CL-PREDICADOR%20ORACION.jpg

logo_clasicos.jpg

EL PREDICADOR Y LA ORACIÓN

filete_portadilla.jpg

EDWARD M. BOUNDS

logo.jpg

Editorial CLIE

Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA

E-mail: libros@clie.es

Internet: http://www.clie.es

EL PREDICADOR Y LA ORACIÓN

CLÁSICOS CLIE

Copyright © 2008 por Editorial CLIE para la presente versión española

Adaptación del texto: Ana Magdalena Troncoso

ISBN: 978-84-8267-639-5

Clasifíquese:

2190 ORACIÓN:

Naturaleza e importancia de la oración

CTC: 05-32-2190-04

Referencia: 224718

Contenido

Portada

Portada interior

Créditos

Índice

Cap. 1 El carácter y la predicación

Cap. 2 La casa de Dios

Cap. 3 La predicación de la letra versus la predicación crucificada

Cap. 4 La clave del éxito del verdadero predicador

Cap. 5 La clave del éxito del verdadero predicador (continuación)

Cap. 6 Hombres de oración

Cap. 7 La oración matutina

Cap. 8 El predicador devoto

Cap. 9 El gran ejemplo de David Brainerd

Cap. 10 La mente y el corazón del predicador

Cap. 11 El arte de predicar, una unción de Dios

Cap. 12 La oración intercesora del predicador por su iglesia

Cap. 13 La oración intercesora de la iglesia por su pastor

Cap. 14 La importancia de la devoción personal

Cap. 15 Visión de futuro para los predicadores

CAPÍTULO 1

EL CARÁCTER Y LA PREDICACIÓN

Estudie la santidad universal de la vida: su utilidad entera depende de esto, porque sus sermones, al fin y al cabo, no duran sino una hora o dos; empero su vida predica toda la semana. Si Satanás puede tan solo hacerle un ministro sórdido amador de alabanzas, de placeres, y buenas comidas, ha arruinado su ministerio. Dése usted mismo a la oración y consiga sus textos, sus pensamientos y sus palabras de Dios. Lutero empleaba sus tres mejores horas del día en oración…

ROBERT MURRAY MC CHEYENE

La oración está sumamente relacionada con el éxito de la predicación de la Palabra. Esto expone el apóstol Pablo en su epístola a los Tesalonicenses:

«Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la Palabra del Señor corra y sea glorificada, así como lo fue entre vosotros» (2 Ts. 3:1).

Esto es, la oración abre el camino para que la Palabra de Dios corra sin estorbos, y crea la atmósfera favorable para que cumpla su propósito. Se podría decir, por tanto, que la oración pone ruedas bajo la Palabra de Dios, y da alas de ángel al Evangelio para que se predique a todo individuo en cada nación y pueblo.

La parábola del sembrador es un estudio notable de la predicación, mostrando sus diferentes efectos y describiendo la diversidad de oyentes que existen; a saber, la Tierra está sin preparar y, como consecuencia, el diablo quita fácilmente la semilla –que es la Palabra de Dios– y disipa todas las buenas impresiones, haciendo que el trabajo del sembrador sea inútil (lo cual es muy común en nuestros días). Por otro lado, están los oyentes que constituyen «la buena tierra»; éstos aprovechan la buena semilla porque sus mentes han sido preparadas para recibirla y, después de oír la Palabra, ésta pasa a germinar en sus corazones hasta dar fruto en abundancia. Ya lo decía Lucas:

«Mirad, pues, cómo oís» (Lc. 8:18).

Y es que para estar conscientes de cómo oímos, es necesario entregarse continuamente al ejercicio de la oración.

En efecto, los corazones de aquellos que escuchan deben ser preparados mediante la oración. De otro modo, aunque al principio parezca que la Palabra comienza a brotar, luego todo se pierde, sencillamente por falta de oración, vigilancia y cuidado.

Sabemos que el carácter, como la suerte del Evangelio, están confiados al predicador. Él hace o deshace el mensaje de Dios al hombre. En otras palabras, el predicador es el conducto áureo a través del cual fluye el aceite divino. Pero este conducto debe ser, no solo áureo, sino que ha de estar bien abierto y sano para que el aceite pueda tener una corriente plena, ininterrumpida y sin pérdida.

Sin embargo, es importante que reconozcamos que el hombre hace al predicador. Es decir, el mensajero, es, si es posible, más que el mensaje; el predicador, más que el sermón: hace al sermón. Así como la leche del seno materno que da vida no es sino la vida de la madre, así todo lo que el predicador dice está teñido e impregnado por lo que el predicador es. El tesoro está en vasos de barro y el gusto del barro puede im-pregnarlo y decolorarlo. El hombre, el hombre entero, está finalmente detrás del sermón.

La predicación no es la obra de una hora, sino la manifestación de una vida… Se necesitan veinte años para hacer un sermón porque se necesitan veinte años para hacer al hombre. Y el sermón crece, porque el hombre crece. Es poderoso, porque el hombre es poderoso; es santo porque el hombre es santo y está lleno de la unción divina, porque el hombre está lleno de la unción divina.

Pablo lo designó «mi Evangelio», no por una ex-centricidad personal o por una apropiación egoísta, sino porque fue puesta, en su corazón y en su alma una confianza personal que se reflejaba en sus cartas paulinas, inflamadas y potencializadas por la fogosa energía de su alma ardiente. No obstante, los sermones de Pablo, ¿qué fueron? ¿Dónde están? ¡Esbozos, fragmentos dispersos, flotando en el mar de la inspiración! Sin embargo, el hombre, Pablo, más grande que sus sermones, vive para siempre, en forma completa, rasgos y estatura, con su moldeadora mano en la Iglesia. Y es que la predicación no es sino una voz; la voz en el silencio muere, el texto se olvida, el sermón fluye de la memoria, mas el predicador vive…

Asimismo, Pablo apela al carácter personal de los hombres que enraizaron el Evangelio en el mundo; explica el misterio de su éxito: la gloria y eficiencia del Evangelio están apostadas sobre los hombres que lo proclaman. Así, cuando Dios declara que «los ojos de Jehová contemplan la Tierra, para corroborar a los que tienen corazón perfecto para con Él» (2 Cr. 16:9), declara la necesidad de hombres y su dependencia de ellos, como un canal a través del cual Él despliega su poder en el mundo.

Un eminente historiador dijo que los incidentes del carácter personal influyen más en las revoluciones de las naciones que lo que cualquier historiador, filósofo o político quiera admitir. Esta verdad tiene su aplicación plena en el Evangelio de Cristo, ya que el carácter y la conducta de los seguidores del Maestro de Galilea cristianizaron el mundo, transfiguran las naciones y los individuos; mientras que un sermón no puede dar más vida que la que tiene el hombre que lo produce.

Por ello, los hombres muertos dan sermones muertos, y los sermones muertos matan. Todo depende del carácter espiritual del predicador.

Bajo la dispensación judía, el Sumo Sacerdote tenía escrito con letras enjoyadas en su frontal: «Santidad a Jehová». Igualmente, todo predicador en el ministerio de Cristo debe ser modelado y dirigido por esta misma divisa santa. Pues la vergüenza de ver a un predicador cristiano carente de santidad resulta mayor que si se tratara de un sacerdote hebreo con manos impuras dentro del santuario de Dios.

Jonathan Edwards dijo:

«Yo seguí con mis ardientes deseos de conseguir más santidad y conformidad a Cristo. El Cielo que deseaba era un Cielo de santidad».

Repetimos, el Evangelio de Cristo no se mueve por olas populares; no tiene poder propio para propagarse: se mueve, de la manera que los hombres encargados de él se mueven. Es decir, el predicador debe personificar el Evangelio. El poder constriñente de amor debe ser en el predicador como una fuerza de proyección excéntrica, que todo lo domina y se olvida de sí misma. La negación de sí mismo debe constituir su ser, su corazón, su sangre y sus huesos. Porque es un hombre entre los hombres, vestido de humildad, viviendo en mansedumbre, «prudente como una serpiente, y sencillo como una paloma», con las obligaciones de un siervo y el espíritu de un rey; un rey con porte noble, real e independiente, pero también con la ingenuidad y la dulzura de un niño. Sinceros, heroicos, compasivos, sin temor al martirio, deben ser hombres que se tomen el trabajo de apoderarse y modelar una generación para Dios.

Si, por el contrario, son tímidos contemporizadores, buscadores de honores, si tratan de agradar a los demás, si su fe tiene un débil apoyo en el Padre y en su Palabra, ellos no pueden apoderarse de la Iglesia ni del mundo para Dios.

Los predicadores no son, en definitiva, hacedores de sermones, sino hacedores de hombres, de santos… Y solo estará bien ejercitado para este trabajo quien se haya hecho a sí mismo un hombre y un santo. No son los talentos, ni la erudición lo que Dios requiere de los predicadores, sino que sean hombres grandes en santidad, grandes en fe, en amor y en fidelidad… De ahí que la instrucción de los doce discípulos fuera la grande, difícil y paciente labor de Cristo.

Y he aquí también el orden en el que fueron formados los primeros cristianos: fuertes, militantes, santos, graves, laboriosos, mártires del trabajo. Se aplicaron a su labor de tal manera que impresionaron a su generación y la desbordaron.

Pero el gran secreto para conseguir tan altos ideales es uno y nada más: la oración. Sí, un hombre que predica debe ser un hombre de oración, ya que ésta es el arma más poderosa del predicador; una fuerza omnipotente en sí misma, que da vida a todo…

Esto es, un hombre de Dios no nace, sino que se hace en la cámara secreta de la comunión y de la devoción privada. Su vida y sus profundas convicciones nacen de su comunión secreta con Dios. Igualmente, en la opresión y agonía llorosa de su espíritu ante Dios, sus más importantes y más dulces mensajes fueron adquiridos y hechos en la cámara secreta.

Resumiendo, la oración hace al hombre, la oración hace al predicador, la oración hace al pastor…