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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Halequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

JUGANDO A LAS PRINCESAS, Nº 8 - julio 2013

Título original: Playing the Royal Game

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3457-6

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Mujer: KONRADBAK/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

 

Estaba mejor sin aquel trabajo, se dijo Allegra. Nadie debería pasar por algo así. Sin embargo, mientras caminaba bajo la lluvia por las calles grises de Londres y se dirigía en metro a varias agencias de empleo, la rabia que sentía hacia su jefe se transformó en algo parecido al miedo.

Necesitaba trabajar.

Sus ahorros habían quedado dilapidados en el pozo sin fondo de los excesos de su familia. A veces parecía que sus ingresos por publicación mantenían a la mitad de la familia Jackson. Sí, ella era la aburrida y la predecible, pero eso no parecía importarles cuando su irresponsabilidad les metía en problemas. La semana anterior le había prestado a su madrastra, Chantelle, casi cinco mil libras en efectivo para pagar la deuda de su tarjeta de crédito. Le resultaba irrisoria la idea de que fuera su familia la que tuviera que mantenerla a ella.

Hacía un día malísimo, no parecía que estuvieran en primavera. Hacía frío y llovía. Allegra metió las manos en los bolsillos del impermeable y agarró el billete de cincuenta libras que había sacado del cajero. Si su jefe se negaba a pagarle al día siguiente, sería lo único que le quedaría.

Había pasado por situaciones peores, se dijo. En tanto que hija de Bobby Jackson, estaba acostumbrada a las deudas, pero su padre siempre se las arreglaba para salir a flote. Sin embargo, ella iba a hundirse. Aunque si se ahogaba, lo haría con estilo.

Entró en un bar con la cabeza muy alta, se quitó el abrigo al sentir el calor y lo colgó. El pelo le cayó húmedo y frío por la espalda. Normalmente no entraba en bares que no conocía, pero al menos hacía calor y podría sentarse y pensar.

Cuando salió de la oficina lo hizo con dignidad y segura de sí misma. Gracias a su historial laboral, muchas agencias la habían llamado a lo largo de los años para ofrecerle trabajo. Había sido demoledor descubrir que ya no estaban contratando a nadie, que la crisis financiera y los cambios en la industria implicaban que ya no había ningún trabajo esperándola.

Allegra estaba a punto de dirigirse a la barra, pero al mirar a su alrededor vio que había servicio de mesas y se sentó en una de ellas. A pesar del sórdido aspecto exterior, por dentro el bar era bastante elegante, como demostraban los precios de la carta.

Allegra alzó la vista al escuchar unas risas. Un grupo de mujeres bien vestidas estaba tomando un cóctel, y ella no pudo evitar envidiar su buen humor. Cuando apartó la vista de las alegres mujeres, se le quedó clavada durante unos instantes. Porque en una mesa cercana, perdido en su propio mundo, estaba posiblemente el hombre más guapo que había visto en su vida. Llevaba traje oscuro y tenía el pelo castaño peinado hacia atrás, lo que realzaba los altos pómulos y la nariz recta. Las piernas, largas y estiradas hacia delante, estaban cruzadas a la altura de los tobillos. A pesar de la postura relajada, tenía un aire pensativo y el ceño fruncido. Lo frunció todavía más cuando se escuchó otra carcajada en la mesa de las mujeres. Y cuando alzó la vista y sorprendió a Allegra mirándole, esta se alegró de que justo en ese momento apareciera la camarera.

–¿Qué va a tomar?

Allegra iba a pedir una copa del vino de la casa, o tal vez una taza de té y un sándwich. Todavía tenía que intentarlo en dos agencias más. Pero qué diablos, ya había sufrido bastantes rechazos por un día. Y seguramente a partir de aquel momento tendría que vivir de té y sándwiches durante algún tiempo.

–Una botella de Bollinger, por favor –era un gesto extravagante por su parte y nada habitual. Solía ser extremadamente precavida con el sueldo. Reservaba el veinte por ciento para el alquiler antes incluso de ingresarlo en cuenta. Estaba decidida a no ser nunca como su familia, pero ¿qué había logrado con eso?

La camarera no movió ni una pestaña. Se limitó a preguntarle cuántas copas debía llevar.

–Solo una.

También le llevaron un cuenco con frutos secos.

–¿Está celebrando algo? –le preguntó la camarera mientras le servía la bebida.

–Algo parecido –admitió Allegra. Y cuando la joven se marchó decidió que así era. Había soportado durante meses las bromas lascivas de su jefe y los comentarios impertinentes. Valía la pena celebrar haber dejado atrás todo aquello, así que alzó la copa hacia la ventana, en dirección a su antiguo puesto de trabajo.

–¡Salud!

Cuando se giró, se dio cuenta de que Míster Guapo la estaba mirando. No fijamente, sino con cierta curiosidad. No podía culparle. Después de todo, estaba alzando la copa hacia la ventana. Allegra le sonrió brevemente y luego volvió a centrarse en sus pensamientos. Sacó una pluma y una agenda con la lista de contactos que siempre llevaba encima. Estaba decidida a conseguir trabajo antes de que terminara la semana.

Cuando se había tomado medio botella, ya no se sentía tan segura. Media botella de champán con el estómago vacío le había avivado las emociones y en esos momentos estaba al borde de las lágrimas, especialmente cuando la camarera se le acercó.

–No ha firmado en el libro de registro al entrar –le dijo–. Es usted miembro del club, ¿verdad?

Allegra sintió cómo se sonrojaba. Por supuesto, había entrado en un club privado, no era un bar cualquiera. Y cuando estaba a punto de disculparse y sacar el billete de cincuenta libras, una voz tan agradable como su dueño la salvó de la vergüenza.

–¿Por qué estás ahí escondida?

Era una voz profunda y cálida que hizo que Allegra y la camarera se giraran. Allegra se encontró mirando a los ojos al pensativo desconocido. Unos ojos de color marrón oscuro que se mantuvieron fijos cuando ella parpadeó confundida. El hombre se giró hacia la camarera.

–Lo siento, es mi invitada. En seguida la registro.

La camarera abrió la boca para decir algo. Después de todo, Allegra llevaba allí sentada más de media hora y no había hecho ningún amago de reunirse con su anfitrión. Pero tal vez fuera su cliente favorito, porque la camarera se retiró sin hacer ningún comentario.

–Gracias –dijo Allegra cuando el hombre tomó asiento frente a ella–. Iré a pagar mi cuenta...

Iba a levantarse, y cuando él estiró la mano por encima de la mesa para impedírselo, Allegra le dirigió una mirada fulminante que dejaba claro que no quería ningún contacto físico.

–Ya le he dicho que gracias.

–Al menos acaba la botella –sugirió el desconocido–. Sería una pena malgastarla.

En realidad sería un crimen. Allegra pensó que tal vez podría llevársela. Al imaginarse caminando por la calle con una botella medio llena en la mano y lamentándose de su suerte, no pudo evitar sonreír. No le sonreía a él, por supuesto, pero el desconocido interpretó que sí, porque hizo un gesto hacia la barra para que le llevaran otra copa. Allegra se sintió incómoda mientras la camarera le servía más champán.

–Estaba intentado disfrutar a solas de una copa tranquila –dijo con sequedad.

–Entonces firma en el registro –sugirió él.

–Ja, ja.

–O –le aconsejó– puedes ser mi invitada, lo que significa que tendrás que sentarte conmigo.

Allegra no fue capaz de identificar su acento. Tenía un deje algo cantarín, parecido al italiano. Pero no pensaba quedarse el tiempo suficiente para averiguarlo.

–Además –continuó él a pesar de su falta de respuesta–, no parece que te estés divirtiendo mucho. Aparte del brindis que le has hecho a la ventana, pareces tan desgraciada como yo.

Allegra le miró y se dio cuenta de que el impresionante traje que llevaba no era oscuro sino negro. Y la corbata también. A juzgar no solo por el atuendo sino también por su expresión, estaba claro que venía de un funeral. Ahora que le tenía tan cerca podía olerle, y no olía como cualquier hombre de bar. No se trataba únicamente del delicioso toque de colonia. Olía a limpio, no había otra forma de describirlo. Tenía la mirada limpia y, por extraño que pareciera, Allegra se sintió relajada durante un instante.

–¿Normalmente eres así de invasivo?

El hombre se lo pensó durante un instante.

–No –le dio un sorbo a su copa de champán y se lo pensó un poco más–. Nunca. Pero me pareció que estabas muy harta de todo, y cuando apareció la camarera pensé que...

–¿Pensaste en animarme?

–No –el hombre se encogió de hombros–. Pensé que podríamos ser desgraciados juntos. No mires, pero hay un grupo de mujeres ahí y una de ellas en particular parece decidida a unirse a mí.

–Habría jurado que no te costaría ningún trabajo rechazar atenciones que no te interesan.

–Normalmente no tengo ningún problema –el hombre no lo dijo con arrogancia, se limitó a constatar un hecho–. Pero hoy sí. Solo quería tomar una copa, pensar, estar un poco en silencio.

Allegra le miró el traje.

–De acuerdo –esbozó una media sonrisa–. Soy capaz de estar en silencio.

Debía ser alguien importante, porque a ella solo le habían servido un platito con frutos secos mientras que a él le pusieron varios con dulces. A Allegra no le importó mostrarse glotona, los ruidos que le estaba haciendo el estómago le recordaron que no había comido nada desde la tostada del desayuno, siete horas atrás.

–Será mejor que vaya a registrarte –dijo el hombre–. Me sorprende que hayas conseguido sentarte en una mesa. Normalmente son muy...

No terminó la frase, pero la insinuación de que aquel no era su sitio hizo que Allegra se sonrojara hasta el cuero cabelludo.

–¿Muy exigentes? –terminó de decir por él. Extendió la mano para agarrar el bolso. No necesitaba su compasión ni mucho menos sus insultos. Aquel día desde luego no era el mejor de su vida.

–Mucho –el hombre sonrió ante su indignación.

Era una sonrisa preciosa que le pegaba mucho. Era la primera vez que le veía sonreír, y le cambiaron las facciones. El efecto resultaba completamente devastador. Allegra tuvo que hacer un esfuerzo por no quedarse allí sentada como una idiota y sonreírle a su vez.

–Lo que iba a decir es que normalmente son muy meticulosos.

–Entonces te perdono –a pesar de todo, ella le devolvió la sonrisa.

–¿Cómo te llamas?

–Allegra. Allegra Jackson.

–Yo soy Aless... –vaciló un segundo–. Alex.

Allegra observó aliviada cómo seguía avanzando y suspiró aliviada, porque normalmente, cuando decía su apellido, la gente fruncía el ceño o alzaba las cejas. Su familia tenía por costumbre aparecer en los titulares con alarmante regularidad. Y aunque ella estaba normalmente al margen de los escándalos y los cotilleos que generaban, su nombre no era muy habitual y, unido al apellido Jackson, solía llevar a que le preguntaran si era hija de Bobby Jackson.

Alex la guio hacia el libro de registro y anotó su nombre en la columna de invitados. Había estado a punto de revelarle a esa mujer su verdadero nombre. No era un secreto, pero en general, y sobre todo en Londres, se le conocía como Alex Santina, el empresario triunfador, y no como Su Alteza Real el príncipe heredero Alessandro Santina. Seguramente el desliz se debía a que había estado allí sentado pensando en Santina y en la fuerte discusión que había tenido con su padre recientemente. Y también estaba cansado, y eso era algo poco frecuente en él. Pero últimamente se sentía fatigado y ese día, en la iglesia, se encontraba completamente exhausto. No pensaba que se tratara de tristeza, los funerales no le ponían triste y había asistido a muchos. Después de todo, apenas conocía a Charles.

Apuntó el nombre de Allegra y luego volvió a su lado. La había visto llegar y entendía perfectamente el error de la camarera. Muchas veces, una vez dentro del local, la gente se daba cuenta de su error y se marchaban antes de que les preguntaran si eran socios. Pero Allegra había echado un vistazo a su alrededor, se había quitado el abrigo y lo había colgado. Tenía un aire de seguridad en sí misma que había llevado a la camarera a dar por hecho que era socia.

Alex volvió a sentarse, luego cambió de opinión y se puso de pie para quitarse la chaqueta. La camarera estuvo a punto de dar un traspié al lanzarse para retirarla y colgarla en el guardarropa.

Allegra se dio cuenta de que él no sonrió ni dio las gracias a la chica. Tampoco miró hacia la mesa de las mujeres, que se habían quedado en silencio cuando se quitó la chaqueta negra y dejó al descubierto una inmaculada camisa blanca que destacaba sobre su piel aceitunada. No hubo sorpresas desagradables bajo la chaqueta, solo un momento de emoción cuando se metió un poco la camisa en el pantalón y Allegra volvió a aspirar su aroma. Deseó volver a ver su sonrisa, pero Alex se había encerrado en sí mismo y se quedó mirando por la ventana pensativo y acariciando en círculos la parte superior de la copa. Tal vez hubiera tomado demasiado champán, o tal vez supiera perfectamente lo que estaba haciendo. Quizá tuviera un doctorado en coqueteo, porque por un extraño instante deseó ser ella la que estuviera bajo su dedo, a la que acariciara de aquel modo distraído.

–Lo siento –Alex malinterpretó su movimiento como incomodidad–. No soy buena compañía. Hoy ha sido un día más duro de lo que esperaba.

–¿Era alguien cercano? –le preguntó Allegra, porque quedaba claro que había estado en un funeral.

–En realidad no –se quedó pensativo un instante–. Trabajaba para mí. Se llamaba Charles. La semana pasada estuvimos aquí para celebrar su jubilación –miró a su alrededor recordando.

–Lo siento.

–¿Qué sientes?

–Lo que acabas de contar –respondió Allegra sonrojándose.

–No era mi amigo –afirmó él dándole un sorbo a su copa–. Apenas le conocía. No tienes nada que sentir.

–Vale, pues entonces no lo siento –Allegra sopló y se levantó el flequillo–. No siento en absoluto que hayas estado en un funeral ni que estés un poco triste por ello. Eso es lo que pasa en los funerales –añadió–. Aunque apenas conozcas a la persona.

–A mí no me afectan los funerales –aseguró Alex–. Y créeme, he estado en muchos. Bueno, normalmente no me afectan –reconoció finalmente.

Allegra no iba a arriesgarse a decir otra vez que lo sentía.

–Y dime, ¿cuál es tu excusa? –Alex alzó la vista de la copa–. ¿O normalmente te sientas a tomarte una botella de champán por las tardes?

Ella se rio.

–No. He perdido el trabajo.

Alex no llenó el silencio, no le dijo que lo lamentaba, como haría cualquier otra persona. Se limitó a quedarse allí sentado hasta que Allegra volvió a hablar.

–O sería más correcto decir que me he marchado yo.

–¿Puedo preguntarte por qué?

Ella vaciló y luego se encogió ligeramente de hombros.

–Mi jefe... –el sonrojo de sus mejillas lo decía todo.

–¿No actuaba según lo estipulado en tu contrato? –preguntó Alex–. Hay caminos para resolver ese tipo de situaciones. Los tribunales.

–No quiero ir por ese camino –afirmó ella–. No quiero... –no terminó lo que iba a decir. No se sentía cómoda revelando quién era su familia, así que siguió sin dar más explicaciones–. Pensé que me resultaría más fácil conseguir otro trabajo. Pero al parecer, estaba equivocada. Son tiempos muy difíciles.

–Muy difíciles –repitió Alex.

Allegra apartó la vista de la suya y se mordió la lengua para no soltar un comentario mordaz. Porque ¿qué sabía un hombre como él de tiempos difíciles?

–Soy muy consciente de mi responsabilidad –se explicó él–. Si yo meto la pata... –apretó las mandíbulas–. Mucha gente trabaja para mí –Alex hizo algo poco habitual en él, pero no vaciló. Sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta–. Acabas de encontrar trabajo.

Allegra miró el nombre: Financiera Santina. Y por supuesto, entonces comprendió quién era: Alex Santina. Sus empresas parecían librarse con facilidad de la crisis financiera mundial. Salía en todas las revistas de negocios y... Allegra frunció el ceño y trató de recordar qué otra cosa había leído sobre él. Pero media botella de Bollinger en el estómago vacío no ayudaba.

Allegra miró la tarjeta y luego otra vez a él, a sus ojos marrones y a aquella sonrisa franca y peligrosa. Había en él confianza, un aire de seguridad en sí mismo, y en aquel instante supo por qué tenía tanto éxito. Había en él ausencia de miedo, no había otra forma de describirlo.

–Ni siquiera sabes a qué me dedico.

La mente de Alex siempre estaba maquinando, así que trató de imaginárselo. Dudaba que fuera a la moda, había visto los sobrios pantalones por debajo de la mesa. Y apenas iba maquillada, se le distinguía el lunar que tenía en el puente de la nariz bajo las gafas.

–¿Profesora, tal vez? –adivinó Alex.

Allegra echó la cabeza hacia atrás y se rio. Alex se fijó en cómo se le estiraba el blanco cuello al hacerlo.

–Bibliotecaria.

Allegra negó con la cabeza.

–Déjame adivinar –le pidió.

¿Resultaba ridículo que se sintiera un tanto excitado al tratar de averiguarlo? Se miró en los ojos verdes de su interlocutora, un verde que le recordó a un lugar al que hacía años que no iba, a los largos paseos a caballo por Santina, entre las colinas y los bosques, al musgo sobre el que le gustaría tumbarla en ese instante. No, no estaba solo un tanto excitado, sino bastante excitado. Vio que Allegra tenía las pupilas dilatadas como dos lunas llenas negras alzándose y quiso quedarse en ellas.

–Una de esas líneas telefónicas –Alex avanzó un poco–, cuando la gente no sabe qué hacer... ¿Te llaman?

Vio cómo ella parpadeaba, sintió el calor de su rodilla cuando la rozó.

–No –Allegra no se rio ante la sugerencia. Apenas se atrevió a moverse porque sentía la pierna de Alex y quería seguir sintiéndola. Quería inclinarse por encima de la mesa y encontrarse con su boca, pero se echó hacia atrás en el asiento–. Trabajo en la industria editorial, soy correctora de estilo. Era –añadió.

–Estoy seguro de que puedo encontrarte algo.

Aquello sería como saltar de la sartén al fuego, pensó Allegra. Le devolvió la tarjeta sacudiendo la cabeza. Pero le tembló ligeramente la mano al hacerlo.

–Ya encontraré algo.

–Estoy seguro de ello –afirmó Alex–. Pero quédatela. Puede que cambies de opinión.

–¿Tienes por costumbre contratar a tu personal en los bares?

–Yo no me encargo de la contratación. Si llamas a ese número solo llegaras hasta Belinda, mi asistente. Puedo decirle que...

–No será necesario –le interrumpió Allegra–. Solo estoy hablando, no pidiendo una solución.

–Así es como funciona mi cerebro –admitió él–. ¿Hay un problema? Soluciónalo.

–A veces lo único que hay que hacer es escuchar.

Allegra se dio cuenta de que la sugerencia le había sorprendido. Supuso que aquel hombre no estaba acostumbrado a permanecer de brazos cruzados ante ninguna situación, sino a plantear soluciones rápidas. Pero mientras le daba otro sorbo a su copa y miraba hacia el bar en el que había estado con su empleado la semana anterior, tal vez Alex cayó en la cuenta de que no todo tenía solución. Asintió brevemente con la cabeza.

–Charles tenía muchos planes para cuando se jubilara. La semana pasada estuvo hablando de ellos. Nos contó cómo iba a cambiar su vida. Supongo que eso me ha hecho pensar.

Allegra asintió.

–En todas las cosas que uno quiere hacer –continuó él–. Y no puede.

–¿No puede? –preguntó Allegra. Estaba segura de que un hombre como Alex podía hacer todo lo que quisiera. Su presencia física le abriría todas las puertas y, a juzgar por su apellido y su aspecto impecable, estaba segura de que no sería el dinero lo que se lo impediría.

–El año que viene por estas fechas estaré casado –dijo pensativo.

Allegra le miró con los ojos muy abiertos.

–Si estás prometido, no deberías sentarte con mujeres en un bar ni compartir una botella de champán con ellas. No deberías... –se detuvo. No quería pronunciar la palabra porque durante unos instantes habían estado coqueteando. Más que eso. Parecía que habían estado a punto de besarse. Tenía que marcharse de allí. Tal vez fuera una exageración irse tan precipitadamente, pero había algo en él que resultaba amenazador.

Allegra dejó el billete sobre la mesa.

–No te vayas –Alex puso los dedos sobre los suyos y se quedó así unos instantes.

Fue un contacto abrasador. Allegra sintió el calor de esos dedos por todo el cuerpo.

–No estoy enamorado. Estoy prometido.

–¿Hay alguna diferencia? –le había parecido curiosa la elección de palabras de Alex.

–Dios, sí.

«Vete», le decía a Allegra su mente. «Date la vuelta y vete». Pero la mano de Alex seguía sobre la suya y en los ojos de este se adivinaba de pronto una oscura tortura.

–Soy el príncipe heredero Alessandro Santina –afirmó él–. Me han dicho que debo volver y cumplir con mi deber.

Allegra recordaría después muchas veces aquel momento, la última vez en la que tuvo ocasión de marcharse sin más.

Pero no lo hizo. A su pesar, se quedó allí sentada y escuchó el resto.