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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1993 Michelle Reid. Todos los derechos reservados.

VERDADES A MEDIAS, N.º 2 - Enero 2013

Título original: House of Glass

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 1994.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2631-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Sentada, con las manos entrelazadas en el regazo, Lily contempló con ojos opacos el aspecto funcional del ambiente que la rodeaba: paredes pintadas de gris, un par de cortinas azules y grises que no merecía la pena describir, sillas forradas de vinilo azul colocadas alrededor de una mesa baja cubierta de revistas viejas y bastante manoseadas, y una taza todavía llena de un té que no había probado.

La habían dejado sola después de servirle el té, pues habían llamado a la joven enfermera para que atendiera otra urgencia.

«Urgencia». Se estremeció y cerró los ojos con el fin de no pensar en la urgencia con la que habían curado a Daniel durante el corto y aterrador trayecto en la ambulancia. El ulular de la sirena le contraía el estómago mientras recorrían las calles. El impacto emocional, la confusión, la incredulidad con que observaba lo que sucedía. Y, en medio de ese caos, una mujer policía acababa de sentarse a su lado para pedirle con suavidad que le contara lo ocurrido.

Desde el momento en que habían internado a Daniel y a ella la habían metido en esa salita, la expresión de la enfermera fue suficiente para que su cerebro, estremecido por los horrores que había presenciado, se negara a funcionar, con el fin de conservar la cordura. Dejó de pensar, ni siquiera se preguntaba por el resultado del accidente. Se quedó sentada, rodeada de un silencio agobiante, un silencio que aumentaba y profundizaba la puerta gris, cerrada a los sonidos y la actividad que se desarrollaba al otro lado de la habitación. Esperó...

Cuánto tiempo no importaba. Su propias heridas y hematomas no importaban. El estado de su ropa y el hecho de que sintiera frío, mucho frío, no importaba.

«Daniel».

Tragó saliva. Lo evocó como lo había visto la última vez, en el suelo, sangrando. El miedo la sacudió y se instaló en su estómago. Volvió a tragar saliva con la boca seca.

–¿Todo bien? –preguntó la mujer policía.

Lily asintió.

La policía observó la taza de té intacta.

–¿Preferiría que le trajera otra cosa de beber?

Lily negó con la cabeza.

La oficial titubeó, sin saber qué hacer, después se acercó y tocó con suavidad en el hombro a Lily.

–Están tratando de salvar a su marido, señora Norfolk –aseguró, y luego salió de la habitación.

«Tratando», se repitió Lily. Pero ¿ese intento sería suficiente? Ella había visto el estado en que se encontraba Daniel. No era estúpida. Sabía, se daba cuenta de lo que pasaba.

«Dios». Separó las manos y se cubrió los ojos. Con dedos helados y temblorosos, se tocó los párpados: estaban secos y le ardían.

La puerta se abrió de nuevo. Lily bajó la mano para observar al médico que entraba en la salita. Le lanzó una mirada y se le paró el corazón; se le contrajo el estómago de miedo una vez más.

–¿Señora Norfolk? –inquirió, rompiendo el pesado silencio de la habitación.

Ella asintió, tragando en seco de nuevo. Su mirada ansiosa no se apartó del rostro del médico mientras éste cerraba la puerta. El hombre hizo una pausa, como preparándose, luego se acercó y se sentó al lado de ella.

–Lo siento –murmuró con voz ronca–, tengo malas noticias... –estiró el brazo y cubrió las manos de Lily con las suyas–. Su marido ha muerto hace unos minutos.

Aunque lo esperaba, la noticia fue como un puñetazo en el pecho que la hizo inclinarse para rechazar el impacto. Las lágrimas le bañaron los ojos y un instante después desaparecieron debido a la conmoción. Un velo helado la cubrió, impidiéndole asimilar el horror de aquellas palabras.

El médico la observó, sus ojos brillaban de compasión.

–Si le sirve de consuelo... –continuó, resistiéndose...

Su naturaleza siempre se opondría, no importaba cuántas veces tuviera que hacerlo, a dar esa clase de noticias. Lo invadió la ira por la pérdida de una vida útil. Una amarga sensación de derrota lo asaltaba, como cada vez que perdía una batalla desesperada. Y, debajo de aquel cúmulo de emociones, comprendía que no sólo le había fallado a su paciente, sino también a esa mujer; esa mujer joven, pálida, de ojos opacos, que había confiado en su habilidad para hacer un milagro.

–No recuperó la consciencia, así que no sintió dolor...

–Dios mío –susurró Lily. Su cuerpo, cuya frágil estructura ósea no parecía lo bastante fuerte como para resistir los golpes de la vida, mucho menos uno de tal magnitud, se estremeció. Levantó una mano para taparse la cara.

Una frustración rabiosa contrajo las facciones del médico; la urgencia de golpear algo, preferiblemente al tipo borracho que había matado al marido de esa mujer, lo mantuvo tenso mientras esperaba a que la joven recobrara la compostura. El conductor ebrio había escapado y, según creían, sin sufrir ni un rasguño. Sólo tuvo que arrastrarse por debajo de los hierros retorcidos en que se había convertido el coche robado que conducía para poner pies en polvorosa, dejando a esa pobre mujer ante su esposo que se desangraba, sin poder hacer nada para evitarlo.

–¿Hay alguien que usted desee que la acompañe en estos momentos? –formuló la pregunta acostumbrada en casos semejantes.

–¿Qué?

Ella aún no entendía lo que estaba pasando, adivinó el médico por la mirada perdida que le lanzó.

–¿Alguien a quien quiera llamar? –repitió con dulzura–. Un nombre. Un número de teléfono.

Un nombre, se dijo Lily entre nieblas, tratando... tratando con insistencia de que su cerebro funcionara. Un nombre.

Mark, recordó de pronto. ¡Oh, Dios, el pobre Mark debía enterarse! Pero no contestaría el teléfono. Jamás lo contestaba cuando trabajaba. Estaría encerrado en su estudio, con el teléfono desconectado, ignorando, para su fortuna, la tragedia que acababa de ocurrir mientras él se concentraba en sus proyectos. No, la única forma de interrumpir a Mark cuando trabajaba era presentándose en su casa y...

–Un amigo, señora Norfolk –insistió el médico. Y, aun sin querer, bajó la vista a su reloj de pulsera y pensó en los incontables pacientes que esperaban ser atendidos en la sección de urgencias de aquel gran hospital londinense. ¿Dónde estaba esa maldita enfermera que se suponía que debía reemplazarlo? Lo apenaba el caso, pero debía volver a sus ocupaciones–. O un miembro de la familia, quizá...

Un miembro de la familia... Dios santo.

–Dane –musitó con voz ronca y se estremeció. Había olvidado a Dane.

–¿Dane, señora Norfolk? –el médico se aferró al nombre con avidez–. ¿Tiene su número de teléfono o su dirección?

¿Estaría en Londres? Su atontado cerebro es esforzó por recordar el breve resumen que Dane les había hecho de su itinerario, la última vez que lo vieron. ¿Primero viajaría a Nueva York? ¿O a Washington, Tokio, Bonn...? No lo recordaba porque no había prestado atención. Se estremeció, repitiendo en su mente lo que había hecho en aquel entonces... comérselo con los ojos, atormentarse, luchar contra sí misma para no descubrir sus sentimientos: el miedo, el odio y esa intensa y devastadora necesidad de...

Se tapó la boca con la mano en un movimiento brusco; las náuseas le revolvieron el estómago. Daniel acababa de morir... ¡de morir! Y ella estaba allí sentada, pensando en...

–¿Señora Norfolk?

–Dane Norfolk –se obligó a exhalar entre sus labios tensos y fríos–. El her... hermano de mi... marido.

Recitó el número de teléfono y el médico lo anotó, después de alzar las cejas debido a la sorpresa. Así que esa mujer era una Norfolk, pensó impresionado.

–Lo llamaré inmediatamente; usted quédese...

–Quizá no lo encuentre –añadió con ansiedad–. Viaja mucho...

En ese momento se abrió la puerta y una enfermera entró. Con un silencioso suspiro de alivio, el médico se puso de pie y permitió que la ayudante ocupara su sitio. Le puso una mano en el hombro a Lily para darle consuelo.

–No se preocupe, lo encontraremos –«sí, alguien lo hará», agregó en silencio mientras salía. Los hombres tan importantes como Dane Norfolk siempre estaban localizables en alguna parte cuando era necesario. Existían muchas personas que sabrían dónde hallarlo.

 

 

Dane Norfolk entró en su apartamento suspirando de cansancio.

Estaba exhausto por el vuelo, el cambio de horario y la irritación. No le había ido bien ni en Tokio ni en Nueva York y...

–¿Qué demonios...?

Un ruido procedente de lo que debería ser su silencioso apartamento hizo que sus cejas se unieran sobre el puente de la recta y delgada nariz. Sus labios, apretados en una línea adusta, se fruncieron en gesto de desagrado. Se quedó parado, sin moverse, para escuchar. Sus ojos, de un gris acerado, recorrieron el vestíbulo, pasando de una puerta cerrada a otra, hasta que detectaron aquélla de donde provenía el ruido.

Entonces lo vio, allí estaba el zapato de brillante tacón de aguja, en el mismo sitio en que lo había tirado su dueña, justo en mitad de la habitación.

–Maldición –refunfuñó–. ¡Maldita sea! Esa estúpida e irritante...

Pasándose una mano por el pelo negro, se dirigió a su dormitorio. Adivinaba lo que encontraría allí.

Lo último que necesitaba esa noche era a Judy jugando a seducirlo, en su cama. Necesitaba dormir durante días, no participar en una maratón con esa insaciable mujer que no entendía el significado de la palabra «basta».

–¿Cómo diablos has entrado? –gruñó al irrumpir en su dormitorio.

Estaba desnuda, lo apostaba porque la conocía mejor que la palma de su mano, bajo una fina sábana blanca. Había empujado las mantas con negligencia hacia la alfombra azul, y su cabello, la larga y sedosa melena de un rojo intenso, resaltaba de modo estratégico contra la almohada para aumentar la belleza de su exquisito rostro.

Exquisito, se repitió con sequedad al detenerse al pie de la cama; cerró los puños y detuvo la mirada en las seductoras líneas del cuerpo que se adivinaba bajo la sábana.

–Te he hecho una pregunta –le advirtió con frialdad–. ¿Cómo has entrado aquí?

Ella hizo un puchero al oír el tono de voz de Dane.

–Jo-Jo me ha dejado entrar –lo informó, y luego sonrió con coquetería–. Quería darte una sorpresa y lo he conseguido, ¿verdad?

«Oh, me has dado una gran sorpresa», pensó, sintiendo una tibieza familiar en su cuerpo.

Una rabiosa frustración lo invadió, pues presintió que a pesar de con cuánta eficiencia funcionara su instinto, esa noche no podría hacerle justicia.

Y de todos modos lo enfurecía que esa torpe mujer se sintiera tan segura de la posición que ocupaba en su vida, que se considerara con derecho a invadir su hogar y su cama, sin previa invitación.

A nadie le daba ese derecho. ¡A nadie!

De repente, sin que lo esperara, el rostro de Lily flotó ante sus ojos y su belleza dulce, plácida, se impuso a las sensuales facciones de Judy. Entonces la tibieza se convirtió en un calor que lo consumía.

«¡Maldición!», pensó, reprochándose la indeseada reacción que experimentaba siempre que pensaba en Lily. Detestaba la clase de belleza de esa mujer, despreciaba el aire de frágil inocencia, tan engañosamente proyectado. ¡Era falso, mentira!

Sin embargo, la deseaba con una lujuria que lo asqueaba en privado. Y el hecho de que esa hipócrita, ¡de entre todas las mujeres del mundo!, fuera la única que no estuviera a su alcance, sólo agravaba su obsesión.

Ella lo ignoraba, y jamás lo descubriría... Mientras su hermano viviera no permitiría que Lily se diera cuenta de que tenía hambre de su cuerpo, algunas veces con una desesperación que lo llevaba al borde de la locura. Y el hecho de que Daniel fuera siete años menor que él, convertía la perspectiva de vivir más que él en una posibilidad remota, en el mejor de los casos.

Él se había encargado de que esa intrigante supiera que la odiaba. Oh, sí, odiaba a Lily. La despreciaba por ser una arribista sin escrúpulos; incluso le había dicho que sabía perfectamente lo que se proponía... También se lo dijo a Daniel, con la esperanza de que recuperara el sentido común y la enviara muy lejos. Pero su pobre hermano estaba demasiado enamorado, demasiado cegado por la máscara con la que Lily se cubría con tanta serenidad.

Tratar de salvar a Daniel de un destino peor que la muerte sólo había dado como resultado alejarlo de su hermano. Y por esa razón odiaba todavía más a Lily, con un odio reconcentrado pues, cuando al fin se reconcilió con Daniel, tuvo que agradecérselo a ella.

Lily... Lily, ¡el baldón del apellido de los Norfolk!, se burló.

–¡Oportunista! –la había acusado... poco después de que se propusiera arrancarle la máscara de inocencia y pureza tras la cual esa ambiciosa se ocultaba.

La besó hasta casi hacerla desmayarse y, ¡que Dios lo ayudara!, todavía recordaba la maldita dulzura de su boca. Sin miramientos, la sedujo, la tuvo en sus brazos y a su merced antes de clavarle el puñal y hundirlo en la herida.

–Daniel es la respuesta a todos tus problemas, ¿verdad? Está dispuesto a casarse contigo, pagará las deudas de tu padre sin esperar nada a cambio, excepto esa sonrisa boba en tus bellos y mentirosos labios... y un revolcón en la cama.

–¡Dios, cuánto te desprecio! –jadeó ella–. Amo a Daniel. ¡Lo amo! ¿Me entiendes?

Pero incluso en ese momento, dos años después, él aún podía ver la expresión de terror en los ojos azul cielo, sentir el acelerado latir del corazón de Lily bajo su mano, que le indicaba con más claridad que cualquier otro detalle, que no se había equivocado respecto a los motivos por los que Lily se casaba con su hermano.

–Daniel es todo lo que tú no eres, Dane. No actúa con crueldad, orgullo ni rudeza. No va por la vida hiriendo a las personas del modo que tú lo haces.

–También tiene un débil apetito sexual –repuso él con desdén–. ¿Cómo reaccionarás cuando el fuego en que arden tus deseos carnales, que ocultas con tanta cautela, al fin se desborde?, porque eso sucederá sin duda. Tu lujuria desconcertará a mi callado y plácido hermano, lo sabes muy bien. Descúbrele una décima parte de lo que me has mostrado a mí y saldrá corriendo para meterse debajo de la cama, gritando de horror al darse cuenta de lo que su adorada Lily es realmente.

En ese momento ella le volvió la espalda, mientras la culpabilidad hacía que temblara de asco. Y él no pudo evitar acercarse un paso para apretarla contra su pecho y moldearle los senos con las manos, gozando en secreto de esa plenitud que lo sorprendía, de la redonda firmeza que acariciaba. Presionó los labios contra su cuello, e inhaló la intoxicante fragancia que sólo ella poseía, al mismo tiempo que probaba con la lengua la sedosa piel. La apretó más y Lily se arqueó, gimiendo, incapaz de resistirse o de dejar de responder a sus exigencias.

–Tú no amas a mi hermano –se burló–. O no me corresponderías de este modo. Amas su dinero y lo que sus millones pueden hacer por tu desagradecida familia.

–No olvides que Daniel gana muchísimo casándose conmigo –se sintió obligada a defenderse cuando se apartó de él.

–Oh, no lo he olvidado –replicó–. Daniel tendrá él control de las cuadras, como siempre quiso, pero eso habría sucedido dentro de cinco años, de todos modos. No. Tú te casas para beneficiarte, por avaricia. No por Daniel, ¡que Dios lo ayude!

–Te odio –la tristeza del rostro de Lily conmovió algo oscuro en el interior de Dane–. Manchas todo lo que tocas y te odio.

–Pues me odies o no –ironizó, rozándole con un dedo un seno, cuyo pezón despertó al instante irguiéndose–, no puedes negar que disfrutas de mis atenciones. ¿Qué harás, mi sensual Lily, para reprimir todo esto cuando Daniel se haya saciado? ¿Te prostituirás para encontrar alivio?

Entonces ella lo abofeteó. Y quizá se lo merecía.

–¿Te refieres a que debo imitarte? –le escupió, retándolo con su brillante hermosura, con su mirada mentirosa–. ¿A ti, que te acuestas con cada mujer que se cruza en tu camino? –insistió–. No tienes discreción, ni límites. ¡Llegarías incluso a seducir a la futura esposa de tu propio hermano! Quizá te dé asco, pero sólo la mitad del que tú me inspiras a mí.

–Asco o no asco, me deseas –y antes de que ella pudiera atacarlo, la encerró en sus brazos para recordarle con cuánta facilidad podía excitarla.

No había podido olvidar la mirada de desprecio que Lily le lanzó cuando al fin se libró de su abrazo.

–Tú, el ángel de Daniel, tienes instintos de buscona.

–Supongo que le contarás lo que ha sucedido esta noche, ¿verdad?

A pesar de intentarlo, Lily no pudo contener la asustada agitación de su voz. Él gozó con ese miedo, sabiendo que lo temía porque lo creía capaz de destruir sus cuidadosos planes.

–No me consideraría un buen hermano si no lo hiciera –afirmó, sarcástico.

Y cumplió su amenaza. Se lo contó todo a Daniel...

Una sonrisa se dibujó en el rostro de su hermano pequeño, o más bien una mueca de desagrado que intentaba convertirse en sonrisa. Por primera vez en su vida, Dane saboreó una experiencia amarga: su hermano lo contempló con verdadero asco. Daniel no le creía, desde luego, ¿quién lo habría hecho cuando sólo necesitaba mirar el dulce rostro de Lily para que desapareciera la verdad? Pequeña, frágil, delgada, de cabello liso, rubio y grandes ojos azules, representaba la inocencia de Cupido antes de conocer el éxtasis del amor.

Una representación falsa...

–Zorra –murmuró Dane.

–No estás siendo muy galante –opinó Judy con voz petulante.

Dane parpadeó para alejar los nubarrones de ira que ensombrecían sus ojos grises, borrando el rostro de su hermano y las reminiscencias de esa batalla contra Lily Brennan, ahora señora Norfolk. Pero todavía evocó las últimas palabras de aquel encuentro: «¡Conozco a Lily, y si te respondió de ese modo fue porque tú trataste de seducirla!». ¡Dios! El desprecio de Daniel lo hirió más que nada. «¿Tienes que manchar todo lo que es limpio y hermoso, Dane? El hecho de que nuestro padre caminara por la vida manchando lo que tocaba, no significa que tú debas seguir sus pasos».

–Por lo menos nuestro padre captaba la vida como realmente es –suspiró–, no a través de cristales de color de rosa, como haces tú. Por el amor de Dios, Danny... ¡ten sentido común! Tu novia te manipula.

–Eso crees, ¿eh? –en ese instante Daniel se convirtió en un desconocido–. Pues tu opinión demuestra lo poco que sabes de ella... y de mí.