A Lorenzo,
con la esperanza de permitirnos el goce de la libertad.

EL PUNTO JUSTO


1

Un día Maicon regresó. Maicon, mi primo, el que hacía diez años se había mudado a Brasil. Mi tío, casado con la hermana de mamá, se fue solo, y cuando se instaló, se llevó a todos: a mi tía, a mi primo Maicon y a mi primita, Brunna. Para ese entonces yo tenía seis años y Maicon, siete.

Mamá, yo y trece familiares fuimos a recibirlos al aeropuerto. Volvían para quedarse. Mi familia había estado toda la semana armando pancartas con cartulina y brillantina que decían “¡Bienvenidos!” y “Argentina los extrañó” y banderines de nylon colgando del cartel. El peor de todos fue el que me tocó sujetar a mí, decía “Los amamos” sobre un corazón de casi un metro de diámetro con una mitad pintada con la bandera de Brasil y la otra mitad: celeste y blanca.

Apenas cruzaron la puerta, mis familiares se abalanzaron a darles besos. Brunna estaba enorme, tenía cuatro años menos que yo y parecía de mi misma edad. Tenía los labios con gloss y los rulos armados que le caían al costado de los hombros. Mis tíos estaban igual, como si entre los treinta y los cuarenta nada cambiara, más que algunas arrugas al borde de los ojos y en el cuello. Detrás de los besos, abrazos y brillantina, lo vi a Maicon. El pelo lacio le cubría la mitad de la frente, llevaba pantalones cargo, un bóxer gris que le asomaba y una remera negra lisa. Ponía la mejilla para que el resto le chantara besos animados. Quedó frente a mí y sentí las miradas de mis familiares preguntándose por qué estaba colorada. Pasó a mi lado y casi en el oído me dijo: “qué estúpido tu cartel”.

Una siesta, mientras estudiaba (ya habían pasado varios meses desde el regreso de Maicon), sonó el timbre de casa. Me asomé por la ventana de la cocina y lo vi parado en la puerta.

—Mi hermano no está —me adelanté a decirle.

Maicon y mi hermano se juntaban todas las semanas a jugar a la play y yo aprovechaba sus visitas para pasearme frente al monitor, de ida y de vuelta, buscando un pen drive o el control del tele. Me gustaba sentir que me miraba. “Andate”, me gritaba mi hermano y Maicon me decía que me quedara para verlo ganar. Yo me reía y salía de la habitación haciéndome la superada.

—Está en fútbol —le dije en tono cortante.

—Abrime por fa, que lo espero adentro.

Le abrí la puerta y volví rápido a los libros. Pasaba página tras página, sin ningún sentido. Apoyó de golpe la mano sobre la mesa y di un salto sobre la silla.

—¡Esa! ¿Te asuste, primita?

Hacía un tiempo que había empezado a decirme primita o prima y cada vez que lo decía sentía cosquillas debajo del ombligo que me terminaban entre las piernas.

—Dejame estudiar, pri–mi–to.

—Me aburro, charlemos hasta que venga tu hermano.

—No quiero. Si no me dejás de molestar me voy al cuarto.

—Voy con vos —me desafió.

Me acordé de Ramiro, el chico más lindo de sexto, con el que a veces soñé que entraba a mi cuarto y se metía en la cama conmigo.

—Está bien, no te jodo más, pero tampoco para que te quedés mirando con esa cara de boba.

—Si no te gusta no me mirés, es la única que tengo.

Me siguió mirando.

—Te dije que si no te gusta, no me mirés más.

—Es que sí me gusta.

—¿Qué cosa?

—Tu cara.

Deslizó la mano por mi brazo y me acarició el cachete. Me corrió el pelo detrás de la oreja.

—¿Y a vos?

—A mí qué.

—Yo… ¿te gusto?

En ese momento escuché que abrían la puerta. Entró mi hermano cubierto de barro y con los botines en la mano.

—Maicon, ¡qué hacés tan temprano! Te dije que tenía fútbol.

—Estaba aburrido en casa y me vine un rato antes.

Volví a pegar los ojos en los libros, me cubrí la cara con el pelo. Creí que me desmayaba.

Antes de irse, Maicon me dio con disimulo un papel que decía: “te espero el martes a las cinco en mi casa”. Se repitieron las cosquillas, pero esa vez me dolieron.



2

A las cinco toqué la puerta. Me llevé una sorpresa cuando la que me recibió fue mi tía. Le dije que pasaba a buscar un pen drive con música brasilera. Ella me dijo que pasara al cuarto de Maicon.

—¿Qué querés? —le dije.

—Tranquila, primita, ¿no puedo tener ganas de verte?

—Dale, Maicon, ¿qué querés?

—Verte.

—¿Para qué?

—Para charlar.

Mi tía entró a la habitación con una bandeja con dos vasos de chocolatada y galletitas glaseadas. Después dijo que salía, que volvía a la noche y que fuéramos a la cocina para estar más cómodos. Maicon le dijo que no y giró con la silla de escritorio hasta quedar de frente a la computadora.

—Deberíamos ir a la cocina —dije para no quedar mal con mi tía.

—No, está todo bien. Se pone rompe huevos. ¿Querés que ponga música?

—Sí, lo que quieras.

Me senté al borde de la cama y él se quedó balanceándose en la silla. Me contó de los diez años que vivió en Brasil, del colegio, de los amigos, que pensaba volver algún día y que su lugar en el mundo era Sao Pablo. Se notaba que le gustaba decir Sao en vez de San. Cada dos o tres ideas tiraba una frase en portugués y se disculpaba haciéndose el desentendido.

—¡Qué fantasma que sos! —me le reí.

—¿Qué cosa?

—Sí, malísimo, te hacés el distraído tirando esas frases.

—Nada que ver… me salen, qué se yo.

—Enseñame a decir alguna puteada.

—Dejame pensar… Eu gosto de rola —lo dijo rápido y después repitió—: Eu–gosto–de–rola.

Repetí:

—Eu gosto… de… rola.

Se tentó.

—¡Qué boba! ¿Sabés que dijiste?

—Sos un idiota, ¿qué significa?

—Me–gusta–la–pija.

Los dos nos reímos.

—Otra: As brasileiras tem o melhor cú do mundo.

—Nah, es muy difícil, ¿qué significa?

—Que las brasileras tienen los mejores culos del mundo.

—¿Alguna vez tocaste un culo? —le pregunté.

—Sí, mil veces. No soy virgen —se adelantó a aclarar—, ¿vos?

—¿Yo qué?

—Si vos… ya…

—¿Toqué un culo?

—No te hagas la boluda, sabés a lo que me refiero. Además las mujeres no tocan culos.

—Sí tocamos. A vos no te lo habrán tocado.

—Capaz que sí, no me acuerdo —trató de justificarse. Bueno, decime, vos, ¿sos virgen?

—Más o menos.

—¿Cómo es “más o menos”?

—Viste cuando estás con un chico y… te toca… bueno llegué ahí.

—Ah, sí, sí, te entiendo.

—No le cuentes a nadie.

—No, tranqui. ¿Y te dan ganas?

—A veces, casi nunca —le mentí.

Sonó el tema Persiana Americana y algo le cambió en la mirada, como si los ojos tuvieran un foco de luz cerca de la retina y se le iluminaran. Se sentó a mi lado y acercó su cara a la mía, tan cerca que pude verle algunos puntitos negros en la nariz. Cerré los ojos pero no avanzó. Los abrí y él también los tenía cerrados. Me acordé de Ramiro chapando con una chica de quinto, con los ojos abiertos y las manos en la cola de ella. Maicon me miró y noté que tenía los ojos negros, tan negros que no se le veían las pupilas. Me empezó a latir rápido el corazón, estábamos tan cerca y yo no sabía si comerle la boca o esperar a que él lo hiciera. Mientras dudaba sobre qué hacer, Maicon me mordió el labio de abajo, apenas me mojó con saliva. Tomó aire y sin soltarme la boca, me empujó para atrás, como si quisiera acostarme. Apoyó la mano en mi pierna y me apretó.

—¿Querés que siga?

Asentí con la cabeza como en cámara lenta y en ese segundo escuché la voz de mi hermano que llamaba a Maicon. De un salto mi incorporé al costado de la cama y me metí un puñado de galletas a la boca. Maicon volvió a la silla. Mi hermano apareció por la ventana del cuarto, había saltado la reja.

—¿Qué hacés, primo?

—Venía a preguntarte si querés jugar al fútbol, se armó un partido en la plaza y nos falta uno.

—Sí, dame un toque que me cambio.

Mi hermano me miró y me dijo:

—¿Y vos qué hacés acá?

No pude responderle, tenía la boca llena de masa y la garganta cerrada.

—Vino a buscar un pen con música.

Maicon me pasó un pen drive, yo lo agarré y salí de la habitación saludando con la mano.



3

—¿Sabés que hay acá? —me preguntó.

Era la primera noche que salíamos los dos solos y estábamos caminando por el centro.

—¿Dónde?

—En este local.

—No.

—¿Cómo no vas a saber? Naciste acá, yo vine hace unos meses y ya lo sé.

La calle estaba oscura, nunca había estado en el centro a esa hora. Me encogí de hombros mostrándome desinteresada.

—Ay, primita, todo te tengo que enseñar. Acá hay un cine porno.

—¿Un cine porno?

—¿Nunca viniste? En Sao Paulo está lleno.

—…

—¿Querés entrar?

—No sé… ¿Porno?

—Sí, pasan películas porno.

—Sí, puede ser, alguna día puede ser que venga —mentí.

—Entremos ahora.

—No, ahora no, porque… se nos va a hacer tarde.

—Mentirosa, te da vergüenza.

—No, nada que ver. ¿Qué hay de malo en una película porno? —la última palabra la balbuceé.

—Bueno, entonces entremos.

Me agarró del brazo y abrió la puerta. Antes de entrar me miró fijo y me dijo:

—No pongás esa cara de nenita cagona. Y si te preguntan, vos decí dieciocho.

En el local había un chico de unos veinticinco años, la luz del monitor le iluminaba la cara alargada, parecía un Avatar. Apenas nos miró. Era un martes a las nueve de la noche.

—¿Cuántos años tienen?

—Eu sou do Brasil. Estou com minha namorada.

El chico–avatar se quedó mirándolo. Maicon le guiñó el ojo con complicidad.

—Más sí… —dijo desganado— son ochenta pesos y pueden quedarse el tiempo que quieran.

Maicon me sonrió triunfante, le saqué la lengua. Mientras él pagaba, yo recorría con la vista unos estantes que vendían vibradores de distintos colores y tamaños, geles y unos anillos que no sé bien para qué servían. Maicon me volvió a tomar por el brazo y cruzamos una cortina de terciopelo roja. Tenía ganas de salir corriendo. Iba con los ojos pegados al suelo, no quería ni mirar a la gente que había adentro. Nunca había visto una película porno, incluso nunca se me había ocurrido, menos con gente alrededor. Nos acomodamos en las butacas. Yo me hacía la distraída.

—¿Vas a ver la película?