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LAS CUATRO VIRTUDES

 

VIRTUDES. EXPERIENCIAS HUMANAS Y CRISTIANAS

Juan Luis Lorda

VIRTUDES

EXPERIENCIAS HUMANAS Y CRISTIANAS

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

© 2013 by Juan Luis Lorda

EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.

28027 Madrid

(www.rialp.com)

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ISBN: 978-84-321-4272-7

ePub producido por Anzos, S. L.

CAPÍTULO 1

LA IDEA DE VIRTUD

¿Se puede mejorar?

¿Se puede ser mejor, es decir, mejor persona? Es una buena pregunta. Y ¿quién se atrevería a responder que no, que él no puede mejorar?

Una parte de nuestra cultura moderna diría que la cuestión no le interesa en absoluto, que ser bueno es un aburrimiento; y que le parece más interesante no serlo. Seguramente, tiene alguna razón.

En una película suelen ser más interesantes los papeles de los malos que los de los buenos. Y si sólo hacemos una película con buenos, por así decir, nos saldría un aburrimiento insoportable. En cualquier argumento de la literatura o del cine, hay que poner algo de maldad. Si no, no tiene profundidad humana. Es verdad. La maldad pone emoción en el mundo. Pone retos que hay que superar, obstáculos que hay que vencer, injusticias que hay que arreglar. Sin esto, no hay emoción en la vida.

Pero a nadie le gustaría tener un hijo, un esposo o una esposa, un jefe, y, no digamos, una madre o un padre que prefiere ser malo en lugar de bueno. El resultado sería bastante amargo, y puede hacernos la vida insoportable. Es mucho mejor tener alrededor gente buena, que procura cumplir con sus deberes, tratarnos bien y ayudarnos cuando nos hace falta. Cada persona buena es un tesoro, un descanso, un apoyo y, podríamos decir, un triunfo de la humanidad.

Por eso, pese a lo que opinen sectores marginales, que sólo son capaces de complicarse la vida a sí mismos y a los demás, resulta bastante interesante intentar ser bueno. O, por lo menos intentar mejorar. Pero ¿realmente se puede mejorar?

La experiencia de la vida dice que sí y que no. Por un lado, sabemos que se puede ser mejor; poniendo empeño e interés. Y, por otro, que no es fácil; que cada persona tiene límites, defectos y maneras de ser muy arraigados; que una vez y otra caemos en lo mismo; y que es difícil sacar la vida del raíl donde la hemos metido.

El resultado, según la experiencia común, es que se puede, por lo menos en parte, aunque es difícil. Entonces la pregunta siguiente es: ¿vale la pena intentarlo?, ¿merece la pena en cualquier edad y circunstancia intentar mejorar?

Los que nos rodean dirían que sí, que merece la pena que lo intentemos, porque ellos conocen y padecen nuestros defectos. Y nosotros diríamos lo mismo de los demás. Pero lo interesante es planteárselo uno mismo: ¿vale la pena intentar mejorar?

En cuanto respondamos que sí, nos tropezaremos con la siguiente pregunta. Y ¿cómo mejorar? Y, en cuanto hagamos esta pregunta, tendremos delante la experiencia de la humanidad desde que empezó a pensar y a escribir: es la historia del humanismo.

El carro alado de Platón

«Conócete a ti mismo» es el lema más importante de la sabiduría clásica, el lema que presidía el pórtico del templo de Apolo en Delfos, y es el lema que escogió Sócrates, padre de la filosofía, para orientar su misión en Atenas.

Cada uno lleva dentro un microcosmos y un compendio de la humanidad. Conociéndose bien, podemos saber mucho de los demás y dirigir nuestra vida. Pero no se trata de meterse en solitario en una cueva para autocontemplarse. Todas las personas somos bastante parecidas. Por eso, además de la experiencia propia, podemos aprender de los demás.

El plano de la interioridad humana está trazado casi desde el inicio del pensamiento. Platón, el gran discípulo de Sócrates, comparó el alma o la interioridad humana a una biga, uno de esos hermosos carros griegos de dos ruedas, tirados por dos caballos. En el alma hay un conductor que dirige el carro. Es la razón, con su capacidad de decidir, que es la libertad. Y los dos caballos son las dos tendencias del alma; o como se decía clásicamente, los dos apetitos.

Uno de los caballos representa los deseos de placer. Según el ejemplo de Platón, es un caballo negro y díscolo. Difícil de dominar, porque está siempre revolviéndose con todas las cosas que nos apetecen. A la razón le cuesta controlarlo, sujetarlo con las riendas, pero si no lo controlara perdería la libertad. Así sucede en algunas vidas o, por lo menos, en algunos casos.

El otro caballo es el ánimo, el deseo de lo que es noble y bonito, que se alimenta con el ejemplo de las grandes hazañas de los héroes que han hecho algo valioso. Es la capacidad de enfrentarse con los grandes retos de la vida, el ánimo para afrontar las luchas y también para padecerlas sin venirse abajo. Este, según Platón, es un caballo blanco, noble y dócil.

No es que uno sea el malo y otro el bueno. Uno es más noble que otro, pero los dos son necesarios para tirar del carro. Si no tuviéramos deseos de comer, no podríamos vivir. Pero si sólo nos dejáramos llevar por los deseos de comer, nuestra vida sería bastante miserable.

La imagen del carro con sus dos caballos es muy útil para ilustrar lo que es el alma humana. En nuestra vida hay una guía, que es la inteligencia, que tiene que saber gobernar las tendencias: tanto los múltiples deseos de placer, como el ánimo por los grandes ideales. No podemos vivir sin comer, pero tampoco podemos vivir sin ideales. Con los dos caballos avanza el carro. Y saberlo es mucha sabiduría y una clave del humanismo.

Los hábitos según Aristóteles

Aristóteles es uno de los genios del pensamiento humano. Aunque vivió en el siglo iv antes de Cristo, ha marcado los fundamentos del pensamiento occidental. Todavía mucho de lo que decimos hoy sobre lo que es la inteligencia y la libertad se inspira en él.

Quizá la más conocida de sus obras es la Ética a Nicómaco. Se trata de un curso que desarrolló para sus discípulos, del que conservamos las notas corregidas y mejoradas. Ética significa la teoría sobre la conducta humana. Aristóteles se plantea fundamentalmente una pregunta: ¿cuál es la manera de vivir que le conviene al ser humano? ¿Cuál es la manera más digna de vivir para un ser humano?

Primero trata de lo que son los hábitos o costumbres morales y cómo se forman. Después, de las virtudes, que son los hábitos buenos. La parte central y más extensa de la Ética a Nicómaco está dedicada a explicar la justicia. Después, trata de lo que es el conocimiento y la prudencia. Y la última parte está dedicada a la amistad.

Aristóteles observa que muchos rasgos de las personas se fijan por repetición de actos libres. Los oficios se aprenden adquiriendo con mucha paciencia las habilidades necesarias; por ejemplo, para hacer muebles, dirigir un barco o tocar el violín. Al principio, las acciones se hacen con torpeza, pero, si se ejercita, pronto se aprende a obrar con eficacia. Se ha logrado la habilidad por repetir actos conscientemente bien hechos. En adelante se hará con menos esfuerzo, con más gusto y con más eficacia.

Lo mismo sirve para otras esferas de la vida. Cuando se pone interés en hacer alguna cosa bien, se mejora poco a poco. Eso son los hábitos. El que pone empeño en ser más valiente lo consigue. El que pone empeño en concentrarse antes de ponerse a estudiar, gana en eficacia. Y el que pone empeño en beber menos quizá también puede conseguirlo.

Los hábitos que mejoran y desarrollan la personalidad son buenos, y se les llama virtudes. En cambio, los hábitos que destruyen nuestra personalidad son malos, y se les llama vicios. Si aprendemos a controlar voluntariamente la bebida, adquirimos dominio sobre nosotros mismos. Es un hábito bueno, una virtud. En cambio, si nos acostumbramos a dejarnos llevar por la bebida, adquirimos un hábito que destruye nuestra personalidad. Es un vicio. Y cada vez que nos dejemos llevar por él, estará más arraigado y nos resultará más difícil de superar.

Así, según Aristóteles, para mejorar hace falta adquirir buenos hábitos. Sobre todo, el hábito o la virtud de la justicia, que es hacer las cosas como hay que hacerlas. Según Aristóteles, se trata de poner en todo la medida de la razón. Tenemos que comer, pero con la medida razonable que descubre la inteligencia. Podemos beber, pero con la medida razonable que descubre la inteligencia. Y lo mismo en cualquier otra cosa. De manera que el hombre bueno es aquel en que predomina la razón y la justicia en todo lo que hace.

Este ideal de hombre bueno y de lo que es la virtud ha atravesado la historia de la humanidad. Es la clave del humanismo clásico. Y hoy es igual de útil que cuando Aristóteles la explicó a sus discípulos.

El ideal de sabio y las cuatro virtudes

Siguiendo el ejemplo de los primeros filósofos y de Sócrates, se formó en Grecia un ideal de sabio; de hombre dedicado a la búsqueda de la sabiduría; capaz de dejar aparte otras ocupaciones y otros intereses; capaz de prescindir de la buena vida para llevar una vida buena. Todo por amor a la sabiduría.

Sabiduría que no era pura teoría, sino que quería ser una manera sabia de vivir. Enseguida dedujeron lo mismo que otras sabidurías que hay repartidas por el mundo, como las tradiciones china o india. Se dieron cuenta de que el ser humano es racional, y que, por eso, debe vivir por encima de sus pasiones, buscando paz con la naturaleza y dentro de la sociedad.

Si somos inteligentes y libres, nuestra conducta tiene que estar dominada por la inteligencia y la libertad. Las personas que se dejan llevar por puros impulsos instintivos o por la violencia se comportan como animales, de una manera que es indigna para un ser humano. Da asco ver que una persona come a dentelladas como un animal. Pero es más triste si se le ve vivir como un animal, dominado por sus impulsos, en lugar de por la razón.

Por eso, más tarde, la manera sabia de vivir se compendió en las virtudes. Sobre todo en las cuatro virtudes que los estoicos, inspirándose en Platón y Aristóteles consideraron principales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Hay muchas más virtudes o hábitos buenos que pueden desarrollar la personalidad humana, pero consideraban que estas cuatro eran las principales.

Además se correspondía bien con el esquema que Platón hizo sobre el alma. Según Platón y Aristóteles, en el alma humana hay cuatro grandes capacidades: la inteligencia, que es la principal y no necesita mucha presentación. La voluntad, que es la capacidad de decidirse libremente. Estas son las dos capacidades más altas del alma.

Pero hay dos más, porque tenemos cuerpo, y representan nuestra afectividad. Son dos capacidades o posibilidades de tender hacia algo. Se corresponden con los dos caballos que vimos en el carro de Platón. Por un lado está el caballo negro que representa el área de los deseos de placer o de satisfacción. Y, por otro, el caballo blanco que representa el área del ánimo o la capacidad de enamorarse de los ideales y de pelear por ellos.

Pues bien, la virtud propia de la inteligencia para conducir bien el carro del alma es la prudencia. La virtud que perfecciona la voluntad es la justicia. La virtud que gobierna el caballo de los deseos es la templanza o moderación. Y la virtud que gobierna el ánimo para afrontar y resistir las dificultades en la lucha por lo bueno, es la fortaleza.

Estos cuatro hábitos —prudencia, justicia, fortaleza y justicia— son los que principalmente construyen la personalidad humana. Por eso son importantísimos tanto para mejorar personalmente como para la educación. Y en esas cuatro virtudes se compendian los ideales del humanismo clásico y cristiano, que está en la base de nuestra cultura.

Cicerón y la honestidad

Cicerón, junto con Séneca, es uno de los grandes educadores de Occidente. Para nosotros representa casi lo mejor de la cultura romana. Y es el gran transmisor de la teoría de las virtudes. Es decir, vivir con la dignidad de un ser humano.

Séneca, que nació cordobés, escribió unas Epístolas Morales a Lucilio, un amigo suyo, al que, carta tras carta, le transmitía los ideales de la vida humana. Una vida sobria, desprendida todo lo posible de las pasiones encendidas, equilibrada, pacífica, preocupada por el bienestar público y benevolente con los demás.

Cicerón, por su parte, intentó resumirlo todo en un tratado para su hijo Marcos, que estaba estudiando en Atenas, que entonces era la gran universidad extranjera, como si hoy nos hablaran de Oxford o Harvard. Y era buen chico, aunque bebía un poco, según parece. Las cosas no han cambiado mucho.

Sea como fuere, Cicerón lleno de celo por la educación de su hijo y también por recopilar lo mejor de la sabiduría clásica, compuso un tratado sobre Los deberes, para mostrar lo que es el ideal de honestidad, lo mejor que puede tener un ciudadano.

Y lo escribió en un momento difícil para él: a la muerte de Julio César, el emperador, con el que no se llevaba bien. En medio de las luchas por la sucesión, tenía que andar huyendo de una casa a otra, y escondiéndose en las fincas que poseía. No deja de llamar la atención que encontrara ánimo y fuerzas para escribirlo.

Precisamente, estas circunstancias tan adversas y tan difíciles de la vida pública le empujaban a dejar constancia de cómo tiene que ser un hombre honrado, un buen romano que quiere ser una ayuda para su patria y para los demás.

En su libro, que es uno de los pilares intelectuales del humanismo clásico, trata primero de la diferencia entre lo que es útil y lo que es honesto. Es decir entre lo que puede convenirnos a nosotros y lo que es justo en sí mismo. Porque esa es la clave de la honestidad. Si sólo buscamos lo que nos conviene, a nuestros gustos y a nuestro egoísmo, ya no hay nada que decir sobre lo que es una vida digna.

Después explica detenidamente las cuatro virtudes: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Hubiera querido terminar hablando de la vida pública, pero no pudo acabarlo. En gran parte, por Cicerón y por su libro sobre los deberes, estas cuatro virtudes son la clave de nuestra tradición humanística.

Las virtudes en el Catecismo

Cuando, muy pronto, el cristianismo empezó a extenderse por el Imperio romano, los cristianos tuvieron que hacer un discernimiento. Ellos se sentían, como después diría san Agustín, ciudadanos de las dos ciudades, de la tierra y del cielo. Participaban de la cultura clásica y se habían formado leyendo la literatura y la filosofía de griegos y romanos. Muchas cosas les gustaban. Pero también había cosas de la cultura dominante que no podían aceptar.

Rechazaron totalmente los cultos paganos, a unos dioses que eran muy frívolos y con unas maneras de vivir indignas, según contaban los poetas clásicos en sus mitologías. Por esa razón no participaban en los cultos oficiales de las ciudades y, aunque hoy nos sorprenda, eran acusados de ateísmo. Acusación muy grave, porque negar el culto a los dioses de la ciudad o del Imperio era considerado alta traición y frecuentemente se pagaba con la muerte.

También rechazaron la violencia de los juegos del circo; la indecencia de algunos espectáculos del teatro; y la dureza de algunas costumbres romanas, como la facilidad con que se maltrataba a los esclavos, se repudiaba a la mujer, o se exponía a los hijos; que era abandonar a los no deseados a la intemperie, para que se murieran. Ayer, como hoy, los cristianos se oponían al aborto y a todo lo que fuera en contra de la santidad de la vida y del matrimonio. Por esas diferencias, padecieron crueles burlas y duras persecuciones.

En cambio, casi desde el principio, los cristianos apreciaron algunos rasgos de la cultura clásica. Sobre todo, el empeño de los sabios griegos y romanos de vivir por encima de sus pasiones. Les admiraba el ejemplo de sobriedad, aunque les resultaba molesto el orgullo con que lo hacían, porque querían ser algo así como superhombres, y esto no parecía muy cristiano.

Muchos cristianos de cultura griega, como Clemente y Orígenes, que vivieron en Alejandría, la gran capital de Egipto, tenían en mucha estima la tradición clásica de la sabiduría y, purificándola, la incluyeron en su visión cristiana. En particular, toda la teoría de las virtudes, inspirada en parte en Platón, en Aristóteles y en los estoicos.

También algunos grandes cristianos de tradición latina o romana, apreciaron ese legado de Séneca y Cicerón. Así sucedió con san Ambrosio, que antes de ser obispo de Milán, fue prefecto imperial; y con san Agustín, que había sido un importante maestro de retórica antes de ser obispo. Eran figuras de mentalidad muy romana y muy bien situados en la sociedad de su tiempo. Supieron apreciar la profunda sabiduría de aquel esquema de las cuatro virtudes, que les habían enseñado desde niños; y comprendieron su importancia para los ideales de la educación.

Por esa razón, las cuatro virtudes están recogidas en el Catecismo católico. Quizá es el único lugar donde este legado de nuestra tradición humanista se puede encontrar hoy de una manera viva. Porque para el cristianismo esas virtudes representan los ideales naturales de la perfección humana.

El esquema de las virtudes

El humanismo clásico europeo, con fuertes paralelos en la tradición china y en la budista, está basado en la teoría de las virtudes. Para él, lo que tiene que hacer una persona que quiera realizarse como persona es cultivar las cuatro virtudes clásicas: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

Prudencia es la virtud propia de la inteligencia cuando tiene que decidir lo que hay que hacer: es el hábito de decidir bien. Justicia es la virtud propia de la voluntad: es el hábito de decidir por lo que es justo prefiriéndolo a lo que me apetece o le conviene a mi egoísmo. Templanza es la virtud que modera el área de los deseos: el hábito de poner medida en los deseos. Fortaleza es la virtud que modera el ánimo: el hábito de poner valor al enfrentarse con las cosas y perseverar en ellas.

Debajo de este esquema tan simple no sólo hay mucha reflexión, sino sobre todo mucha experiencia humana, enriquecida a lo largo de los siglos. Del humanismo clásico grecorromano, pasó al humanismo medieval, al humanismo renacentista, al clasicismo francés de los siglos xvii y xviii. Después, el tema se perdió un poco entre los vericuetos de la filosofía política del xix y xx, y se difuminaron los ideales para una vida personal cuando se pensó todo en términos abstractos económicos o sociológicos.

Pero cuando hablamos de humanismo, estamos hablando sobre todo, de la manera humana de vivir. Una manera que no se nos da entera y hecha por nacimiento, sino como en semilla. Lo mismo que sucede con la capacidad de andar de pie o de hablar. Tenemos facilidad para hacerlo por naturaleza, pero cada uno lo tiene que desarrollar con ejercicio personal. Con ejercicio, se aprende a vivir como persona, como un ser humano; como un ser que piensa y decide personalmente; como un ser que aprende a dominar sus instintos e impulsos interiores.

Cuando pensamos en cómo educar o en cómo mejorar, encontramos una gran respuesta en este modelo clásico que está en la base de nuestra cultura. Algunos ilustrados del xviii y sobre todo del xix, han despreciado lo que venía del pasado porque preferían el progreso moderno. Pero es ridículo. Es verdad que ha habido un gran progreso técnico y también institucional, pero los humanos seguimos siendo humanos, y tenemos la misma estructura que hace dos mil años. Seguimos teniendo deseos y aspiraciones, y la honestidad y la justicia siguen siendo valores muy importantes para la vida. Por eso, hay tanto que aprender de la experiencia de la humanidad.