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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Renee Roszel

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón dormido, n.º 6 - junio 2019

Título original: Honeymoon Hitch

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2000

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-804-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–EL SEÑOR Merit la espera, señorita.

El mayordomo apoyó la mano en el pulido y trabajado pomo de plata y se inclinó levemente.

Susan tragó saliva e intentó hablar, pero lo único que al final consiguió fue asentir. «Contrólate, Susan», se advirtió en silencio. «¿Desde cuándo tener que enfrentarte a un hombre te pone nerviosa como a un conejo? Las fantasías de niña tienen que llegar a su fin. Hoy es solo el día en que Jake Merit se cae de su pedestal».

Habían pasado trece años desde la última vez que lo vio. Ella no era entonces más que una impresionable adolescente de quince años, atontada por su primer amor. Ningún hombre de carne y hueso podía medirse con la imagen que se había formado de Jake Merit. Si el tabernáculo que su fantasía había creado para alabar la perfección de Jake hubiese estado hecho de ladrillos y cemento, habría rivalizado con la Gran Muralla china y sería también visible desde la luna.

Oyó un tímido chasquido y se dio cuenta de que el mayordomo estaba abriendo una de aquellas enormes puertas de roble. Sin hacer el más mínimo ruido, entró en la habitación delante de ella y anunció:

–Señor Merit, la señorita O’Conner.

Susan parpadeó, y fue el tiempo que empleó en ese gesto todo lo que el mayordomo necesitó para desaparecer, dejándola plantada en el vestíbulo como si fuese un geranio en una maceta. El despacho debía de ser enorme. Desde el lugar en el que estaba, no podía ver ni a Jake ni su mesa; solo un gran ventanal a lo lejos, y mucho más lejos, el océano Atlántico, ondulándose pacíficamente, ajeno a su desazón.

–¿Señorita O’Conner? –la llamó una voz profunda–. ¿Está usted ahí?

Susan dio un respingo.

–Sí, señor Merit.

«¡Haz el favor de controlarte, y no te molestes si no te reconoce! Has venido aquí por trabajo, y ya no eres la cría que entretenía al chico que iba a salir con tu hermana mientras la esperaba en el salón. Además, todas esas ocasiones juntas no llegarían ni a una hora de su tiempo. ¿Por qué iba a recordarte?».

Inspiró profundamente y entró en la habitación. Al fin y al cabo, Jake Merit no era más que un hombre.

–¡Oh!

Se mordió la lengua con fuerza. ¿De verdad había dicho «¡oh!»? Debía de ser que sí, porque Jake había levantado la mirada de lo que estuviera escribiendo con el ceño fruncido.

–¿Ocurre algo, señorita O’Conner? –le preguntó, dejando a un lado el bolígrafo de oro.

Ella negó con la cabeza, reprendiéndose por la exclamación. De acuerdo. Los años no habían disminuido su atractivo. Desde luego aquel hombre se merecía un tabernáculo. Aun habiendo transcurrido todos aquellos años, sus ojos seguían teniendo la misma capacidad hipnótica que entonces, y seguían poseyendo una especie de fuego verde, como el de las mejores esmeraldas.

Susan se irguió.

–Sí… bueno, no –se corrigió inmediatamente–. Es que yo… acabo de recordar que he olvidado mi… mi secador del pelo.

¡Menuda excusa!

–Supongo que podremos encontrarle un sustituto –contestó él, sonriendo de medio lado. Luego se levantó. Seguía siendo tan alto como en sus sueños, y su sonrisa era igual de deslumbrante aunque, con trece años más de experiencia vital bajo el cinturón, a Susan no le complacía el tinte sensual que había adquirido para ella.

Salió de detrás del escritorio con una gracia natural en los movimientos de la que ella no podía apartar la mirada. Desde luego, era un magnífico representante masculino de la especie humana, vestido con aquellos vaqueros claros y un polo blanco. Lo de los vaqueros la sorprendió, y todavía más el hecho de que desprendiera tanta elegancia vestido de un modo tan desenfadado. Había visto muchos hombres vestidos de traje que no tenían un aspecto tan distinguido.

Vagamente percibió que Jake estaba caminando hacia ella.

¡Hacia ella!

Hasta el último de sus músculos se estremeció, y Jake se detuvo frente a Susan.

–Así que es usted esa señorita O’Conner tan competente de la que Ed ha estado presumiendo durante un año –dijo, mirándola fijamente a los ojos. Un temblorcillo le empezó en la nuca para continuar después hasta sus extremidades–. Ed me ha dicho que su presentación en la S.P.M. sobre hematites dejó boquiabierto a todo Providence. Tengo entendido que ha conseguido el premio anual por la mejor publicación.

A Susan la sorprendió enormemente enterarse de que Jake sabía que había ganado el concurso de la Sociedad de Paleontólogos y Mineralogistas. El premio la había entusiasmado, por supuesto, y sobre todo la había sorprendido, teniendo en cuenta la competencia. Su jefe, un hombre parco y poco expresivo, no le había hecho ningún elogio, así que no esperaba que hubiese pasado la información.

–Vaya… gracias.

Qué tonta. ¿Es que no era capaz de decir algo inteligente u ocurrente?

–Me alegro de conocerla –dijo, tendiéndole una mano.

Susan consiguió soltarse las manos y estrechar la de él, e intentó no pensar en el hecho de que no tuviera ni idea de que ya se conocían.

–Yo también me alegro de conocerlo, señor Merit. Tiene usted unos ojos preciosos.

Su expresión cambió un poco.

–Gracias –contestó, sorprendido–. Me parezco a mi madre.

Su respuesta la confundió. ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo podía perder el hilo de una conversación tan simple?

–¿Perdón?

–Que mi madre también tenía los ojos verdes.

Susan tardó un instante, un instante horrorizado, en darse cuenta de que no había dicho lo que quería decir.

–Yo… lo que yo quería decir… es que tiene una isla preciosa –balbució. Ojalá se lo creyera–. No es que sus ojos no sean… es decir que…. sus ojos también son bonitos.

Soltó rápidamente su mano, porque de algún modo, estar dándole la mano mientras cantaba sus alabanzas era una humillación que no podía soportar. ¿Qué demonios le estaba pasando? ¿Dónde estaba su habitual aplomo?

–Siento el malentendido –dijo él.

Estaba claro que no se había creído su explicación, a juzgar sobre todo por el brillo de sus ojos, pero le agradecía la salida que le proporcionaba con su respuesta, ya que no tenía intención de explicarle la naturaleza de aquel desliz.

–Esperaba que tuviese una valla de cuatro metros alrededor de la isla, con kilómetros de alambre de espino y unas cuantas torretas de vigilancia. Es sorprendente la poca seguridad que tienen.

Su sonrisa seguía derritiéndola por dentro.

–La mejor seguridad es la invisible, señorita O’Conner. Ha venido usted en un barco Merit, y el acceso tan fácil que ha tenido esa embarcación no quiere decir que sea así para todo el mundo.

–Bueno, sea cual sea el sistema, le doy mi enhorabuena. Ha conseguido mantener la belleza del lugar y, al parecer, también la seguridad.

–Me alegro de que lo apruebe.

Aquellos ojos tan fuera de lo común volvieron a brillar. Susan sabía que su aprobación no tenía ninguna importancia para él, pero decidió no darse por ofendida por su sarcasmo. Iba a pasar un mes en Merit Island, a cargo de la perforación anual. El mineralogista que llevaba quince años ocupándose de ese trabajo era Ed Sharp, su jefe, y como se había indispuesto, era responsabilidad de Susan ocupar su puesto. Aquel trabajo era fantástico, así que sentirse ofendida estaba fuera de toda posibilidad.

Además, había una diferencia entre el sarcasmo puro e hiriente y la broma. Recordaba a Jake como un hombre muy agradable, y no tenía intención de clasificarlo como un esnob o un cretino.

Jake tomó su brazo, sobresaltándola de tal modo que hasta él se asustó.

–¿Le he hecho daño? –preguntó, aunque la había rozado del modo más cortés.

–No, no… es que no esperaba que me tocase.

¡Por Dios! ¿Cómo podía parecer tan puritana?

Él la miró y arqueó una sola ceja. Tenía la impresión de que se estaba formando una opinión sobre ella. Probablemente de miedosa o tímida o, peor aún, temerosa de los hombres. Ninguno de aquellos calificativos hacían honor a la verdad. Nunca se sobresaltaba de aquel modo cuando un hombre la tocaba, y tampoco era inocente como una margarita. ¿Por qué demonios Jake Merit parecía capaz de provocar cortocircuitos en su cerebro y transformarla en una idiota?

–La acompañaré a su habitación, señorita O’Conner. Estoy seguro de que, después de un viaje tan largo, le apetecerá refrescarse –dijo él–. Cuénteme: ¿cómo es que Ed ha vuelto a hacerse daño? No ha sido muy claro en su mensaje.

Susan intentó ocultar una sonrisa. Su jefe estaba sufriendo y no tenía ninguna gracia.

–El fin de semana pasado celebró el treinta aniversario de su graduación con los compañeros del instituto –dijo, tan seria como pudo–. Estaba en la pista de baile haciendo el cocodrilo, o el albatros, o algo así, y se hizo una lesión en una vértebra.

Jake se echó a reír con la misma risa que a ella le ponía la carne de gallina cuando él era estudiante de último curso de Harvard. Y volvió a experimentar la misma sensación, con tanta intensidad que le pareció estar de nuevo en el salón de casa de sus padres, esperando junto a Jake a que Yvette terminase de acicalarse. Ella le contaba chistes para hacerle pasar el rato, por cierto, unos chistes malísimos, y él se lo agradecía con aquella risa. Su música aún seguía colándose en sus sueños de vez en cuando.

Mientras caminaba, Susan apenas se dio cuenta de adónde se dirigían, si giraban a la derecha o a la izquierda, si subían o bajaban. Lo único que registró vagamente fue que en la mansión todo irradiaba belleza y calidez. La madera estaba perfectamente lustrada dondequiera que mirase, y el cristal brillaba sin una sola mota de polvo. Además, el lugar tenía un olor especial, entre a pan recién horneado y a madera de cedro. Inspiró profundamente e intentó volver a ser la mujer profesional y madura que había sido antes de volver a ver cara a cara a Jake.

Él se detuvo delante de una puerta y ella hizo lo mismo, lo que por fin la sacó de sus ensoñaciones. Tras mirar brevemente a su alrededor, se volvió hacia él, sorprendida.

–¿Seguimos en la mansión?

–Por supuesto. ¿Dónde creía que se iba a hospedar?

–Pues… donde lo haga Ed normalmente.

Jake señaló la puerta.

–Es aquí.

–Pero… ¿no tienen algún lugar fuera de la casa para los asesores?

–Tenemos casas para los mineros, pero no creo que se sintiera demasiado cómoda en las barracas –sonrió–. Como experta en minas, creo que se merece algunos privilegios, ¿no le parece?

Seguramente tenía razón. De hecho, si a su lado tuviese a cualquier otra persona que no fuese él, estaría encantada de poder quedarse en la mansión.

–Puede que no sea capaz de volver a encontrar el camino a su despacho –insinuó. ¡Aquel lugar era tan grande! Qué estúpida había sido por no haber prestado más atención.

Jake señaló una puerta que se hallaba al otro lado del vestíbulo.

–Esa es mi habitación. Si estoy yo, la acompañaré hasta que se sitúe. Si no, utilice el teléfono. Alguien vendrá a acompañarla.

¿Su habitación? ¿La habitación de Jake Merit estaba justo enfrente de la suya?

–¿Su… habitación? –repitió, confiando en haber oído mal.

–Sí –contestó él, y señaló con la cabeza hacia otra puerta–. Junto a mi habitación hay una sala. Ed y yo manteníamos las reuniones de última hora allí –se metió la mano en el bolsillo–. Créame si le digo que pienso amortizar bien el dinero que voy a pagarle.

Susan miró la puerta de su dormitorio, conteniendo un descabellado deseo de gritar. ¿Reuniones de última hora? ¿Amortizar lo que iba a pagar? «¡Maldito seas, Ed!», se quejó en silencio. «¿Por qué no me advertiste de que iba a pasar día y noche con este hombre?».

–Señorita O’Conner… ¿se encuentra usted bien? Se ha quedado pálida.

Ella lo miró y se obligó a dejar de apretar los dientes.

–Estoy bien. Y a su disposición.

–Si no estoy en mi habitación y no sabe bien adónde debe ir, llame por teléfono. Como ya le he dicho antes, alguien vendrá a buscarla.

Con un enorme esfuerzo, pretendió sentirse tan relajada como él.

–¿Tiene empleados que vendrán a buscarme?

–Por supuesto.

–Nunca había estado antes en una casa con servicio de taxi –bromeó–. ¿No sería más barato facilitar mapas?

Él se echó a reír y consultó el reloj. Susan presintió que tenía que volver al despacho.

–Se hará con la casa en un santiamén –dijo, y entreabrió la puerta de la habitación–. ¿Por qué no descansa un poco? Vendré a buscarla a la siete y podremos cenar juntos. El trabajo empezará mañana.

Ella asintió.

–Estaré preparada, señor Merit.

–Llámame Jake –dijo él, y tras una breve pausa, añadió–: ¿Puedo tutearte?

–Oh… –¡pero qué estúpida estaba siendo!–. Claro. Por favor, llámame Susan –sonrió, a pesar de la pequeña decepción que había supuesto el que no la reconociera ni siquiera al darle el nombre–. Nos veremos a las siete… Jake.

Y dando la vuelta, tocó la puerta de la habitación, que se abrió de par en par.

El dormitorio que apareció ante sus ojos era espectacular. Estaba amueblado con antigüedades. Sobre la cama, un edredón de seda azul con bordados en color esmeralda, a juego con el cabecero. Y, por añadidura, la habitación resultaba acogedora, bañada como estaba por la luz del sol y llena de flores por todas partes.

–¿Qué es esto? –murmuró para sí–. ¿La suite presidencial?

–Me temo no poder aceptar ni los elogios ni las críticas. Mi madre fue quien decoró la casa.

Sorprendida de que estuviese aún allí, se dio la vuelta.

–¿Cómo?

–Mi madre… ya sabe, la de los ojos.

Al parecer, había tomado su sorpresa por confusión, y se apresuró a aclarar su comentario.

–No era una crítica, sino todo lo contrario. Es una habitación magnífica. Por lo que he visto de la casa, está toda decorada con un gusto exquisito. Lo que pasa es que no me había imaginado que iba a hospedarme en un lugar así. El señor Sharp no me habló de ello, así que es posible que no haya traído la ropa adecuada. No tengo nada de vestir –añadió, y tuvo que obligarse a dejar de parlotear–. No pretendía insultar a tu madre. ¿Tendré la oportunidad de conocerla mientras esté aquí?

«¡Cierra el pico de una vez!».

–Falleció hace unos cuantos años. Y no te preocupes por la ropa. A mí me parece que estás bien.

Un cosquilleo le recorrió la espalda. Demonios… algunos hombres la habían pedido en matrimonio y ella no se había sentido ni la mitad de afectada que en aquel momento.

Cuando él sonrió, su corazón dejó de latir.

–Entonces, nos vemos a las siete, Susan.

Era maravilloso oírle pronunciar su nombre. Susan era un nombre corriente, pero en sus labios sonaba especial.

Consiguió al final musitar una respuesta, pero él ya se había marchado, y al verlo alejarse tuvo la sensación de que él se la habría quitado de la cabeza con tanta rapidez como de su presencia, e intentó no sentirse desilusionada por ello. Ya había hecho una gran concesión al tomarse la molestia de acompañarla hasta su habitación.

Entró, cerró la puerta y suspiró. Luego, casi inconscientemente, se acarició el sitio en el que él le había rozado el brazo.

–¿Puedo pedirte un favor, Jake, antes de que me recojas dentro de… dos horas? –murmuró, tras mirar el reloj–. No estaría mal que te saliera una panza tipo ejecutivo y que perdieses unos cuantos dientes.

 

 

Susan no hizo ningún esfuerzo por arreglarse especialmente para la cena. Bueno, puede que solo un poco. Al fin y al cabo, había sido contratada como consultora por Merit Emeralds, y no podía parecer una mendiga a la que hubiesen invitado a un plato de comida caliente.

Miró brevemente el reloj. Eran las siete y siete minutos, un minuto más que la última vez que lo había mirado. Se sentó en el borde de la cama, desde la que se podía ver en el espejo.

–Esto no es una cita –se advirtió con severidad–, y Jake Merit es un hombre de negocios. Si ha dicho que vendría a buscarte para ir a cenar, lo hará. Es cuestión de trabajo. No va a estar dando vueltas por su habitación intentando encontrar una excusa para no venir. ¡No es una cita! ¡Haz el favor de quitarte esa palabra de la cabeza!

Volvió a mirarse ladeando la cabeza y con el ceño fruncido. Quizás aquel vestido y aquella chaqueta azul no fuesen la mejor elección, aunque coincidieran en color con el de sus ojos. La habitación estaba decorada en aquel mismo tono de azul y, sentada allí, rodeada de azul, casi desaparecía; de no ser por su pelo castaño y las pecas, sería invisible.

Se colocó un mechón de pelo tras la oreja, preguntándose si quizás debería habérselo dejado suelto. Con el pelo apartado de la cara y sujeto atrás, parecía como una cebolla recién pelada, a excepción de los mechones que eran demasiado cortos y que se le quedaban alrededor de la cara como hierbas.

Hizo una mueca. Puede que debiera soltárselo. Quizás…

Una llamada a la puerta la hizo saltar. ¡Ya estaba allí!

–¿Sí?

–Soy yo.

Se miró una vez más en el espejo y tuvo tiempo de reprenderse por ello antes de contestar.

–Un segundo.

Corrió a la puerta y la abrió.

–Hola.

Afortunadamente no tenía discurso alguno preparado porque, fuera el que fuese, se le habría quedado atragantado. Jake llevaba una camisa de algodón beis y unos pantalones de lona del mismo color, y el resultado era para chuparse los dedos. Tragó saliva y esperó que él llenase aquel extraño silencio.

–Siento llegar tarde –dijo, haciéndose a un lado para que pudiera salir–. He recibido unas cuantas llamadas de última hora que me han entretenido.

–No tienes por qué disculparte –dijo ella, cerrando la puerta–. Estoy segura de que, en caso de necesidad, habría sabido encontrar el camino al comedor.

–Y siempre puedes utilizar el teléfono para pedir ayuda –con un gesto de la cabeza, señaló hacia la escalera.

–Eso, jamás –declamó Susan teatralmente–. Corre sangre de pioneros por mis venas. Una vez, mi abuela consiguió salir del museo Smithsoniano sin tener que preguntar a nadie.

–Así que fue tu abuela… –comentó él fingiendo asombro.

Susan lo miró. ¿Por qué tenía que hacer que se sintiera tan… atolondrada y feliz al mismo tiempo?

–Veo que has oído hablar de ella –contestó, siguiendo el juego.

–Por supuesto: Cristóbal Colón, Ponce de León y la abuela O’Conner. Los tres magníficos.

Ella se echó a reír.

–Y no necesariamente en ese orden.

Al llegar a la escalera, Jake se detuvo y la miró, y su sonrisa fue como un tornado.

–De pronto, me siento totalmente innecesario.

Aunque Susan se esforzó por no contestar, en su opinión, Jake Merit nunca podría ser innecesario. Sintió que rozaba suavemente su espalda con los dedos, invitándola a bajar.

La escalera desembocaba en el recibidor. Al pasar junto a un arco que daba acceso al salón, un cuadro colgado sobre la chimenea de mármol llamó tanto la atención de Susan que se quedó clavada en el sitio.

–¿Ocurre algo? –preguntó Jake.