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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Rachael Thomas

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Secretos por descubrir, n.º 143 - agosto 2018

Título original: Di Marcello’s Secret Son

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-691-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ST. Moritz, febrero de 2017

 

ANTONIO Di Marcello saboreó el whisky Macallan 1946, que combinaba a la perfección con la descarga de adrenalina que todavía lo dominaba tras haber practicado parapente con Sebastien Atkinson, Stavros Xenakis y Alejandro Salazar. Había sido un temible desafío, pero parecía que Sebastien, que había fundado aquel club de deportes extremos mientras estudiaba en Oxford, tenía en mente algo aún más peligroso.

Hacía tiempo que Sebastien, el mayor del grupo, había adoptado el papel de mentor de los demás, pero había estado a punto de sufrir una tragedia que lo había cambiado, que los había cambiado a todos. Que sus amigos lo hubieran rescatado después de haber sido sepultado por un alud en el Himalaya había convertido a Sebastien en otro hombre, que, poco después, había hecho lo impensable: se había casado.

Antonio miró a los tres hombres mientras la tensión entre ellos aumentaba. ¿Qué demonios pasaba? Normalmente estarían disfrutando de la compañía de mujeres como las tres rubias platino que no dejaban de lanzarles miradas seductoras. Pero esa noche era distinto, y no solo porque Sebastien estuviera felizmente casado.

–¿Cómo está tu esposa? –le preguntó Stavros.

–Bien y, desde luego, es mejor compañía que tú. ¿Por qué estás tan serio esta noche?

–Todavía no he ganado. Y mi abuelo amenaza con desheredarme si no me caso pronto. Le he mandado a freír espárragos, pero… –Stavros frunció el ceño y dio un largo trago de whisky para intentar olvidar sus problemas.

Antonio sabía la presión a la que lo tenía sometido su abuelo y conocía las amenazas solapadas que este utilizaba para ejercer dicha presión.

Él mismo había sucumbido a una presión similar por parte de su familia cuando se había casado con Eloisa, un matrimonio para unir a ambas familias que estaba condenado a fracasar desde el principio. Ahora era el único divorciado del grupo y la experiencia le había dejado un regusto amargo del que aún no había podido deshacerse.

–Tu madre –dijo Alejandro, con expresión concentrada. Como Antonio y Stavros, había heredado la fortuna que poseía y la había incrementado, pero ahora contemplaba a Sebastien, un multimillonario hecho a sí mismo, con recelo. ¿Notaba él también que algo iba mal?

–Exactamente –afirmó Stavros.

–¿No os parece a veces que pasamos demasiado tiempo contando nuestro dinero y fijándonos en cosas superficiales en vez de hacer algo más significativo? –Sebastien los miró uno a uno. La partida de póquer había quedado olvidada.

–Cuatro copas y ya está filosofando –dijo Antonio a Alejandro al tiempo que lanzaba un puñado de fichas a la mesa.

–Hablo en serio –insistió Sebastien–. A nuestro nivel, son cifras en una página, puntos en un marcador. ¿En qué contribuye a nuestras vidas? El dinero no da la felicidad.

Las fichas de Sebastien hicieron ruido cuando las levantó levemente para dejarlas caer sobre la mesa. Sostuvo la mirada de Antonio antes de centrarse en Stavros y Alejandro. Antonio sabía que lo que fuera a decir sería importante. Lo conocía lo suficiente para saber que sería mucho más que un comentario aparentemente despreocupado sobre el dinero, ya que era el único multimillonario hecho a sí mismo de la sala.

–Pero proporciona algunos sustitutos muy agradables –Antonio dio otro trago de whisky y se recostó en la silla. El juego había perdido todo el interés para él.

Sebastien hizo una mueca.

–¿Como tus coches, Antonio?, ¿tu isla privada, Alejandro? Ni siquiera utilizas ese barco del que tan orgulloso estás, Stavros. Nos compramos juguetes caros para jugar a juegos peligrosos, pero ¿nos enriquecen la vida? ¿Nos alimentan el espíritu?

–¿Qué propones? –preguntó Alejandro–. ¿Que nos vayamos a vivir con los budistas a la montaña?, ¿que aprendamos el significado de la vida?, ¿que renunciemos a los bienes terrenales para buscar la claridad interior?

–Vosotros tres no resistiríais dos semanas sin el apoyo de vuestra fortuna y vuestro apellido –la voz de Sebastien se endureció.

–¿Y tú? –contraatacó Stavros–. ¿Vas a decirnos que volverías a estar sin un céntimo, como antes de ganar tu fortuna? Pasar hambre no es ser feliz. Por eso ahora eres una canalla rico.

–He pensado en donar la mitad de mi fortuna para crear un fondo de búsqueda y rescate. No todos tienen amigos que los desentierren de un alud con sus propias manos.

–¿Lo dices en serio? –preguntó Alejandro–. Y eso, ¿cuánto es? ¿Cinco mil millones?

–No te los puedes llevar contigo –filosofó Sebastien–. Monika está de acuerdo, pero me lo estoy pensando. Os propongo una cosa: lo haré si os pasáis dos semanas sin las tarjetas de crédito –afirmó muy serio.

Aunque se había dirigido a los tres, Antonio tuvo la impresión de que lo había hecho especialmente a él.

–¿Y cuándo empezaríamos? Todos tenemos responsabilidades –dijo Alejandro mirando a Stavros y luego a Antonio, que asintió.

–Muy bien, arreglad vuestros asuntos, pero estad preparados para cuando os llame para pasar dos semanas en el mundo real.

El silencio en la sala era más pesado que toda la nieve que tuvieron que quitar para arrancar a su amigo de las garras de la muerte.

Antonio intentó apartar de sí la sensación de peligro inminente. La velada no debería estar desarrollándose de ese modo. Acababan de superar un temible reto, pero lo que Sebastien proponía superaba con mucho los desafíos a los que se enfrentaban habitualmente. Era el desafío definitivo.

–¿De verdad vas a apostar la mitad de tu fortuna en este reto? –intervino Alejandro. Ya ninguno pensaba en la partida de póquer.

–Si tú apuestas tu isla y algún otro juguete –afirmó Sebastien con calma–. Os diré cuándo y dónde.

–Muy bien –Stavros fue el primero en hablar–. Cuenta conmigo.

Antonio miró a Stavros y a Alejandro y vio en sus ojos la misma sospecha que había en los suyos. ¿Qué demonios planeaba Sebastien y qué relación tenía con el hecho de estar dos semanas sin sus tarjetas de crédito, su fortuna y su apellido?

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HACÍA cuatro meses que Antonio había aceptado el desafío de Sebastien, que comenzaba ese día: dos semanas sin dinero y todo lo que conllevaba. Durante los catorce días siguientes, la única relación que tendría con su vida habitual sería a través de Stavros y Alejandro, que seguían esperando a saber lo que Sebastien había planeado para ellos.

Antonio entró y cerró la puerta del piso. Los sonidos de las calles de Milán se filtraban y parecían rebotar en la habitación escasamente amueblada, que era la principal de la vivienda a la que Sebastien lo había enviado.

Miró a su alrededor. Aquello tenía que ser una broma. ¿A qué jugaba Sebastien? Vio una nota sobre un montón de ropa y unas botas que habían dejado en los asientos negros que, a lo largo de una pared, hacían las veces de sofá. Antonio esperaba que no hicieran también las veces de cama.

Sus zapatos de diseño resonaron con fuerza en las baldosas blancas al cruzar la pequeña estancia para agarrar el sobre dirigido a él. No había error posible: estaba en el sitio correcto. Miró la ropa y las botas y lanzó una maldición en italiano.

Además de que Milán estaba muy cerca de donde vivían sus padres, con los que no se hablaba, y de que era la ciudad en que había vivido con su exesposa durante los escasos meses que su matrimonio, por así decirlo, había durado, también era donde había conocido a la única mujer que había puesto a prueba sus deberes para con su familia y su honor. Había vencido la pasión y el deseo, pero su breve aventura de un fin de semana con Sadie Parker le había hecho desear que las cosas fueran distintas, que él fuera distinto y que su destino no lo hubiera decidido una familia que solo pensaba en el apellido.

Enfadado, abrió el sobre.

 

Bienvenido a tu casa. Durante las dos próximas semanas, Antonio Di Marcello no existirá. Te llamarás Toni Adessi y, en cuanto te hayas cambiado de ropa, debes dirigirte al Centro Auto Barzetti, en la acera de enfrente, donde trabajarás de incógnito durante las dos semanas próximas.

Solo te pondrás en contacto conmigo, o con Stavros o Alejandro, mediante el teléfono que se te proporcionará. No te pondrás en contacto con nadie más por ningún otro medio durante esos días. Tienes doscientos euros para vivir. No podrás desvelar tu verdadera identidad bajo ninguna circunstancia. Si tienes éxito, haré la donación prometida de cinco mil millones de dólares para crear un fondo de búsqueda y rescate.

Emplea el tiempo con inteligencia. Este reto no tiene que ver con arreglar coches, Antonio, sino con arreglar tu pasado.

Sebastien

 

Antonio se negó a prestar atención a la última frase, agarró el móvil pasado de moda y examinó los contactos. Solo había tres: Stavros y Alejandro, que también habían aceptado el extraño desafío, y el propio Sebastien.

Antonio, furioso, soltó un improperio. ¿Cómo iba a dirigir su negocio sin un teléfono decente y desde aquella primitiva habitación? Ni siquiera había un ordenador portátil, solo un aparato de televisión, el más pequeño que había visto en su vida.

Estuvo tentado de marcharse y volver a la normalidad, pero hacerlo implicaría mucho más que fracasar ante el reto e incluso más que el hecho de que Sebastien no creara el fondo solidario, como había prometido, si los tres tenían éxito. Ese fondo era importante para todos, después del alud que podía haberles arrebatado a Sebastien. Pero el presente desafío era mayor porque se relacionaba con un código de honor tan fuerte que ninguno de ellos lo pondría en duda ni lo desobedecería.

Antonio miró el mono de trabajo, la camiseta y los vaqueros, todos manchados de grasa de verdad y se mordió la lengua para no seguir maldiciendo. Debía tener éxito. No contemplaba el fracaso. Demostraría a Sebastien que podía trabajar de incógnito y llevar a cabo todo lo que implicaba la apuesta.

Aunque hubiera nacido en una familia adinerada, había amasado una fortuna mayor al hacerse cargo de la empresa de construcción familiar. Había luchado por ella tanto como Sebastien por la suya. La riqueza familiar y unos antepasados importantes no eran tan beneficiosos como pensaba el fundador del club.

Volvió a soltar un juramento. Fuera lo que fuera lo que Sebastien había ideado para él, debía avisar a Stavros y a Alejandro de que su amigo iba en serio, de que la apuesta iba más allá de demostrar que podían sobrevivir sin su riqueza y todo lo que conllevaba, todas esas cosas superficiales que Sebastien había despreciado meses antes.

Un rápido examen del teléfono le reveló que al menos tenía cámara, e hizo una foto de la ropa y el dinero y se la envió a Stavros y a Alejandro.

 

Este seré yo durante las dos próximas semanas: Toni Adessi, un mecánico con ropa manchada de grasa en Milán, ni más ni menos. Estáis avisados:¡Sebastien va en serio!

 

Se quitó el traje hecho a medida al que no había querido renunciar esa mañana, a pesar de que Sebastien le había dicho que tenía que ir de incógnito y disfrazado antes de llegar. Lo colgó en el respaldo de la silla y se puso los vaqueros, la camiseta y el mono, además de las gafas de sol que le habían dejado y la gorra. Siempre llevaba gafas de sol, pero no tan baratas ni chabacanas como aquellas. Las botas de trabajo completaron su atuendo y, al mirarse en el espejo que colgaba de la puerta, apenas se reconoció.

Por lo menos había seguido las recomendaciones de Sebastien en lo referente a no afeitarse en las dos semanas anteriores, lo que había alarmado a su secretaria. La barba le resultaba incómoda tanto de ver como de llevar. La gorra ocultó los espesos y negros rizos de su cabello.

No se reconoció como Antonio Di Marcello, heredero de la fortuna de los Di Marcello y hombre de negocios.

Cruzó la habitación. Las botas eran pesadas y las sentía extrañas en los pies. Ni siquiera eran nuevas, algo en lo que prefirió no pensar demasiado. Miró por la estrecha ventana y vio el taller donde iba a trabajar. Se le escapó una breve carcajada. Sebastien había hecho los deberes muy bien. No solo lo había mandado a trabajar a un taller, donde podría satisfacer su pasión por los motores, sino que estaba en Milán, donde se hallaba la casa de sus padres. No había vuelto desde su divorcio.

Se había divorciado tres años antes. ¿Era ese el verdadero desafío, el pasado que debía enmendar? Su matrimonio no tenía arreglo. Sebastien era el único que sabía la verdad y la carga que le suponía la promesa que había hecho a su exesposa. Entonces, ¿por qué Milán? ¿Para arreglar la dañada relación son sus padres?

La imagen de su exesposa apareció en su mente, pero, como siempre, la expulsó la de Sadie, la única mujer que había estado a punto de robarle el corazón para siempre. Sadie y él habían pasado un fin de semana salvaje y apasionado más de tres años antes, allí, en Milán, unas semanas antes de que él sucumbiera a la presión de su tiránico padre y se casara con Eloisa. Desde el momento en que besó a Sadie por primera vez, se convirtió en la mujer con la que de verdad habría querido estar, si la tradición y el honor familiares no se le hubieran venido encima como un oso salvaje. Si hubiera sabido lo que ahora sabía sobre su exesposa, no hubiera dejado marchar a Sadie, al menos hasta no estar preparado para hacerlo.

Se quitó la gorra y estuvo a punto de lanzarla contra la pared y olvidar aquella ridícula situación y los recuerdos que le removía. Tales pensamientos ya no le servían de nada, por lo que los apartó de su cerebro con furia.

Tenía que vivir como otra persona durante dos semanas. Demostraría a Sebastien que estaba a la altura de ese desafío y de cualquier otro que se le ocurriera. Totalmente resuelto, dejó a Antonio Di Marcello en el piso y se convirtió en Toni Adessi.

Cruzó la calle y se dirigió al taller donde iba a trabajar. Por lo menos, era un trabajo que podía realizar de modo convincente. Desde niño le habían encantado los coches y los motores, gracias a su insólita amistad con el jardinero de la finca donde vivía, que era un apasionado de las carreras de coches.

 

 

Llevaba algo más de dos horas trabajando cuando entendió por qué Sebastien lo había mandado no solo a Milán, sino también a aquel taller. Alzó la cabeza para mirar la planta de arriba, donde se hallaba la oficina, y, al principio, a través de la ventana de la misma, creyó estar viendo visiones, que el hecho de volver a estar en aquella zona hacía que Sadie Parker se le apareciera como un fantasma de lo que pudo haber sido, para atormentarlo por su desafortunada decisión de poner a su familia y su deber por encima de sus deseos.

Sadie Parker era la única mujer que le había hecho desear cosas que no podía poseer, la única de la que se había alejado antes de estar listo para ello. Sin saber cómo enfrentarse a aquel inesperado giro de los acontecimientos, volvió a dirigir la atención a la clienta y ocultó su sorpresa recurriendo a su encanto habitual.

Volvió a alzar la vista y vio que Sadie se había girado y dejado de mirar por la ventana para hablar con alguien en la oficina. Aprovechó que estaba distraída para examinarla y recordar la suavidad de su cabello y el ansia de sus labios.

La clienta le dirigió la palabra, lo cual le hizo volver al presente y recordar que estaba allí de incógnito. Si Sadie lo reconocía, estaba perdido. La apuesta acabaría casi antes de haber comenzado, pero no iba a consentir que un bonito rostro del pasado lo echara todo a perder. Fracasar no era una opción.

 

 

Sadie observó al nuevo mecánico desde la ventanita de la oficina que daba al taller. No lo había visto antes, pero le resultaba familiar. Mientras él cambiaba la rueda del coche de una mujer, su curiosidad aumentó. Su forma de moverse despertaba en ella recuerdos que prefería no remover.

Incluso a distancia, era asombroso cómo se parecía a Antonio Di Marcello, el hombre que, cuatro años antes y en solo dos días, le había robado el corazón y la había imposibilitado para querer a otro. No había conseguido olvidarlo, a pesar de lo mucho que lo había intentado. Pero los ojos oscuros de su hijo, el niño al que Antonio había dado la espalda, se lo traían a la memoria.

–Ese es Toni Adessi –le dijo su colega Daniela al acercarse también a la ventana–. Es muy atractivo.

–Posiblemente –Sadie no podía dejar de mirarlo, a pesar de que le reavivaba los recuerdos de un fin de semana maravillosamente romántico. Los apartó de su mente porque no iba a consentir que un desconocido con barba, que tenía cierto parecido con el padre de Leo, la llevara de vuelta al pasado–. Pero parece peligroso.

–Daniela se echó a reír.

–¿Qué quieres decir con «peligroso»?

–Míralo. Desprende encanto, como si creyera que es mucho mejor de lo que es, como si todas las mujeres fueran a correr a colgarse de su brazo –sabía que estaba proyectando los defectos de Antonio Di Marcello en el nuevo mecánico, pero era difícil no hacerlo cuando hacía los mismos gestos que el hombre que no solo la había abandonado para casarse con otra mujer, sino que había hecho caso omiso de que su aventura de fin de semana lo hubiera convertido en padre.

No, no podía ser Antonio, ya que este nunca se rebajaría a estar al nivel de un trabajador corriente, como tampoco se casaría con una mujer corriente. Algo que la madre de él le había dejado muy claro.

–Con independencia de lo que el padre de Leo te hiciera, debes olvidarlo y seguir adelante ya que, si no, no encontrarás el amor.

El consejo de Daniela le recordó el de su madre. Ambas tenían razón. Incluso había creído que podía hacerlo, que estaba comenzando a olvidar aquel fin de semana que había cambiado su destino, que había dejado de tener la esperanza de que Antonio Di Marcello quisiera conocer a su hijo… hasta que había aparecido el nuevo mecánico y le había reabierto las heridas.

–Leo y yo estamos bien como estamos –afirmó Sadie con impaciencia.

No le gustaba que le recordaran lo que había sido estar embarazada de Antonio cuando él la había dejado para casarse con otra. Había intentado comunicarle que iba a ser padre, había enviado mensajes a la imponente mansión, que había averiguado que era de su familia, y había soportado la reprimenda de la madre de él, pero no había vuelto a saber nada de Antonio.

–Pues no te vendría mal divertirte un poco –apuntó Daniela–. Flirtea, pásatelo bien. Solo tienes veintitrés años. Eres demasiado joven para renunciar a la diversión o a los hombres.

–No pienso divertirme.

–Deberías, y esta es la ocasión perfecta. Está subiendo –Daniela soltó una risita malévola.

Sadie, horrorizada, vio que la puerta de la oficina se abría. Se quedó sin respiración al mirar al nuevo mecánico mientras trataba de recordar el nombre que le había dicho Daniela.

Se había bajado la parte superior del mono y atado las mangas a la cintura. La camiseta que llevaba debajo dejaba al descubierto sus musculosos y bronceados brazos. Ella los observó y se sonrojó. ¿O fue al recordar dos noches apasionadas que aquel hombre había hecho que recuperara de su pasado, de un pasado que pertenecía a una Sadie muy distinta?

–¿Qué desea? –preguntó ella solícita, olvidándose de su italiano de principiante y utilizando el inglés, su lengua materna. ¿Desde cuándo un hombre la confundía tanto que no conseguía pensar con claridad?

Ninguno lo había hecho desde Antonio Di Marcello.

–¿Es inglesa? –el acento del hombre era tan distinto del de Antonio que ella se tranquilizó un poco. Aunque se pareciera al padre de su hijo y le hubiera removido los recuerdos del pasado, con aquel rostro sin afeitar y el cabello despeinado que se le escapaba de la gorra, no podía ser Antonio.

Este siempre iba inmaculado. En aquel fin de semana, ella había notado su atención a los detalles, por lo que sabía que nunca se hubiera dejado barba, sobre todo una tan poco cuidada como la de aquel hombre.

–¿Le supone un problema que lo sea? –preguntó ella con brusquedad, molesta por la manera descarada en que la miraba. Carecía de los modales y la gracia de Antonio, que lo hacían superior a cualquier otro hombre que hubiera conocido antes o después de aquellas dos noches de felicidad.

Se situó de pie detrás del escritorio y examinó a aquel espécimen masculino, tan grosero como refinado era Antonio. Llevaba el cabello despeinado y la barba descuidada. Su camiseta blanca distaba mucho de estar limpia y tenía los brazos mugrientos. Se parecía al hombre que le había robado el corazón, al padre de su hijo de tres años, pero eso era todo. Definitivamente, no era el hombre con quien querría divertirse, con independencia de lo que pensara Daniela.

–No, cara –contestó él al tiempo que dejaba la hoja de trabajo. Después se dirigió a la puerta, pero se volvió y le sonrió, o eso creyó ella, ya que la barba hacía difícil descifrarlo–. Me gusta el reto que supone cualquier mujer, sea de la nacionalidad que sea.

Sadie tomó aire con fuerza, incapaz de creer la audacia de aquel hombre. Si creía que ella sería su siguiente desafío, estaba muy equivocado. Se acercó a la ventana y lo miró mientras volvía al taller y, horrorizada, vio que él se giraba y le mandaba un beso.

Enfadada, se dirigió a Daniela.

–Si crees que voy a divertirme con ese tipo, vas totalmente desencaminada.

–No te digo que te cases –Daniela le sonrió–. Solo que te lo pases bien.

Sadie volvió al escritorio e intentó centrarse en las cifras que tenía ante la vista. Quienquiera que fuera aquel hombre, había deshecho en una mañana lo que ella había conseguido en tres años, desde el nacimiento de Leo. Había devuelto a Antonio Di Marcello al centro de sus pensamientos.

Solo por eso no quería tener nada que ver con Toni Adessi.

 

 

A Antonio le resultaba difícil creer que hubiera salido indemne de aquel corto encuentro. Al entrar en la oficina estaba seguro de que Sadie lo reconocería. Sus ojos verdes, tan sexys, lo habían mirado con recelo, por lo que Antonio agradeció en silencio haber seguido el consejo de Sebastien y haberse disfrazado.