Para Aroa e Iván.

Y para María Encarna,

veinte años escribiendo juntos

las páginas de nuestro diario.

 

Aunque no te lo creas, lo encontré por casualidad.

Recuerdo que era viernes y estaba anocheciendo. Ya se habían encendido las farolas y a aquella hora no quedaba casi nadie en el parque. Tan solo la niña de las coletas, esa que nunca le hace caso a su abuela, y nosotros.

Mamá leía un libro. Lucas estaba escuchando música en su coche –un coche de bebé, no vayas a pensarte– y yo... yo me columpiaba con todas mis fuerzas intentando ganar la batalla.

¡Atrás y adelante!

En ese momento, no había nada que me importase más. Ni las notas de clase, ni el cambio climático, ni la paz en el mundo...

¡Atrás y adelante!

Todo mi ser estaba concentrado en la grandiosa tarea de derrotar por primera vez a la niña de las coletas. Las cadenas del columpio se me clavaban en las palmas de las manos y hasta me hacía daño al morderme los labios, pero no podía consentir que aquella mocosa desobediente volviera a ganarme.

Y el caso es que ya me llevaba algo de ventaja, porque, como estaba muy delgada, su columpio subía más que el mío. No mucho. A lo mejor un metro. Y si daba la sensación de que me ganaba por más, era solo porque en cada ascenso ella adelantaba la cabeza así, estirando el cuello como los caballos de carreras cuando se acercan a la línea de meta.

¡Atrás y adelante!

Entonces, he de reconocerlo, jugué un poco sucio.

El fin justifica los medios.

No suelo hacerlo casi nunca, de verdad. Pero es que solo de pensar en que iba a tener que aguantar otra vez sus carcajadas orgullosas, de caballo vencedor, me ponía enfermo. Porque ella no se limitaba a ganarme, no. Encima se chuleaba todo el rato y, con su voz desagradable, se ponía a decir frases tontas del tipo: «Chincha, rabiña, que tengo una piña con muchos piñones y tú no los comes».

En serio, era insoportable.

Por eso no me avergüenza decirlo alto y claro: «Hola, me llamo Víctor y aquel día jugué sucio».

Cuando ella ya se creía la ganadora de la competición de columpios, cuando su sonrisa caballuna se iba ensanchando poco a poco y estaba a punto de soltar el primer relincho, yo me adelanté y di un grito.

¡AAAAAAH!

O a lo mejor fue un alarido.

Ahora mismo no sé qué palabra lo define mejor, porque sonó bastante; pero Lucas y mamá ni se enteraron. No fue tan fuerte como para interrumpir el concierto de Mozart del primero o conseguir sacar de la lectura a la segunda (aunque lo cierto es que eso muy pocas cosas lo consiguen).

Entonces, la niña de las coletas se me quedó mirando, sorprendida, con la boca abierta. Igual que los villanos de las películas cuando descubren que el héroe acaba de sacarse de la manga un arma secreta supermortífera en el último segundo. Así fue. No se lo esperaba.

Yo había intentado disfrazar mi grito. Quería que pareciera un grito involuntario, de esos que te salen de dentro por el enorme esfuerzo que estás haciendo. Como los de los tenistas.

Pero no coló. La niña de las coletas es lista, y enseguida se dio cuenta de cuál era mi verdadera intención.

–¡Venga, hijita, vámonos ya, que es muy tarde! ¡Baja ahora mismo del trapecio! –exclamó doña Vicenta, su abuela, que siempre llama trapecios a los columpios porque cuando era joven (debe de hacer la tira de años) trabajó en un circo.

¡Bingo!

Mi alarido había conseguido despertarla de su siestecita y así fastidiar a la mocosa que, por supuesto, ahora se pondría a lloriquear y a dar vueltas al parque y a inventarse mil excusas para no volver a casa.

Era una niña de rutinas.

¿Y quién iba a ser el vencedor de aquella batalla?

¿Quién iba a seguir columpiándose victorioso, levantando los pies hacia el cielo oscurecido mientras su contrincante abandonaba la partida y se dejaba caer al suelo?

¿Quién?

Pues nada más y nada menos que...

–¡Tablas! –gritó la mocosa antes de empezar a lloriquear. Y qué bien lo hacía. Era una experta. Hasta me pareció ver que ya tenía un par de lágrimas en la recámara, esperando instrucciones para inundar sus mejillas.

–¿¡Qué dices!? –me quejé–. ¡Si te bajas has perdido!

–¡La has despertado tú, mentecato! ¡He dicho que son tablas y son tablas! ¡Y si te pones chulito se lo digo a mi padre, que es policía y te mete en el calabozo!

Así es ella de contundente.

Está tan consentida que siempre tiene que quedar por encima de todo el mundo, aunque sea con amenazas.

Pero a mí me daba igual lo que dijera. Yo había ganado, y eso era lo único que importaba.

Seguí balanceándome plácidamente. Hacia atrás y hacia adelante. Tomando impulso, estirando los pies en cada subida. Nada ni nadie iba a empañar ese momento de placer.

Me sentía vencedor, y era una sensación bastante chula a la que no estaba acostumbrado, para qué vamos a engañarnos.

Hacia atrás y hacia adelante, tan arriba que casi podía tocar la luna con mis zapatillas de deporte; o darle una patada, si se me antojaba, mientras disfrutaba de aquel agradable cosquilleo en la barriga...

¡¡¡Noooo!!!

De repente, sentí que se me había escapado una gota de pis.

No te rías. Seguro que a ti también te ha pasado alguna vez.

Con la emoción del combate, ni me había dado cuenta de que tenía la vejiga tan llena. Casi a punto de explotar. No había ido al baño en toda la tarde. Y entre el zumo, las dos o tres veces que había bebido agua de la fuente para refrescarme y las subidas del columpio... Pues eso.

Eché los pies al suelo rápidamente y me frené con las suelas de las zapatillas, levantando una nube de polvo. Ese sonido fue muchísimo más leve que mi grito de antes y, sin embargo, sí que consiguió sacar a mamá de las páginas de su libro. Tiene una obsesión especial con que no me rompa el calzado, y cualquier cosa que tenga que ver con eso le hace saltar una alarma en el cerebro. Lo tengo comprobado.

–¡Víctor! ¡Las deportivas!

¿Lo ves?

–¡Y vámonos ya, que es muy tarde! –dijo. Qué poco original. Había utilizado casi las mismas palabras que doña Vicenta–. ¡Venga! ¡Despídete de tu amiguita!

¿Cómo? ¿Que me despidiera de quién?

¡Mi propia madre acababa de decir que la mocosa era mi... mi... «amiguita»!

Qué vergüenza. ¡Pero si solo iba a cuarto! ¡Si era mucho más pequeña que yo! ¡Y también era una llorica! ¡Y una entrometida! ¡Y una...!

Menos mal que ya no quedaba nadie en el parque, porque comentarios de este tipo eran los que menos necesitaba mi popularidad para seguir pasando inadvertida.

Después hablaría con ella, porque ahora no podía. Tenía que solucionar con urgencia otros asuntos.

Me miré la bragueta para ver si el pis había traspasado las dos barreras de contención. Solo faltaba eso: que en una de sus idas y venidas por el parque, corriendo delante de su abuela, la mocosa (que no era mi amiga, repito, por si no te ha quedado lo suficientemente claro) me viera con los pantalones mojados.

Pero no. Estaban secos. Menos mal. Y cada segundo contaba. ¡No había tiempo que perder!

Me dirigí lo más rápido que pude hasta el rincón de los toboganes y allí, junto a los setos, me bajé la cremallera a toda prisa y casi ni me dio tiempo a bajarme los calzoncillos. El chorro de pis salió disparado como la manguera de un bombero sin bombero. O como cuando inflas un globo y se te escapa antes de hacer el nudo.

¡PSSSS!

Qué alivio...

Aunque no duró mucho, porque enseguida me di cuenta de que algo no iba bien.

Sí. Creo que fue por el sonido.

Después de hacer pis, me agaché a inspeccionar a la luz de las farolas, y en ese preciso instante fue cuando me lo encontré.

Allí, en el suelo, escondido entre los setos del parque, había un libro.

Un libro de color mostaza.

Un libro sobre el que yo –como los perros hacen con las esquinas, y con las ruedas de los coches, y con las farolas, y con las papeleras...– acababa de hacer pis.

¡Si se enteraba mamá, era niño muerto!

¿Te he dicho ya que es bibliotecaria?