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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Karen Rose Smith. Todos los derechos reservados.

UN NUEVO AMOR, Nº 1945 - octubre 2012

Título original: Once Upon a Baby...

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1132-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Mientras atravesaba el sendero que conducía a su casa, el sheriff Simon Blackstone desvió la mirada inexorablemente hacia la puerta de la casa de al lado. Risa Parker acababa de salir con una regadera en la mano. Llevaba un vestido rosa y estaba tan guapa como siempre. Con sus casi nueve meses de embarazo se movió lentamente hacia los geranios blancos que colgaban en el porche. Pero al levantar la regadera se dobló por la mitad. Simon corrió hacia ella, sosteniéndose el sombrero para evitar que se le cayera.

–¿Qué pasa? –le preguntó, mientras la rodeaba con un brazo para sujetarla.

Tras acabar su turno, Simon estaba deseando tomarse una cerveza fría; Oklahoma podía ser muy sofocante en julio. Sin embargo, había olvidado la cerveza y sólo le importaba atender a su vecina.

–Una contracción. No sé si es el niño. Es demasiado pronto.

A Risa le temblaba la voz, y Simon podía sentir lo atemorizada que estaba. Cuando la levantó en brazos, ella soltó un grito ahogado, aunque aquella vez no fue de dolor.

–¿Qué haces? –preguntó, abriendo los ojos desmesuradamente.

–Voy a llevarte al hospital. Con la sirena del coche patrulla, llegaremos tan deprisa como en una ambulancia.

–Sheriff Blackstone...

–Es Simon.

Habían hablado por primera vez en febrero, cuando ella se había acercado a darle las gracias por quitar la nieve de la entrada de la casa de su hermana Janetta. En realidad, se había fijado en ella desde que se había mudado con Janetta Lombardi a principios de año. La cabellera castaña, larga y ondulada, y la belleza clásica de aquel rostro le habían causado una gran impresión. Se había dicho que Risa estaba llorando la muerte de su marido y que aquello la convertía en un objetivo prohibido. Cuando pocos meses después notó el embarazo trató de borrar todo pensamiento erótico sobre ella. No quería relacionarse con mujeres que quisieran un compromiso, y, sin duda, una futura madre lo querría. Desde febrero sólo habían intercambiado comentarios sobre el tiempo, pero en aquel momento los reparos parecían fuera de lugar.

–Déjate de formalidades –dijo él, mientras bajaba los escalones con ella en brazos.

–Pero tengo que cerrar la casa, recoger la bolsa que he preparado para el hospital y...

Una nueva contracción la hizo detenerse. Risa se retorció entre los brazos de Simon y se mordió el labio.

–Si es necesario, volveré a por la bolsa. Pero ahora tiene que verte un médico.

Simon la sostuvo contra el pecho mientras amainaba la contracción. Al ver que tenía un gesto más relajado, supo que se le había pasado, o al menos que ya había cedido considerablemente.

–Está bien –convino ella, abrazándolo por el cuello.

Era comprensible que Risa se mostrara reticente y lo mirara con recelo; a fin de cuentas, eran poco más que dos desconocidos. Por si no le gustaba la idea de que husmeara en la casa de su hermana, Simon le aseguró:

–He jurado defender la ley. Créeme, puedes confiar en mí.

Ella lo miró durante unos segundos, como si estuviera sopesando las palabras.

–Un pajarito de Cedar Corners me ha dicho que eres un sheriff duro, pero justo.

–¿Crees en los pajaritos?

–De momento, no tengo otra alternativa.

Risa tenía razón, y Simon tenía la impresión de que no le gustaba que nada ni nadie le impusiera condiciones. Se apresuró a llevarla al coche patrulla y, con cuidado, la ayudó a ponerse de pie.

–No quiero ponerte atrás, con esa barrera entre nosotros.

En todo el tiempo que llevaba como sheriff de Cedar Corners, Simon jamás se había visto en una situación que justificara aquella reja de separación del vehículo. No obstante, como agente del orden nunca sabía cuándo podría necesitarla.

–Estoy bien –dijo Risa.

Simon volvió a mirarla a los ojos y sintió un estremecimiento inapropiado para el momento.

–Tengo la sensación de que te pasas la vida diciendo eso, y que no siempre es verdad.

Cuando ella se sonrojó y no puso objeciones, él abrió la puerta del acompañante y la ayudó a entrar.

En siete minutos llegaron al hospital municipal de Cedar Corners. Durante el viaje, Risa mantuvo la mirada en la carretera, mientras se sostenía el abdomen con las manos. Simon trató de convencerse de que los latidos acelerados de su corazón sólo se debían a la adrenalina de la prisa por llevarla al médico.

–¿Cómo te sientes? –le preguntó, mientras aparcaba frente a urgencias.

–Estoy bi... –Risa se interrumpió y lo miró, con una sonrisa tímida. Los dos se habían dado cuenta de lo que había estado a punto de decir–. No tengo contracciones. Tal vez aún no haya llegado la hora.

–O tal vez sí.

La sala de urgencias estaba tranquila, y todo indicaba que no tardarían en atender a Risa. Simon se ofreció a ir a buscarle una silla de ruedas, pero ella se negó.

–Esperaré aquí –dijo Simon, cuando la médico la llamó para que pasara al consultorio–. Avísame cuando sepas algo.

–No quiero que pierdas el tiempo esperando –repuso ella, sorprendida de que se quedara.

–No te voy a dejar sola. ¿Quieres que llame a alguien?

Risa se inquietó ante la pregunta.

–Mi hermana Janetta estará fuera de la ciudad un par de semanas. Y mi madre y mi hermana mayor se pondrían muy nerviosas. Tienden a hacer una montaña de un grano de arena.

A pesar de lo exasperada que sonaba, Simon podía ver que Risa quería mucho a su familia. Era algo que él desconocía. Cada vez que pensaba en sus padres, las heridas eran tan profundas que los borraba de su mente.

–Veamos qué dice la médico. Si te internan, las llamaré y me marcharé.

Antes de que ella pudiera protestar, Simon le dio un ultimátum.

–No pienso dejarte sola. Así que elige: tu madre y tu hermana o yo.

–En cuanto me examinen –dijo Risa, después de pensarlo un momento–, te diré algo –le acarició un brazo tímidamente–. Gracias por haberme traído.

El leve y tembloroso roce volvió a disparar la adrenalina de Simon. Aunque Risa había entrado en la consulta hacía varios segundos, él seguía sintiendo la huella de aquellos dedos femeninos sobre la piel. Maldijo en silencio, porque aquel breve contacto lo había excitado más de lo que se atrevía a reconocer.

 

 

Media hora más tarde, Risa estaba caminando por el pasillo de urgencias, como le había sugerido la médico. Aún se sentía agitada por lo sucedido en la última hora, y no sólo por las contracciones. El año anterior, en su vida había habido más trastornos que en los veinticinco años anteriores juntos. Tras licenciarse en la universidad había dado clases en un colegio de primaria, mientras terminaba el máster de especialista en lectura. Después de un año de trabajar con niños con problemas de aprendizaje había conocido al encantador médico Todd Parker y se había casado con él.

Sin embargo, una vez casados, Todd había dejado de ser tan adorable. De pronto quiso que Risa renunciara a su trabajo, se hiciera socia del club de campo, saliera a comer con las mujeres de los otros médicos y lo ayudara a conseguir el puesto de jefe de personal del hospital. Educada por una madre que prácticamente había sido la criada de su padre, Risa consideraba que era su deber respaldar las aspiraciones de su marido. Aun así, la petición de que renunciara a su trabajo había venido seguida de otras exigencias, y los deseos de Todd habían pasado a ser los únicos que importaban. Él había encontrado formas de denigrarla y, poco a poco, le había socavado la confianza en sí misma.

Después de un año de asistir a reuniones de damas de sociedad, de servir en actos de beneficencia y de casi convertirse en una esposa de exposición, Risa se había dado cuenta de que necesitaba volver a trabajar con niños para darle sentido a su vida. Todd se había opuesto categóricamente, pero ella se había mantenido firme en su decisión. Los silencios de Todd, las réplicas cortantes y la desaprobación se habían prolongado durante semanas y, mientras su matrimonio se desintegraba día tras día, ella había comprendido que en los dos años que llevaban casados se había convertido en alguien que no quería ser.

Y entonces había llegado aquella noche terrible.

Risa no se había dado cuenta de que se estaba sujetando el abdomen de manera protectora hasta que la doctora Farrington, una mujer rubia de unos cincuenta años, se le acercó y sonrió con preocupación.

–¿Otra contracción?

–No. Sólo estaba pensando en su padre.

–Todos echamos mucho de menos a Todd –dijo la médico, comprensiva–. Sé lo duro que debe de ser para ti tener a la niña sin él.

Nadie conocía la verdadera historia de su matrimonio, salvo Janetta, y ni siquiera ella lo sabía todo.

–Estoy tratando de reorganizar mi vida.

–Criar a un niño sin pareja es un reto.

–Un reto para el que estoy preparada.

Risa estaba tan segura de ello como de que nunca volvería a casarse ni a confiar plenamente en un hombre.

–He oído que te ha traído el sheriff Blackstone.

–Vive en la casa de al lado.

–Entiendo.

Risa no sabía qué entendía exactamente la doctora Farrington. Si la obstetra creía que entre Simon y ella había alguna relación, la idea no podía ser más descabellada. El sheriff de pelo negro y ojos azules tenía fama de ser una persona de fiar, pero también de ser un mujeriego. Risa entendía por qué las mujeres se sentían atraídas por el uniformado de hombros anchos, casi un metro noventa de altura y sonrisa irresistible. Probablemente, Simon saldría con tantas mujeres como quería. Trató de no pensar en el hombre que la había levantado en brazos sin esfuerzo y le preguntó a la obstetra:

–¿Debo seguir caminando?

–Sigue paseando unos quince o veinte minutos más y que Mary te tome la tensión otra vez. Pero por lo que he visto y si no tienes más contracciones, creo que te irás a casa. La niña aún no está lista para nacer.

–Si esto ha sido una falsa alarma, no quiero pensar en lo que me dolerá cuando llegue el momento.

–Tu cuerpo te está preparando para la experiencia. Préstale atención, Risa. Cuídate durante las dos próximas semanas. ¿Janetta habrá vuelto para el parto?

–No estoy segura. Pero siempre puedo llamar a Lucy o a mi madre, si las necesito.

–Bien. Además –añadió Farrington, con una sonrisa–, imagino que dado que el sheriff vive al lado, tienes a tu disposición el mejor servicio de emergencias. Así que si lo necesitas, aprovéchalo. Tengo que ir a examinar a otra paciente. Cuando regrese, si no han surgido complicaciones contigo, te enviaremos a casa –le aseguró; le puso una mano en el hombro, le dio un apretón y se dirigió al ascensor.

 

 

Risa se sentó en el coche patrulla, demasiado consciente del pelo negro de Simon bajo el sombrero, de sus manos fuertes sobre el volante y de su perfume masculino. Se preguntó qué le pasaba; iba a tener una hija. Y pronto, a juzgar por lo que acababa de ocurrirle.

–Me he adelantado a los acontecimientos, ¿verdad? –preguntó él, rompiendo el silencio.

–¿Qué quieres decir?

–No debería haberte traído corriendo al hospital. Ahora tendrás que pagar la consulta.

–Tengo un buen seguro médico por el trabajo en el colegio, y poco a poco voy pagando las deudas...

Se calló de pronto, pues no quería que él supiera nada, pero, en lugar de prestar importancia al dinero, él retomó la primera parte del comentario.

–¿Trabajas en un colegio?

Aunque eran vecinos, probablemente Simon sabía tan poco de ella como ella de él.

–Sí. Doy clases de primaria. Soy especialista en lectura.

–¿Qué significa eso? –preguntó él, mientras aparcaba frente a la casa de dos pisos de Janetta–. ¿Ayudas a los niños que no saben leer?

–Ayudo a niños con problemas de aprendizaje. Existen diferentes motivos para su problema. Desarrollo planes que los ayudan a progresar.

Simon apagó el motor y la miró en silencio durante unos segundos.

–Es un trabajo muy importante.

–Posiblemente tan importante como el tuyo –sonrió Risa, sintiéndose cada vez más cómoda con él.

–Veo lo que ocurre cuando los chicos no saben leer, abandonan el colegio y no tienen muchas opciones –reflexionó él–. Tú te ocupas de prevenir; yo, de curar. Probablemente no tengo tanta paciencia como tú.

Acto seguido, Simon abrió la puerta, bajó del vehículo y, antes de que Risa tuviera tiempo de desabrocharse el cinturón de seguridad, dijo:

–Te ayudaré a bajar. Es un escalón muy alto.

Risa no estaba acostumbrada a que un hombre fuera tan amable. Todo lo que había hecho Simon Blackstone aquel día había sido ser considerado con ella. Tal vez aquél era el motivo por el que sentía cosquillas en el estómago cada vez que lo miraba a los ojos azules. Tal vez era la razón por la que cuando la tomó de las manos para ayudarla a bajar se le aceleró el corazón y sintió el contacto en todo el cuerpo. Simon tardó en soltarla, y cuando lo hizo, Risa se puso nerviosa.

–¿La médico te ha dado alguna indicación sobre lo que debes hacer? –preguntó él.

–¿Además de esperar?

Simon rió entre dientes.

–Supongo que tendrás que armarte de paciencia hasta que nazca el niño. ¿Sabes el sexo?

–Es una niña.

La ternura y el cariño que sentía por aquella criatura subyacían en el tono de voz de Risa. Hablaba a la pequeña Francie todos los días, le tocaba música e incluso le leía.

–¿Ya has elegido el nombre?

–Francesca Marie. Pero la llamaré Francie.

–Bonito nombre –aseguró Simon, mirando de reojo hacia la casa–. ¿Estás segura de que deberías estar sola?

Risa se irguió.

–Voy a tener una niña, sheriff. Si necesito ayuda, soy capaz de levantar el teléfono.

–A no ser que estés en el porche o en el jardín trasero. Y me llamo Simon, ¿recuerdas? Somos vecinos.

Risa sabía que Simon tenía razón y que no debería estar tan a la defensiva. Sin embargo, durante dos años Todd había cuestionado cada una de sus decisiones y le había hecho dudar tanto de sí misma que, ahora que se valía por sí sola, quería resolver por su cuenta cualquier problema que se le presentara.

–¿Qué vas a hacer con la cena? –preguntó él, con sentido práctico.

–Aún no lo he pensado. Tal vez coma un yogur y una ensalada.

–Eso no es suficiente para dos.

–Te prometo que mañana comeré por dos.

–Antes de verte, pensaba cambiarme e ir a comprar algo de cena a la calle Poplar. ¿Qué te parece si traigo dos raciones de pavo y así comes algo caliente y nutritivo?

–Tienes miedo de que vuelva a tener contracciones, ¿verdad?

–Sé que te han dicho que era una falsa alarma, pero esas contracciones te están preparando para algo.

De repente, Risa se dio cuenta de que Simon Blackstone no sólo era el sheriff de Cedar Corners, sino también un hombre amable. No podía ser descortés con él ni rechazarlo sólo porque sentía un cosquilleo cada vez que lo miraba o porque se acaloraba cuando la tocaba. Además, tenía que reconocer que sería agradable tener compañía.

–Una ración de pavo suena muy bien.

–Si no estás muerta de hambre, voy a ducharme antes de ir a por la cena.

–No estoy muerta de hambre. Tengo limonada fresca en la nevera. Si pongo vasos en el congelador, estarán helados cuando llegues.

–Descansa hasta que vuelva –le recomendó él.

Risa se dijo que más que una orden había sido una sugerencia. Lo saludó con la mano, sonrió y se dirigió hacia el camino que conducía a la casa. Aquella tarde la había puesto nerviosa; entre las contracciones y el efecto que Simon producía en ella, iba a necesitar como mínimo media hora para recuperar la calma.

 

 

Mientras regresaba con la comida, Simon se preguntó qué estaba haciendo. Había cometido una imprudencia al invitar a Risa a compartir la cena, pero no había podido evitarlo; ella le despertaba el instinto protector, además de otros instintos. Se maldijo porque sabía que no debía tener una relación con una mujer como ella. Risa era viuda, estaba embarazada, había estado casada con el jefe de personal del hospital y, si alguna vez volvía a emparejarse con un hombre, sería con uno que estuviera dispuesto a construir una valla, comprar un perro y tener docenas de hijos.

Simon no creía en la idea romántica del amor y el matrimonio. Su madre había querido al desgraciado de su padre hasta que Dan Blackstone había muerto en la cárcel. Lo había amado tanto que después de su muerte había entablado una relación afectiva con el vodka, en lugar de con su hijo. Fuera porque estaba borracha, desilusionada o sencillamente cansada de vivir en Oklahoma City, dejó a Simon con una tía y se marchó. Si era así como acababan el amor y el matrimonio, él no quería formar parte de aquello, y, dado que tenía una pésima experiencia familiar y no sabía cómo debía comportarse un marido o un padre, no veía qué sentido tenía apostar por algo que estaba condenado al fracaso.

Dos años antes, Renée Barstow, la relaciones públicas que había contratado para su campaña electoral para sheriff, le había enseñado otra importante verdad. Simon se había olvidado de su determinación de no entablar relaciones serias y de marcharse cuando el sexo se volvía demasiado ardiente o cuando aparecía la palabra compromiso. Ella era muy atractiva e inteligente, y habían salido durante tres meses. Pero en cuanto Simon le había contado que su padre había estado en la cárcel, Renée había dejado de contestar a sus llamadas. Él solía decirse que era mejor así, que él era un soltero empedernido y que los votos matrimoniales y los velos de novia no formaban parte de su universo. No obstante, a veces se sentía solo en mitad de la noche.

Cuando llamó a la puerta trasera de la casa, Risa le abrió y lo invitó a pasar, con una amplia sonrisa. Había algo inquietante en aquella sonrisa, algo que no le gustaba, porque lo hacía sentirse perdido, intrigado y excitado.

Por enésima vez se repitió mentalmente que Risa estaba embarazada.

–Aquí está tu ración de pavo caliente, con cubiertos de plástico, servilletas, y... –levantó otra bolsa– dos raciones de tarta de coco de Connie. ¿Te gusta la tarta de coco?

–Claro que sí, pero si me como el pavo no me quedará sitio para el postre.

–Guárdala para después.

Simon esperó a que Risa se sentara a la mesa, se sentó a su lado y vio que ya había servido dos vasos con limonada. Mientras el ventilador del techo giraba sobre sus cabezas, Risa se sacó diez dólares del bolsillo del vestido y se los dio.

–¿Qué es esto? –preguntó Simon.

–La cena. No pretendo que pagues la mía.

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Ella asintió y lo saludó con la mano.

–Lo haré.

En vez de ir a su casa, Simon sacó las llaves y fue a buscar la camioneta que guardaba en el garaje del patio trasero. Una copa en el Grand Falloon era exactamente lo que necesitaba. De una u otra forma tenía que olvidarse de Risa Parker y de todo lo que había ocurrido aquella tarde. Una noche bailando con una mujer hermosa debería bastar para conseguirlo.