Acerca de la autora

Carina Radilov Chirov, nació en Sunchales, provincia de Santa Fe. Trabaja en la docencia y ejerció la coordinación de Talleres de lectura y de escritura en el Liceo Municipal de la misma ciudad. Forma parte del colectivo organizador del FeLiSa (Festival de Literatura de Santa Fe). Desde hace más de seis años gestiona junto a la escritora Analía Giordanino, el ciclo Poesía Elástica, que se realiza en las ciudades de Santa Fe y Sunchales. Su primer libro, Flor del llano, fue editado por la editorial Nunca tengo razón, de Rafaela, y reeditado por Espiral Calipso, de Rosario.

La choli

El cañaveral marcaba la frontera entre la fábrica de manteca y el canal. El canal, un tajo sucio cuando había sequía, habrá tenido unos tres metros de profundidad; no sé desde dónde venía ni en qué otro canal o arroyo desembocaba. Cerca de casa, en todo el pueblo, era la única corriente de agua fluyente (cuando llovía mucho y los campos de los alrededores volcaban los excesos en su cauce). No me gustaba el canal: tuve muchos sueños en los que debía caminar sobre uno de los puentes, cuando el torrente marrón y espumoso de las aguas tocaba las barandas; siempre permanecía inmóvil justo en el medio, subyugada por la tentación de arrojarme a la corriente y, también, en un estado de pánico que me devolvía a la realidad de la cama, con la boca seca y los latidos que dolían en el pecho.

Pero el canal y las cañas no hubieran existido para mí sin la Choli. Ella fue quien me llevó al cañaveral y luego nunca fui sola. Nunca me hubiese animado a saltar sobre los tubos de cemento, por donde la fábrica tiraba los desechos de la producción. Las bocas anchas, a ciertas horas, vomitaban restos de leche y de suero; con viento del norte, el hedor se instalaba en los cuartos cerrados de las casas del barrio hasta que otro viento del sur lo limpiaba.

La Choli vivía en la misma manzana que yo, aunque iba a otra escuela y por eso no nos tratábamos.

Fue una siesta de enero cuando me invitó. Me había sentado a la sombra del alero del frente, aburrida ya de leer las historias de la Intervalo que había canjeado a la mañana. Soy de transpirar mucho, así que estaría mojada y hastiada, una percepción de la infancia que a veces me vuelve los domingos: la certeza de que todo es resbaladizo, una arcada de asco leve que no llega a náusea.

La vi venir por la vereda. Tenía unos pantaloncitos azules de donde le salían dos piernas fuertes, con los vellos largos y blandos de las niñas rubias, y arañazos a la altura de las rodillas; llevaba una gorra roja y unas Pampero sucias, con las puntas gastadas. Bajé la mirada, porque siempre he sido tímida. Agarré la revista y la hojeé para dejarla pasar sin que tuviéramos que saludarnos. Pero a esa hora, en esa calle, no había nadie: los mayores dormían la siesta, asfixiados en las piezas con ventiladores de pie, que giraban revolviendo el aire caliente. Ella pasó frente a mí y ni me miró, pero después de dar unos pasos se paró en la vereda, pegó la vuelta y me dijo ¿Querés venir al cañaveral?

Me acuerdo de casi todo lo que ella dijo esa y otras tardes, pero no retuve mis palabras. Me levanté, entré a la casa para dejar la revista sobre la mesa de la cocina y espiar el reloj. Eran las dos, mamá no se levantaría hasta las cuatro. Nunca había hecho algo así: irme sin avisar, menos con una chica a la que sólo conocía de vista; pero su invitación fue lanzada como una orden y yo siempre fui obediente.

Fuimos hasta la esquina y, bajo un sol rabioso, cruzamos la cancha de básquet donde el cemento te hubiera sacado llagas, si anduvieras en patas. Detrás de la canchita había una pieza y una bomba para sacar agua. Vení, bombeá que tengo sed. Se agachó y puso su boca bajo la canilla, mientras yo sacaba el agua fría de las napas. Se secó la boca con el antebrazo y me preguntó si yo quería tomar; contesté que no. En la escuela tampoco tomaba agua de los bebederos, prefería aguantarme la sed hasta llegar a mi casa.

En todo el camino, bajo los eucaliptos, estuvimos calladas. La Choli nunca necesitó hablar mucho. Había levantado una rama del suelo e iba marcando en la tierra suelta de la calle una línea que nos seguía. Para llegar al cañaveral debíamos pasar sobre un alambrado de púas que separaba la calle del predio con pastos secos de la fábrica. La Choli trepó y saltó en un solo movimiento fluido; se plantó a esperarme con los brazos en la cintura.

Soy torpe con el cuerpo, me daba miedo clavarme las púas en las piernas, y más miedo me daba pensar en que tendría que explicar a mi madre dónde había estado. Cuando llegué al tercer alambre, el momento en que se tenía que revolear la pierna para acomodarse del lado de adentro y dar el salto, me enredé. Para no caer, aferré el alambrado con mi mano izquierda y la palma empezó a sangrar. La Choli dio dos pasos, me estiró la mano y pude pasar. No me soltó la mano herida, acercó su boca y lamió la sangre hasta que mi palma estuvo limpia. Después, buscó unas hojas de eucalipto para hacerme un emplasto.

Yo estaba tan recta como el poste del alambrado; deseaba correr de vuelta a mi casa, a mi revista, a mi aburrimiento. Pero no podía moverme. Dale, qué esperás. La seguí, mientras me apretaba la mano para que la sangre dejara de salir. Su voz tenía la misma consistencia que el barro cuando lo mezclás con agua para hacer figuritas: una cosa pastosa con algunos granos más ásperos.

Menos de cincuenta metros más adelante estaban las cañas, que crecían en la bajada hacia el canal. Sabía que era peligroso caminar por ahí, te podías resbalar y caer en el agua podrida. Me imaginaba rodando, rayándome las piernas y los brazos, con la boca llena de barro. Un nudo de llanto me ocupó la garganta. Odiaba cuando me pasaba eso, porque me parecía que todos se daban cuenta. Una vez salí con una vecina a hacer mandados y paramos en la casa de otra chica; las dos eran mayores que yo y hablaban de varones y esas cosas. A mí me entró una congoja tan grande que enmudecí hasta que volví y me cerré en la pieza a llorar.

La Choli iba adelante, buscando un lugar que ya conocía. Pensé que siempre la veía sola por la calle, andaba en una bici grande, no en una mini como la mía. Creo que para esa época yo recién había aprendido a pedalear sin caerme, ya era mayor. Me había ayudado una compañera de la escuela que corrió sosteniendo la bicicleta por detrás; tan rápido corrió, tan segura estaba yo de que me tenía, que cuando me soltó seguí hasta la esquina y no me di cuenta de que estaba pedaleando sola.

Entramos al cañaveral y había que ir separando las cañas para caminar. El suelo estaba cubierto por hojas secas y alguna que otra basura: papeles de caramelos, tapas oxidadas, una cáscara de naranja. Se oían los zumbidos de la fábrica, las chicharras, y nada más. La Choli no hablaba y más se me cerraba la garganta. La mano ya no sangraba. Despegué las hojas untadas por la sangre, mientras andaba como una sonámbula de siesta, que es peor que el sonambulismo nocturno, porque el sueño de la siesta es más pesado; uno se hunde en la cama, se empapa con las sábanas y tiene visiones. He soñado que me levantaba de la siesta y andaba por la casa; después me despertaba y me daba cuenta de que nunca había salido del sueño. Eso me asustaba.

La luz del sol se filtraba entre las cañas y rayaba la espalda de la Choli, que parecía un animal: un gato o una cebra, o una tigresa. Entonces, se soltó el pelo; la mata rubiona, rojiza, sin desenredar, le alcanzaba la cintura. Fue un gesto raro, como si el espacio del cañaveral le exigiera otro aspecto. Pensé mucho en su pelo, en cómo le flotaba en el aire quieto entre las cañas.

Anduvimos poco; la Choli paró en seco y se dirigió a mí, no me había mirado desde que entramos. Te voy a mostrar algo. Los encontré ayer. Sobre su labio brillaban los vellos claros, empapados. Se agachó y abrió, con las dos manos, un grupo de cañas más apretado que el resto. Después me ordenó con la mano que me acercara. Vi cinco gatitos escuálidos, con pelos grises que en algunas partes dejaban ver los lomos. Maullaban muy bajito, por eso quizás no los había escuchado, o porque la sangre me zumbaba en la cabeza. Mientras, pensaba en volver a casa, en la hora, en mi madre levantándose de la siesta y buscándome, en la Choli, en su mirar que parecía el haz de una linterna en la absoluta oscuridad.

¿Te gustan los gatos? La Choli (supe que la llamaban así otro día, cuando mi mamá me preguntó ¿No andarás por ahí con la Choli esa, vos?) se había sentado con dos gatitos sobre las piernas. Tal vez dije que sí, para quedar bien nomás. No me gustaba ningún animal, pero me cuesta contradecir a las personas. Mi abuela dice que hay demasiados gatos. Entre la leña de la panadería se crían y andan por el techo de mi casa. Una vez saqué a uno de la cañería que baja del techo. A la noche lloran y a mi abuela no la dejan dormir. Aparte, la madre los deja. ¿Ves?, estos están solos acá. Le sobaba el lomo a uno de los gatos que erizaba los pelos y dudaba entre gozarse en las caricias o tirar un zarpazo débil.