INTRODUCCIÓN

Jesucristo es el Hombre Nuevo, pero el hombre y la mujer también lo son cuando viven la Vida de Jesús Resucitado. Es la Vida nueva del Evangelio, de la que quieren hablar estas páginas.

El nacimiento de la vida nueva del Evangelio se insinúa y prepara gradualmente en el Antiguo Testamento, donde se anuncia ya en las promesas divinas que recibirán su cumplimiento en Jesucristo. Esta vida nueva, que no procede de la carne ni de la sangre, ni de voluntad de varón (cfr. Juan 1, 14), sino de Dios, es la realidad central del Nuevo Testamento, hacia la que apunta la entera historia de la salvación.

Se materializa, por así decirlo, en la Persona adorable del Verbo Encarnado, y fluye desde Él, como ríos de agua viva, para fecundar el mundo, sobre todo para hacer del hombre y la mujer que la aceptan y reciben en la Iglesia una creación nueva. «Lo antiguo ha pasado, todo es nuevo» (2 Cor 5, 17).

La vida verdadera que trae el Evangelio ha sido denominada de muchas maneras. Se la ha llamado vida sobrenatural, vida interior, vida espiritual, vida de la gracia, vida nueva, vida en Dios... Son todas ellas descripciones sencillas de resonancia bíblica, que indican los modos distintos, pero convergentes y prácticamente sinónimos, con que los cristianos de todos los tiempos han querido y quieren referirse al don mayor del Evangelio. Se viene a decir que la vida nueva no se percibe necesariamente de modo empírico, y que recoge el impulso íntimo más original y contundente de toda la realidad. La vida, del tipo que sea, es la donación divina por excelencia, y su nombre entra a formar parte de la dicotomía más radical que existe: la vida y la muerte. La vida está en nosotros y nos resulta lo más familiar y cercano, pero tenemos que hablar de ella, en nosotros y fuera de nosotros, como un misterio. El misterio de la vida natural y su grandeza nos sirve de pauta y nos introduce en el misterio aún mayor de la vida en Dios, que es la vida del hombre nuevo.

El Evangelio de San Juan no cesa de hablarnos de esta vida nueva. Es la idea central de sus páginas. Pero es en él mucho más que una idea. Equivale a una realidad que irrumpe por doquier, irradia de la Persona de Jesús, y rompe sin lastimarlos todos los moldes humanos.

La vida nueva del Evangelio florece y se manifiesta en santidad. Hay una honda y necesaria correlación entre santidad y vida nueva, como la hay también entre miseria espiritual y alejamiento de Dios.

Tal vez por eso, porque ha visto la vida cristiana en absoluta continuidad de don con la vida divina en Jesucristo, Juan ha sido considerado por los antiguos cristianos como el vidente y el teólogo por excelencia. No hablaba de lo que había leído, sino que proclamaba necesariamente lo que había visto y contemplado.

Es el mismo Juan quien escribe su Evangelio para que sus lectores puedan desear con todo su ser la vida que trae Jesús. «Señor, dame de esa agua» (4, 15). Son palabras sinceras y ardientes de la samaritana, una mujer que tal vez no sabe aún con precisión lo que está pidiendo a Jesús, pero que discierne ya suficientemente el valor último de lo que éste es capaz de darle. La situación se repite más adelante cuando los oyentes de la promesa de la Eucaristía dicen al Señor: «Danos de ese pan» (6, 34). Son anhelos despertados por Dios en los corazones, que no quedarán insatisfechos. Porque son de hombres y mujeres que han comprendido que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4).

El ser humano no se resigna a las tristes consecuencias de su caída. Ha escrito un autor moderno: «Estamos condenados a ser crueles, avariciosos, egoístas, mendaces. Cuando era, cuando debería haber sido lo contrario. Cuando la verdad y la compasión, hasta el punto del sacrificio, de hombres y mujeres excepcionales nos muestran de un modo tan sencillo cómo podría haber sido» 1.

Esta pobre humanidad que frecuenta abismos y se asoma a precipicios mantiene a pesar de todo la pasión de las alturas, y alberga la atracción de las mayores cimas. Suspira con nostalgia por una existencia noble, que satisfaga los anhelos más generosos del alma. La gran mayoría de los seres humanos nunca ha dudado que Dios existe, esperan ser llamados al juicio divino al final de sus vidas, piensan que Dios obra todavía milagros, y creen desde luego en una vida futura.

No siempre sabemos actuar, sin embargo, esa visión y esos impulsos de esperanza. Hay que descubrir aún horizontes que no hemos explorado suficientemente. Es éste el mensaje humano y digno de Ulises cuando dice a sus compañeros en un momento crítico de la Odisea: «Venid amigos, zarpemos. Tal vez no es demasiado tarde para buscar y encontrar un mundo nuevo» 2. Pero mucho más realistas y contundentes son las palabras de San Pablo: «Fuimos sepultados con Cristo por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4).

Ocurre frecuentemente, sin embargo, que «la gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones.

— Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen» (Camino, 279).

La vida sobrenatural o vida de Dios en nosotros es la forma más alta del espíritu humano, y el grado mayor y más intenso que puede alcanzar la existencia del hombre y de la mujer. Dado que esa vida radica en el mundo del espíritu, que es un mundo infinito, no puede expresarse ni encerrarse en el círculo siempre estrecho de palabras y conceptos humanos. Todo lo que podemos decir de ella tiene necesariamente un carácter fragmentario.

La vida del hombre y de la mujer nuevos del Evangelio es la realización de lo divino en la tierra a través de la mente y del corazón del hombre. Éste es el mensaje central del Evangelio de Jesús. Lo divino y lo humano se unen, primero en la persona de Jesús de Nazaret, y luego en la existencia concreta de todos los bautizados y de cada uno de ellos. No hay confusión ni mezcla, sino verdadera unión, sin división ni separación. Es el misterio que viene de arriba, y que va en busca de lo humano, como el Buen Pastor va en busca de la oveja perdida, o como el padre de la parábola recibe y abraza al hijo pródigo.

Aquí radica y respira lo más crucial del cristianismo. La religión de Jesús no ha sido imaginada por un hombre, ni es el mensaje de un gran maestro simplemente humano. No es la religión de un libro, por excelente y único que éste pueda ser, como es el caso de la Sagrada Biblia. No se reduce a un código, ni puede condensarse en un ideal espiritual de alto voltaje. El cristianismo no tiene ninguna esencia. Es en último término la persona de Jesús. Es una vida que late y se desarrolla en el mundo visible, pero que tiene sus raíces y su razón de ser última en las cosas que no vemos. «Las cosas visibles son pasajeras, pero las invisibles son eternas» (2 Cor 4, 18).

Una de las peticiones más valiosas que podemos dirigir a Dios es decirle con palabras de la Liturgia: «No permitas, Señor, que el alma, atenazada por sus culpas, se vea privada del don de la vida, alejada en su pensamiento de las verdades eternas, enzarzada en el pecado» (Segundas Vísperas del Oficio divino, Domingos I y III).

Creer en la vida sobrenatural no es un exceso de la mente, ni caer en ese serio defecto anímico de estos tiempos, que es la credulidad. Se ha dicho que cuando los seres humanos dejan de creer en Dios acaban no creyendo en nada. Pero la verdad es que acaban creyendo en cualquier cosa. Sólo la vida de fe es realmente compatible en el hombre con el ejercicio crítico de la razón. Saber que Dios nos trasciende por todas partes, y que vive al mismo tiempo dentro de nosotros es una convicción y un sentimiento llenos de consecuencias para la criatura. Son el oxígeno y el latir de la existencia humana. «Al ver a Blanche arrodillada junto a su lecho, esta postura, este gesto, me convencieron de que rezar, adorar, agradecer y suplicar eran los actos más nobles que los seres humanos podían hacer en su vida.» Así escribe la norteamericana Dorothy Day, al observar en silencio la actitud orante de una compañera de habitación en Chicago 3.

La vida de Dios en nosotros es la vida de Cristo, Nuevo Adán. La vida en Cristo se destaca poderosa sobre el fondo oscuro de la existencia del hombre y de la mujer caídos y expulsados del paraíso. La aparición de los dos Adán —el hombre caduco y el hombre nuevo— es la de dos formas de existencia: la que el género humano deriva de Adán, que es la vida humana dejada a su propia debilidad, y de otro lado, la existencia vivificada por la fuerza divina. Se trata de la carne y el espíritu.

El enemigo de Dios tienta al hombre y a la mujer al comienzo de su carrera, para que decidan pertenecerse a sí mismos, en vez de llevar a cabo el papel rector que Dios les ha encomendado en la Creación, como imagen y semejanza del Creador. Los primeros padres de la humanidad no perciben suficientemente que están hechos para Dios, y que Él es la vida de su vida. No han entendido tal vez que las palabras divinas que les urgen a no comer el fruto del árbol prohibido no son una amenaza de muerte, sino una advertencia, movida por el amor, de Quien los ha creado y conoce como nadie su íntima constitución somático-espiritual, y su verdadero destino.

Pero donde el hombre recién creado fracasa, vence el Hijo del hombre, que también ha de superar al comienzo de su misión las tentaciones de poder, prestigio y vana taumaturgia, que quieren apartarle de cumplir la voluntad del Padre. Hay un impresionante y realista paralelismo de contraste entre la tentación de Adán y las tentaciones de Jesús. Siempre que el Padre del cielo confía una misión, pone a prueba la decisión y las energías —la voluntad— de quien debe realizarla. No hay excepciones. Ocurre así en la historia del Pueblo elegido, que sucumbe con frecuencia a las dificultades que el Señor permite en su camino. Y ocurre también en la vida de cada creyente, que desde el bautismo hasta su muerte es comparable a una historia de salvación a escala reducida.

Hay una honda afinidad entre la percepción de la verdad del Evangelio y de la realidad de la vida espiritual, y el deseo sincero de aplicarlo a la propia vida. Quien ha optado por Dios entiende y acepta fácilmente que el Evangelio sea verdadero, mientras que un hombre y una mujer que aman el pecado no quieren que el mensaje evangélico sea verdad. Hace falta entonces un cambio o una reforma desde dentro, si el curso de una vida desorientada ha de modificarse radicalmente.

Cualquier ser humano que lo necesite puede realizar ese cambio o giro interior con ayuda de la gracia divina. Puede decirse tal vez que en este mundo, la humanidad se divide en pecadores que se creen justos y justos que se creen pecadores. En realidad todos somos pecadores, y la división mencionada se convierte más bien en hombres que lo reconocen y otros que no lo hacen. Así les ocurría respectivamente al publicano y al fariseo de la parábola evangélica.

Mientras estamos en el mundo resulta fácil el paso de una a otra categoría. Un hombre o una mujer santos pueden decaer de su elevado grado de virtud si no colocan en Dios toda su confianza. Es más bello y estimulante, sin embargo, el caso contrario. «Ningún nivel de pecado, por extremo que sea, impide la adquisición del más alto grado de santidad. No hay gran pecador que no pueda llegar, con la gracia de Dios, a ser un gran santo» 4. Ahí están, entre otros muchos, los casos impresionantes de San Pablo, María Magdalena, y San Agustín.

Nuestra mirada se orienta inevitablemente hacia el gran misterio de la existencia humana, que puede acercarse y unirse a Dios, y puede también alejarse de Él. Parece surgir por sí solo el imperativo de orar así: «Oh Cristo, Sol divino, que brillas desde toda la eternidad y eres la vida de tus fieles: a Ti acudimos entre súplicas, anhelantes de poder gozar de tu presencia plena algún día» 5.

La vida de Cristo en nosotros comienza ya en este mundo, aunque debe consumarse y plenificarse en el más allá de Dios. Cristo es como el Sol —Sol Salutis—, que luce en todas partes. Y es el mismo para todas las razas de seres humanos que están, han estado y estarán en la tierra.

El Templo verdadero, que supera el Templo cósmico y el Templo mosaico, es la Humanidad del Verbo, que es a la vez la Humanidad de Jesús de Nazaret, la Iglesia Esposa de Cristo, y cada cristiano en particular. Todo hombre y toda mujer en gracia son verdaderos Templos de Dios.

Esta presencia divina en el centro del alma es el misterio del Nacimiento del Verbo en la intimidad de la persona. Es el nuevo nacimiento del que habla Jesús a un asombrado Nicodemo en el Evangelio de San Juan (cap. 3). «Dum medium silentium teneret omnia. Es en la noche de la tiniebla divina donde Dios engendra al Hijo, y profiere el Verbo desde toda la eternidad: es en el silencio fontal donde Dios profiere la Palabra única, es en el silencio de la noche de Belén donde el Verbo nace a la existencia temporal, y es también en la tiniebla del alma, que es desconocida para ella misma, es en ese centro silencioso, que es como la ventana abierta sobre Dios, es en ese silencio de la Noche donde el Verbo es engendrado por la gracia divina en el alma» 6.

Jesucristo y el Espíritu Santo, manos del Padre, son enviados al mundo para realizar el retorno a Dios de todo lo creado, especialmente del hombre y de la mujer que son imagen divina. Es un retorno que se opera principalmente desde el fondo del alma. San Pablo puede escribir audazmente: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois ese templo... Nosotros somos templo de Dios vivo, como dijo Dios: Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (1 Cor 3, 16; 2 Cor 6, 16).

Las personas en gracia de Dios encierran dentro de sí mismas grandes secretos y misterios divinos, que no son menos reales y verdaderos por el hecho de que la experiencia ordinaria no suela percibirlos. Es la misma Trinidad de Dios la que origina y mantiene con su presencia la vida del alma. Y Dios concede a veces la vivencia de un misterio que, percibido o no, es siempre real. «Se le muestra al alma la Santísima Trinidad —escribe Teresa de Jesús—, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu, a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas... entiende el alma con grandísima verdad ser todas tres Personas una substancia, y un poder, y un saber y un solo Dios» 7.

«Dame, Señor, un corazón puro, y dame una conciencia limpia» (Salmo 50). Sólo ésta puede ser la reacción de la persona cristiana que ha captado algo del sobrecogedor misterio que vive en su interior.

La gracia increada que nos habita y diviniza no modifica ni altera nuestra naturaleza creada, sino que la perfecciona y eleva a un nuevo orden de existencia espiritual. La gracia divina nos trasforma a partir de nosotros, nunca contra nosotros y sin nosotros. Desarrolla nuestras potencias y posibilidades dormidas y latentes, y hace crecer otras nuevas. Es una vida nueva que parece emerger de nuestro interior, y al mismo tiempo nos viene de lo alto y desde fuera de nosotros. La gracia nunca puede ni debe entenderse como contrapuesta a nuestra naturaleza, sino como una inclusión feliz y armónica de la persona humana en la vida personal de Dios.

«Una cosa absolutamente esencial al cristianismo es la sobrenaturalidad de la gracia. Cercenada esta sobrenaturalidad, el cristianismo se corrompe. He aquí lo que ocurre en los orígenes de mucho desorden moderno: una naturalización del Evangelio» 8.

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