándose de valor, volvió a mirarla a la cara. Sus labios rosados se fruncieron cuando le lanzó la misma mirada de pies a cabeza.

—Bueno, creo que en realidad sí que nos conocemos, doctor Fairbanks.

Dylan consiguió sacudir la cabeza, pero no se atrevió a hablar por miedo a que su voz sonara desafinada como la de un pro adolescente. Ella se dio un golpecito en la boca carnosa y sensual con la punta de un dedo cuya uña llevaba pintada de rosa.

—Sí, la verdad es que estoy segura —ella sonrió dejando al descubierto sus dientes perfectos—. Aunque creo que lo conozco por el señor Mirón.

Dylan se echó a reír, relajándose un poco.

—No, entonces creo que no nos conocemos. Yo nunca me he presentado como el señor… —al decir aquello, una voz de alarma se disparó en la parte de su cerebro que todavía funcionaba.

Ella sonrió y, cruzando los brazos debajo de los pechos, se los alzó un poco más.

—Sí, es usted el señor Mirón —concluyó.

Oh, maldita sea. No podía ser. No era posible que le sucedieran dos peripecias con la misma mujer dos veces el mismo día. La ley de probabilidades lo hacía imposible.

Y, sin embargo, allí estaba. Mirando a la ninfa acuática que había visto en la ducha esa mañana.