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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Linda Susan Meier

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Vuelve conmigo, n.º 2237 - mayo 2019

Título original: Milllionaire Dad, Nanny Needed!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-878-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AQUEL viernes, el edificio de tres plantas que, en pleno centro de Boston, albergaba la sede de Bodas Bellas tenía más actividad que de costumbre. Ejércitos de novias, acompañadas de sus consejeras y de sus madres, iban de un lado para otro hablando como cotorras. Sus blancos vestidos, adornados por vaporosos velos, reflejaban la luz de la mañana, que entraba a través de las ventanas, iluminando las salas, los pasillos y las escaleras, mezclándose con los perfumes y con un vago olor a pastel de chocolate.

Audra Greene, contable de Bodas Bellas, se abrió paso a través de grupos de mujeres que sonreían sin parar, intentando encontrar, entre un bosque de vestidos azules y rosas, el camino hasta la tercera planta, donde estaba su despacho.

Cuando consiguió llegar, cerró la gruesa puerta de madera y se apoyó en ella con alivio.

–Vaya lío hay montado ahí fuera, ¿eh? –dijo sonriendo Julie Montgomery, la ayudante personal de las Bellas, apartándose de la cara un mechón de su pelo cobrizo.

–¿Cuántas bodas tenemos pendientes? –preguntó Audra quitándose el abrigo azul que llevaba.

–Veamos –contestó Julie–. Estamos empezando ahora con las bodas de junio del año que viene. Las de este septiembre están prácticamente listas, sólo faltan algunos detalles.

–¿Y las de abril? ¿Ya se han vuelto locas? –preguntó Audra colgando el abrigo en un perchero y sentándose en aquella silla de madera que tanto le gustaba, desde la que veía unas hermosas cortinas amarillas de seda que contribuían a conferirle al despacho un aire elegante que siempre le había encantado.

–Bueno, ya sabes que las Bellas prefieren pensar que dejar las cosas para el último minuto te permite encontrar las mejores ideas –dijo Julie volviendo de nuevo a concentrarse en lo que estaba haciendo, anotar todos los ingresos del mes en el programa de contabilidad de su ordenador.

Audra se inclinó ligeramente hacia delante para observarla. Aunque sabía que no había ninguna posibilidad de que sucediera, rezó por que a Julie no se le ocurriera comprobar el balance de resultados de la empresa. Los ingresos del último año fiscal no habían sido suficientes para cubrir todos los gastos. En aquel momento, ni siquiera había dinero suficiente para asumir la organización de la boda de Julie, tal y como las Bellas le habían prometido.

Audra no había encendido todavía su ordenador. Necesitaba escribirle un correo electrónico a las Bellas cuanto antes. Aquella misma mañana. Tenía que hablar con ellas antes de que los planes de boda de Julie siguieran adelante. Pero no podía hacerlo delante de ella.

–Julie, ¿me puedes hacer un favor?

–Por supuesto –respondió Julie muy servicial.

–Me he dejado una botella de agua en la encimera de la cocina. Tengo mucha sed, pero tengo que hacer algo ahora mismo y no me puedo levantar. ¿Me la puedes traer?

A Audra habría preferido no tener que pedirle a Julie algo así, pero no se le ocurrió ninguna otra cosa. La ayudante personal de las Bellas entraba en su despacho cada vez que tenía que contabilizar algún ingreso en el ordenador. En aquel momento, necesitaba intimidad.

–¡Claro! –exclamó Julie levantándose de la mesa–. Puedes pedirme cualquier cosa. Os debo tanto… ¡Haría cualquier cosa por vosotras!

–No es necesario que digas esas cosas –dijo Audra sintiéndose un poco incómoda ante aquella desaforada muestra de gratitud.

–¿Que no es necesario? Debes de estar loca. No hay suficientes palabras en nuestro vocabulario para poder expresarte lo agradecida que estoy por todo lo que estáis haciendo por mí.

La incomodidad de Audra se hizo más profunda. Julie era la chica más amable y desprendida que había conocido jamás. Si las Bellas se habían mostrado dispuestas a correr con los gastos de su boda, no había sido porque fueran generosas, sino porque ella se lo merecía con creces. Se merecía todo lo que pudieran darle.

En aquellos momentos, Audra se sentía como si fuera la única persona entre todas ellas incapaz de estar a la altura de tan nobles sentimientos. Saber el estado en que se encontraban las finanzas de la empresa la obligaba a ser la portadora de malas noticias.

–Vuelvo en un momento –dijo Julie antes de salir del despacho.

–Tómate el tiempo que necesites.

Audra se incorporó, encendió el ordenador y se dispuso a escribir el e-mail. Tenía que decirle a las Bellas que, dada la situación en que se encontraba la empresa, no era posible realizar el desembolso de dinero que suponía organizar la boda de Julie. Pero no pudo. La sonrisa de Julie flotaba en el aire. Lo único que pudo hacer fue enviar un correo convocando una reunión de urgencia.

Una vez enviado, intentó pensar de qué manera podría comunicar aquella noticia a las Bellas. Pero estaba bloqueada. Se iban a disgustar muchísimo. Significaba romper la promesa que le habían hecho a Julie.

Nerviosa, descolgó el teléfono y marcó el número de su madre.

–¿Estás ocupada?

–Como siempre –contestó su madre riendo–. Pero, como no me sueles llamar en horas de trabajo, deduzco que es algo importante.

–Lo es.

–¿Qué ocurre?

–No tengo mucho tiempo –dijo Audra mirando de reojo a la puerta para vigilar si Julie volvía con la botella de agua–. Estamos sin dinero.

–¿Me estás diciendo que Bodas Bellas está en bancarrota? –preguntó su madre atónita.

–No, no exactamente. Siempre que no hagamos grandes excesos, tenemos dinero suficiente para ir tirando los próximos meses. El problema es que las Bellas le prometieron a su ayudante personal que correrían con los gastos de su boda. Dada la situación financiera de la compañía, sólo podremos hacerlo endeudándonos.

–¡Oh, cielo! ¡Es terrible!

–Mamá, no debería haber llamado –dijo Audra nerviosa vigilando la puerta–. Julie puede volver en cualquier momento. Me siento mal. No sé qué hacer. Ni siquiera sé cómo voy a explicarles a las Bellas el problema. ¡Estoy hecha un lío!

–Para que tú admitas algo así, el problema debe de ser serio. Mira, Dominic acaba de irse –dijo su madre refiriéndose a Dominic Manelli, el más joven de los hermanos Manelli, que era director ejecutivo de Manelli Holdings y a cuyo cargo trabajaba Mary Greene–. Se fue a toda prisa. ¿Por qué no te pasas por aquí un rato? Haré un poco de café y charlaremos.

La idea de abandonar por un rato aquel despacho le pareció atractiva. Se sentía incapaz de pensar en nada teniendo a Julie delante de ella, con su enorme sonrisa y su actitud de agradecimiento, hablando de su futura boda. Sólo de pensarlo se le rompía el corazón. Además, su madre era muy inteligente. Tenía una mente rápida capaz de analizar un problema y encontrar puntos de vista distintos. Tal vez juntas fueran capaces de encontrar una solución, o, al menos, de elaborar el discurso para hacer la noticia digerible para las Bellas.

–Estaré allí en veinte minutos –accedió Audra.

–Para cuando llegues, ya habré terminado el pastel que estoy haciendo.

–Gracias, mamá.

Audra acababa de colgar el teléfono cuando Julie apareció en la puerta.

–Aquí tienes tu botella de agua –dijo la ayudante dejándola sobre la mesa de Audra.

–Gracias –respondió ella levantándose de la mesa–. Tengo que salir. Seguramente, estaré fuera toda la mañana –añadió tomando el abrigo del perchero y la botella de agua–. Si alguien pregunta por mí, dile que me llame al móvil.

–Entendido –dijo Julie algo sorprendida.

Audra salió del despacho y, abriéndose paso de nuevo entre la multitud de mujeres que se arremolinaban por todo el edificio, consiguió llegar hasta la calle.

Aunque había calculado llegar en sólo veinte minutos, el tráfico la retrasó y tardó más de tres cuartos de hora. Cuando llegó a la propiedad de los Manelli y el guardia de seguridad abrió la verja de entrada, Audra avanzó lentamente a lo largo de un camino cubierto de nieve flanqueado por robles centenarios cuyas hojas estaban teñidas de blanco, igual que el camino.

Cuando detuvo su coche frente a la puerta de servicio, Audra se sorprendió al encontrar un hermoso Mercedes azul aparcado frente a la puerta de la cocina.

Al salir del coche, Audra se fijó en que el asiento de atrás del Mercedes estaba ocupado por un hombre de traje oscuro que llevaba puesto un abrigo y una bufanda blanca alrededor del cuello. Parecía recién salido de alguna revista de moda.

En ese momento, el hombre salió del coche y Audra vio que tenía un bebé apoyado sobre su hombro y llevaba una bolsa con pañales y biberones. A juzgar por el trajecito azul que llevaba puesto, el bebé debía de ser un chico.

–¡Maldita sea! –exclamó el hombre al escurrirse de su mano la bolsa y caerse todo al suelo.

–No se preocupe –dijo Audra corriendo hacia él y recolectando del suelo todas las cosas que se habían caído.

–Muchas gracias –dijo él.

–¿Eres Dominic? –aventuró Audra creyendo reconocer la voz del hombre.

–El mismo.

Habían pasado catorce años desde la última vez que le había visto. Por entonces, Audra debía de tener doce años y Dominic no era más que un adolescente. ¡Cuánto había crecido desde entonces! Observando su corto pelo moreno, sus profundos ojos castaños y las facciones de su rostro, Audra pensó que se había convertido en un hombre muy atractivo.

–Soy yo. Audra Greene. La hija de Mary.

–¡Dios mío! –exclamó Dominic–. ¡Audra! ¡Cómo has crecido! –añadió mirándola de arriba abajo.

–Sí, un poco –sonrió ella tocándose su cabello rubio, halagada de un modo imperceptible por el hecho de que se hubiera fijado en ella–. Por mucho que mi madre lo intentó, no consiguió detener el tiempo.

Dominic se rió y el bebé se removió entre sus brazos, un bebé que apenas debía de tener seis meses. Teniéndolo cerca, a Audra le llamaron la atención los ojos tan azules que tenía.

–No sé por qué hacen la ropa para bebés tan resbaladiza –dijo él–. Es imposible sostenerle. Se me escapa entre las manos.

Audra no tenía noticias de que Dominic se hubiera casado ni de que hubiera tenido un hijo, pero su madre tampoco le hablaba mucho acerca de la familia para la que trabajaba. Y esa discreción había sido muy bien valorada por los Manelli. De trabajar de ayudante en la cocina, había pasado, con los años, a ser el ama de llaves de la casa.

–Tu hijo debe de tener unos seis meses, ¿no? Si no te has acostumbrado a tenerle en brazos a estas alturas, tienes un problema –dijo Audra sonriendo.

–No es mío –apuntó Dominic–. Bueno, en realidad sí. Joshua es hijo de mi hermano Peter.

Audra se maldijo a sí misma por haber cometido un error tan tonto. ¿Cómo no se había acordado antes? Había salido en todos los periódicos. Hacía tres meses que Peter, el hermano de Dominic, y su mujer habían muerto en un accidente de aviación al estrellarse su jet privado en las afueras de Nueva York.

–¡Oh, Dominic! ¡Lo siento mucho!

–No pasa nada.

–Sí, sí que pasa. Debería haberme dado cuenta antes.

Intentando cambiar de tema, Audra se echó la bolsa de los pañales al hombro.

–Venga, déjame sostener al chiquitín mientras tú vas al coche a por el resto de sus cosas.

–Es buena idea, el problema es que no sé cómo sacar el asiento del bebé del coche. No sé cómo se las arreglaron para encajarlo ahí, pero tengo que sacarlo e instalarlo en mi coche.

–¿No sabes cómo sacar la silla del bebé?

–No.

–No te preocupes, yo lo haré –afirmó dándole la bolsa de los pañales para que la sujetara–. Tengo cuatro sobrinos y cuatro sobrinas. Cada vez que les llevo a que se tomen un helado, tengo que sacar los asientos de los coches de mis hermanas y ponerlos en el mío.

–¿Y por qué no utilizas directamente los coches de tus hermanas?

–Tengo dos hermanas –contestó ella–. No puedo conducir dos coches a la vez. Tengo que sacarlos de uno de ellos e instalarlos en el otro.

–Ya se me había olvidado lo metódica que eres.

Audra abrió la puerta trasera del Mercedes e inspeccionó el asiento en busca de las correas.

–Con lo bien que nos lo pasábamos en Navidades cuando éramos pequeños, escapándonos de las fiestas para empleados de tu familia, ¿cómo has sido capaz de olvidarme? –preguntó Audra como bromeando desde el coche.

–No he afirmado tal cosa. Sólo he dicho que ya no me acordaba de lo metódica que eres. Además, si no recuerdo mal, era yo quien me escapaba. Lo que tú hacías era ir detrás de mí, descubrirme y después chivarte.

–Tenía doce años. Para mí era muy divertido.

–No me extraña –dijo él en tono irónico.

–Seguro que te alegraste mucho cuando dejé de venir por aquí.

–Para entonces, yo ya había dejado de escaparme de las fiestas –replicó Dominic riéndose–. Supongo que habían empezado a resultarme más interesantes.

–¿De verdad? –preguntó Audra inclinada dentro del coche.

Dominic dio un paso atrás. Su antigua compañera de juegos no se estaba dando cuenta de la postura tan insinuante en la que estaba. Pero, como era un caballero y además estaba agradecido por su ayuda, Dominic hizo un esfuerzo para mirar hacia otro lado.

–Sí –empezó él–. Cuando me nombraron administrador de las becas de Manelli College, pensé que había llegado la hora de empezar a relacionarme con todas aquellas personas que entraban y salían de mi casa, conocerlos bien.

–Nunca llegué a darte las gracias.

La voz de Audra volvió a atraerle. Entre los pliegues del abrigo que llevaba puesto, asomaba una pierna larguísima. Era evidente que había dejado de tener doce años. A juzgar por la rapidez con que se había ofrecido a ayudarle, había heredado la generosidad de su madre.

–¿Por qué?

–Por la beca.

–Te la merecías. Te la ganaste tú.

–¡Ya está! –exclamó Audra sacando la silla del bebé del coche.

–Gracias.

–De nada –dijo Audra señalando la puerta que daba acceso a la cocina–. Vamos. Le daremos la silla a mi madre y ella se encargará de buscar a alguien que pueda instalarla en tu coche.

–Buena idea –dijo él.

Pero, al empezar a andar para dirigirse hacia la puerta, la bolsa volvió a escurrírsele entre las manos y se cayó al suelo.

–¡Maldita sea!

Joshua empezó a llorar y Audra, viendo que Dominic no era capaz de organizarse, se acercó a él.

–Yo sostendré a Joshua. Tú haz lo siguiente: primero, toma la botellita y ponla en ese bolsillo de la bolsa, el del lateral. Después, pon los pañales dentro la silla.

–Te prometo que aprenderé a hacer todo esto antes o después –dijo Dominic obedeciéndola.

–Claro que aprenderás –respondió Audra dirigiéndose a la puerta de la cocina con el niño en brazos–. A todos los padres primerizos les pasa lo mismo.

Dominic recordó a su hermano y a su cuñada. ¡Qué mala suerte habían tenido al tener aquel accidente sólo unos días después del nacimiento de Joshua!

–Bueno, sí –dijo Dominic siguiendo las instrucciones de Audra–. El problema es que no tengo mucho tiempo. Cuando la madre de Marsha descubrió que tenía cáncer y los médicos le recomendaron que empezara enseguida con las sesiones de quimioterapia, tuve que hacerme cargo de Joshua. Y aquí me ves. No tengo una niñera ni a nadie que me ayude. No sé ni qué voy a hacer esta noche cuando Joshua empiece a llorar.

–Lo harás muy bien, ya verás –dijo Audra girando la cabeza para sonreírle–. Al principio, cuando me quedaba a cuidar a los hijos de mis hermanas, también lo pasaba muy mal. Pero luego, empiezas a comprender lo que quieren, les abrazas delicadamente, les susurras cosas bonitas al oído y acaban durmiéndose. Es increíble lo bien que te sientes cuando lo consigues. Ya lo descubrirás.

Con todas las cosas ya organizadas según ella le había aconsejado, Dominic se irguió de nuevo y la miró fijamente. Audra parecía saberlo todo acerca de los bebés, cómo cuidarles.

–Te daría cualquier cosa que me pidieras si te quedaras conmigo esta noche a ayudarme.

Audra respondió con una sonrisa.

–Lo digo en serio –añadió observando el rostro de tranquilidad que tenía Joshua apoyado sobre ella–. En realidad, necesitaría que te quedaras conmigo algo más de una noche. Si pudieras ayudarme durante el próximo mes, a mí me daría tiempo a buscar una niñera. Te pagaría bien.

–Lo siento –respondió ella a la propuesta–. No puedo. Ya tengo un trabajo.

–Ya sé que tienes un trabajo. Fui yo el que se encargó de las becas con las que pagaste tu carrera, ¿recuerdas? No te pido que me ayudes eternamente. Sólo tres o cuatro semanas, el tiempo que me lleve hacer las entrevistas.

Audra iba a replicarle, pero él siguió hablando antes de que pudiera hacerlo.

–Mira, soy suficientemente inteligente como para darme cuenta de cuándo necesito ayuda y para reconocer a una persona bien formada. Además, tú eres como de la familia. Te conozco. Confío en ti.

–Aunque pudiera hacerlo, ahora mismo es imposible –dijo Audra tomando el pomo de la puerta–. Tengo un problema financiero que resolver. Por eso estoy aquí. Voy a ver si a mi madre se le ocurre algo para ayudarme.

–¿Tienes un problema financiero? Mira a tu alrededor –preguntó Dominic–. Aquí lo que sobra es dinero. Si necesitas ayuda, yo soy tu hombre. ¿No te he dicho que te pagaría muy bien?

–El problema es demasiado grande para poder resolverlo trabajando como niñera unas cuantas semanas.

–¿Cuánto dinero necesitarías para resolverlo?

–Dominic… Es mucho dinero…

–Seguro que no –dijo Dominic señalando a Joshua–. Es mi familia. Para los Manelli, el dinero no importa cuando se trata de cuidar bien a la gente.

–No puedes pagarme cien mil dólares por trabajar de niñera unos días.

–¿Por qué no?

–Porque no tiene sentido.

–Yo no lo veo así. Me va a llevar un mes encontrar a la persona adecuada. El bienestar de Joshua es lo que más me importa. Ya te he dicho que el dinero no es problema. Y no porque no sepa el valor de un dólar, sino porque el hijo de mi hermano se merece lo mejor. Tú tienes lo que a mí me hace falta, tu experiencia. Yo tengo que lo tú necesitas, dinero. Para mí, es un negocio perfecto.

–Dominic…

–¿Sí?

–No puedo faltar un mes al trabajo.

–Puedes seguir trabajando sin problemas. Sólo necesito que estés con él por la noche.

–¿Y quién se va a quedar con él durante el día?

–Había pensando en tu madre –contestó con una sonrisa–. Ya sé que ése no es exactamente su cometido, pero creo que aceptará. Hay suficiente personal aquí para hacerse cargo por unas semanas de su trabajo.

Dominic miró fijamente a Audra.

–Por favor… Sólo por las noches.

–No sé…

–Yo sí. Conozco a tu familia. Os gusta ayudar a la gente. Lo lleváis en la sangre.

Dominic tenía razón. Si acudía a su madre, ella se ofrecería sin dudarlo. Seguro que podría ser capaz de reorganizar sus tareas diarias para poder hacerse cargo del bebé. Sin embargo, no le sería posible por las noches, que era cuando él más lo necesitaba.

–Piensa en Joshua.

Audra miró al bebé, que yacía entre sus brazos. Era tan adorable, con una sonrisa tan encantadora, con unos ojos tan cautivadores…

–Te daré cincuenta mil dólares ahora y otros cincuenta mil cuando termine el mes. Si necesito que te quedes por más tiempo, te daré veinticinco mil dólares cada semana extra. El dinero no es problema para mí. Pero sí lo es para ti. Y Joshua te necesita.