V. POBREZA ESPIRITUAL
Y LIBERTAD


1. La necesidad de ser

Una de las necesidades más imperiosas en el hombre es la de su identidad1: tenemos necesidad de saber quiénes somos, de existir a nuestros propios ojos y a los de los demás. Todos vivimos una «falta de ser», una falta extremadamente profunda. Tan arraigado está este deseo de identidad, que puede conducir a aberraciones: algo que constatamos especialmente hoy en día en hombres y mujeres (jóvenes la mayoría) que son capaces de presentar la apariencia más inverosímil por el simple hecho de existir ante ellos mismos y ante los demás según unos modelos propuestos por el ambiente cultural o los criterios de una moda cambiante con los que se identifican. Los medios de comunicación son el vehículo que difunde este aluvión de modelos: el joven y dinámico ejecutivo, el futbolista de la selección, la top-model, o el amo del barrio...

En un plano muy superficial, con frecuencia esta necesidad tiende a saciarse con el tener, con la posesión de bienes materiales o con determinado estilo exterior de vida: me identifico con mis bienes, mi aspecto físico, mi moto y mi yate... Se produce entonces una terrible confusión al pretender colmar la necesidad de ser con el tener. Las cosas pueden hacer ilusión durante algún tiempo, pero ésta no durará mucho: los sinsabores llegarán enseguida... ¡Cuántas personas han acabado dándose cuenta de que sólo se interesaban por ellas a causa de su dinero, y no de ellas mismas! Y, tras haber vivido algún tiempo como los «reyes de la fiesta», de repente se encuentran devueltos a una terrible soledad.

En un plano algo más elevado, se busca satisfacer la necesidad de ser a través de la adquisición y el ejercicio de ciertos talentos (deportivos, artísticos o intelectuales). Aunque a primera vista parece un medio mejor que el anterior, hay que estar atentos al peligro de confundir el ser con el hacer, identificando a la persona con el conjunto de sus talentos o aptitudes. Porque ¿somos solamente eso? ¿Y si pierdo mis facultades? ¿Si soy el mejor futbolista del mundo y acabo en una silla de ruedas? ¿Si me conozco al dedillo toda la literatura francesa y pierdo la memoria a raíz de un accidente? ¿Qué seré yo entonces...?

Claro está que la tendencia a constituirse un ser sobre la base del hacer cuenta con un aspecto positivo en la construcción de la persona, que se desarrolla mediante el ejercicio de sus diferentes capacidades. Es normal y bueno que alguien se descubra capaz de hacer tal cosa o tal otra y ponga en marcha todo su potencial para así saber quién es, para adquirir confianza en sí mismo y experimentar la alegría de exprimir los talentos que se le han confiado. La educación y la pedagogía se basan en buena medida sobre esta tendencia, y así debe ser.

Pero no podemos identificar a la persona con la suma de sus aptitudes: es mucho más que eso. No se puede juzgar a alguien solamente por sus facultades; cada persona posee un valor y una dignidad únicas, independientes de su «saber hacer». Y, si no se percibe así, existe el grave peligro de, frente a un fracaso, caer en una profunda «crisis existencial»; o de mantener respecto a los demás una actitud de menosprecio cuando nos topemos con sus limitaciones o con su falta de capacidad. Todo ello puede malograr las relaciones entre personas e impedirles acceder a esa gratuidad de la que hemos hablado en el capítulo anterior y que es propia del amor. ¿Qué lugar queda para los pobres o los discapacitados en un mundo en el que la persona sólo existe en función de su eficacia, o del bien visible que está en situación de producir?

2. Orgullo y pobreza espiritual

A este propósito, considero interesante dedicar unas reflexiones a la problemática del orgullo2. Todos nacemos con una profunda herida que vivimos como una falta: la falta de ser; e intentamos llenar este vacío por compensación, lo que lleva a cualquier ser humano a constituirse una identidad compensatoria que variará en unos y otros según la forma que adopte la herida. Así es como nos fabricamos un «ego», diferente del auténtico «ser», de modo similar a como se infla un globo. Este «yo» artificial posee ciertas características propias: por ser artificial, requiere un gran gasto de energía para sostenerse; y, como es frágil, necesita ser defendido. El orgullo y la dureza siempre van unidos.

Los límites de este globo, lejos de ser flexibles, se mantienen vigilados por «turnos de guardia» que protegen esta identidad ficticia: ¡y ay de quien la discuta o la amenace!; ¡ay de quien la ponga en cuestión o entorpezca la expansión de nuestro yo!, pues se convertirá en objeto de sus violentas o agresivas reacciones. Cuando el Evangelio dice que debemos «morir a nosotros mismos», en realidad alude a la muerte de ese «ego» —ese yo fabricado artificialmente— para que pueda aparecer el «ser» auténtico regalado por Dios.

Evidentemente, esta misma problemática la encontramos también en el terreno de la vida espiritual, donde la búsqueda de identidad es —como en cualquier otro terreno – extremadamente activa.

La tendencia a construir un «yo» en el plano de la vida espiritual puede considerarse normal y positiva: constituye un resorte del crecimiento humano y espiritual; una motivación para progresar, adquirir dones y talentos e imitar este o aquel modelo que nos atrae y con el que nos identificamos en mayor o menor medida. Desear ser alguien en el terreno religioso
—alguien como San Francisco de Asís, o como la Madre Teresa— puede constituir el inicio de un camino de santidad o la respuesta a la vocación. Desde luego, siempre es mejor ambicionar «ser alguien» de acuerdo con los valores evangélicos que «destacar» entre granujas...

Pero se trata de una problemática peligrosa si no se supera. Buscamos cómo realizarnos según determinadas virtudes o cualidades espirituales; lo cual significa que, de modo inconsciente, nos identificamos con el bien que somos capaces de hacer. Evidentemente, hacer el bien (rezar, ayunar, entregarse al servicio del prójimo, ser apostólico, tener tal carisma, etc.) es algo bueno. Pero resulta extraordinariamente peligroso identificarnos con el bien espiritual del que somos capaces.

Porque esa identidad, a pesar de ser superior a la identidad con las riquezas materiales o con los talentos humanos, no es menos frágil o artificial que éstas: llegará el día en que tal o cual virtud sufra un descalabro, o en que se nos quite esta o aquella cualidad espiritual en la que destacábamos. ¿Cómo recibiremos estos golpes si nos identificamos con nuestros logros espirituales? He conocido a más de un religioso entregado en cuerpo y alma al apostolado o a cualquier otra buena causa que, el día en que la enfermedad o un superior lo apartan de ella, sufre una profunda crisis, hasta el punto de no saber quién es.

Esta identificación de uno mismo con el bien que es capaz de hacer conduce al orgullo espiritual: de forma más o menos consciente, nos consideramos el origen o el autor de ese bien; y, en lugar de reconocer la verdad, es decir, que todo el bien que somos capaces de llevar a cabo es un don gratuito de Dios, nos lo atribuimos a nosotros. El bien que hagamos no es de nuestra propiedad, sino un estímulo que Dios nos concede. ¿Qué tienes tú que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?3, nos recuerda San Pablo. El orgullo nos empuja a juzgar a quienes no hacen ese bien del que nos envanecemos, o a impacientarnos con los que nos impiden llevar a cabo nuestro proyecto; etc.

Orgullo, dureza, desprecio del prójimo; y también temor y desaliento: he aquí los resultados inevitables de la confusión entre el yo y mis talentos; y los fracasos serán mal asumidos, porque en lugar de aceptarlos como los incidentes lógicos, e incluso provechosos, del camino, los viviremos dramáticamente como un ataque contra nuestro ser, como una amenaza a nuestra identidad. De ahí también el excesivo temor al fracaso.

Así pues, tenemos que afirmar de modo rotundo que el hombre es más que el bien que está en condiciones de hacer: es hijo de Dios —haga o no haga el bien, e incluso siendo incapaz de hacerlo— y siempre será hijo de Dios, porque los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Nuestro Padre del cielo no nos quiere por el bien que hacemos: nos ama gratuitamente, por nosotros mismos, porque nos ha adoptado para siempre como hijos suyos4.

Así se comprende el inmenso valor de la virtud contraria al orgullo: la humildad o pobreza espiritual, que pone nuestro yo a salvo de cuanto pudiera suponer un peligro. Si nuestro tesoro está en Dios, nadie nos lo podrá arrebatar. La humildad es la verdad: yo soy el que soy; no una estructura artificial, frágil y siempre amenazada, sino lo que soy a los ojos de Dios: un niño pobre que no posee nada, un niño que todo lo recibe, pero infinitamente amado y totalmente libre; un niño que no tiene miedo a nada, ni nada que perder, porque ya lo posee todo por adelantado del amor gratuito y benevolente del Padre, que un día le dijo estas palabras definitivas: Todo lo mío es tuyo5.

Nuestra verdadera identidad, mucho más profunda que el tener o que el hacer, e incluso que las virtudes morales y las cualidades espirituales, es la que vamos descubriendo poco a poco viviendo bajo la mirada de Dios; la que nadie, ni ningún acontecimiento, ni ninguna caída, ni ningún fracaso podrán arrancarnos nunca. Nuestro tesoro no es de esos que devoran la polilla y el orín6: nuestro tesoro está en el cielo, es decir, entre las manos de Dios. No depende de las circunstancias, ni de lo que tenemos o dejamos de tener, ni —en cierto modo— tampoco de lo que hagamos o no, de nuestros éxitos y nuestros fracasos: sólo depende de Dios, de su benevolencia y su bondad inmutables. Nuestra identidad, nuestro «ser» tiene otro origen distinto de nuestros actos, y mucho más profundo: el amor creador de Dios que nos ha hecho a su imagen y nos ha destinado a vivir siempre con Él, que es el amor que no puede volverse atrás.

A este respecto me gustaría citar un hermoso pasaje de una ensayista contemporánea que ya hemos mencionado antes. «El amor es lo que queda cuando ya no queda nada más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando —más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que sobrevivimos— desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser»7.

Todo esto no quiere decir que el modo en que nos conduzcamos sea indiferente: en la medida de lo posible, hay que hacer el bien y evitar el mal, pues el pecado nos hiere a nosotros y a los demás, y sus estragos son costosos y lentos de reparar; lo que significa es que no tenemos derecho a confundir a alguien con el mal que comete (lo cual supondría acorralar a esa persona y perder toda esperanza respecto a ella), ni a identificar a nadie (y menos aún a uno mismo) con el bien que haga.

3. Las pruebas espirituales

Estas últimas reflexiones arrojan luces interesantes sobre la pedagogía divina empleada con cada uno de nosotros y acerca del significado de las pruebas en la vida interior.

En mi opinión, las pruebas que se pueden atravesar en la vida cristiana —esas «purificaciones» en el lenguaje de la mística— no poseen otro sentido que el de obrar la destrucción de cuanto hay de artificial o de «construido» en nuestra personalidad, de modo que pueda emerger nuestro ser auténtico y sepamos lo que somos para Dios. Las noches espirituales son —podríamos decir— empobrecimientos en ocasiones muy rudos, que eliminan radicalmente en el creyente toda posibilidad de apoyarse en sí mismo, en sus conocimientos (humanos o espirituales), en sus talentos y capacidades e incluso en sus virtudes. Y, sin embargo, son empobrecimientos beneficiosos porque le ayudan a poner su identidad allí donde realmente está. En la noche espiritual el hombre se descubre absolutamente pobre e incapaz de cualquier bien y cualquier amor, y capaz de todos los pecados que existen en el mundo. Una experiencia muy dolorosa cuando, por ejemplo, una persona que ama al Señor atraviesa una fase durante la cual no detecta en sí misma ni el más mínimo átomo de fervor, pero sí un profundo disgusto por las cosas espirituales. Haber entregado la vida a Dios y verse incapaz hasta del más insignificante movimiento hacia Él consti-
tuye un terrible sufrimiento, pues lo que parece haberse perdido es el sentido mismo de la vida
8. El fruto de esta prueba, sin embargo, es éste: impedir al hombre toda posibilidad de apoyarse en el bien de que es capaz para que la misericordia divina se convierta en el único fundamento de su vida. Se trata de una auténtica revolución interior: hacer que no nos apoyemos en nuestro amor a Dios, sino exclusivamente en el amor que Dios nos tiene. En una ocasión, un sacerdote me dijo en confesión: cuando ya no creas en lo que tú puedes hacer por Dios, continúa creyendo en lo que Dios puede hacer por ti.

Porque, de modo progresivo y paralelamente al terrible empobrecimiento que experimenta quien está pasando esta prueba y no se desalienta, sino que espera en el Señor, comienza a percatarse de algo que hasta ese momento sólo era para él una piadosa expresión, convertida ahora en experiencia de vida: Dios no me ama a causa del bien de que soy capaz, o del amor que le tengo, sino que me ama de manera absolutamente incondicional, en virtud de Él mismo, de Su misericordia y de Su ternura infinita; en virtud de su sola Paternidad con respecto a mí.

Esta experiencia provoca en la vida cristiana un vuelco fundamental que supone una inmensa gracia: el cimiento de mi relación con Dios, de mi vida, ya no soy yo, sino sola y exclusivamente Dios. Lo que significa también que me vuelvo plenamente libre. Y, cuanto más se basa mi trato con Dios en aquello de lo que soy capaz, más frágil es; mientras que, si se fundamenta únicamente en la paternidad de Dios, permanece al abrigo de cualquier fracaso.

Evidentemente, esto no quiere decir que, para quien ha atravesado esta prueba, a partir de entonces le resulte indiferente obrar el bien o el mal: en realidad, está más enamorado que nunca de Dios y de-
seoso de agradarle mediante sus buenas obras, pero hace ese bien de manera pura, libre y desinteresada; su conducta no se basa en la necesidad de crearse una identidad, de un ansia de éxitos o del deseo de probarse a sí mismo o a otros que existe. Su causa última tampoco es el querer merecer cualquier cosa a cambio. Su origen es Dios.

Este «vuelco» en nuestra vida espiritual en el que participan íntimamente una experiencia radical de empobrecimiento y una nueva revelación de Dios en cuanto Padre, encuentra su expresión en el fragmento siguiente, tomado del libro del monje egipcio Matta el Maskîne (Mateo el Pobre) en su libro sobre la ora-
ción
9. Él denomina «tibieza espiritual»10 a la prueba a la que acabamos de aludir, en la que el alma —antes llena de fervor y deseosa de servir a Dios— se siente incapaz de rezar y de amar, y privada de todo bien espiritual, y describe así su significado y cómo acaba haciendo reposar sobre una nueva base la relación del hombre con Dios:

«Cuando el alma se entrega a la lucha espiritual, a la perseverancia en la oración y al minucioso cumplimiento de otras prácticas espirituales, quizá tenga la sensación de que esta actividad, o su asiduidad, condicionan su relación con Dios. Puede entonces parecerle que su perseverancia y su fidelidad a la oración son la causa que le hace merecer ser amada por Dios y convertirse en Su hija. Pero Dios no quiere que el alma continúe por este falso camino que, de hecho, acabaría alejándola definitivamente del amor gratuito de Dios y de la vida junto a Él. De modo que la aparta de esa energía y asiduidad que corren el peligro
de causar su descarrío.

En cuanto Dios le retira las capacidades que gratuitamente le había ofrecido en prueba de Su amor, es decir, esa energía y esa perseverancia en las obras espirituales, el alma se queda sin fuerzas e incapaz de cualquier actividad espiritual, y se enfrenta a esta sorprendente verdad, que se empeña en negar y considerar como altamente improbable: que Dios, en su paternidad, no necesita de nuestra oración ni de nuestras obras. Al principio, el hombre se aferra a la idea de que, efectivamente, la paternidad de Dios se ha alejado de él como consecuencia de su falta de oración; y que Dios ha abandonado su alma y la ha olvidado porque sus obras y su perseverancia no han estado a la
altura de Su amor. El alma trata en vano de levantarse de su caída y su tristeza para retomar su
actividad, pero sus intentos son inútiles. Luego, poco a poco empieza a comprender que la grandeza de Dios no puede medirse con el rasero de la futilidad humana. Que Su paternidad eminentemente superior ha aceptado adoptar a los hijos del polvo a causa de Su infinita ternura y de la inmensidad de Su gracia, y no a cambio de las obras y esfuerzos del hombre. Que nuestra adopción por parte de Dios es una verdad cuya fuente es Dios, y no nosotros mismos; una verdad siempre presente, que —a pesar de nuestra impotencia y nuestro pecado— continúa dando testimonio de la bondad y generosidad de Dios. De este modo, la tibieza espiritual conduce a esas almas a revisar desde el principio su concepción de Dios y su valoración de las relaciones espirituales que unen el alma con Dios. Entonces su idea del esfuerzo y de la asiduidad en las obras espirituales se ve profundamente modificada; éstas no se consideran ya el precio del amor de Dios, sino una respuesta a Su amor y paternidad».

Destaquemos que lo que Dios hace con algunas almas, dejándolas meterse de lleno en esta prueba de la «tibieza espiritual» que acabamos de describir, desea hacerlo con todas —de una manera más común o progresiva, podríamos decir— mediante los sufrimientos de la vida: fracasos, impotencias, golpes de todo tipo, enfermedades, depresiones, fragilidades psicológicas y afectivas, independientemente de cuál sea su origen, entre los que se cuenta nuestra propia culpa. Incluso en el caso de que sus causas nada tengan que ver con una intervención divina ni estén directamente ligadas a la vida espiritual, Dios se sirve de ellas con el mismo objetivo. A fin de cuentas, no existe tanta diferencia entre las pruebas espirituales y las demás, porque Dios se sirve de todo, hasta de lo que no está «programado», ¡hasta de las consecuencias de nuestros pecados!... Resulta consolador saber que podemos obtener un gran bien espiritual de una prueba que nada tiene de espiritual. Así pues, no temamos esos momentos en los que la vida nos expolia o nos empobrece en el terreno que sea, porque Dios sabrá hacer brotar de ellos una preciosa libertad.

4. La misericordia como único apoyo

El hombre libre, el cristiano espiritualmente «maduro» —es decir, el que realmente se ha convertido en «hijo de Dios»— es aquel que ha experimentado su auténtica nada, su absoluta miseria; el que ha quedado «reducido a nada», pero en ese abismo ha acabado descubriendo una ternura inefable, el amor plenamente incondicional de Dios. Desde ese momento no tiene más que un solo apoyo y una única esperanza: la ilimitada misericordia del Padre; ésta es su total seguridad. Lo espera todo de esta misericordia, y sólo de ella, y no de algún recurso personal o de la ayuda de los demás. En él se han realizado las palabras que Dios dirige a Israel por boca del profeta Sofonías: Dejaré en medio de ti como resto un pueblo humilde y modesto, que esperará en el nombre de Yavé. El resto de Israel no hará iniquidad (Sof 3, 12-13). Se esfuerza generosamente por hacer el bien y acoge con alegría y gratitud el que le procura el prójimo, pero con inmensa libertad, porque su sostén está más allá: sólo en Dios. Sus debilidades no lo inquietan, ni se enfada con los demás porque no siempre correspondan a lo que espera de ellos. Su apoyo en Dios lo mantiene protegido de cualquier contratiempo y le concede una gran libertad interior que pone enteramente al servicio de Dios y de sus hermanos, con la alegría de corresponder con amor al amor.

5. El hombre libre: el que no tiene nada que perder.

Nuestro mundo busca la libertad, pero lo hace en la acumulación del tener y el poder, y olvidando esta verdad esencial: sólo es verdaderamente libre aquel al que no le queda nada que perder porque ya ha sido despojado, desprendido de todo; porque es libre de todos11 y de todo, y de él se puede decir en verdad que «ha dejado la muerte atrás», pues todo su «bien» está en Dios y únicamente en Él. Soberanamente libre es el que no ambiciona ni teme nada: no ambiciona nada porque cualquier bien realmente importante lo obtiene de Dios; y no teme nada porque nada tiene que perder o defender, ya que no posee enemigos ni se siente amenazado por nadie. Es el pobre de las Bienaventuranzas, desprendido, humilde, misericordioso, manso, trabajador por la paz.

En El primer círculo, de Solzhenitsin, podemos encontrar una alegoría de esta verdad. La obra, ambientada en la época de la dictadura estalinista, narra la entrevista entre un prisionero político, un «zek», y un alto funcionario del Partido. El primero ha sido encarcelado, lleva años de gulag y ha perdido a su familia en los bombardeos. El funcionario, por su parte, disfruta de libertad y es rico y poderoso, pero tiembla sin cesar, porque en el contexto en el que se desarrolla la obra corre el peligro de —un día u otro— convertirse en víctima de una de las continuas purgas que acabe con él en la cárcel. Además tiene necesidad de los servicios de este científico «zek» para un proyecto que le han pedido que lleve a cabo y en el que se juega su carrera; de ahí que trate por todos los medios de convencerlo para obtener su colaboración. En el diálogo, Solzhenitsin muestra con enorme habilidad cómo el hombre libre, que es en definitiva quien lleva la batuta, no se identifica con el poderoso funcionario, sino con el preso que no tiene nada que perder. En caso necesario, se halla dispuesto a volver a Siberia: sabe que, incluso en tan terribles condiciones, se puede continuar siendo un hombre.