flores, mario

   hikaru  / mario flores. - 1a ed . - río tercero : nudista, 2018.

   libro digital, EPUB


   archivo digital: descarga y online

   ISBN 978-987-1959-73-0


   1. novela. I. título.

   CDD A863

ficha técnica
foto de portada - luis alberto bravo
diseño y edición - martín maigua


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esta obra recibió la 2da mención en el concurso bienal federal de novela corta, organizado por el programa de cultura del consejo federal de inversiones (2017), y para su publicación en formato digital fue beneficiada con el fondo estímulo a la actividad editorial cordobesa (2018).


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queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

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Acerca del autor

Mario Flores nació en Tartagal, provincia de Salta, en 1990. Es escritor y editor. Coordina talleres de lectura y escritura potencial para adolescentes y adultos. Aparece en las antologías Jardín 16 (Minibús Ediciones, 2016), Festival de Poesía Joven La Juntada VIII (APOA, 2016), y la Antología Federal de Poesía del NOA (Consejo Federal de Inversiones, 2017). Fue seleccionado en la categoría Literatura de la residencia Enciende de la Bienal de Arte Joven (2017), y ganador de la primera convocatoria a poetas menores de 30 años del Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires (2018). Publicó los libros de poemas Nosotros niños mutantes (2015), Poesía para pasajeros urbanos con auriculares (2016), Cuando llegue el fin de los tiempos (2017) y Un silencioso modo de arder (2017). Hikaru es su primera novela.

28


La terminal está llena de gente. Las voces se mezclan con los sonidos combustibles de los colectivos estacionados que aguardan por salir. Su madre manda a guardar las valijas en la parte de atrás del transporte y abraza a su padre. Ella mira hacia todos lados, buscando, expectante.

No lo encuentra. Le dijo que iba a venir a despedirla.

—Dale, hija, ya sale el cole —le dice, para traerla de nuevo a la realidad.

Su abuelo la abraza, con alguna lágrima de por medio, y le pide que se porte bien, que haga caso, que mucha suerte en la escuela, que siga siendo la buena alumna de siempre. La abuela se quedó en la casa porque está muy enferma pero le manda muchos saludos. Ella ni siquiera asiente, continua mirando hacia todas partes, buscándolo.

Ambas se suben por fin al colectivo y ocupan sus respectivos asientos. Macarena, en silencio y con algún tipo de sentimiento todavía ajeno e incomprensible a los humanos, pega su flequillo azul a la ventanilla, mirando hacia abajo para ver si un rostro conocido se cuela entre todos los rostros que inundan la terminal.

Demasiada gente despidiéndose, equipajes por el piso y vendedores ambulantes a los gritos ocupan toda la escena. Su madre reclina el asiento y le dice que aproveche para seguir durmiendo, son seis horas de viaje. Ella no tiene ganas de dormir. Solamente se recuesta en su asiento, abraza a su bufanda fucsia, juega con los flecos.

El tiempo parece una lombriz ciega de lento paso. Pero en medio de la muchedumbre, una silueta sombría aparece en medio de todos los rostros. Es él, los ojos rojizos, teñidos de sueño, le dice: he visto el final.

Ella le sonríe a través del vidrio, deja escapar una risa tímida, amortiguada por el ruido y el desorden del mundo.

La familia se queda inmóvil con las manos alzadas, como en una fotografía de carne y hueso, y él atrás. No sabe si enviar un beso por el aire, no sabe si decir adiós.

Ella lo mira, a través del vidrio, que poco a poco empieza a empañarse. Deja que el planeta que habita la aleje de a poco, con su propia fuerza natural.


1


Una tarde recibe un correo electrónico de una dirección desconocida. Lee atento hasta el final y luego se queda acostado mirando el techo. Al cabo de un par de horas vuelve a leer el mensaje, lentamente, casi como si estudiara cada palabra. Es preciso que entienda lo que está escrito allí. Después vuelve a su posición horizontal. Observa el hipnótico movimiento del ventilador dibujando sombras rápidas en la superficie del techo y se queda dormido.

Sueña algo que no recordará luego y se despierta cuando ya es de noche. Vuelve al mundo real por la voz de su madre, gritándole desde la sala que la cena está lista. La computadora sigue encendida, como una luz eterna y silenciosa, alumbrando el cuarto. Es invierno.

Vuelve a leer. Esta vez lee en voz alta, para sentir el sonido de cada cosa dicha. Quiere estar seguro de que no se trata de una broma o una equivocación.

“Hola. Tanto tiempo. Te escribo porque estamos por ir de vacaciones de invierno para allá. Maca quiere conocerte. No se lo prohibí. Cumplió diez la semana pasada, capaz te olvidaste igual que los otros nueve años. Si querés conocerla me decís. Ella insiste en conocer a su papá. Vamos a estar una semana nada más. Saludos a tu madre si es que sigue viva”.

Su madre entra a su cuarto a repetir el anuncio, la cena está lista, si se demora más se le va a enfriar.

Decide responder. Quiere hacerlo de una forma escueta y veloz, sin dejar rastro de sorpresa o emoción alguna. Impersonal, en definitiva.

“Hola. Sí, tanto tiempo. Gracias por escribirme. No sabía que tenías mi dirección. Claro que quiero conocer a mi hija. Será un gusto. Avisame cuándo y cómo arreglamos la reunión. Mi madre sigue viva, gracias por el interés”.

Lee en voz alta su propio mensaje para estar seguro de que no comete errores, como sonar débil o incongruente. Una vez convencido de que es mejor dejar de vacilar, lo envía. Va a la sala, se sienta a la mesa y contempla su plato de comida fría. Devora sin pensar, y se le ocurre que así debe hacerse con la mayoría de las cosas en esta vida. Devorar y no pensar.

2


Al principio su madre se pone contenta con la noticia de que tiene una nieta, pero cuando se entera de que la nieta tiene diez años pide saber más. No entiende la historia, le parece un absurdo. Le pregunta quién es la sinvergüenza que le quiere encajar una criatura. Él le explica, con paciencia, que nadie le quiere encajar nada. Tiene una hija de diez años que no conoce. Con aquella chica que solamente fue una vez a su casa. La del flequillo teñido de rosa. La hija del ferretero. Esa misma. Con ella tuvieron una hija.

—¿Y qué pasó entonces? —le pregunta, ansiosa.

—No pasó nada. Le dije que yo no estaba preparado…

—¡Y claro que no estabas preparado, si eras un chico!

—Mamá ¿por qué no esperas a que te termine de contar? Le dije que no estaba preparado y si podíamos solucionarlo de otra manera. Le propuse abortar.

Mientras escucha, su madre se hace la señal de la cruz varias veces, invoca a la virgen María y solloza de vez en cuando. Se entera de que la hija del ferretero no quiso abortar y que tuvo a la bebé. Que el ferretero la mandó a vivir con la hermana, que vivía en la capital. Que hasta ahí fue él un día, unos meses después, con la intención de verla y arreglarlo todo, formar una familia, enmendar su error. Que no la encontró y dejó de buscar. Que durante un tiempo el ferretero lo buscaba para cobrársela y mandarlo al hospital. Que no sabía ni el nombre de su hija, ni el día de su cumpleaños. Que se enteró de ambas cosas gracias a una de las amigas chusmas que siempre solía tener. Que de todos modos se resignó a no buscar. Y que pasaron diez años de eso.

Su madre le recomienda conocer y empezar a estar presente en la vida de la nena, ir a confesarse y pedir disculpas a la madre y su familia. Él está de acuerdo con todo menos con lo de ir a confesarse. Su madre le dice que además de estar en paz con su hija y la hija del ferretero, tiene que estar en paz con Dios por sobre todas las cosas. Él le dice que lo pensará, solo para dejarla tranquila.