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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Jessica Hart

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pareja inesperada, n.º 2234 - junio 2019

Título original: Last-Minute Proposal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-884-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO ME sueltes! –exclamó Tilly mientras se aferraba con todas sus fuerzas al cuello de Campbell Sanderson, un hombre sólido como una roca que olía a limpio y masculino… y lo único que se interponía entre ella y el fondo de un abismo.

Típico. Hacía siglos que no se encontraba entre los brazos de un hombre y estaba demasiado aterrorizada como para disfrutarlo.

Campbell trató de apartar las manos de Tilly de su cuello.

–No tengo intención de soltarte –dijo, irritado–. Voy a sujetar la cuerda mientras bajas. Lo único que tienes que hacer es apoyarte y confiar en mí.

–¿Cuántas mujeres a lo largo de los siglos han escuchado esa frasecita? –espetó Tilly, que volvió a rodearlo con los brazos por el cuello en cuanto le soltó las manos–. ¡Para ti es muy fácil hablar de confianza porque no es a ti a quien han pedido que se balancee sobre un abismo con tan sólo una fina cuerda como protección!

A los que sin duda aguardaba una muerte cierta era a sus hermanos gemelos, responsables de haberla metido en aquel lío. Pensaba matarlos en cuanto pudiera.

Miró a Campbell. Tenía los ojos verdes más fríos e implacables que había visto en su vida, y una expresión de profunda impaciencia. Posiblemente fuera ella quien se la había inspirado, pero sospechaba que era algo habitual en él. Parecía del tipo impaciente y había algo en los austeros rasgos de su rostro, en el inflexible gesto de su boca, que le hacía pensar que se encontraba ante un perfecto ejemplo de «lo que ves es lo que hay».

Y lo que había en el caso de Campbell Sanderson era un tipo realmente duro.

–¿Cómo voy a confiar en ti? –preguntó sin soltarlo–. No sé nada de ti.

Campbell no ocultó su exasperación.

–Yo tampoco te conozco, así que, ¿por qué iba a querer arrojarte por un barranco?, sobre todo teniendo en cuenta que me está enfocando una cámara de televisión. ¿O no has notado que ahora mismo están rodando?

–¡Claro que lo he notado! ¿Por qué crees que estoy susurrando si no?

A Tilly empezaban a dolerle los brazos por el esfuerzo de sujetarse a Campbell. Tenía los pies apoyados justo al borde del precipicio, pero sentía la fuerza de la gravedad atrayéndola hacia abajo.

Y no tenía más remedio que reconocer que era un peso sustancial el que se veía atraído hacia el fondo. ¿Por qué no había sido capaz de seguir hasta el final ninguna de sus dietas? Aquél era el castigo por no haber sobrevivido a base de hojas de lechuga durante los pasados treinta años.

Campbell miró en dirección a las cámaras con gesto de incredulidad.

–¡Pero si están lejísimos! No pueden escucharte, pero sí pueden verte, y tienen el zoom directamente enfocado sobre ti, ¡así que haz el favor de controlarte! –dijo con firmeza–. Estás poniéndote en ridículo.

Y a él por asociación.

–¡Prefiero hacer el ridículo que acabar aplastada en el fondo de este precipicio!

–Para empezar, esto no es un precipicio –el tono de Campbell denotó que estaba haciendo verdaderos esfuerzos para contenerse–. Apenas hay seis metros hasta el fondo y, como no dejo de repetirte, no te vas a caer. Estás sujeta a una cuerda segura y puedes ir bajando lentamente. Aunque resbalaras, yo estoy sujetando la cuerda y no permitiría que cayeras.

–La cuerda es muy fina –Tilly no pareció convencida–. No creo que aguantara mi peso.

–Claro que lo aguantaría –replicó Campbell, impaciente–. Esta cuerda podría sostener a un hipopótamo.

–Me pregunto qué te ha hecho pensar en un hipopótamo –dijo Tilly con amargura.

Ojalá Campbell no hubiera mencionado el zoom de la cámara. Probablemente estaría enfocado en su trasero. Sin saber muy bien qué implicaba «un día en las colinas», pero casi segura de que implicaría pasar frío, Tilly se había puesto sus viejos pantalones de esquiar, dos tallas menor de lo que necesitaba y comprados en un arrebato de entusiasmo poco después de conocer a Olivier. Seguro que su gran trasero rojo estaba llenando la pantalla en aquellos momentos, con las consiguientes risas de los miembros del equipo de televisión.

–¿A quién se le ocurrió rodar ese programa? –la humillación hizo que su voz temblara delatoramente–. Seguro que estaban sentados en algún bar y alguno dijo: ¡hagamos un programa para dejar en ridículo a algunos gordos!

–En ese caso, todos los participantes serían gordos, y ninguno de nosotros lo es –dijo Campbell.

–Yo sí.

–No se nota –respondió Campbell, aunque, ahora que Tilly lo había mencionado, debía reconocer que tenía una figura decididamente voluptuosa.

Había estado demasiado centrado en lo que estaba haciendo como para notarlo. En otras circunstancias probablemente habría disfrutado de que una mujer con aquel cuerpo quisiera arrimarse a él. Desafortunadamente, por muchos puntos que Matilda Jenkins tuviera a su favor en el frente físico, estaba perdiendo muchos más con el follón que estaba armando por un sencillo descenso.

–De hecho, tu teoría es absurda –dijo–. Ninguno de los otros participantes pesa un gramo de más.

Tilly pensó en el encuentro de aquella mañana, cuando habían conocido a las tres parejas rivales que también habían superado la primera ronda. Por mucho que le costara, debía admitir que Campbell tenía razón.

Leanne, la bonita peluquera rubia en la que había detectado una posible alma gemela, tenía una figura estupenda, algo que había envidiado casi tanto como a su pareja, un preparador deportivo amistoso y tranquilizador llamado Roger que tenía el último grito en equipo. Es decir, todo lo contrario a Campbell.

Las otras dos chicas tampoco estaban gordas. Una de ellas había sido emparejada con un delgaducho profesor de Historia medieval que estaba recolectando dinero para restaurar las vidrieras de una catedral.

–Tal vez pensaron que sería divertido que todos hiciéramos el ridículo –concedió Tilly de mala gana, reacia a dejar completamente a un lado su teoría.

–Es más que probable –concedió Campbell, tenso–, pero, ya que hemos aceptado participar, no estamos en condiciones de quejarnos.

Un poco más lejos, sus tres competidores se preparaban con sus parejas para el descenso. Había otras tres principiantes como Tilly, elegidas por su completa falta de experiencia en todo lo relacionado con actividades deportivas al aire libre, pero que parecían estar asimilando lo que debían hacer con mucho menos dramatismo que Matilda Jenkins.

Campbell respiró profundamente. Tenía a una mujer histérica entre sus brazos. Le daba lo mismo lo voluptuosa que fuera, o lo seductor que resultara su perfume. Prefería volver a estar tras las líneas enemigas a enfrentarse a la escena que, evidentemente, Matilda Jenkins era capaz de montar.

¿Por qué había permitido que Keith lo convenciera para hacer aquello? ¡Buena publicidad, sin duda! ¿Pero cómo diablos iba a ser buena publicidad que se viera al director de Manning estrangulado por una mujer asustada en el borde de un barranco tan poco profundo y pronunciado que casi podía alcanzarse el fondo caminando?

Y mucho se temía que aquello sólo era el principio. Después de ayudarla a bajar tenía que subir la colina con ella, bajar de nuevo y cruzar el río antes que los demás. De lo contrario, no llegarían a la siguiente ronda y no podrían ganar la competición.

Y Campbell Sanderson no estaba acostumbrado a perder.

Por tentadora que fuera la opción de empujar a Jenkins para que llegara rodando hasta abajo, decidió descartar la opción. Seguro que el grito que soltaría se escucharía en varios kilómetros a la redonda.

No le iba a quedar más remedio que convencerla hablando.

–Vamos, Jenkins, estás perdiendo el control –dijo con más suavidad–. Tienes dos opciones. Puedes admitir la derrota, ¿pero estás dispuesta a dejar en la estacada a la obra benéfica para la que estás haciendo esto? Cuentan contigo para obtener una buena suma de dinero. ¿A qué obra benéfica vas a entregar tu dinero, por cierto? –añadió en tono desenfadado.

–A la residencia local de enfermos terminales –murmuró Tilly mientras lamentaba que Campbell hubiera sacado a relucir aquel tema. Por supuesto que debería estar pensando en la residencia y en todo lo que hicieron allí por su madre y por Jack.

–Una gran causa –dijo Campbell–. Habrá mucha gente esperando que lo hagas bien.

–Veo que eres experto en el chantaje emocional –replicó Tilly con amargura.

–Sólo estoy diciendo lo que hay. La otra opción es que me sueltes, te sujetes a la cuerda y bajes lentamente hacia atrás por la pared de roca. Todo acabará en unos segundos y te sentirás muy bien cuando lo hayas hecho.

Tilly sospechaba que en unos segundos no estaría en condiciones de volver a sentir nada nunca más.

–¿No hay otra opción?

–Supongo que podríamos pasar el resto de nuestra vida aquí, abrazados, pero imagino que esa opción no te parecerá interesante.

–Oh, no sé… –murmuró Tilly, desesperada por ganar algo de tiempo.

Resultaba preocupante que aquella opción no le pareciera tan mal. Apenas conocía a Campbell, que parecía más bien irritado, pero sin duda había peores destinos que pasar el resto de la vida aferrada a un cuerpo como aquél… sobre todo si no estuviera tan empeñado en inclinarla sobre el vacío.

–Vamos, Jenkins, decídete –la impaciencia volvió a teñir el tono de Campbell mientras miraba a los demás contendientes, que casi habían llegado al fondo.

Tilly suspiró. Al parecer, su compañero no se estaba planteando la opción de pasar la eternidad abrazado a ella.

–No te preocupes –le había dicho la ayudante de producción tras comunicarle que su pareja original se había echado atrás–. He oído decir que Campbell Sanderson perteneció a las Fuerzas Especiales. No podría dejarte en mejores manos.

Miró las manos de Campbell en la cuerda. Eran unas manos fuertes, cuadradas, muy capaces. En otras circunstancias, habría resultado tentador dejarse seducir por ellas.

–De acuerdo –dijo con un suspiro.

No le quedaba más remedio que hacerlo. Por su madre y por todo el mundo que necesitara los cuidados que ella obtuvo.

«Confía en mí», había dicho Campbell.

Tilly se arriesgó a mirar su rostro y lo vio con extraordinario detalle: sereno, competente, adusto. Lo imaginó con un pasamontañas, lanzándose en paracaídas tras las líneas enemigas para hacer volar algunos tanques antes de la hora del té. A diferencia de otros hombres que conocía, Campbell Sanderson no simularía que iba a dejarla caer para luego reírse de sus gritos de terror. No, haría exactamente lo que había dicho que haría.

A cambio, todo lo que tenía que hacer ella era soltarse y caminar hacia abajo por el precipicio.

Y confiar en él.

Respiró hondo. Iba a tener que hacer algo.

Empezó a soltar cautelosamente el cuello de Campbell.

–Si lo hago, ¿dejarás de llamarme por mi apellido?

–Lo que tú quieras –Campbell miró de reojo a sus competidores, que ya se disponían a seguir–. Pero hazlo.

–De acuerdo –dijo Tilly valientemente–. Vamos allá.

Necesitó un par de intentos antes de animarse a soltar definitivamente el cuello de Campbell y sujetar la cuerda con las manos.

–Bien –dijo él, animándola–. Adelante.

–No me dejarás caer, ¿verdad?

Campbell la miró a los ojos.

–Confía en mí.

–De acuerdo –Tilly volvió a respirar hondo y se inclinó hacia atrás.

Habría sido exagerado decir que disfrutó del descenso, pero, tras superar el primer momento de quedar suspendida sobre el vacío, la experiencia no resultó tan aterradora como había imaginado. Campbell fue soltando poco a poco la cuerda hasta que Tilly sintió que sus pies tocaban el fondo.

Campbell descendió rápidamente tras ella y se puso a recoger el equipo de inmediato.

–Vamos –dijo–. Tenemos que cruzar el río antes que los demás, o puede que no pasemos a la siguiente ronda.

A continuación echó a andar y Tilly trotó tras él.

–¿Estás seguro de que vamos en la dirección correcta? –preguntó, sin aliento–. Todo el mundo va por ahí –dijo a la vez que señalaba en dirección contraria.

–Por eso nosotros vamos por aquí –dijo Campbell sin aminorar la marcha–. Es un camino más duro, pero más rápido.

–¿Cómo lo sabes?

–He mirado un mapa esta mañana.

–Veo que te has tomado en serio lo de ganar –dijo Tilly. Su padre era la única persona que había conocido hasta entonces con aquel afán por ganar a toda costa.

–Si tú no te lo tomas en serio, ¿por qué estás aquí? –replicó Campbell, como habría hecho el padre de Tilly.

–Me engañaron –los ojos azules de Tilly brillaron de indignación–. Mis hermanos gemelos decidieron que tenían que hacerme salir de mi rutina y me inscribieron en la competición. Me enteré cuando la gente que trabaja en la residencia empezó a decirme que estaba encantada de que fuera a participar y de la cantidad de cosas que podrían hacer con el dinero si ganaba.

Campbell la miró. Su rostro ovalado estaba sonrosado por el esfuerzo y trataba en vano de evitar que la brisa agitara sus rizos marrones. Parecía agitada y vibrante con su traje de esquiar rojo. Era extraño que hubiera elegido aquella prenda para pasar un fin de semana caminando por el monte, pero al menos no existía peligro de que se perdiera. Se la veía a varios kilómetros de distancia.

–Si no querías hacerlo, podías haberte limitado a decir que no.

–Habría sido muy egoísta por mi parte. La residencia es un lugar muy especial. Fue terrible cuando supimos que mi madre estaba muriéndose. Mis hermanos eran muy pequeños, mi padrastro estaba consternado… Yo trataba de mantener la situación bajo control, pero no sabía qué hacer –la mirada de Tilly se entristeció mientras recordaba aquella terrible época–. Tenía tanto miedo de que mamá muriera… No sé cómo habríamos logrado salir adelante sin la residencia. Fueron maravillosos con nosotros. Cuando mamá murió, nos ayudaron a comprender lo que estaba pasando y a aceptarlo. Sucedió lo mismo cuando murió mi padrastro –añadió–. Fue terrible, pero al menos no estábamos tan asustados. Debo tanto a la residencia que no podía echarme atrás. Si gano, el dinero del premio supondrá mucho para ellos. Están ampliando el edificio para que otras familias puedan recibir la ayuda que recibimos nosotros. ¿Cómo iba a echarme atrás?

–Supongo que hay otras formas de ayudarles.

–Trabajo de voluntaria en la tienda de la residencia, pero supongo que eso no es un gran sacrificio.

–Es más de lo que hace la mayoría de la gente.

–Es posible, pero la mayoría de la gente no tiene la oportunidad de ganar una importante donación para la obra de caridad que elija. Me sentiría fatal si la hubiera rechazado… como bien supusieron Harry y Seb.

–¿Harry y Seb?

–Mis hermanos –contestó Tilly sin ningún entusiasmo–. Todo esto fue idea suya. Me inscribieron en el concurso por su cuenta. Enviaron una foto y un pequeño escrito en que explicaban por qué estaba deseando participar en el programa y luego se aseguraron de que todo el mundo supiera que me había inscrito. A partir de entonces todo el mundo se dedicó a decirme lo orgullosa que habría estado mi madre si hubiera sabido lo que iba a hacer por la residencia –suspiró antes de añadir–: No podía decepcionarlos diciéndoles que todo había sido un error, ¿no? Habría sido como dejar a mamá en la estacada…

Campbell siguió caminando colina arriba a un ritmo inflexible. Había una especie de peligrosa elegancia en su forma de moverse, lo que hizo que Tilly se sintiera más cercana a una vacilante morsa de lo que solía sentirse.

–¿Por qué se empeñaron tanto tus hermanos en que fueras tú quien participara en el programa? –preguntó Campbell–. Podría haberlo hecho alguno de ellos.

–Están empeñados en que llevo una vida demasiado rutinaria –contestó Tilly mientras se esforzaba por mantener el paso–. He cumplido treinta años y, tal y como me tratan, cualquiera diría que estoy a punto de jubilarme.

–¿Llevas una vida rutinaria?

–Si es así, es muy cómoda –contestó Tilly con un matiz de desafío en la voz–. Soy feliz haciendo lo que hago, y no tengo tiempo para preocuparme por lo rutinario que pueda ser. Los chicos sólo piensan eso porque han estado fuera, en la universidad, y opinan que Allerby es muy aburrido… aunque no les importa volver cuando se quedan sin dinero y necesitan alimentarse bien.

Seguro que Campbell también pensaba que una pequeña población de North Yorkshire era un lugar aburrido. No parecía un tipo precisamente provinciano. En Allerby sobresaldría como un tigre entre un montón de animales domésticos gordos y mimados.

Por otro lado tampoco parecía el típico urbanita. Tilly no lograba imaginarlo yendo al teatro o bebiendo un capuchino en un café céntrico. Su pasado militar podía explicar el aire ligeramente peligroso que emanaba de él, pero, en ese caso, ¿qué estaba haciendo allí?

Había una forma fácil de averiguarlo.

–¿Y qué haces tú aquí? No pareces la clase de persona que hace cosas que no quiere hacer.

–Soy el director ejecutivo de Manning Securities –replicó Campbell con acritud.

–¿Los patrocinadores del programa?