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Akal / Hipecu / 5

Jan Assmann

Egipto a la luz de una teoría pluralista de la cultura

Traducción: Ana Agud

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

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© Ediciones Akal, S. A., 1995

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ISBN: 978-84-460-4038-5

 

 

Introducción

La forma histórica

La idea de plantearse el tema de Egipto, esto es, de la cultura faraónica del país del Nilo, desde la óptica de una teoría de la cultura, representa una tarea fascinante. Desde la distancia que nos separa de ella, y desde ese enfoque específico, la cultura faraónica se muestra a nuestros ojos como un todo, como una forma cerrada sobre sí misma, y desarrollada en el interior de unas ciertas fronteras del espacio y del tiempo. Son en total unos 3.500 años, aproximadamente desde 3200 a. C. hasta 300 d. C. Así como lo que hace el historiador es describir la historia de esa forma, lo que indaga el teórico de la cultura es más bien la forma de esa historia.

Esto quiere decir que la propia historia se entiende aquí como una forma cultural más. Culturas diferentes poseen historias diferentes. El teórico de la cultura es relativista. No entiende la historia en el sentido de un marco universal y homogéneo, dentro del cual cada cultura se desenvolvería a su manera. Al contrario, para él la historia misma nace en y como función de ese proceso de desenvolvimiento, un proceso que cada cultura genera desde el fundamento de las posibilidades semánticas y dinámicas que le son propias. En consecuencia, también la historia es un producto de la cultura, una forma cultural más. O dicho de un modo más preciso: desde el punto de vista de la teoría de la cultura la historia es una función del tiempo cultural.

¿Pero qué es el tiempo cultural? Tal como se entienden las cosas en el plano de la vida cotidiana, el tiempo constituye una magnitud homogénea, una dimensión como el espacio, susceptible de ser medida y calculada. El tiempo cultural, por el contrario, no es tiempo medido sino interpretado, y constituye por así decirlo una aleación de tiempo y sentido. El tiempo cultural es un constructo. Lo construyen cada sociedad y cada época a su manera. Las culturas no se desarrollan en el tiempo físico sino en tiempos culturales, esto es, en los tiempos que ellas interpretan y construyen y que de este modo ellas producen realmente. A diferencia del tiempo físico, el tiempo cultural sólo existe en plural, como pluralidad de constructos temporales.

Las dos variedades más conocidas de tales “cronotopos” (M. Bakhtin) son el tiempo lineal y el tiempo cíclico. En torno a esta distinción ha prendido en tiempos recientes una controversia, al hilo de la cual se puede ilustrar especialmente bien lo que quiere decir la idea del tiempo cultural. La distinción misma tiene su origen en la obra del antropólogo e historiador de las religiones Mircea Eliade, que en su libro Le mythe de l’éternel retour (1949) propuso la tesis de que el pensamiento mítico acostumbra a construir el tiempo como un círculo, de manera que cada acontecimiento es experimentado por él como un retorno de pautas acuñadas desde los orígenes; el pensamiento histórico construye por el contrario el tiempo como una línea, como una flecha unidireccional, en la cual cada acontecimiento se experimenta como una ruptura, una innovación o un cambio.

El antropólogo cultural, de orientación estructuralista, Claude Lévi-Strauss desarrolló esta tesis con su propia propuesta de distinguir entre sociedades “calientes” y “frías”. Es una manera de elevar el dualismo de las formas temporales a la categoría de estrategia y técnica conscientes y distintivas, para el perfilamiento de unas culturas respecto de otras. Las llamadas sociedades frías no se limitan a vivir fuera de la historia, sino que verdaderamente apartan de sí la historia, la excluyen, evitan tener una, y lo hacen intentando neutralizar, por medio de las instituciones que se dan a sí mismas y de modo quasiautomático, los efectos que los factores históricos podrían tener sobre su equilibrio y su continuidad. Es como si hubiesen alcanzado o heredado una forma especial de sabiduría que las capacita para oponer una desesperada resistencia a cualquier modificación de su estructura que pudiera hacer entrar en ellas a la historia.

Por el contrario, las sociedades “calientes” se caracterizan literalmente por una compulsiva necesidad de transformación; son sociedades que han interiorizado su historia (leur devenir historique) y la han instituido en motor de su evolución (C. Lévi-Strauss 1962, 309 = 1973, 270; cfr. 1960, 39).

Lo que Lévi-Strauss califica de “frío” no es pues ninguna clase de carencia, sino todo lo contrario: un rendimiento positivo que se atribuye a una “sabiduría” especial y a unas “instituciones” específicas. El frío no es el estado cero de una cultura, sino que hay que producirlo activamente. La forma de generar frío en las culturas, para así congelar cualquier cambio, es la conversión ritual del tiempo en ciclo.

Los ritos vuelven cíclico el tiempo evitando toda desviación respecto de las pautas gracias a una observancia meticulosa y estricta de las prescripciones; de este modo, cada acción coincide exactamente con la que le precede. El paradigma de esta congruencia cíclica lo proporciona el cosmos, con la circularidad de sus ciclos astronómicos, meteorológicos y vegetativos. Así que la producción de un tiempo cíclico tiene por objetivo primero hacer coincidir el ordenamiento de las cosas humanas con el de las del cosmos. Las sociedades frías se guían por modelos del orden cósmico. En cambio el procedimiento típico de generar calor cultural es para Lévi-Strauss el de linearizar el tiempo por medio de la historiografía, de la rememoración de acontecimientos y cambios históricos, y de la planificación del futuro. La producción del tiempo lineal se pone al servicio de la consolidación del dominio y de la identidad socio-política. Va de la mano del estado y de la escritura.

A partir de este punto, el paso que nos conduce de los cronotopos a la tipología de la cultura es ya pequeño. Lo han dado sobre todo los teólogos, que han contrapuesto la cultura de concepción temporal lineal de los israelitas a las que se basan en un concepto cíclico del tiempo. Entre éstas, algunos aducen las grandes culturas tempranas del Cercano Oriente como Egipto y Mesopotamia; otros proponen a Grecia como ejemplo. Pero todos estos intentos de clasificar tipológicamente las culturas han sucumbido al peso de los contraejemplos. No es en este plano donde se muestra operativa la distinción entre tiempo cíclico y lineal. No se puede preguntar si una determinada cultura posee un concepto cíclico o lineal del tiempo, porque es fácil comprobar que en todas se dan ambas cosas.

Lo que hay que buscar es más bien los lugares que convienen a lo lineal y a lo cíclico en cada cultura, las relaciones específicas de dominancia de ambos dentro de ellas. Y lo mismo se aplica al “calor” y al “frío”. Las culturas suelen ser complejas, y contienen tanto centros de calor como centros de frío. El problema es cuál es el papel que cada una de estas determinaciones ha tenido en la edificación del mundo cultural de sentido, cuáles son sus formas de institucionalización y cuáles las tensiones que se dan dentro de una cultura entre las instituciones calientes y frías, lineales y cíclicas.

En lo que hace al concepto del tiempo, el etnólogo que ha procedido de una manera más consecuente en este sentido es Maurice Bloch (1989). Éste parte de la idea de que en toda cultura coexisten conceptos del tiempo lineales y cíclicos, cada uno con su esfera de predominio, que interpreta respectivamente como tiempos profano y sagrado. El tiempo lineal es el de la actividad de cada día. Las nociones temporales que se comprueban aquí difieren poco de una cultura a otra. Las concepciones cíclicas del tiempo, por el contrario, tienen su lugar en las diversas formas de la comunicación ritual y ceremonial, y aquí sí que se aprecian diferencias fundamentales entre las diversas acepciones culturales del tiempo.

En Egipto, la situación es aún algo más complicada. Por el lado del tiempo sacral nos encontramos no con una sino con dos formas. Los egipcios distinguen un tiempo sacral cíclico y otro que no lo es. Al primero lo llaman neheh, al segundo djet. Neheh, el tiempo cíclico, es el eterno retorno de lo igual; lo produce el movimiento de los astros, de manera que se lo determina por el sol. Este tiempo se asocia con el concepto del devenir, que en egipcio se escribe por medio del signo del escarabeo. Es sabido que el escarabeo constituye el símbolo de salud y salvación más importante entre los egipcios. Lo que ocupa el centro de su pensamiento no es el ser, sino el devenir. Los ciclos llegan y pasan, y lo que accede a la existencia dentro de uno de ellos, sale de ella en la esperanza de una nueva entrada.

El otro tiempo se asocia con los conceptos de permanencia y duración. Se lo determina con el signo de la tierra. Sus símbolos son la piedra y la momia, su dios es Osiris, el dios muerto que preside el reino de los difuntos. Djet es un espacio sagrado de la duración; en él lo que ha accedido a la existencia y madurado en ella hasta su forma final, lo que por lo tanto ha llegado a ser en este sentido perfecto, queda conservado y preservado definitivamente, sin cambio alguno. Éste es exactamente el significado del nombre que lleva Osiris en su condición de señor de la djet: Wannafre (griego Onofrios) significa “el que permanece para siempre en su perfección”.

La djet no designa pues un tiempo lineal, sino más bien su contrario o su cancelación, sólo que en este caso lo opuesto a la línea no sería el círculo sino el espacio. Djet no instaura una diacronía lineal, no consta de una sucesión secuencial de puntos de tiempo, y no se articula en futuro y pasado: no es el lugar de la historia. En el sistema de neheh y djet no hay sitio alguno para la historia, a no ser que tomemos por tal la fase conclusa, cerrada por haber alcanzado la perfección, del devenir de algo que con el acto de su conclusión ha entrado en el espacio sagrado de la permanencia. Djet es en cualquier caso tiempo quieto; movimiento no lo hay más que en el neheh.

Si dejamos de considerar las culturas como totalidades homogéneas y admitimos de partida que todas ellas son al mismo tiempo “frías” y “calientes”, que todas conocen formas del tiempo tanto lineales como cíclicas (y en consecuencia también formas que no son ni lineales ni cíclicas), en una palabra, que la variedad y las tensiones son inmanentes a cualquier cultura, estaremos también en condiciones de afrontar la objeción que una y otra vez se le plantea a la posición relativista dentro de la teoría de la cultura. Pues en efecto, las formas relativistas de acceso a la cultura, que parten del supuesto de que cada una de ellas vive en su propia realidad y que también el conocimiento está sujeto a determinaciones culturales, se enfrentan con dos problemas:

1) Si la totalidad de los conceptos, conocimientos y experiencias que poseemos obtienen su definición y demarcación previa del horizonte cultural en el que estamos inmersos, ¿cómo se explica que las sociedades puedan transformarse, que sean capaces de someter a crítica su imagen del mundo, de modificarla y ampliarla?

2) Si cada cultura vive en el interior del edificio de su propia semántica, del mundo de sus propios conceptos, ¿cómo son posibles los intercambios, las traducciones y la comprensión recíproca entre culturas diferentes?

Pues bien, a ambas objeciones se puede responder desde el supuesto de la pluralidad interna de las culturas. Toda cultura está organizada plurisistemáticamente, y en el interior de los sistemas que comprende existen también grados diversos de diferenciación. Las posibilidades tanto de cambios internos como de comprensión entre culturas se miden por el grado de esa diferenciación intracultural. Cuanto más compacta e indiferenciada sea una cultura, menor será su capacidad de ejercer la crítica sobre sí misma y de transformarse.

La cultura faraónica, por ejemplo, no fue capaz de imaginar para sí misma ninguna otra forma legítima de ordenamiento político que la de la monarquía. Dentro de su sistema cultural y social no se había llegado a perfilar ninguna posición desde la cual se hubiesen podido desarrollar opciones alternativas, de manera que en ese marco no se habría podido llegar a plantear la cuestión de cuál es el ordenamiento político óptimo. Aquí el problema de la legitimidad se planteó siempre y sólo por referencia a la persona del gobernante, por ejemplo en casos de usurpación, o a propósito de mujeres, pero nunca afectó al sistema de la monarquía faraónica. En Israel fue diferente: aquí los profetas encarnaban una posición que hacía posible convertir en tema de reflexión la cuestión del ordenamiento político. En Grecia existía el oráculo de Delfos, y existían también los “siete sabios”, en origen probablemente no del todo ajenos a instancias religiosas, pero que con el correr de los siglos se fueron diferenciando hasta dar lugar a una filosofía independiente.

Ahora bien, por debajo de este plano, inmune a cualquier reflexión crítica, también en Egipto hubo posibilidades y formas de reflexión discursiva. No sólo dentro de la sociedad había instituciones y posiciones diversas, como sacerdocio y funcionariado, ejército, escribas y agricultores; había también tradiciones diversas, conectadas con los diversos polos religiosos y culturales, y también dentro de estas tradiciones había textos antiguos y recientes, conceptos, experiencias y conocimientos viejos y nuevos. La mera permanencia de formas del pasado, conservadas con ayuda de la escritura y de otros medios de memoria cultural y mantenidas vigentes en todo momento, genera inevitablemente pluralidad y diferenciación en el interior de una cultura.

Sería no obstante equivocado creer que la capacidad de modificación interna de las culturas y la comprensión entre ellas están dadas homogéneamente como presupuesto de toda cultura; y no tendría sentido querer evaluar el rendimiento de una teoría de la cultura por su fidelidad a tal supuesto. Una teoría de la cultura no sólo tiene que poder explicar cómo son posibles el cambio y la traducción, sino también por qué esto no se da por igual en toda cultura y tiempo, y cuáles son las condiciones que lo hacen posible. La hipótesis de la pluralidad como rasgo inmanente a toda cultura responde a este planteamiento.

La discusión en torno a las nociones de tiempo y de historia muestra con claridad cuáles son la temática y los problemas de un análisis planteado desde la teoría cultural. Para empezar, no existe “una” teoría de la cultura que le proporcione su fundamento; no hay sino entronques diversos, como los que hemos ilustrado a propósito del tema “tiempo e historia” de la mano de los nombres de M. Eliade, C. Lévi-Strauss y M. Bloch. Para cualquier otro núcleo temático habría que echar mano de otros nombres. Lo único que vincula entre sí a todos estos enfoques es el supuesto de que tiempo, historia y realidad son constructos y formas simbólicas que obtienen en cada cultura y época su forma y cuño peculiares. A la luz de este supuesto se vuelve posible entrender la historia como una más entre esas formas y construcciones culturales. Habría que poder mostrar que las sociedades en las que predominan las instituciones “frías” no sólo conciben la historia de modo diferente a como lo hacen las otras, sino que verdaderamente tienen una historia diferente; que con sus maneras específicas de constituir el sentido histórico contribuyen a acuñar, por lo menos hasta cierto punto, lo que finalmente se les puede atribuir como “su historia”. Pues historia no es sólo lo que “le pasa” objetivamente a un grupo, a un pueblo, a una cultura: es también el conjunto de lo que, en el marco de su propia definición de objetivos y su correspondiente construcción de sentido, pretende de hecho con su actuación por una parte, y retiene como recuerdo por la otra.

Así, la tarea de acercarnos a Egipto desde la óptica de una teoría de la cultura es la tarea de indagar cuáles son de hecho las formas en que los egipcios construyeron sus nociones de tiempo, historia y realidad. El teórico de la cultura parte de la idea de que la realidad sólo puede ser contemplada a través de la ventana de unas condiciones culturales determinadas que definen en cada caso un marco específico. El egiptólogo que quiere ser al mismo tiempo teórico de la cultura se pregunta cuál es la realidad que se hace visible a través de la ventana de las condiciones-marco de los egipcios, o formulado de un modo menos relativista, qué panorámica sobre “la” realidad se abre para él desde la historia, el mundo conceptual y las simbolizaciones de la cultura egipcia. Es a esto a lo que me refiero cuando hablo aquí de la historia egipcia como de una “forma” cultural o “simbólica”.