XLIV



El tercer día el locutor recibe a Recabarren. Tose un poco, le explica que está enfermo, muy enfermo. Enfermedad de la garganta, lo peor que podía pasar. Está preocupado y ansioso, parece un hombre cortado en dos mitades.

Le pide a Recabarren, encarecidamente, sin dejar de recordar el éxito del día anterior, que se haga cargo del programa.

Sabe cómo hacerlo, le dice.

Tiene el don de hacerlo, le dice.

Después mete muchas cosas en un maletín y tira un par de facturas y papeles a la basura, como si estuviese por irse de viaje. Tose, palmea a Recabarren en la espalda y se despide.

Antes de retirarse, coloca el éxito del mes al aire. Una vez que termine, todo será de Recabarren.

La canción es horrible. Parece no terminar más. Sencilla, superflua y vacía. Habla de cosas demasiado generales. Maldita sea, habla de cosas demasiado generales. Parece una canción eterna.

Recabarren agarra una hoja. Empieza a hacer un dibujo. Continúa haciendo un dibujo. No puede parar de hacer un dibujo.

La canción se termina.

Por la radio, se escucha un lápiz recorriendo un papel, un papel que se pliega, que apenas se mueve, deslizándose por la mesa. Encima de él un dedo, las articulaciones de la mano.

Recabarren está solo, escucha el eco de sus pequeños movimientos.

Sigue dibujando. Es como si estuviese solo y la vez con alguien.

Cuando termina el dibujo, lo hace girar, lo mira de costado.

Escribe en la parte superior de la hoja: “Filas de Centeno, muchas personas de papel”.

Entonces aquella misma canción empieza a sonar de nuevo.

Estos actores, como os había prevenido,
eran espíritus todos y se han disipado en el aire

(W.S.)

El protagonista ha venido a este lugar
porque allí no tenía ninguna clase de vida.

(D. M.)

I



Cristian Centeno dormía en el asiento de atrás.

El último asiento de la clase, a la izquierda, en el fondo.

La luz de la ventana caía sobre casi todos los alumnos pero no sobre Cristian Centeno. Con la cabeza apoyada en el cuaderno, suspiraba dormido. Tenía pelo enrulado y pecas, contaba chistes y en los cumpleaños se movía sin parar de acá para allá. Mostraba una energía exagerada, se quedaba siempre hasta lo último porque no tenía padre y la madre era mucama en un hotel. Cristian jamás contó esto; de hecho, inventaba mentiras: decía que el padre era detective y la madre su secretaria, o que el padre era bombero y la madre su secretaria. Que se habían conocido en un incendio, cuando ella se estaba por tirar por la ventana.

Siempre mentía.

Una vez la maestra había pedido que dibujaran un sol hermoso al lado de la frase “día soleado”. Cristian había calcado a la perfección la imagen que había en una revista para niños. El problema fue que terminó la copia demasiado rápido. Todos los otros hacían soles perfectos, se tomaban minutos y minutos de su vida y de la clase para hacer soles perfectos y él hace rato había acabado. Entonces Cristian Centeno, como era frecuente, se durmió. Cuando la maestra corrigió los dibujos, llamó a su lado a Cristian, que se despertó de golpe. Todavía veía imágenes del sueño flotando en la realidad: girasoles, golondrinas y un borrador gigante.

“Lo calcaste”, fue todo lo que le dijo la maestra.

Cristián Centeno vio como tachaban con una gran cruz su dibujo calcado. Luego vio letras rojas al costado: una nota para su padre. Se llevó el cuaderno a la mesa y se quedó recostado encima de él, pensando en el gran borrador y lo que fuera que hubiera antes.

II



Marcelo Centeno saltaba encima de uno de los asientos de atrás de segundo año B.

Hacía chistes, un chiste detrás de otro.

Era el segundo recreo.

En un momento dijo “tengo algo que contar” y el grupo de varones se puso alrededor de él y escuchó. En esa época Marcelo Centeno habrá tenido trece, catorce años. Contó que la vecina no era linda, que tenía cara y culo de conejo. Que la había estado observando por la ventana. Ella lo vio y él le hizo señas; hablaron a través de la ventana, luego a través del ligustro y cuando se estaba por ir él se animó y le dijo “vení a coger a casa”. Ella fue y se desnudaron. Marcelo buscó con cuidado en los cajones del padre, encontró un preservativo y al entrar a la pieza vio que ella lo esperaba en cuatro patas, babeando, la piel pálida, las piernas torcidas, cada vez más parecida a una liebre. La tomó de la cintura y empezó a bombear. Marcelo les explicó a sus compañeros que no había nada como el sonido de un cuerpo golpeando contra otro. Se abofeteó una pierna con la mano, intentando imitar el sonido. Los otros lo miraron atónitos. Justo cuando terminaban de coger, contó Marcelo, su padre llegó. Él y la señorita conejo tuvieron que vestirse rápido y hacer como si hubiesen estado en la pieza escuchando música. Pusieron el equipo de audio con el volumen al tope y se quedaron moviendo las manos encima de las piernas, sentados, observando la pared: había un póster de Marilyn Manson, dos de mujeres semidesnudas y una foto familiar. Marcelo Centeno no contó eso: a quién le importan los detalles. La cosa es que el padre de Marcelo abrió la puerta y saludó. Dijo algo, pero la música estaba tan alta que no se escuchó nada. Cuando se fue su padre, la señorita conejo, sentada en la cama, intentó tomarle la mano. Marcelo se paró, pasó la mano por la superficie de uno de los pósters y así, de espaldas, le pidió que se fuera.

Acá Marcelo Centeno terminaba de contar su historia. Justo cuando estaba por sonar el timbre que daba por finalizado el recreo.

Una vez que sonara, cada uno de los miembros del grupo de varones volvería a su banco. Más tarde se acercarían a Marcelo, quien tenía doce o trece años y le pedirían que contara, otra vez, la historia. Marcelo Centeno no se dará cuenta y al repetirla cometerá un error importante. Aunque nadie lo notará o, si lo notan, les importará poco y nada, porque lo que importa es lo que sienten al escuchar la historia, no la mentira o la verdad.

III



Graciela Centeno vivió buena parte de su vida en Jujuy, hasta que cumplió veinticuatro años y decidió mudarse a Córdoba.

Al principio la cosa estuvo difícil, pero consiguió trabajo cuidando a una anciana.

La señora en cuestión estaba cada vez peor, tenía la memoria cada vez más rota, como si fuese un rompecabezas debajo de una cascada. No recordaba casi nada, pero recordaba a su hijo, que frecuentemente le hacía visitas, y recordaba a Graciela Centeno: su nombre, su cuerpo; cuidarla: su actividad.

Por esa u otra razón, el hijo le pidió que se fuera a vivir con ella y además le ofreció un trabajo a media jornada en una de las empresas de gastronomía que tenía. Graciela aceptó todo, las cosas llegaban del cielo. De pronto la vida no era prometedora, pero tampoco era ardua, imposible, dolorosa y difícil. Sólo quedaba vivir.

Liliana (la anciana) dormía indefectiblemente desde las once de la noche hasta las siete de la mañana. Después se levantaba, prendía la tele, miraba el teléfono, alzaba el tubo y se quedaba escuchando durante dos horas. Luego salía a gritar a la calle. Había vivido durante décadas en ese barrio. Había crecido en ese barrio. Se había casado, había tenido hijos en esa casa, en ese barrio. La gente la quería o recordaba quererla o la aceptaba como una parte del lugar, casi como si fuese un monumento más en una plaza. Se acercaban a ella, que estaba perdiendo la memoria, y le preguntaban qué pasaba, si necesitaba algo, si podían ayudar. Liliana respondía de buena gana, hablaba mucho, aunque se dirigía a sus interlocutores cambiándole los nombres. A todos les cambiaba el nombre: “Agüero”, les decía.

A los únicos que no les decía “Agüero” era a su hijo, a los hijos de su hijo.

A Graciela.

Y a la imagen que le quedaba de sí misma, en su memoria mojada.

IV



Jimena Centeno tiene rasgos asiáticos y se viste como gitana.

Lleva el pelo negro, sucio, corto y un pañuelo verde floreado en la cabeza. Se le dio por usar polleras de colores.

En los intervalos de la clase de la Universidad, se mete en el baño y empieza a cantar. Canta como si cantara para todo el baño de mujeres, para el baño de hombres que está justo enfrente y para la gente que camina alrededor de la Universidad. Las compañeras le piden que baje la voz; Jimena Centeno sigue haciendo pis, palpa la pollera y susurra. Tiene una voz dulce y hubiese preferido estudiar música, no sabe bien por qué está ahí. Jimena Centeno tiene, además, una hermana gemela, una adolescente exactamente igual a ella que ahora estudia música, que es parte de los coros de una iglesia y que está aprendiendo a tocar el violín pero que no puede cantar sola, porque su voz es grave y estrepitosa.

Jimena Centeno se mira en el espejo y vuelve a clase.

Una profesora les pregunta por qué eligieron esa carrera. Jimena se pone las manos sobre pollera, en el vacío formado por las piernas. No piensa, no se preocupa. Sabe mentir, sabe que cualquiera puede encontrar una explicación a cualquier cosa. Segundos antes de que sea su turno de responder, el estudiante que está a su izquierda dice “vine porque estaba aburrido en mi pueblo”. “No tenía otra cosa que hacer”, dice.

Es una gran respuesta, piensa Jimena. Se da cuenta que tiene muchas ganas de cantar, que prefiere cantar cuando le llegue el turno.

El turno no llega. La profesora la pasa por alto. Señala a la mujer que está a su derecha. La mujer no responde. Jimena, mientras tanto, la mira de reojo, se la imagina vestida de otra manera. La profesora vuelve a hacer la pregunta. La mujer, sin decir nada, agarra sus cosas, se levanta y se va.

V



Archie Centeno actualmente es ingeniero.

Está a cargo de obras en Rosario –ciudad en la que vive–, Villa María y Río Ceballos.

Tiene cuatro hijos y está divorciado. Era amigo de G8; se conocían desde que eran pequeños y, aunque vivían lejos y se llamaban por teléfono, con suerte, una vez al año, se llamaban entre sí “hermano”.

“Es mi hermano”, se decían.

La última vez que Archie se encontró con G8, G8 estaba mal. Muy mal. Acababa de divorciarse y no tenía permitido ver a sus hijos menores. Además, por primera vez en su vida, estaba solo, al borde de la bancarrota absoluta. Archie aprovechó un viaje que hacía para visitarlo. Pasaron dos tardes juntos.

En la primera, Archie trató de compartir su experiencia de vida con G8, intentó contarle cosas para que éste viese el camino que tenía por delante y fuese un camino maleable, lleno de recodos, posibilidades y, según decía, “un grado razonable de luz”. Archie también le pidió fotos. G8 estaba parando en la casa de su hermana, en la que antes habían vivido sus padres, y encontró fotos viejas en la parte de arriba de un placard. Había una en que los dos salían con el pelo largo, short ajustados y barba juvenil. Estaban recostados contra una verja. Detrás, un par de pinos. En la foto ninguno de los dos parecía asustado, ninguno parecía estar pensando en nada terrible o doloroso en especial. “¿Te acordás de ésta?”, dijo Archie. Y G8 recordaba. “Mirá lo joven que estaba tu vieja”, decía Archie, mostrando otra foto. G8 sonreía por la mitad, una sonrisa mínima, doblada sobre sí misma hasta ser otra cosa.

La segunda tarde, Archie Centeno y G8 se encontraron con la hija mayor de éste. La chica no hablaba, dejaba que los otros hablen. Había ido a llevarle un bolso de ropa a su padre. Archie contaba cosas y, cuando se hizo silencio, volvió a pedir las fotos. G8 las sacó de un estuche. Le mostraron las fotos a la chica. Ella sonrió cuando vio los pinos y la verja: había dos jóvenes ridículos con shorts y barba juvenil intentando apresurar el tiempo o dejarlo de lado.

VI



Subiendo por la calle Ramón Centeno entre el 1900 y el 2000 hay una casa con tejados azules y después un taller mecánico donde trabajan un peruano, un formoseño y las hijas gemelas de uno de los dos.

Luego de la casa de tejados azules, el taller mecánico y la pirca con las nenas está la calle Neuquén.