III.
Vaticano II: Primeros pasos

Y ocurrió... lo que ocurrió

A partir de aquel día, la plaza de San Pedro fue escenario de un espectáculo singular: cientos de peregrinos acudían a primeras horas de la mañana para ver entrar a la basílica a los padres conciliares. A continuación, la plaza se inundaba con los colores rojos y negros de la indumentaria de los padres. Poco después, el sosiego retornaba durante unas horas.

La marea roja y negra volvía a invadir la plaza cuando las puertas de la basílica se abrían de nuevo. Los padres subían a los autobuses para trasladarse a sus alojamientos y Roma parecía más cosmopolita que nunca. Hasta los romanos, muy curados de espantos, creían soñar al ver a un cardenal africano charlando bajo la columnata de Bernini con un patriarca oriental o con un observador luterano.

En la sesión de apertura del Concilio, la Secretaría general distribuyó a los padres dos listas de nombres: una contenía los de todos los convocados, y otra sólo los de quienes habían participado en las comisiones preparatorias como miembros o consultores.

El 13 de octubre se celebró la primera reunión general. Los padres tenían que elegir a los miembros de las comisiones conciliares que deberían estudiar cada esquema. Los participantes se acomodaron en sus asientos y probaron los botones para las votaciones: placet, non placet, placet iuxta modum1; comprobaron el funcionamiento de los micrófonos —uno cada dos filas— y comenzó la sesión. Pero no se eligió a nadie.

¿Qué había sucedido? Sencillamente, que la lista de los participantes en las comisiones preparatorias había provocado suspicacias. Bastantes padres y peritos la habían interpretado como una velada sugerencia de la Secretaría general: una especie de lista oficiosa para la elección de los nombres más convenientes.

La prensa dio la noticia según el talante de cada corresponsal. Algunos comentaron que era la primera maniobra de Felici y de la Curia para manipular las votaciones desde el principio. Sin embargo, Felici me aseguró que no hubo nada de eso. En enero, durante una reunión de la comisión técnica preparatoria presidida por el cardenal Roberti, el propio Felici había propuesto que se pidiera a las nunciaturas y a los obispos de cada país una lista de las personas que consideraran más adecuadas para formar parte de las comisiones. Pero Roberti no acogió la propuesta, tal como figura en las actas de la reunión, por considerarla «una complicación innecesaria».

—Y luego ocurrió lo que ocurrió —se lamentaba Felici.

Lo que ocurrió fue que cuando Felici se disponía a explicar el procedimiento de votación, el cardenal Achille Liénart —arzobispo de Lille y uno de los diez miembros del Consejo de presidencia— se levantó y propuso retrasar la elección hasta la segunda reunión general, para disponer de mayor tiempo de reflexión. Tras los aplausos, Joseph Frings, cardenal arzobispo de Colonia, se alzó para apoyar la postura de Liénart, a la que se adhirieron también los cardenales Julius Dopfner, arzobispo de Münich, y Franz Konig, arzobispo de Viena, figuras de gran relieve en la Iglesia europea. Felici habló con el cardenal Tisserant, decano y presidente de turno, y se aceptó la propuesta.

—No se trataba en modo alguno —me comentó Felici— de imponer a los padres los nombres que figuraban en esas listas. Eran meramente indicativos y se dieron sólo a título de ejemplo: por eso se distribuyó también la lista completa de los padres conciliares. Sin embargo, la prensa y la televisión dramatizaron de tal modo las intervenciones de Liénart y Frings, que pareció que se hubiera desatado desde el primer día una especie de lucha entre la Curia romana y el episcopado mundial; cosa que de ninguna manera sucedió.

Este comentario de Felici fue confirmado después por el propio Liénart en sus memorias del Concilio2.

Esta anécdota inicial muestra hasta qué punto, al tiempo que crecía la conciencia conciliar entre los participantes, algunos medios de comunicación magnificaban o minimizaban los acontecimientos según su prisma particular.

Se hizo un reajuste, con nombres propuestos por los episcopados de varias naciones, se distribuyó una tercera lista y tuvo lugar la votación. Sin embargo, continuaron las dificultades: el artículo 39 del reglamento del Concilio exigía la mayoría absoluta de votos para elegir a un padre conciliar como miembro de una comisión, y tal mayoría no se alcanzó en muchos casos. ¿Qué hacer? Se consultó al Papa y Felici anunció que Juan XXIII había suspendido la aplicación del artículo 39. A partir de entonces bastaría con la mayoría simple.

Por fin salieron elegidos los miembros de las comisiones3. Cada una de ellas, compuesta por dieciséis padres conciliares, la presidía un cardenal, ayudado por un secretario:

—El cardenal Alfredo Ottaviani y el padre Tromp, S.J., en la comisión doctrinal.

—El cardenal Paolo Marella y mons. Lauro Governatori, en la de obispos y gobierno de las diócesis.

—El cardenal Pietro Ciriaci y don Álvaro del Portillo, en la de disciplina del clero y del pueblo cristiano.

—El cardenal Valerio Valeri y el padre J. Rousseau, O.M.I., en la de religiosos;

—El cardenal Benedetto Aloisi Massella y el padre Raimundo Bidagor, S.J., en la de disciplina de los sacramentos;

—El cardenal Arcadio Larraona y el padre F. Antonelli, O.F.M., en la de sagrada liturgia;

—El cardenal Giuseppe Pizzardo y el padre Augustin Mayer, O.S.B., en la de estudios y seminarios;

—El cardenal Amleto Giovanni Cicognani y el padre A. G. Welykyi, en la de Iglesias orientales;

—El cardenal Pietro XV Agagianian y mons. S. Paventi, en la de misiones;

—El cardenal Fernando Cento y los monseñores Glorieux y Galletto, en la de apostolado de los laicos.

El Secretario general, comentando el reglamento del Concilio, explicó que los padres debían estudiar los esquemas y votarlos: podían aprobarlos, corregirlos o rechazarlos por entero. Era una prueba más de la gran libertad de que gozaban, tan grande como su inexperiencia. ¿Cómo proceder? ¿Votando primero cada esquema, capítulo a capítulo, y luego el resultado completo? El Papa derogó otro punto del reglamento para que no fueran necesarios dos tercios de los votos para aprobar cada texto. Fue otra manifestación del respeto de Juan XXIII a los deseos de la asamblea y una muestra de que las tareas conciliares, esa inmensa sinfonía dirigida por el Espíritu Santo, iban cobrando ritmo.

* * *

Se abordó en primer lugar el esquema sobre la Liturgia. Se pensaba que no plantearía dificultades, porque era el único que parecía haber obtenido el consenso mayoritario de los obispos4. El texto gustó en términos generales a los padres, pero hubo tantas sugerencias de enmiendas que el 14 de noviembre se acordó, por gran mayoría, rehacerlo y votarlo en la siguiente sesión conciliar.

Los hechos demostraban que no era posible estudiar y votar todo el material previsto en el tiempo tan breve que deseaba Juan XXIII. Y era evidente también que el Papa no intentaba forzar el trabajo de los padres conciliares.

Mons. Escrivá y el Concilio

Mons. Escrivá siguió el Concilio con grandísimo interés. No le importaban sólo los temas más directamente relacionados con el espíritu de la Obra: por ejemplo, la santificación y el apostolado de los laicos en las estructuras temporales, aspecto central de su predicación y del carisma del Opus Dei; o el ecumenismo, del que había sido un precursor al acoger como cooperadores de la Obra incluso a no católicos; o la pastoral familiar, ya que el Padre había enseñado desde los años treinta que también el matrimonio cristiano era un camino de santidad... Le importaba el entero Concilio, porque todo él era decisivo para la Iglesia. Y, por tanto, para «esa partecica de la Iglesia —decía— que es el Opus Dei».

Ya en la fase preparatoria se había preocupado de que en los diversos departamentos del Consejo general de la Obra se estudiasen posibles propuestas o sugerencias que pudieran enviarse a las respectivas comisiones. Y aconsejó a los miembros de la Obra en todas las naciones que no dejasen de intervenir como peritos o de cualquier otro modo, si los Obispos les invitaban a colaborar en los trabajos preparatorios que se realizaban en las iglesias particulares.

Meditando las indicaciones de la Constitución apostólica Humanae salutis, del 25 de diciembre de 1961, con la que Juan XXIII convocó el Concilio, mons. Escrivá rezaba y nos hacía rezar por el deseo del Papa de que el Concilio sirviese para fortalecer la fe y la unidad de la Iglesia, y para sentir con mayor urgencia «el deber de dar mayor eficiencia a su sana vitalidad, y de promover la santificación de sus miembros, la difusión de la verdad revelada, el consolidamiento de sus estructuras».

Por esto, el Padre aludía con frecuencia al carácter pastoral del Concilio. Lo comentaba en términos iguales o parecidos a los que empleó en una Carta a sus hijos del 15 de agosto de 1964: «Nadie duda, hijos míos, porque es una evidente realidad, cuántos problemas pastorales pone el mundo moderno. La vertiginosa transformación de la sociedad actual (...) plantea multitud de cuestiones, que no sólo requieren una adecuada respuesta cristiana, sino que ocasionan, en el seno de la vida cristiana, como la conciencia y la urgencia de habilitar medios pastorales, actitudes y lenguaje que permitan a la acción evangélica penetrar en este mundo de hoy»4bis.

Al mismo tiempo, el Padre estaba preocupado, cosa que notábamos quienes convivíamos diariamente con él. No por el Concilio en sí, pues su fe le llevaba a estar seguro de que, por encima de las apariencias humanas no siempre tranquilizadoras, el Espíritu Santo asistiría de modo especial al Vicario de Cristo y a la entera asamblea conciliar en este importante y delicado momento de la vida de la Iglesia.

Su preocupación nacía del daño que podrían acarrear, y estaban comenzando a acarrear a las almas, las frecuentes informaciones de prensa y televisión sobre los aspectos sensacionalistas y confusos de la dinámica conciliar: opiniones doctrinales menos rectas de algunos peritos considerados teólogos o liturgistas de vanguardia; declaraciones quizás inexactas o no verdaderas de algún padre conciliar menos prudente, etc. Al corazón del Padre le dolía el daño que estas desinformaciones, e incluso manipulaciones, de la opinión pública provocaban en las conciencias de los fieles, sembrando confusión. De ahí que, desde el comienzo del Concilio, se empeñara particularmente en prevenir a sus hijos acerca de los errores de los falsos doctores, a la vez que —tras la promulgación de los decretos— subrayó lo que era auténtica doctrina del Concilio, del que progresivamente se fue viendo que el fundador del Opus Dei había sido en muchos aspectos un precursor iluminado y tenaz.

En el esquema de la Constitución sobre la sagrada Liturgia se proponían afirmaciones doctrinales e iniciativas que mons. Escrivá había impulsado durante toda su vida. Como, por ejemplo, el redescubrimiento del Bautismo y de la consiguiente filiación divina como fundamento de la llamada universal a la santidad; la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y en la vida ordinaria del cristiano —lo que en el espíritu y la ascética del Opus Dei cobra especial relieve—, o la participación activa de los fieles en la santa Misa, considerada como «centro y raíz de la vida interior» de los miembros del Opus Dei: todos, también los laicos en virtud del sacerdocio común, con «alma sacerdotal».

Según señalaba él mismo, en sus años de sacerdote joven se decía oír Misa: y, en bastantes casos, oír era lo único que se hacía; algunos fieles recitaban el Rosario durante la celebración eucarística; en el medio rural era costumbre que los hombres salieran a la calle a fumarse un cigarrito durante la homilía; se comulgaba con frecuencia fuera del santo Sacrificio. Y, ¿qué decir de los ornamentos no siempre de buen gusto, como las casullas con forma de guitarra; los altares atiborrados de flores de trapo, o las imágenes de serie a las que había aludido en Camino5 treinta años antes? Recuerdo haberle oído estos y otros comentarios semejantes, cuando nos invitaba a «cuidar con la máxima delicadeza la dignidad del culto» y a enseñar a todos «la urbanidad de la piedad».

El cardenal Giacomo Lercaro, uno de los cuatro moderadores del Concilio —junto con Agagianian, Dopfner y Suenens— y presidente del Consejo para la aplicación de la Constitución sobre la sagrada Liturgia, relataría años más tarde cuánto le había impresionado el delicado amor del Padre a la liturgia de la Iglesia6.

Rallegramenti!

Don Álvaro del Portillo y yo —él en cuanto secretario de una Comisión conciliar y yo como ayudante de estudio de la misma— asistíamos a las congregaciones generales en el aula de San Pedro desde la tribuna de los peritos y oficiales del Concilio. El 10 de noviembre de 1962, mientras se discutía la Constitución litúrgica, presenciamos la siguiente escena. Mons. Petar Cule, obispo de Mostar, tomó la palabra muy nervioso y entre evidentes temblores, para pedir que no se olvidase el deseo de numerosos obispos y sacerdotes: la inclusión de San José en el Canon de la Misa. Como se alargaba más de lo previsto, Felici le tuvo que indicar que terminase. Lo que no sabía el Secretario general del Concilio, como tampoco la mayoría de los padres, es que los temblores del buen obispo de Mostar eran fruto de los años de prisión y de los malos tratos padecidos en Yugoslavia, bajo el régimen comunista, por su condición sacerdotal.

Mons. Sansierra, obispo auxiliar de San Juan de Cuyo (Argentina)7, y otros padres conciliares apoyaron la propuesta. El 13 de noviembre, Felici anunció que el Papa había decidido incluir el nombre de San José en el Canon romano después del de María. Con esa innovación litúrgica, Juan XXIII quería recordar el patronazgo de San José sobre la Iglesia y el Concilio. ¡Era el primer Papa que cambiaba el Canon después de muchos siglos!

—Esta decisión del Santo Padre —explicó Felici en el aula— entrará en vigor el próximo 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada.

Apenas se conoció la decisión, un padre conciliar llamó por teléfono a mons. Escrivá y le dijo:

Rallegramenti! ¡Felicidades! Al escuchar ese anuncio pensé enseguida en usted y en la alegría que le produciría.

Cuatro meses más tarde, el 19 de marzo de 1963, al referirnos este episodio en una homilía que años después se publicó, el Padre añadió este comentario: «Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de san José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad»8.

La decisión de Juan XXIII coincidió con el final de los debates sobre el esquema de la Constitución litúrgica. Al día siguiente se efectuó una votación de tanteo: 2.162 votos a favor y 46 en contra. Hubo suspiros de alivio. Por fin, una aceptación plebiscitaria del primer documento conciliar, si bien no se trataba aún de la aprobación definitiva.

* * *

No es mi intención hacer una crónica del Concilio: para eso están los volúmenes de las actas pacientemente ordenados por mi buen amigo, mons. Vincenzo Carbone. Al relatar estos hechos sólo pretendo dar una idea de la complejidad de la asamblea, cuyas constituciones y decretos fueron calificados por Juan Pablo II como valiosos instrumentos doctrinales, siempre actuales, para la nueva evangelización del tercer milenio. A partir de ahora me centraré solamente en los asuntos sobre los que oí al Padre hacer algún comentario o de los que Felici me dio su versión. Pienso que las apreciaciones del Secretario general del Concilio —se compartan o no— tienen su interés, porque provienen del único personaje constantemente presente en la entraña del Vaticano II, desde la fase antepreparatoria hasta la solemne sesión de clausura.

Pero sigamos a grandes trazos con el hilo de la historia. En aquella primera etapa, los responsables se esforzaban por solucionar mil problemas, muchos de ellos completamente nuevos y de todo tipo: materiales, organizativos, doctrinales, litúrgicos, canónicos... y, además, sub secreto: ¡manteniendo el secreto!

Un viejo con pocos discípulos

—¡Qué secreto! ¡Queremos noticias! —decían los corresponsales de prensa y televisión, cada vez más numerosos.

Algunos eclesiásticos pensaban que el Concilio era algo interno de la Iglesia o del catolicismo, que a gran parte del planeta le traía sin cuidado. Esta mentalidad pudo quizás influir en los organizadores. Además, no existía, sino en forma muy rudimentaria, lo que hoy entendemos como una verdadera oficina de información. Pronto se comprobó que el interés suscitado por el Concilio en el mundo superaba completamente las previsiones iniciales. Y los encargados de informar oficialmente a los medios quedaron desbordados.

Más de mil periodistas y corresponsales desplazados a Roma necesitaban dar una noticia cada día. De ahí que el escueto comunicado oficial que emitía la Santa Sede y las pocas sesiones públicas —las únicas a las que ellos podían asistir— no saciaran su curiosidad. Querían informar en caliente; cosa que comprendo perfectamente porque, si bien aficionado, siempre me he sentido algo periodista.

Los jefes apretaban, querían noticias, y noticias diarias. Esto explica que, cuando no las había, unas palabras al azar de un prelado en la plaza de San Pedro se convirtiesen a veces en un gran titular en Sidney... o en Segni, por poner dos ejemplos.

La discreción de los padres no fue la tónica general. De ahí que algunos medios acabaran transformando los variados puntos de vista de los padres —perfectamente legítimos dentro de la fe, la inmensa mayoría de las veces— en sensacionales controversias en el seno de la Iglesia, y que un comentario aislado de un perito pudiera alcanzar el grado de revelación espectacular.

El resultado fue que se dio «una notable diferencia entre lo que los padres conciliares querían comunicar y lo que los mass media comunicaron»9, tal como afirmó el cardenal Ratzinger en 1996 y mons. Escrivá detectó, como ya dije, desde el comienzo del Concilio en 1962.

El Vaticano II fue el primer concilio sin presiones políticas externas. No obstante, fue también el primero asediado diariamente por cámaras de televisión, micrófonos y preguntas de cientos de reporteros. Eran profesionales que intentaban hacer su trabajo y para los que no existía, tal como oí comentar a alguno, «material informativo suficiente»10.

Se llegó a tal extremo que, el 16 de noviembre de 1962, el cardenal Gon^alves Cerejeira, arzobispo de Lisboa, deploró que se observase tan mal el secreto de oficio, pues comprobaba a diario que la prensa publicaba lo que él mismo había dicho en el aula el día anterior, sin habérselo contado a nadie.

Fui testigo de cómo el Padre ayudaba a guardar celosamente el secreto de oficio. Cuando, al terminar cada sesión en San Pedro, don Álvaro del Portillo y yo regresábamos a Villa Tevere, jamás el Padre nos preguntó nada de lo que se había discutido en el aula conciliar. Se preocupaba de que se nos recogiera en coche y pudiéramos llegar con puntualidad al almuerzo, procuraba que el ambiente de familia nos hiciera descansar en las tertulias —él mismo contribuía decididamente con anécdotas apostólicas y bromas cariñosas—, y se limitaba a dar disposiciones prácticas para que nos fuera fácil realizar la tarea personal necesaria. Don Álvaro y yo estábamos ya acostumbrados a este delicado modo de proceder del Padre, quien tampoco antes nos había preguntado nunca sobre asuntos relacionados con nuestro trabajo en los dicasterios de la Curia romana.

Por lo que se refiere al secreto sobre los trabajos conciliares, Felici evocó años después una pintura de Giuseppe Nogari11, que representa a un monje de barba blanca pidiendo silencio, junto a un cisne con una piedra en la boca. Al pie del cuadro se lee: Res omnium difficilis silere!12. El Secretario general mandó hacer una reproducción y escribió detrás estas palabras.

—¡No puedo decir que el viejo de la barba blanca tuviera muchos fieles discípulos durante el Concilio!

Realmente tuvo pocos. Hubo filtraciones de noticias, desmentidos, confusiones, dudas... El 25 de noviembre de 1962, en una alocución a los alumnos de la Universidad Urbaniana, procedentes de diferentes países del mundo, Juan XXIII calificó los primeros meses del Concilio como una «especie de noviciado». Sin embargo, a pesar de tantos correveidiles «bien informados», casi nadie se enteró de una noticia decisiva: nueve días antes, el 16 de noviembre, los médicos habían comunicado a Juan XXIII que sufría un tumor maligno. Felici le escribió a los pocos días una carta muy afectuosa y el Papa le contestó, a través de su secretario personal, que ofrecía su enfermedad «para que el Concilio aparezca cada vez más claramente como la obra del Señor».

El que va despacio...

En la misma alocución a los alumnos de la Universidad Urbaniana, el día en que cumplía 81 años, el Papa comentó también que la pluralidad de opiniones en el seno del Concilio ponía de manifiesto la libertad que existía dentro de la Iglesia. Era natural, explicó, que en una reunión tan numerosa surgieran opiniones encontradas sobre temas tan diversos.

Por tal razón, los debates se alargaban. El 20 de noviembre se sometió a una primera votación el esquema sobre las Fuentes de la Revelación. Como durante la discusión del texto se habían planteado puntos de vista muy dispares, se votó también la posibilidad de suspender su discusión13. Y así fue. Suerte parecida corrieron los esquemas sobre los medios de comunicación, las Iglesias orientales, y la naturaleza y estructura de la Iglesia.

Afirmó el Papa durante una audiencia pública:

—No os preocupéis. Si las cosas marchan despacio, es porque el que va despacio, va cómodo y llega lejos.

Durante las fases preparatorias del Concilio, las divergencias de opiniones cargaban sobre el Secretario de Estado, Tardini, que recibía a diario una cascada de comentarios, frecuentemente críticos.

—Pero cuando Tardini murió —me contaba Felici—, todas las críticas empezaron a llegarme directamente a mí. Y eso me obligaba a una doble tarea: trabajar y defenderme.

Juan XXIII trató siempre a Felici con comprensión y benevolencia. Un día, un padre conciliar protestó, muy molesto, por una determinada actuación de Felici. El Papa le respondió:

—Tenga usted paciencia. Piense que ni el Secretario general ni yo hemos hecho nunca un Concilio.

Hasta el próximo otoño

El 26 de noviembre, Juan XXIII sufrió una grave hemorragia y suspendió varias audiencias. Se sobrepuso con gran esfuerzo y el último día de trabajo bajó al aula. Era el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada, y clausuró la primera sesión del Concilio con una solemne ceremonia litúrgica. Se habían celebrado treinta y seis congregaciones generales y no se había aprobado definitivamente ningún documento conciliar14.

Juan XXIII animó a los padres a trabajar armonizando pareceres, con actitud optimista, porque estaba convencido de que aquel aparente fracaso era el comienzo de «una nueva Pentecostés», de «una nueva proclamación de la noticia de la Redención» y de «una luminosa afirmación de la caridad y de la paz prometida en la tierra a los hombres de buena voluntad, como respuesta a la gracia de Dios». Esos eran los sueños —no dudo en calificarlos de proféticos— de un Papa santo, que sabía que, por su estado de salud, no llegaría a ver en esta tierra los frutos de su siembra de esperanza. Lo avisó con sencillez:

—Estoy con vosotros, pero el año próximo quizá tengáis otro Papa.

Y para los que tenían una visión negativa de aquellos meses, comentó:

—La primera sesión ha sido como una introducción lenta y solemne a la gran obra del Concilio. Un arranque decidido a entrar en el corazón y en la sustancia del designio querido por el Señor.

Los padres regresaron a sus sedes respectivas hasta el siguiente otoño, en el que Juan XXIII esperaba que los trabajos se reanudaran con «un ritmo seguro, continuo y ágil, facilitado por la experiencia de las reuniones de esta primera sesión».

Sería un desorden

¿Por qué el fundador del Opus Dei no participó en el Concilio? La razón entronca con el sentido mismo de su existencia santa: hacer el Opus Dei conforme al carisma recibido de Dios.

El Padre previó que podían convocarle en calidad de presidente general de un Instituto secular de derecho pontificio, y que su presencia en el Concilio podría interpretarse como una aceptación tácita por su parte de tal status jurídico de la Obra. Este precedente podría resultar poco favorable para la futura revisión del encuadramiento canónico del Opus Dei. De ahí que deseara no ser invitado.

Expuso a la Santa Sede la razón de este deseo, que fue aceptada. Entonces, mons. Loris Capovilla, secretario personal de Juan XXIII, le propuso, en nombre del Papa, intervenir como perito. El Padre agradeció la invitación, pero le dijo que, sometiéndose siempre a la definitiva decisión del Papa, tampoco podía aceptarla: porque causaría extrañeza que el fundador del Opus Dei interviniese como perito, cuando otros miembros de la Obra eran padres conciliares. Como explicaría años después don Álvaro del Portillo, no era cuestión de vanidad, sino un modo de evitar confusiones y malentendidos15.

Recuerdo que el Padre rechazó también las peticiones que le formularon varios obispos y peritos conciliares de darles conferencias sobre los temas que se debatían en el aula, o bien sobre el Opus Dei. No quería ningún tipo de protagonismo, fiel a su lema: «ocultarme y desaparecer, que sólo Jesús se luzca». Era una conducta muy distinta, aunque nunca criticó la contraria, a la que seguían otras figuras de la Iglesia en esos momentos.

Sin embargo, hubo algo a lo que no pudo negarse: a recibir en Villa Tevere a los numerosos padres conciliares y peritos teólogos y canonistas, que solicitaban hablar con él. Procuraba que esos encuentros no le distrajesen de lo que consideraba su misión fundamental: gobernar y dejar bien asentado el Opus Dei, e impulsar su expansión apostólica en el mundo. Muchas veces le oí comentarnos:

—Debo dedicarme sobre todo a vosotros. Hacer lo contrario sería un desorden, que desagradaría a Dios.

Sólo le importaba cumplir la voluntad divina de llevar a cabo la misión que había recibido. En ese sentido, era ajeno a la llamada carrera eclesiástica. Poco tiempo antes del Concilio —no recuerdo si al final del pontificado de Pío XII o a comienzos del de Juan XXIII—, un rumor corrió como la pólvora por los pasillos y oficinas del Vaticano.

—¿Es cierto lo que dicen? ¿Van a hacer cardenal a Escrivá?

Cuando le llegaban noticias de este tipo, el Padre sonreía y dejaba pasar. Pero una vez, en el verano de 1960, sabiendo que había vuelto a circular su nombre entre los posibles cardenales y que yo estaba al corriente, me llamó a su despacho. Quería enseñarme a mí, que también soy médico, una dolencia que padecía. Se desabrochó varios botones de la sotana a la altura del tórax y me mostró la piel.

Descubrí con asombro que tenía un herpes zoster —concretamente, una neuritis intercostal— y me quedé, por unos segundos, sin saber qué decir. Un herpes zoster es muy doloroso: provoca unos sufrimientos tan intensos que popularmente se incluye entre las enfermedades insoportables. ¡Y el Padre llevaba esa dolencia con tal espíritu de sacrificio que ni siquiera se quejaba! Una vez superado mi estupor inicial, comencé a revisarle: tenía la piel tremendamente inflamada, con una coloración amoratada, llena de llagas. Y, aludiendo a las habladurías, me comentó:

—Mira, hijo mío: ésta es la púrpura que el Señor quiere para mí.

Sin embargo, como ya he apuntado, aunque no participó personalmente en los debates del aula conciliar, rezó mucho, muchísimo, y pidió constantemente oraciones para que los hombres no estorbásemos la acción del Espíritu Santo. Habló siempre con un tono esperanzado de los frutos del Concilio, de fidelidad a la Iglesia y de obediencia a las disposiciones conciliares, a la vez que vigilaba con infatigable y prudentísimo desvelo para que nada pudiera debilitar la fortaleza en la fe de sus hijos.

Fallece Juan XXIII

El 25 de mayo de 1963, Juan XXIII, ya en la fase final de su enfermedad, hizo llegar al Secretario general del Concilio este mensaje: —Decid a monseñor Felici que le estoy cercano, y que aprecio su trabajo y el de sus colaboradores. Yo también trabajo por el Concilio; ahora más que nunca.

El 31 de mayo, el Papa recibió la Unción de los enfermos. Mons. Escrivá nos pidió que implorásemos al Señor el milagro de su curación. Sin embargo, el Señor quiso llevarse al Papa tres días más tarde, tras una larga agonía. Era el lunes después de Pentecostés. Hasta en la fecha de su muerte, su vida terrena estuvo íntimamente ligada a la acción del Paráclito. Concluían cuatro años y siete meses de un pontificado breve, pero decisivo para la historia de la Iglesia. Al acercarse la hora de su muerte había dicho:

—Este lecho es un altar, y el altar requiere una víctima: aquí estoy preparado. Ofrezco mi vida por la Iglesia, la continuación del Concilio ecuménico, la paz del mundo, la unión de los cristianos.

Esa tarde, a las 19.50, hora de su muerte, el cardenal Traglia, vicario de Roma, acabó de celebrar en el sagrato de la basílica de San Pedro la Misa pro Pontífice infirmo, ante una multitud profundamente conmovida. Yo me encontraba también allí y recuerdo cómo muchos lloraban mirando hacia las grandes ventanas del apartamento pontificio.

En cuanto supo la noticia, el Padre rezó un responso en el oratorio de Pentecostés, junto con don Álvaro del Portillo y los otros miembros del Consejo general del Opus Dei que en ese momento se hallaban en Villa Tevere. Por la noche, vimos un programa especial de televisión sobre la vida de Juan XXIII y, cuando terminó, fuimos con el Padre a rezar un rosario ante el Sagrario, pidiendo de nuevo por el eterno descanso de aquel Pontífice que se había ganado el corazón de millones de personas, incluso no cristianas.

—Rezad y ofreced mortificaciones por el futuro Papa, para que salga elegido el que más convenga a la Iglesia.

Esto nos pidió después el Padre, y lo repitió a los alumnos del Colegio Romano. Añadió que desde ese mismo instante aceptaba lo que dispusiera la voluntad de Dios. Al Papa que iba a venir ya lo quería, fuera quien fuera, y rezaba por él de modo muy especial, porque —dijo— «tendrá que sufrir mucho».

La historia demostraría hasta qué punto este presentimiento de mons. Escrivá fue cierto.


1   Conforme, disconforme, conforme con reparos.

2   Cfr. A. LiÉNART, Vatican II, Facultés Catholiques, Lille 1976, pp. 55-59.

3   Además de la secretaría general, había otros dos secretariados: para la unidad de los cristianos, dirigido por el cardenal Agostino Bea, con la ayuda de mons. Willebrands; y para asuntos extraordinarios, compuesto por los cardenales Amleto Cicognani (Secretario de Estado), Giuseppe Siri (Génova), Giovanni Battista Montini (Milán); Carlo Confalonieri (Roma); Julius Dopfner (Munich); Albert Gregory Meyer (Chicago) y Leo Jozef Suenens (Malinas).

4   El primer debate tuvo lugar el 22 de octubre y desde ese día se expusieron opiniones diversas sobre la participación activa de los fieles en la santa Misa, la lengua, el pluralismo ritual, el ayuno eucarístico, etc. Hubo 328 intervenciones orales y 334 escritas.

4bis   AGP, Serie A.3 Escritos.

5   Extraigo, a modo de ejemplo, algunas frases significativas de Camino: «Tu oración debe ser litúrgica» (n. 86). «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares» (n. 522). «Debes aprender a cantar litúrgicamente» (n. 523). «¡Canta! Que se desborde en armonías tu agradecido entusiasmo por tu Dios» (n. 524). «Ser espléndidos en el culto de Dios» (n. 527). «Una característica muy importante del varón apostólico es amar la Misa» (n. 528). «No me pongáis al culto imágenes de serie: prefiero un santo Cristo de hierro tosco a esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de azúcar» (n. 542). «El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la Cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz» (n. 543).

6   «La conciencia del puesto privilegiado que la liturgia ocupa en la vida cristiana es típica de todas las instituciones genuinamente eclesiales y, por tanto, se encuentra de modo eminente en la espiritualidad del Opus Dei (...) En una visión litúrgica, pues, es como mons. Escrivá de Balaguer sigue haciendo sentir su presencia, tan benéfica para la Iglesia y para el mundo»: G. LERCARO, Il Corriere della Sera, 25-VI-1976.

7   Con el tiempo, este obispo cultivó un gran afecto al Opus Dei. Fue nombrado arzobispo de San Juan de Cuyo, y consultor de la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico, lo que nos permitió trabajar juntos unos cuantos años. Siempre que venía a Roma bajaba a la cripta de la actual iglesia prelaticia, donde estuvo enterrado el Padre hasta su beatificación: para «encomendarle las necesidades de mi diócesis», me decía.

8   JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1986, n.° 44.

9   J. RATZINGER, La sal de la tierra, Palabra, Madrid 1996, p. 81.

10   No es tarea mía, sino de los historiadores, evaluar hasta qué punto pudo mejorarse la información del Concilio que estos profesionales demandaban; hasta qué punto esos profesionales fueron utilizados por diversos grupos de presión con intereses específicos; y hasta qué punto los medios de comunicación influyeron en la opinión pública, limitando la libertad de los prelados.

11   Pintor del siglo XVIII. El cuadro se conserva en el Vaticano.

12   ¡Una de las cosas más difíciles es guardar silencio!

13   De un total de 2.209 padres conciliares, 1.368 (62%) votaron a favor de la suspensión, 822 (37%) deseaban continuar y 19 (1%) emitieron votos nulos. Al día siguiente, Felici comunicó que el Papa había indicado que un comité formado por miembros de la comisión doctrinal y del secretariado para la unidad de los cristianos revisase el texto, antes de presentarlo de nuevo en el aula.

14   En los días anteriores se debatió el esquema sobre la Iglesia, que suscitó reservas entre los cardenales Dopfner, Léger, Suenens, Montini, Maximos IV y Lercaro. Suenens preparó un esquema alternativo, nacido en los ambientes teológicos de la Universidad de Lovaina.

15   Cfr. sobre este punto ÁLVARO DEL PORTILLO, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1993, pp. 21-22.

V.
El mosto de la granada

Con algunos protagonistas del Concilio

Mons. Escrivá recibió en Villa Tevere a numerosos eclesiásticos durante el Concilio. Calculo que fueron varios centenares, entre padres conciliares, peritos, miembros de la Curia, teólogos, canonistas, etcétera. Aunque procuraba dedicarse por entero a la dirección del Opus Dei —«eso es lo que el Señor quiere de mí», le oíamos repetir—, no podía ni quería cerrar las puertas a nadie. Hubo días en que recibió más de media docena de visitas. Le pidieron consejo y hablaron con él muchos protagonistas del Vaticano II: eclesiásticos de muy diversas procedencias, a veces con distintos enfoques teológicos o disciplinares, que defendieron en el aula conciliar planteamientos encontrados.

¿Por qué ese interés por conocer al Padre? Mons. Escrivá no era un activista eclesial o social, ni un filósofo con ideas novedosas, ni un teólogo o canonista de profesión, en el sentido académico de esos términos. Era, sencillamente, un hombre de Dios, un profeta, un fundador, un santo.

He reflexionado mucho sobre algo que oí a mons. Carlo Colombo, como resumen de su encuentro con el Padre:

—¡Qué diferencia hay entre un teólogo y un santo!

Esa frase manifiesta bien de qué distinto modo proceden los teólogos y los santos. Los primeros avanzan como los escaladores, trepando lenta y fatigosamente hacia la cima: con un razonamiento, una argumentación, a paso de silogismo, hasta que alcanzan un repecho; y desde allí, asegurados con clavijas y cuerdas, emprenden una nueva conquista intelectual. Tal conquista se convierte en premisa de un nuevo silogismo, en una especie de campamento-base para otra escalada. Y, al fin, cuando los teólogos de la cordada coronan la cima... , se encuentran allí al santo, contemplando el paisaje.

¿Cómo ha llegado? Es un misterio. El Espíritu Santo arrebata con sus dones el alma de los santos y los eleva impetuosamente hasta la cima de la Sabiduría. Y allí Dios les hace saborear el mosto del que habla San Juan de la Cruz:

Gocémonos, Amado, 

y vámonos a ver en tu hermosura 

al monte y al collado, 

do mana el agua pura; 

entremos más adentro en la espesura.

Y luego a las subidas 

cavernas de la piedra nos iremos 

que están bien escondidas 

y allí nos entraremos 

y el mosto de granadas gustaremos1.

Quizás sea ésta la respuesta. Los numerosos padres y peritos conciliares que deseaban hablar con el fundador del Opus Dei no buscaban prioritariamente resolver intrincados problemas teológicos y pastorales, aunque las enseñanzas del Padre y la realidad del Opus Dei influyeron mucho en algunas conclusiones del Concilio. Tampoco venían a pedir la opinión de un hombre que había promovido miles de iniciativas apostólicas para todo tipo de personas, ni a consultar con un pensador —si bien alentó la creación de universidades civiles y eclesiásticas—, ni...

A unos les movía sólo la curiosidad. Muchos otros querían sencillamente esto: conocer y tratar a un santo.

* * *

Tuve ocasión de asistir a muchos de esos encuentros, a los que mons. Escrivá procuraba dar un tono sencillo y familiar, que facilitaba enormemente el diálogo. Solían ser invitaciones a almorzar o a tomar el té. Se hablaba del Opus Dei, de su espíritu y apostolado, de cuestiones teológicas y ascéticas relativas al apostolado de los laicos y, en general, a la vida de la Iglesia. Tal como escribió don Álvaro, en numerosas ocasiones la visión del Padre sirvió «para iluminar graves problemas doctrinales y disciplinares, respetando siempre con delicadeza la debida reserva de los trabajos del Concilio»2.

La conversación, al mismo tiempo que sencilla y cordial, tenía siempre, por la decisiva influencia de la personalidad del Padre, un constante tono sobrenatural.

François Marty, entonces arzobispo de Reims y más tarde arzobispo de París y cardenal, recordaba al Padre como «un hombre que sólo hablaba de Dios. Un rato de charla con él era como un rato de oración».

Me gustaría contar con detalle todos esos encuentros, a los que asistí porque bastantes de esas personas eran amigos o conocidos míos y el Padre tenía la delicadeza de invitarme. Sin embargo, la lista es tan numerosa3, que espigaré sólo unas pocas visitas. La selección responde al criterio de mostrar ejemplos variados, tanto por las nacionalidades como por las posturas que defendieron en el Concilio; o por la función que desempeñaron: padres conciliares, moderadores, teólogos, canonistas... Todos han dejado una huella personal en la historia reciente de la Iglesia.

Carlo Colombo, el teólogo del Papa

Comenzaré por Carlo Colombo4, el conocido asesor teológico y amigo personal de Pablo VI, que manifestó a través de mons. Onclin —de quien ya hablaré— su deseo de encontrarse con el Padre, muy posiblemente por indicación o sugerencia explícita del propio Papa.

Colombo tenía 54 años cuando lo conocí y era hombre discreto, de sonrisa amable y rostro sereno. Fue una de las personalidades decisivas del Vaticano II. Lo corroboró el hecho de ser uno de los diez peritos —los más significados, además de los secretarios de las comisiones conciliares— con los que Pablo VI quiso concelebrar la Misa de clausura del Concilio, como muestra de estima y de agradecimiento por el trabajo realizado.

Formado en los ambientes de la tradición católica lombarda, Colombo conocía bien al p. Agostino Gemelli, franciscano, fundador de la Universidad Católica del Sacro Cuore y de varios institutos seculares inspirados en el concepto de estado de perfección secular, con los que se mantenía en contacto.

Mons. Escrivá invitó a Colombo a almorzar en Villa Tevere, junto con Onclin. Asistimos también don Alvaro, Javier Echevarría, entonces secretario personal del Padre, y yo. Colombo inició la conversación en tono profesoral. Perfilaba cada término con precisión, con el estilo propio de un profesor de Teología. Mostró, además de un hondo sentido espiritual y rigor intelectual, una rarísima cualidad: sabía escuchar.

Después de agradecer al Padre que le hubiese ofrecido la ocasión de conocerle personalmente, hizo una alusión genérica al apostolado de los laicos y pasó directamente a hablar de los institutos seculares. Dijo, entre otras cosas, que constituían una nueva forma del estado de perfección y que algunos imponían a sus miembros, laicos consagrados, la obligación de guardar secreto sobre su pertenencia al instituto. Explicó:

—Así se facilita la penetración apostólica de los laicos en el mundo, sobre todo en el campo de las actividades políticas y sociales. Pues si ciertas personas recelosas contra la Iglesia supieran que se trata de laicos consagrados, impedirían su presencia a toda costa.

El Padre le escuchó atentamente. Luego le comentó sonriendo:

—Monseñor, todo eso que usted dice es magnífico. Sin embargo, no tiene nada que ver con el Opus Dei, que es una realidad espiritual muy distinta. Yo tengo grandísimo respeto a los religiosos y a los institutos seculares, que buscan el estado de perfección en medio de las realidades temporales. Ahora bien, los hombres y las mujeres del Opus Dei no buscan el estado de perfección, sino la perfección de cada uno en su propio estado, que no es lo mismo.

Y le explicó ampliamente que los laicos del Opus Dei —hombres y mujeres, solteros y casados, intelectuales y obreros— se esfuerzan por santificarse donde Dios les llama, en y a través de su propia profesión u oficio. Sin secretos de ningún tipo, que no necesitan. Y que tampoco tienen que penetrar en el mundo, porque no han salido de él: están ya en el mundo, donde se mueven, sin ser mundanos, con la misma naturalidad y empeño ascético y evangelizador de los primeros cristianos.

Mientras mons. Escrivá hablaba, observé la expresión de Colombo, que experimentó un cambio notable. Del asombro inicial pasó al progresivo asentimiento y, al final, su rostro manifestaba una profunda admiración.

* * *

Se habló después, porque empezaban ya a manifestarse los primeros signos, de lo que años más tarde se llamó la «crisis postconciliar»: contestación —desobediencia pública y notoria— a las enseñanzas del magisterio y a las directrices del Papa; confusión doctrinal creciente en las clases de Teología de bastantes universidades; instituciones religiosas que comenzaban a hundirse, por un malentendido aggiornamento; marxistificación de ambientes intelectuales católicos, incluso del clero.

A Colombo, que se limitó a hacer un análisis expositivo, académico, de esa preocupante situación, le impresionó la fuerza con que el Padre habló del demonio mudo: ese demonio que induce a las almas a no ser plenamente sinceras, con Dios y con ellas mismas, en la vida y en la dirección espiritual; y que lleva a algunos pastores de la Iglesia a callar, cuando tienen la responsabilidad de señalar lo verdadero y lo falso, a fin de evitar que el lobo destroce sus ovejas.

Fue al final, mientras les acompañaba hasta la puerta de la casa, cuando Colombo nos dijo a Onclin y a mí la frase antes referida: —¡Qué diferencia hay entre un teólogo y un santo!

He sido testigo de ese cambio de expresión ante el Padre en numerosas ocasiones y con las personas más variadas. Éste me impresionó de manera especial, por la humildad y la agudeza de ese comentario, en una figura de la talla intelectual de Colombo.

Cuando murió el Padre, mons. Carlo Colombo escribió esta sentida carta:

Reverendo don Alvaro:

He visto en el periódico que ha muerto mons. J. Escrivá de Balaguer. Le presento a Usted y a toda la familia del Opus Dei mis sinceras condolencias y le aseguro mi oración en sufragio por él.

El Señor valorará verdaderamente tanto bien como ha hecho en la vida, y la esperanza que ha sabido suscitar en tantas almas.

A nosotros, estas circunstancias dolorosas, aunque imprevistas, nos hacen comprender mejor la vocación propia de los cristianos: ser fuente de fe y de esperanza aun en los momentos más penosos.

Así lo deseo a todo el Opus Dei, y especialmente a España y a los sacerdotes del Opus Dei. Y por ello aseguro mi oración.

Bendiciéndole,

In Xto 

+ Carlo Colombo4bis

El 29 de abril de 1978, siendo obispo auxiliar de Milán, escribió a Pablo VI una carta postulatoria para la apertura de la Causa de canonización de mons. Escrivá:

Beatísimo Padre:

Me permito añadir mi petición a la de otros obispos que han pedido el inicio del proceso canónico para la introducción de la Causa de mons. Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Me parece que lo merece por las siguientes razones, que me han persuadido:

a)    Si, como dice el Evangelio, debemos buscar cuál es la raíz de los frutos (omnis arbor bona bonus fructus facit, Mt. 7, 17), me parece que, a partir del florecimiento del Opus Dei se puede llegar hasta su causa; y deducir que la gracia de Dios es verdaderamente el origen de todo esto. Si luego se reflexiona que la enseñanza espiritual que ha alimentado y alimenta el Opus Dei está contenida sobre todo en los escritos de mons. Escrivá de Balaguer, especialmente en su breve libro Camino, y se considera el valor que concede a la gracia de Dios, se puede llegar hasta el espíritu del fundador.

b)    Un aspecto particularmente importante de la labor de mons. Escrivá de Balaguer es haber enseñado a un número notable de personas de toda condición la posibilidad de alcanzar la santidad cristiana en los estados de vida más comunes y corrientes, anticipándose a las enseñanzas del Concilio Vaticano II en el capítulo V de la Constitución Lumen gentium. Trazaba de este modo un camino de perfección cristiana que beneficia notablemente a la Iglesia en el momento histórico actual; y por los pequeños aspectos que he podido constatar incluso yo, los consejos que daba a todo tipo de profesores universitarios estaban impregnados de un notable equilibrio.

c)    La única vez que tuve ocasión de visitarlo personalmente, en el Viale Bruno Buozzi en Roma, me impresionó la alegría que reinaba en aquella casa y que él transmitía: me parece un signo evidente de espíritu cristiano, que San Pablo subraya mucho en sus cartas.

Estoy persuadido, por tanto, de que el juicio de la Iglesia será favorable y confortará mucho a los que siguen el camino trazado por el fundador del Opus Dei, animándoles a caminar fielmente por esa senda, y ayudará también mucho a la Iglesia en el momento actual. 

Al empeñarme por resaltar estos ejemplos de vida cristiana actual, impulsándolos también en la facultad de la Italia septentrional, estoy convencido de que respondo a una necesidad actual de la Iglesia, y confío en que la petición obtenga la aprobación de Vuestra Santidad, a quien imploro humildemente la Bendición apostólica para la facultad y para mí.

De Su Santidad obligadísimo en el Señor + Carlo Colombo4ter

Si se acerca el lobo...

En su entrevista con mons. Colombo, el Padre habló del lobo y del demonio mudo, como va dicho. En referencia a esa alusión, me parece oportuno anotar lo que mons. Escrivá dijo el 15 de diciembre de 1973 a los miembros del Consejo general del Opus Dei, y a todos los que teníamos la obligación de velar por ese pusillus grex, ese pequeño rebaño dentro de la Iglesia. Recordó algo de genuino sabor evangélico: nadie podía dormirse dejando que el lobo atacase al rebaño. Y si se acercaba, ¿qué hacer?

«Después de invocar a la Madre del Cielo, que es Madre nuestra, Regina Operís Dei, y, para mí, Auxilium Christianorum, Refugium peccatorum —¡cómo consuela rezar la letanía, aunque a veces sea corriendo!—, hemos de pedirle que sepamos llevar el pusillus grex, ¡que no tengamos miedo a hablarles del lobo!».

Como de costumbre, el Padre se aplicaba las faltas en primer lugar a sí mismo, aunque fueran inexistentes, como en este caso:

«Quizá yo he tenido una comodidad especial: no he querido hablar del lobo pro bono pacis5. Y quizá he dejado a muchas almas inermes, he dejado a muchas criaturas sin una disposición, por lo .