La Vertiente II



1


Eduardo me indicó que tenía algunos meses para llevar el testimonio de alguno de los testigos del choque, pero que lo mejor era ir haciendo los trámites con tiempo si es que no quería tener inconvenientes. Por más que el Polo andaba, me decía que le daba no sé qué verlo así, magullado. Sabe bien que ese auto era del viejo. Dijo también que estaba preocupado por mi codo, que le parecía curioso eso de que se solucionaba sin ayuda de los médicos. Es así. Eduardo, como muchas personas que han sido amigos de papá o simplemente conocidos, después de su muerte, se transformaron en tíos míos y de mi hermano Maximiliano. Una especie de familia que nos protege por toda la zona. Algo de eso es lo que Maxi me intenta explicar que extraña cada vez que viene de Río Cuarto.




2


Empecé por el auto rojo, el del bombero.

Averigüé con gente conocida de la Cooperadora —yo me encargo todos los meses de pagar la cuota de la cooperativa a la comisión de fondos de los bomberos— y me enteré de que no era un bombero oficial, un agente de carrera, sino que era un voluntario. Me lo dijeron con el tono de lo evidente. No se me ocurría en qué estaba clara esa evidencia. No lo pregunté. Supongo que en el físico, o no, quizás en otra cuestión, en la forma de ser. No lo sé. Su trabajo real era de profesor en un colegio secundario de Capilla del Monte. No me supieron decir de qué materia era profesor.

Se llamaba Marcelo Oliva y hacía poco tiempo se había mudado por acá con toda su familia. Me comentaron que era amigo de Ernesto Villa, este sí era un bombero conocido en la zona. Lo había visto varias veces que le hacían reportajes en el canal de tele de La Falda.

Lo llamé al número de su celular, pero el aparato estaba fuera de servicio. Conseguí el teléfono fijo. Busqué un horario adecuado. Lo llamé un mediodía. Pregunté por el profesor Oliva. Me atendió él. Le expliqué la situación, quién era yo, lo que me había pasado esa tarde y la necesidad de que me diera una mano como testigo. La verdad es que le hablaba con una idea previa, con un prejuicio de mi parte de que siendo bombero, aunque voluntario, o justamente por eso, se iba a prestar para colaborar, que ese tipo de gente lleva la solidaridad en la sangre. Y encima docente. Daba por sentado que no iba a tener problema en pasarse un día de estos, un par de minutos, por la oficina de Seguros de Eduardo. Pero no, no fue así. Se quedó en silencio, a lo mejor recordando ese viernes, justamente el día del incendio en Capilla, y a los quince o veinte segundos, cuando ya se volvía incómoda la situación de la llamada, me contestó de manera poco amable, cortante, seco, que no le interesaba prestarme ninguna ayuda. Quedé helado por la dureza de negativa. Sorprendido. Por decir algo le pregunté si la chica que estaba con él a lo mejor lo podía hacer, si me podía dar el teléfono o la dirección de ella. Largó una carcajada. Un estruendo. Imaginé que se reía a propósito sobre el tubo del teléfono. Se escuchó un ruido, una puerta que se cerraba de golpe o algo que se caía al piso. Me pidió con falsa amabilidad que por favor no lo volviera a molestar.




3


Seguí por el remisero. Lo tenía a mano, a cincuenta metros de la oficina, donde se encuentra la parada de casi todos los autos de La Falda. En el volante estaba un pibe de mi edad, de gorrita y ropa moderna. Eso lo hacía más joven. Me miró raro. Dijo que era el dueño del auto, que no tenía idea de qué le estaba hablando. Atendió el llamado de un viaje. No parecía prestarme atención. Me estaba por rendir, dar la vuelta y volver a la oficina, cuando dejó de hablar por celular y me hizo señas de que lo esperara. Relacionó y encontró sentido a las frases que le había disparado. Se acordó de que el chofer usaba el coche para buscar agua en una vertiente. Claro, dijo, en Vaquerías, cerca del camping de los profesores de la universidad. Aunque se había subido un pasajero y tenía el auto en marcha, no tuvo problema en darme el número de teléfono de ese hombre. Me lo anotó en un papel, uno de esos que los remiseros tienen colgados de una prensa en la aleta para cubrir los rayos del sol enfrente de la cabeza. Al lado escribió solamente el nombre, mejor dicho el sobrenombre, con una letra de chico, temblorosa, despareja, puso: Fito.

Llamé a la tardecita. Me atendió un chiquito. No supo explicarme bien si estaba o no el padre. Se puso nervioso, se enredaba, no era exactamente una tartamudez lo que tenía, pero se quedaba repitiendo las últimas sílabas de algunas palabras. Decía algo de Córdoba y de La Falda. No hubo caso.

Volví a llamar ese mismo día, un poco más tarde. Me atendió una mujer. No entendía o no quería entender el motivo de la llamada. No fue descortés, al contrario, pero me dijo que su marido no estaba en ese momento en la casa y que ellos eran gente tranquila, que Fito seguramente no tenía nada que ver con ningún accidente.

La tercera vez lo pude enganchar. No hizo falta tantas vueltas, tenía muy claro de qué le hablaba. El día, los hechos, los gritos, todo. Me pidió que lo llamase al mediodía siguiente. Lo hice. Tenía un discurso preparado, me dijo que lo había pensado toda la noche, incluso que el asunto no lo había dejado dormir tranquilo, pero que lo sentía, que conocía al hombre del auto con el dibujo de la cabeza y el peine y que nunca había tenido ni quería tener ahora problemas con nadie.




4


Terminé la búsqueda de testigos con el cocinero que lleva las pizzas al comedor del primo de Celina. El que estaba en la camioneta.

Fuimos con Celina y Facundo al negocio de Osvaldo, el primo, y de ahí, con indicaciones, con referencias de lugares, de árboles y de colores de techos llegamos a la casa del cocinero, a unas seis o siete cuadras de la ruta.

Vive en un lugar que se llama Villa Yacoana. Un caserío de chalets deshabitados que se ocupan en época de vacaciones. Casas con tejas, con patios en los frentes. Un compañero de la Cooperativa me contó, y no sé de donde habrá sacado el dato y qué tendrá de cierto, que todos los terrenos son de un loteo de la década del setenta que adquirieron, la mayoría, militares de Santa Fe y Buenos Aires. Y que esa gente espanta a cualquiera que quiera vivir ahí. Piensan que es un barrio privado, tratan mal a cualquiera que les parezca un poco raro.

Yo bajé con el nene en brazos. Celina se quedó parada al lado del auto. Busqué y no encontré timbre ni campana. Hice sonar las manos. Salió de adentro de la casa un perrito muy simpático al que le faltaba una pata, y detrás del perro, una chica que se movía con cierta dificultad, que arrastraba un poco la pierna derecha, como si en cada paso se le quedase pegada al piso por un instante. Pregunté por el muchacho de las pizzas. La chica sonrió. Le hizo un gesto a Facundo y dijo que ya le avisaba, que en un momento me atendía. Supongo que pensó que era un cliente, alguien que venía a encargarle unas pizzas. El cocinero salió a los cinco minutos, despeinado, con las zapatillas a manera de chancletas. Saludo con un movimiento de cabeza a Celina y me invitó a pasar. Le dije que no hacía falta. Con un volumen de voz bajo, el suficiente para que él me oyera pero no Celina, que había quedado a unos diez metros de distancia, le expliqué por qué estaba ahí y qué pretendía que él hiciera por mí. Me escuchó callado, levantando alternativamente una y otra ceja, moviendo de vez en cuando la cabeza para mirar por sobre mi hombro las marcas del choque en el auto, y cuando terminé de hablar, sin dudar, dijo que no tenía problema en hacer eso que yo le pedía por quinientos pesos. Celina y Facundo se nos habían acercado mientras jugaban con el perro rengo. Le pedí un número de teléfono. Me lo dictó con cierta dificultad, titubeando, parecía no saber su propio número o estar diciéndome cualquier cosa, cualquier número que se cruzaba por la cabeza.

Volvimos a casa. Ese día, por hacer una fuerza rara o lo que sea, el dolor del codo no me dejaba manejar el auto tranquilo. Celina no preguntó qué me había dicho el cocinero. Quizás escuchó algo de la conversación. Quizás no. Para ella el asunto del auto ya había quedado atrás. Muy atrás. Hablamos de otras cosas: del perro, de la chica, de lo tenebroso que es ese lugar llamado Yacoana. Mejor dicho: hablé yo.

Se notaba mucho: no era uno de sus días.




5


A la mañana siguiente llamé a Eduardo a la agencia. Le conté lo del cocinero y le pregunté si era normal, y si lo era, si estaba bien pagarle a un testigo. Me dijo que no, que hay gente que lo hace, pero que mejor nosotros no nos metiéramos en eso.

Corté el teléfono y en el mismo momento en que lo soltaba sobre la mesa del escritorio sonó una llamada. Era José, mi hermano, desde Río Cuarto. Preguntó si me acordaba de Marianela, una compañera de él del colegio. Sí, claro, dije, ¿qué le pasó? A ella nada, contestó, es algo que me contó, vos sabés, Marianela es medio habladora, pero se enteró que Celina y Sebastián se están por volver juntos a España. Me dejó helado. Mudo. Pienso en Facundo, dijo, fijate, hay que tener cuidado en esos casos.




La vertiente I



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Por este tipo de cosas es que me fui de este lugar de porquería y nunca tendría que haber vuelto, dijo Celina, unos segundos después de detenernos en el semáforo del Centro, cerca de la plaza de Valle Hermoso. Lo dice siempre que está enojada. Esa frase o algo más o menos parecido. A veces con algún insulto entre dientes, insultos en español, de esos que se escuchan en las películas, que para nosotros suenan tan raros. Los insultos es lo que más se le ha pegado de sus años allá. Lo último en irse de su forma de hablar. Lo de la porquería que es Valle Hermoso lo dice desde que volvió de Barcelona y empezamos a vernos y salir los fines de semana, y lo repite con mayor insistencia —como si yo no la oyera y necesitase hablar con ella misma— desde que quedó embarazada de Facundo y decidimos vivir juntos en la casa de Bella Vista, en el barrio que está en el límite entre La Falda y Valle Hermoso. Yo la escucho, por supuesto, muchas veces hasta muevo la cabeza para darle a entender que la he oído, pero claro, lo que a ella la debe confundir y hasta molestar es que no le diga nada, que no le dé la razón ni la contradiga, que no quiera entrar en una discusión de la cual sea complicado salir. Esta vez le pregunté, en el semáforo, con las manos fijas en el volante del auto y sin sacar la vista de una familia que cruzaba la ruta por el paso de peatones, qué eran esas cosas que tanto le molestaban de este lugar. Se rió. Una carcajada exagerada, fingida al principio y seca, sin sonido al final. Doblá acá, dijo de golpe, moviendo el brazo hacia la izquierda, pasándome por delante de la cara la mano que en ese momento tenía libre de Facundo. Me arrebató. Si hubiera sabido para qué quería que hiciera el giro no le hubiera hecho caso.

ellos